Moscú, septiembre de 1939

Una misma persona, a sus distintas edades, en distintas situaciones de la vida, es alguien totalmente diferente. Unas veces está cerca del diablo y otras del santo. Pero siempre se llama igual y siempre se trata del mismo hombre.

ALEXANDR SOLZHENITSYN, El archipiélago Gulag

... Sí, sí, el problema para nosotros no es de libertad, pues respecto de esta siempre preguntamos: ¿libertad para qué?

Respuesta de Lenin en una entrevista realizada por
FERNANDO DE LOS RÍOS URRUTI, Mi viaje a la Rusia sovietista

I

Kolia Fiódorovich Smelov llevaba un rato delante de la ventana de su magnífico despacho en la tercera planta del edificio Lubianka, observando el ir y venir de la gente por la amplia plaza. Dirigía la mirada hacia la avenida en la que, a unos cuatrocientos metros escasos, se hallaba el Hotel Metropol en el que se hospedaba desde hacía días su hermano Yuri. Le costaba reconocer que aquella visita tanto tiempo anhelada y a la vez tan temida había conseguido abrir una brecha en su corazón, endurecido como una roca tras años de adiestramiento y catequización en un odio mortal a la familia que lo había abandonado, un resquicio por el que respiraba el vago y oculto deseo de volver a encontrarse con él. Lo había querido tanto, lo había echado tanto de menos, había sufrido tanto la pérdida, que le dolía solo recordar aquel tiempo. En su mente confusa brotaba la hiriente memoria de aquella tarde en la estación Finlandia de San Petersburgo. Recuerdos rotos, quebrados por el intenso dolor del abandono, de aquella sensación de soledad y desamparo que se había cernido sobre él a partir del momento en el que corrió detrás de su madre, a la que nunca llegó a alcanzar, tragado por aquella multitud rabiosa y convulsa, que lo zarandeó con violencia y lo dejó aturdido el tiempo suficiente para perderlo todo: el contacto de su padre, la visión de su madre, la posibilidad de recuperarlos. Los buscó con desesperación, incapaz de asimilar que lo hubieran dejado, desahuciado de su cuidado y protección. Desvalido, había vagado por la estación durante varios días con sus respectivas noches, caminando entre la gente con la esperanza de hallar el rostro conocido que le devolviese a la realidad, a su realidad, alimentándose de lo que hallaba en la basura o lo que recibía de algún ser compasivo con el que se pudiera cruzar. Rememoraba el frío intenso incrustado en su cuerpo hasta paralizarlo, la sensación de orfandad que se iba adueñando de él a cada instante, el llanto incontenible ovillado en un rincón sin comprender nada.

Una semana después, cuando el hambre lo obligó a robar una manzana, fue detenido y trasladado a una comisaría. Allí recibió los primeros golpes, las primeras bofetadas sin causa ni motivo, antes o después de preguntas constantes respecto a su padre, vertiendo horrendos crímenes sobre los hombros de su adorada madre, aquellas voces que lo increpaban exigiéndole explicaciones que no tenía. Encerrado en una celda en compañía de hombres igual de desconcertados y asustados que él, fue la primera vez que deseó morirse. Dejó de hablar en un firme voto de silencio. Dejó de comer el rancho que les daban. Dejó de moverse, tendido sobre el frío suelo, acurrucado sobre sí mismo, cada vez más débil, cada vez más cercano a su propósito final, a la vista de todos a los que el terror les impedía hacer otra cosa que mirar, observar el inmenso desconsuelo de aquel niño de once años. Hasta que un día apareció su ángel custodio, la mujer que lo salvó de aquel infierno y de las garras de la muerte que ya había hecho presa en él. Su nombre lo recordaría siempre, Evguenia Fiódorovna, una de las guardianas de aquel antro, que decidió hacerse cargo de él, lo sacó de allí, se lo llevó a su casa, una pequeña habitación de apenas siete metros cuadrados en la que vivía sola.

Durante más de un mes Kolia permaneció tumbado en la cama sin fuerzas ni para abrir los ojos. Evguenia lo obligaba a comer, lo aseaba a diario igual que a un bebé, lo arropaba y le cantaba con voz dulce para calmar su sueño siempre inquieto. Él se dejaba hacer, los ojos fijos en la nada, con una sensación de tristeza tan pesada como si su alma hubiera quedado convertida en plomo. Recordó el instante en el que la miró y por primera vez fue capaz de sonreírle. Evguenia se había tumbado junto a él y tarareaba una nana que también le cantaba su madre. Fue como si su corazón se abriera de nuevo y la sonrisa brotase espontánea en sus labios. Ella enmudeció, sorprendida por aquel gesto de vida que recibió como una entrañable muestra de gratitud. Ninguno de los dos dijo nada. Cuando se recuperó y pudo salir a la calle empezaron los problemas. La vecina de habitación denunció a Evguenia porque había metido al chico en el edificio sin estar registrado. Antes de que vinieran a buscarlo para llevarlo a una escuela forestal, Evguenia le aconsejó que cambiara de apellido: tenía que olvidar que era hijo de un extranjero, porque eso lo pondría en peligro.

—Nunca pronuncies el nombre de tu padre ni digas quién era, ni tampoco de tu madre. Invéntate otros nombres, di que no tienes a nadie, que tus padres han muerto, que te has quedado solo, di lo que quieras, pero nunca, ¿me oyes?, nunca digas que eres hijo de un extranjero. ¿Lo harás por mí?

Kolia rememoró aquellos ojos suplicantes de Evguenia Fiódorovna en el momento en que lo separaron de ella, cuando otra vez volvió a sentir el dolor de la soledad, del desarraigo, de no pertenecer a nada ni a nadie, de no ser, de tan solo respirar. A partir de entonces empezó a utilizar el apellido Smelov y el patronímico Fiódorovich, en honor a su salvadora.

Cuando años después abandonó la escuela, volvió a buscarla, pero su habitación la ocupaba una familia de cuatro personas. Nadie sabía dónde estaba, ni qué había sido de ella. Evguenia Fiódorovna se esfumó al igual que se había ido desvaneciendo la imagen de sus padres y sus hermanos, difuminados en su memoria sus rostros, su voz, el tierno tacto de sus abrazos. Poco a poco se había ido convenciendo de que lo habían abandonado y el odio hacia ellos, alentado por las arengas de formación de todo cuanto lo rodeaba, había hecho una mella irremisible en su corazón, endurecido como una roca. Aquel hermano, tan amado y luego tan maldecido, aparecía en su vida como venido de un tiempo pasado.

Un toque en la puerta lo arrancó de sus pensamientos. No se movió. Detrás de él sonó la voz gutural de su secretaria.

—Camarada capitán, está aquí el camarada Sokolov.

Kolia se mantuvo quieto, las manos entrelazadas a la espalda, mientras que la mujer esperaba órdenes agarrada al picaporte de la puerta.

—Hazlo pasar —dijo Kolia al fin, acercándose a su escritorio.

La mujer desapareció. Kolia se sentó y durante unos segundos revisó el expediente de su hermano que le había hecho llegar Sokolov antes de su regreso. Miraba su foto tomada subrepticiamente al salir de la embajada, y trataba de ver los ojos que tanto había añorado.

La voz ronca de Sokolov lo obligó a alzar el rostro.

—Vaya, vaya... —Su gesto era de asombro, como si no diera crédito a lo mayestático de aquel despacho—. Camarada capitán, nada menos... Parece que te ha ido muy bien durante mi ausencia.

Kolia lo observó sin decir nada. En los últimos dos años su ascenso dentro del escalafón había sido espectacular, en tanto que las purgas llevadas a cabo contra los enemigos del pueblo, saboteadores y traidores a la causa de Stalin había dejado muy mermado de personal de confianza el partido. De ahí su nombramiento, a pesar de su juventud.

Sokolov se acercó al imponente escritorio de madera maciza con una mueca socarrona. Kolia observó la maleta que portaba en su mano derecha; parecía pesada.

—¿Cuándo has llegado? —le preguntó.

—Hace una hora. —Depositó la maleta sobre la mesa sin dejar de mirar a Kolia, y se sentó en uno de los confidentes al otro lado del escritorio—. Me he librado de milagro. ¿Has oído las noticias? Hitler lo ha hecho. Ha entrado en Polonia. No tiene límites.

—Rusia es su límite —dijo Kolia zanjando el asunto. Señaló la maleta—. ¿Qué traes?

Sokolov puso la mano sobre ella con una sonrisa ladina.

—Un encargo personal del comisario Beria. —La abrió y le mostró el contenido—. Diez pistolas Walther. Un arma perfecta de fabricación alemana.

—¿Se sabe para qué las quiere?

Sokolov negó con la cabeza.

—Camarada capitán, yo solo cumplo órdenes.

Sokolov cerró la maleta y se encendió un cigarro. Kolia rechazó su ofrecimiento.

—Yuri Mijáilovich está aquí. —Kolia bajó el tono de voz.

—Le advertí que no viniera. Por lo visto se ha metido en un lío. Lo acusan de asesinar a un oficial de las SS. Un turbio asunto de celos. —Movió la cabeza de lado a lado—. Fue un error darle el salvoconducto.

Kolia echó el cuerpo hacia delante, los codos sobre el tablero, como si quisiera contarle una confidencia. Desde que Sokolov le dio la noticia de que su hermano lo buscaba, su destino había quedado irremediablemente atado a él.

—Sokolov, si alguien se entera de que Yuri es mi hermano, estaré acabado.

Vadim Sokolov lo miró con fijeza durante unos segundos.

—Lo sé... —aseveró al fin con gravedad—. ¿Lo has visto?

Kolia negó.

—¿Piensas encontrarte con él? —prosiguió Sokolov.

—¿Crees que debería?

Sokolov resopló con una mueca reflexiva.

—Si no te haces ver, se pondrá nervioso. Si pregunta demasiado, puede meterte en un lío.

—Tienes razón... —añadió Kolia pensativo—. En cualquier caso, su presencia aquí supone una amenaza para mí. El único que sabe la verdad de mi pasado eres tú. —Le resultaba difícil ocultar su inquietud—. Y eso quiere decir que estoy en tus manos.

Sokolov le mantuvo la mirada con una mueca arrogante y una sonrisa mordaz.

—Puedes confiar en mí, camarada capitán, estoy convencido de que cuando llegue el momento recompensarás mi discreción.

—Eso no lo dudes.

II

La vida ha mejorado, camaradas; la vida se ha vuelto más alegre.

Frase propagandística de STALIN

Yuri se despertó y tardó unos segundos en comprender dónde estaba: tumbado sobre la mullida cama de aquella lujosa suite a la que lo habían conducido dos hombres que lo esperaban en la estación y que no le dieron alternativa. Había llegado a Moscú hacía una semana. Desde entonces su vida había quedado circunscrita a aquellas cuatro paredes. No podía evitar sentirse prisionero en una jaula de oro. Le permitían salir a la calle, aunque custodiado siempre por dos hombres que de día y de noche permanecían apostados en la puerta y que le indicaban por dónde podía ir y por dónde no. El resto de la jornada se lo pasaba en su habitación. Dedicaba el tiempo a leer un par de libros de Stefan Zweig que había comprado en Varsovia, además de surtirse de algo de ropa y una maleta; revisaba el periódico que le traían con el desayuno consciente de que la única verdad irrefutable era el nombre (Pravda significa «verdad» en ruso) y las noticias publicadas en sus páginas eran las únicas posibles en la Unión Soviética; escribía cartas a Krista (también lo hizo a Villanueva), que entregaba a sus vigilantes para sellarlas y echarlas al correo, aunque no estaba seguro de si las enviaban o acababan arrojadas a la basura antes de llegar a la calle. Además, intentaba poner en orden sus ideas sobre qué hacer en el futuro inmediato.

Eran las cuatro de la madrugada y no podía dormir. Trataba de paliar el insomnio leyendo cuando oyó dos fuertes toques en la puerta. Extrañado por la hora, abrió y se encontró a Sokolov, que accedió a la habitación sin esperar a que le diera paso. Yuri se asomó al pasillo; no había ni rastro del guardián que custodiaba la puerta. Cerró y, sin decir nada, se volvió hacia el recién llegado.

—Ya veo que no seguiste mi consejo, camarada Yuri Mijáilovich. —Sokolov se había sentado en uno de los sillones que había junto a la ventana.

Yuri se acercó hacia él lentamente. Descalzo, las manos en los bolsillos de la chaqueta del pijama, lo interpeló en busca de respuestas con voz serena, sin alterarse.

—¿Qué pasa conmigo? ¿Por qué me tienen aquí encerrado? Llevo más de una semana en Moscú y nadie me dice nada. ¿Dónde está Kolia? ¿Es que no quiere verme? Que lo diga y me iré de inmediato del país.

—La paciencia es una buena virtud que nunca debería perderse, camarada. —Sokolov sacó un cigarro y lo prendió con una cerilla. Continuó hablando con los ojos entrecerrados y el pitillo pinzado en la boca—: En Berlín te andan buscando. Están removiendo cielo y tierra para dar contigo. Buena la has liado —añadió en un tono socarrón, quitándose el cigarro de la boca.

—¿Voy a poder ver a mi hermano? —insistió él.

—Te aconsejo que dejes de referirte a él como tu hermano.

—Por mucho tiempo que haya pasado y aunque utilice otro apellido y un patronímico distinto, seguirá siendo mi hermano.

—Yuri Mijáilovich, grábate esto en la cabeza. —Sokolov acompañó su gesto adusto señalando con el dedo índice enhiesto—. Kolia Fiódorovich Smelov no tiene hermanos. Y será mejor que esta vez sigas mi consejo porque os va la vida en ello... A los dos. —Se llevó el cigarro a los labios, aspiró el humo y lo soltó sin dejar de mirarlo, como si estuviera analizando su inquietud, regodeado en su desconcierto e impaciencia. Abrió las manos con una nueva actitud, sonriente—. Tienes que entenderlo, camarada, todo lleva su tiempo y el tuyo por fin ha llegado.

—¿Eso qué quiere decir? —preguntó Yuri receloso.

—Ha llegado el día, el camarada capitán ha decidido verte. Para eso estoy aquí.

—¿Se refiere a mi...? —Calló y rectificó—: ¿A Kolia?

El otro asintió.

—¿Ahora? —preguntó sorprendido.

—El camarada capitán es un hombre muy ocupado.

—Son las cuatro de la madrugada —insistió Yuri.

—¿Quieres o no quieres encontrarte con Kolia?

Yuri se aseó deprisa y se vistió. Al ponerse la chaqueta cogió la foto de su hermano y su madre y la guardó en el bolsillo. Apenas media hora después de la llegada de Sokolov, los dos hombres salieron del hotel y subieron a un Lincoln con chófer que los esperaba en la puerta. Recorrieron las calles vacías de la ciudad durmiente. Yuri estaba más nervioso de lo que quería admitir. Vio las murallas rojas del Kremlin y nada más atravesar el puente Bolshói Kámenni sobre las negras aguas del río Moscova el coche redujo la velocidad y se detuvo frente a una gigantesca mole gris compuesta de dos torres de diez plantas, plagadas sus fachadas de ventanas, unidas por una monumental arcada recta que le daba un aspecto de fortaleza. Los dos hombres se apearon y Yuri siguió los pasos de Sokolov. Accedieron a un imponente portal bien iluminado. Un conserje somnoliento vestido de uniforme con ribetes de oro les salió al encuentro y preguntó a qué piso iban. Sokolov sacó una tarjeta y se la mostró, y sin apenas darle tiempo para que la mirase, continuó avanzando hacia el ascensor, entró en el pequeño habitáculo y detrás de él lo hizo Yuri. Subieron hasta la planta décima. En el rellano, el ruso se dirigió a una de las puertas y llamó solo una vez. Les abrió una criada uniformada que los hizo pasar a una sala y les pidió que esperasen, luego desapareció. No se oía nada, sumida la casa en la placidez del sueño.

Yuri lo observaba todo sorprendido. Era una estancia amplia, con pocos muebles pero de calidad, cuatro butacas ricamente tapizadas rodeaban una historiada mesa de centro; una mullida alfombra cubría el parqué. Se acercó a una librería, repletas sus baldas de libros.

—Parece que no le va nada mal al camarada Kolia Fiódorovich Smelov —comentó ojeando los títulos.

—El partido cuida bien a sus hombres, sobre todo a sus leales. El camarada Fiódorovich es uno de los más fieles a la causa de Stalin, de la revolución y de la patria. Pero no te equivoques, nada de lo que ves aquí es de su propiedad, en Rusia todo pertenece al gobierno. —Movió la mano en el aire con un gesto de ironía—. Hoy te lo da y mañana te lo puede quitar.

Yuri se dio la vuelta hacia él, pensativo. No le encajaba todo aquello, le costaba creer que su hermano querido se hubiera echado en brazos de aquellos que con tanta violencia rompieron su estructura familiar.

—¿Me da un cigarro? —preguntó al ver a Sokolov con el paquete en la mano.

El ruso le tendió el tabaco. Los dos hombres se encendieron los pitillos. Sokolov se sentó, pero Yuri paseaba como un león enjaulado, tratando de calmar su nerviosismo. Al otro lado del gran ventanal empezaba a clarear sobre el meandro oscuro del río Moscova, los edificios del Kremlin y las cúpulas doradas de la catedral de Cristo Salvador. Tras media hora de espera la puerta volvió a abrirse y apareció la criada.

—El camarada capitán le espera —dijo dirigiéndose a Yuri.

Sokolov se levantó de un salto.

—Ha llegado la hora. Te deseo suerte, camarada.

—¿Se va? —preguntó Yuri algo turbado.

—Este momento es solo vuestro —dijo el otro con una sonrisa—. Buena suerte, camarada.

Salió al rellano con cierta premura y desapareció.

La mujer aguardaba a Yuri con gesto paciente. Apagó el cigarrillo y la siguió por un largo y ancho corredor de techos altos y suelos de madera. Casi no había decoración en las paredes. La mujer se detuvo ante una de las puertas, llamó con dos suaves toques y, sin esperar, abrió y le dio paso. Desde el umbral Yuri miró precavido al interior, como quien se asoma a un precipicio. La estancia estaba apenas iluminada por una lámpara. Vio la figura de un hombre de espaldas a él apostado frente a la ventana por la que se vislumbraban los primeros fulgores del alba. En cuanto Yuri accedió, la puerta se cerró a su espalda. Solo entonces Kolia se dio la vuelta. Su figura quedó en contraste con el resplandor del incipiente día y a Yuri le pareció un ser venido del más allá. El pulso se le aceleró y se sintió profundamente conmovido. Ambos se miraban en la distancia, observándose.

—Hola, Yuri —dijo Kolia al fin.

—Kolia... —murmuró él enternecido—. No te imaginas cuántas veces he deseado este momento, cuánto lo he soñado... No te lo imaginas.

Un duro silencio cayó sobre Yuri como un jarro de agua helada. Tragó saliva e intentó serenarse.

—¿Cómo estás? —preguntó para romper aquel gélido mutismo.

Sin contestarle, con el rostro impasible, Kolia se le acercó despacio hasta ponerse frente a él. La tenue luz de la lámpara les permitió contemplarse uno al otro después de tanto tiempo. Yuri sintió que la emoción ascendía a borbotones por su garganta. Reconoció sus ojos, su mirada, su pelo; el parecido a su padre que apuntaba de pequeño se había intensificado. Era un poco más bajo que él, espigado y ancho de hombros; sus rasgos de adulto se habían endurecido, arrugas muy acusadas envolvían sus ojos con ese color ambarino tan peculiar, iguales a los de su padre. Llevaba una camisa rusa de percal y una chaqueta de lustrina. Las manos en los bolsillos, el gesto distante.

Yuri sintió la necesidad de abrazarlo, pero cuando hizo el amago Kolia se contrajo levemente, un rechazo apenas perceptible que cortó de golpe la magia del reencuentro.

—¿No te alegras de verme? —preguntó Yuri extrañado.

—Han pasado demasiadas cosas. Ya no soy el niño al que abandonasteis sin compasión.

—¿Por qué dices que te abandonamos? ¡Te perdimos! Desapareciste entre la gente. No pudimos hacer nada...

—¿No pudisteis hacer nada? —Alzó un poco la voz, claramente irritado—. Os subisteis a ese tren y os fuisteis a sabiendas de que me quedaba solo, sin importaros nada que no fuera poneros a salvo.

—Las cosas no fueron así... Papá quiso bajar del tren y no lo dejaron...

—Ni siquiera tendría que haber subido. —Su expresión era furibunda, rebosante de rabia y rencor acumulados durante demasiado tiempo—. Tu padre se subió a ese tren y se marchó como un cobarde.

Yuri trataba de asimilar una reacción absolutamente inesperada. Sus anhelos del reencuentro se habían roto en mil pedazos.

—También era tu padre...

—Hace dieciocho años que no tengo familia: ni padre, ni madre, ni hermanos... ¡Nadie se preocupó de mí! ¡Nadie vino a buscarme! Me quedé solo...

—Papá se jugó la vida para venir a buscarte —replicó Yuri cada vez más amedrentado.

—La única que se jugó algo por mí fue la mujer que me acogió en su casa y evitó que muriera de hambre y de pena. Pagó muy caro hacerse cargo de mí. —Abrió los brazos como si quisiera abarcar el dolor que había padecido—. ¿Cómo puede abandonar un padre a su hijo? ¿Cómo fue capaz de subirse a ese tren y dejarme en aquella maldita estación? ¡Me abandonasteis y no os importó lo que me ocurriera!

—¡Eso no es cierto! —estalló Yuri iracundo—. Es injusto... —Lo dijo con pesar porque se daba cuenta de lo arbitrario que había sido él mismo con su padre durante tantos años, culpándolo de todo—. Papá lo intentó...

Calló porque de repente la puerta se abrió. Una mujer joven, con el pelo algo alborotado, se asomó con gesto entre extrañado y asustado.

—¿Ocurre algo? —preguntó casi en un susurro.

Kolia se fue hacia ella compungido.

—Sonia, querida, siento haberte despertado. Vuelve a la cama, te prometo que no volveré a molestarte. —La besó en la frente.

Ella sonrió sin decir nada y echó un vistazo al recién llegado que se mantenía de pie en medio de la estancia. Yuri esquivó esa mirada, avergonzado por haber levantado la voz y trastocado por los ataques directos de su hermano, porque se dio cuenta de que, creyéndolo arropado por el amor de su madre, nunca se le habían pasado por la cabeza los padecimientos sufridos y esa evidente sensación de abandono. La turbación hizo mella en él, se le vino abajo todo cuanto había construido alrededor de aquel encuentro.

Al quedarse solos, ambos se sumieron en un mutismo reflexivo, como si aquella aparición hubiera conseguido apaciguar el torbellino de tensión que se había formado entre los hermanos.

—¿Es tu esposa? —preguntó Yuri afable.

Kolia invitó a su hermano a sentarse en una de las dos butacas de piel que había junto a la ventana; él se acomodó en la otra.

—Llevamos juntos diez años. Tenemos dos hijos.

—Así que tengo cuñada y sobrinos.

—¿Y tú? Sokolov me dijo que pretendías casarte.

—Lo he intentado, pero el matrimonio en Alemania es un tanto complicado si eres extranjero y pretendes hacerlo con una alemana.

—No tienes hijos entonces.

—Por lo que sé, tengo dos... con otra mujer.

—¿Por lo que sabes? —repitió con curiosidad—. ¿No estás seguro de que seas el padre?

Yuri sacó la foto que lo había acompañado todos aquellos años y la dejó sobre la mesa baja que había entre ambos, a la vista de Kolia.

—No tengo ninguna duda. El mayor es tu viva imagen.

Kolia, sin moverse, contempló largamente la foto.

—¿Qué pasó?

—Está casada. Me enamoré de una mujer inalcanzable para mí.

—Y por lo que veo, sigues enamorado de ella...

Yuri iba a replicarle, pero pensó que allí no tenía por qué ocultar la confusión de sus sentimientos. Negó con la cabeza.

—Mi corazón ahora está ocupado por otra —le dijo moviendo la mano, para dejar a un lado ese tema que le arañaba el alma.

Solo entonces Kolia cogió la foto, la expresión seria, fijos los ojos en los dos retratados. Luego la arrojó sobre la mesa, como si quemase. No quería enfrentarse al pasado porque sabía que le causaría dolor y roería la herida con la punta de una realidad que desconocía.

—¿Qué fue de los demás? —se atrevió a preguntar.

—A papá lo mató una bomba en Madrid hace tres años, durante la guerra civil, murió junto a la vieja Sveta, que lo cuidaba. Reconozco que fui muy injusto con él, igual que lo estás siendo tú ahora. Todos estos años fueron una tortura para él, sufrió mucho, llegó a perder la memoria... Yo creo que fue su voluntad: olvidar para dejar de sufrir.

—Suerte para él que pudo hacerlo.

A Yuri le consternaba la indiferencia y el desapego que destilaba.

—A Katia no la veo desde hace seis años. Vive con un abogado divorciado y es madre de un niño de cuatro años. Poco más sé. Sus escasas cartas eran muy breves, apenas unas líneas; tampoco yo me he esforzado mucho por saber de su vida. Reconozco que no me agradaba que viviera con un hombre sin estar casada. Un error por mi parte, entre tantos otros.

—¿Y Sasha? —preguntó Kolia circunspecto—. ¿Salió adelante?

Yuri negó con tristeza.

—Murió en el tren, un par de días después de emprender aquel maldito viaje.

Kolia no dijo nada. Tan solo miraba la foto que seguía en la mesa. Una mirada impasible y distante.

Yuri lo observaba con una punzante sensación de frustración. Nunca habría pensado que el encuentro con su hermano se iba a desarrollar así, con tanta frialdad, como si dos desconocidos se estuvieran dando un resumen de los últimos años. Se sintió vacío.

Kolia se levantó de repente y se acercó a un mueble con una bandeja.

—Necesito un trago —dijo, tratando de ahogar la emoción que le ascendía incontrolable por la garganta—. ¿Quieres un vodka?

—Me vendrá bien.

Le dio el vaso y volvió a sentarse. Yuri bebió un trago largo. La cálida punzada le llegó hasta el estómago. Necesitaba acumular el suficiente ánimo para formular la pregunta que clamaba en su interior, pero temía hacerla porque le amedrentaba la respuesta. Era tal la lucha interna que libraba que llegó a sentir dolorido todo el cuerpo debido a la tensión.

—Kolia..., ¿qué sabes de mamá?

Lo interrumpió una cascada de gritos y risas infantiles, la puerta se abrió y un niño de unos cuatro años irrumpió corriendo y reclamando la atención de su padre. Iba en pijama, el pelo revuelto y descalzo. Escaló hasta las rodillas de Kolia riendo como si se escondiera de su perseguidora, una niña algo mayor que apareció tras él y se quedó clavada en el umbral de la puerta, como si aquel fuera un territorio privado de los dos hombres.

—Sasha, ven aquí —le dijo con infantil autoridad—. Ha dicho mamá que no podemos molestar a papá.

El niño se había acurrucado en el regazo de su padre y miraba con fijeza a Yuri, quien no pudo evitar pensar en Hans, el hijo mayor de Claudia; no cabía duda de que ese niño era suyo, porque sus genes le habían llegado a través de la imagen de su hermano. El parecido de los dos niños era tan real que asustaba.

—Papá, ¿quién es?

—Un amigo —contestó Kolia—. Se llama Yuri Mijáilovich.

La niña volvió a instar al niño a que saliera de la habitación. Yuri no pudo evitar un sentimiento de simpatía hacia ella. Debía de tener unos nueve años, y tenía el mismo pelo que su hermana Katia. Kolia dejó con delicadeza al niño en la alfombra, le dio un beso en la mejilla y lo impulsó hacia la puerta.

—Ve con tu hermana.

El niño le hizo caso y salió corriendo, esquivando a la niña, que cerró la puerta y los dejó de nuevo solos.

—¿Tu hijo se llama Sasha? —preguntó Yuri conmovido.

—Lo eligió su hermana Larisa —respondió Kolia. A continuación, tratando de borrar cualquier señal de ternura, añadió en tono lúgubre—: Tu madre murió hace tiempo.

Aquel desafecto abofeteó a Yuri con tanta fuerza que quedó aturdido durante varios segundos. Tuvo la sensación de que le faltaba el aire para respirar; se levantó y se dirigió hasta el ventanal. Ya había amanecido. El sol teñía de tonos rosa las nubes rotas que se desperdigaban por el cielo. Diez pisos más abajo, la ciudad empezaba a despertar, en el Moscova espejeaban las primeras luces de la mañana, y el Kremlin se extendía majestuoso ante sus ojos. Tomó aire y lo soltó con un largo suspiro.

—¿Cómo fue?

—No lo sé... Nunca la vi —contestó Kolia a su espalda.

Yuri se volvió hacia él sorprendido.

—¿Qué quieres decir?

—Nunca supe que ella se había quedado. Hasta hace apenas unos años pensé que había conseguido subir a ese maldito tren.

—¿Y de Petia Smelov? El médico amigo de papá, ¿sabes algo de él?

Yuri tenía que asegurarse de si Kolia conocía la historia entre su madre y Smelov.

—Es uno de los médicos del Kremlin.

—¿Te tratas con él? Al fin y al cabo, llevas su apellido.

—Elegí ese apellido como podría haber adoptado otro. Lo he visto en alguna recepción, pero él no sabe quién soy, desconoce mi existencia y así tiene que seguir.

Yuri se dio cuenta de que Kolia ignoraba la relación que había habido entre Petia Smelov y su madre, la razón por la que su padre rompió para siempre con todo lo que tenía que ver con Rusia, incluido Kolia, el hijo perdido, incapaz de luchar por él. Valoró si debía contárselo, pero decidió no hacerlo. Estaba convencido de que bajo aquella capa de odio y resentimiento todavía quedaba algún vestigio de amor materno, y no quería aplastarlo con una verdad que nada arreglaría y destruiría mucho.

—Ahora empiezo a comprender... —murmuró Yuri casi sin querer, como si se le hubieran escapado las palabras solo pensadas.

—Mi vida no ha sido nada fácil desde que me quedé solo... Me las he tenido que ingeniar para sobrevivir. —Sus ojos exhibían un profundo resentimiento—. Hace mucho tiempo que dejé de ser un Santacruz para convertirme en otra persona; si no lo hubiera hecho, nunca me habrías encontrado porque estaría muerto. En Rusia nadie sabe quién soy en realidad, salvo Sonia, y gracias a ti, también Sokolov. —Abrió las manos conforme—. Si alguna vez se llega a saber quiénes eran mis padres, estaría acabado, y no solo yo: Sonia y los niños lo pagarían también.

Yuri lo escuchaba absorto.

—¿Qué sentido tiene entonces el salvoconducto para que pudiera regresar a Rusia?

—A Sokolov le pareció buena idea utilizarte como espía. Un grave error que espero no nos pase factura.

—Entiendo... —Yuri lo observó durante unos segundos—. ¿La volviste a ver alguna vez? A mamá... ¿Volviste a verla?

La mirada de Kolia se enturbió y negó con la cabeza. Le mentía porque no soportaba hablar de ella. Sus ojos se posaron en la foto, en el rostro sonriente de su madre; aquella imagen le había abierto en canal todos sus miedos, los recuerdos más dolorosos, más intensos, más terribles que había vivido y que lo removían por dentro como un perverso acervo de maldad y podredumbre acumulados con el paso del tiempo.

III

La escuela forestal en la que Kolia permaneció hasta los dieciséis años lo había transformado en un ser distante, imperturbable, un témpano de hielo huidizo y desconfiado; la ternura que una vez embargó su corazón le fue arrancada a base de golpes y maltrato, de gritos, de frío y hambre. El único apoyo que halló en aquel infierno en el que se tornó su vida fue el de un compañero, Liovka Vasílievich, un georgiano alto y desgarbado pero fuerte como un roble, con una personalidad arrolladora, un año mayor que él, que decidió protegerlo cuando Kolia no lo delató por el robo de una hogaza de pan a una despiadada cuidadora, cargando él mismo con un castigo injusto por su silencio. A partir de ese momento Liovka y Kolia se convirtieron en amigos y aliados inseparables. Cuando Liovka Vasílievich salió de aquel reformatorio, Kolia se marchó con él. Recorrieron en tren todo el país de norte a sur. Liovka lo trató como a un hermano, lo acogió en su casa de Tiflis y convivió con su madre y su hermana, Sonia Vasílievna, que con el tiempo se convertiría en su esposa y madre de sus hijos.

Liovka era un buen chico, buen estudiante, buen hijo y buen hermano; lo habían enviado a aquella escuela especial como castigo por un comportamiento inadecuado con dos de sus compañeros, aunque la realidad había sido otra muy distinta, ya que los denunciantes le habían tendido una trampa en la que había caído de forma cándida con la única intención de perjudicarlo y alejarlo de Tiflis.

Liovka Vasílievich era vecino de Beria, un hombre de apariencia anodina y expresión severa, convertido tras la guerra civil en el jefe de la Cheká en Georgia, astuto y despiadado; su poder era implacable y temido por todos. Antes de la traición que lo alejó de su madre y de su hermana durante más de cuatro años, Liovka miraba con recelo las oscuras tareas del NKVD —el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, la policía secreta que Beria dirigía en Tiflis—, pero a su regreso no dudó en acercarse a él afiliándose al Komsomol, y arrastró consigo a su amigo. A partir de entonces Kolia se vio involucrado de lleno en la organización del Partido Comunista. Cuando en 1934 Beria fue nombrado miembro del Comité Central, empezó a estar más tiempo en Moscú que en Tiflis, y se llevó con él a Liovka y a Kolia como hombres de confianza. Ya entonces Kolia llevaba cuatro años casado con Sonia, y la hija de ambos había cumplido los tres años. Los cuatro se instalaron en un edificio de siete plantas, en una oscura y mal ventilada habitación con dos camas: en la más grande dormía el matrimonio con la niña y en un pequeño catre dormía Liovka. Estaban algo apretados pero contentos de compartir el baño y la cocina solo con tres habitaciones más.

Tal y como le había aconsejado su protectora, Evguenia Fiódorovna, Kolia ocultó sus orígenes y su pasado familiar. Su discreción, su adhesión incondicional y la prosélita fidelidad habían conseguido que el comisario Lavrenti Beria pusiera el máximo interés en él. Al poco de llegar a Moscú, Beria nombró a Kolia investigador y lo llevó a la cárcel Butyrka, con el fin de que fuera formado de la mano de Vasili Blojín, uno de los investigadores más audaces, crueles e inhumanos de todos, el más experto en las distintas habilidades para tratar a los detenidos y sacarles toda la información necesaria en el mínimo tiempo posible. Durante varios meses Kolia asistió a los interrogatorios realizados por el camarada Blojín. Al principio solo observaba, sin intervenir en nada, atento a las formas fanáticas del instructor, pero con el tiempo se le invitó a participar en ese aprendizaje intensivo, afanado en el sadismo asimilado, aplicando procedimientos que provocasen en el acusado un padecimiento medido, ajustado a cada segundo, calculando la tortura hasta el límite más extremo del sufrimiento sin llegar a sobrepasarlo nunca, o casi nunca.

Tenía que madrugar mucho para llegar a su hora a la prisión de Butyrka: tomaba el autobús y luego tenía que caminar un largo trecho hasta su destino. Pero una mañana de enero de 1935, al salir a la calle, se encontró un Ford negro aparcado frente a su edificio. Un agente con gorro militar y abrigo civil le dijo que tenía órdenes del camarada Beria de llevarlo a la Lubianka. Amedrentado, Kolia se subió al coche sin oponer resistencia. El ambiente gélido congelaba el vaho del aliento. Había estado toda la noche nevando y cubría las calles un manto blanco y helado, tiznado de las salpicaduras del paso de coches, tranvías y trolebuses además de las sucias botas de los transeúntes. El cielo estaba tapado por plomizas nubes que parecían a punto de desplomarse sobre la ciudad. El automóvil se adentró en la plaza Lubianka y se detuvo frente al edificio de estilo fin de siècle, construido cuarenta años antes para albergar la sede de una pacífica compañía de seguros; desde la revolución bolchevique, en su interior se tramitaba la detención de miles de personas, decidiendo sobre su destino, una efímera libertad en el mejor de los casos, lo habitual, una condena de prisión, el destierro, o una muerte rápida o en lenta agonía, ya fuera en grupo o con el extraño honor de ser ahorcado o fusilado en soledad.

Al entrar se encontró con un apabullante vestíbulo presidido por un enorme retrato de Lenin y otro de Stalin algo más grande, además de una gran bandera roja de la Unión Soviética con la hoz y el martillo en amarillo. Un guardia lo esperaba en la puerta. Una vez rellenado el salvoconducto con la hora de entrada, dejando en blanco la de salida, condujo a Kolia por las majestuosas escaleras hasta llegar a un elevador cíclico, los llamados «paternóster» por su evocación a un rosario; subieron un par de pisos. Accedieron a un pasillo impersonal muy iluminado y con muchas puertas a un lado y a otro. El guardia caminaba con paso firme un metro por delante de Kolia, que lo seguía mirándolo todo con curiosidad y algo de temor. Se oía el rumor del tecleo de máquinas de escribir. Su guía se detuvo al final del corredor, frente a una puerta de doble hoja que nada tenía que ver con las otras. Dio dos toques, abrió, se asomó al interior. Luego se volvió hacia Kolia y le indicó que pasara.

Accedió a un vistoso despacho, con techos altos. Tres hombres uniformados permanecían de pie junto a la ventana por la que se veía la extensa plaza Lubianka y, en el horizonte, las torres del Kremlin. Beria fue el único que se acercó a él mostrando una sonrisa afable.

—Camarada Kolia Fiódorovich, me alegro de verte. Espero que tu esposa y tu hija estén bien. Me han informado de que estáis conviviendo con Liovka Vasílievich y que eso supone una molestia para una pareja tan joven que necesita su intimidad. Te pido un poco de paciencia; en breve tus condiciones van a mejorar ostensiblemente. Se te asignará en la Casa del Gobierno un apartamento más grande y adecuado para que podáis criar a vuestra hija. Además, sé que Sonia Vasílievna tuvo que dejar su trabajo en Tiflis para seguirte a Moscú. Soy consciente de su preparación y de que no será de su agrado ser una simple baba, dedicada todo el día a las labores de la casa. —Consultó su reloj de pulsera—. Dile que mañana a esta hora un coche pasará a recogerla para tratar sobre el asunto. Me encargaré en persona de que Sonia obtenga un puesto de trabajo que le permita emanciparse y ganar su propio sueldo; y por supuesto, necesitaréis una asistenta que atienda las tareas domésticas. Lo arreglaremos para que la tengáis de inmediato.

Hablaba sin esperar respuesta, dando por sentado la aceptación de todo lo que decía. Kolia escuchaba asintiendo de vez en cuando y sonreía medroso.

Beria lo llevó hasta el escritorio, una preciosa mesa maciza cubierta de paño de piel verde, con cantos de cobre. Los otros dos hombres observaban sin decir nada. El georgiano cogió una carpeta y la abrió con gesto satisfecho.

—Tengo aquí el informe elaborado por el camarada instructor Vasili Blojín. Tu actitud ha sido excelente, has pasado la prueba con nota. Ha llegado la hora de que tengas tu propio puesto y manejes tus propios expedientes. Te conviertes así en un instructor y este cargo se verá recompensado en tu sueldo. Por cada detenido interrogado se te dará un complemento, por cada condena una doble paga, por cada sentencia a muerte, obtendrás un importante incentivo. Se trata de hacer desaparecer a los criminales de la nación, fulminar a los enemigos del pueblo que nos acechan y que pretenden atentar contra nuestro padre Stalin. Hay que acabar con ellos sin miramientos, de manera tajante, de tal modo que todos sepan que la traición a Rusia se paga muy caro. En estos meses has podido aprender cómo muchos de esos miserables conspiradores intentaron ablandarte con sus lágrimas y súplicas, y el camarada Blojín te demostró que esos son los peores, los que más ocultan, los más peligrosos a los que hay que tener muy en cuenta. Ahora te toca a ti pasar a primera línea e integrarte en la difícil tarea de suprimir y desactivar cualquier amenaza. ¿Estás dispuesto a ello?

—Por supuesto, camarada secretario general —contestó Kolia de inmediato, adiestrado para acatar órdenes, sin pensar en su conveniencia, en su gravedad o sus consecuencias; acatarlas por pura supervivencia—. Haré lo que tenga que hacer.

Beria asentía condescendiente, mirándolo con fijeza con esos ojos acuosos amplificados tras los cristales de las gafas redondas.

—Eso me gusta de ti, camarada instructor. No dudes de que la lealtad al partido tiene su recompensa, y cuanto más ciega sea esa lealtad, más suculento será el premio.

Kolia no pudo evitar estremecerse al sentir su mirada aviesa.

—Empezarás ahora mismo —sentenció Beria con autoridad—. Que traigan al primer detenido.

Uno de los oficiales que estaban junto a la ventana salió al pasillo, y a los pocos segundos entró seguido de una mujer vestida con un traje de chaqueta oscuro que se sentó frente a la máquina de escribir dispuesta en una mesa auxiliar junto al escritorio. Llevaba consigo una carpeta.

Kolia se dio la vuelta y se acercó a la ventana dando la espalda a lo que ocurría en el despacho. Había aprendido a no mirar al preso antes de comenzar el interrogatorio, a no dejarse embaucar por el semblante lleno de temor, la súplica reflejada en sus ojos, agostados por un miedo aterrador, a mostrarse frío, a ver en aquellos hombres y mujeres, mayores y más jóvenes, a todos los que a lo largo de los años le habían hecho daño, los que le habían golpeado o humillado, los que le habían robado lo poco que tenía para comer, a irradiar todo su odio contra cada uno de esos rostros desencajados, a transformar el espanto de los interrogados que se sentaban ante él en rencor e inquina hacia ellos, a convertir su temor en ira.

Abstraído, observaba con fijeza el lento caer de la nieve mientras blindaba su alma para realizar la sádica tarea que se esperaba de él.

La voz taimada de Beria lo arrancó de su ensimismamiento.

—Camarada Pulkheria Raskolnikova, dinos a quién tenemos hoy aquí.

La respuesta de la mecanógrafa golpeó con violencia la conciencia de Kolia.

—Se presenta la enemiga del pueblo, ciudadana Filátova, Verónika Olégovna. Edad cuarenta y cinco años. Acusada de no delación a un enemigo del pueblo, delito recogido en el punto decimosegundo del artículo cincuenta y ocho del Código Penal, con el agravante de haber mantenido en el pasado relación con extranjeros y de enseñar otras lenguas a potenciales espías.

Kolia se volvió espantado para ver el cuerpo inerme de su madre, sentada en una silla en medio del despacho. Los dos oficiales la flanqueaban jactándose de su poder, como si acecharan a su presa. Ella mantenía la cabeza baja, encogidos los hombros. Llevaba un tazado abrigo de nutria y unas viejas botas de fieltro, y un gorro de lana le ocultaba el pelo. Su cuerpo tembloroso parecía a punto de quebrarse. Kolia sintió que perdía la fuerza, que las piernas no lo sostenían. Ella estaba allí, en Rusia. Todo aquel tiempo había pensado que estaba solo; sin embargo, resultó evidente que ella no llegó a tomar aquel maldito tren, nunca abandonó el país. Le dolía pensar lo cerca que debieron de estar todo aquel tiempo sin saberlo. No podía creerlo, catorce años después volvía a reunirse con su querida madre, pero no para abrazarla, no para besar sus manos, no para acariciar su cabello, no para mirar con arrobo sus ojos y escuchar su cálida voz. Ahora debía juzgarla, maltratarla, ejercer contra ella un ensañamiento vacuo con el fin de obligarla a confesar la verdad pretendida por ellos, fuera o no cierta. Se sintió desolado: si le manifestaba su amor y descubrían su parentesco, los condenarían a los dos de forma inmediata y brutal. Debía contenerse, ahora que la había encontrado, ahora que sabía que estaba allí, tenía que salvarla, pero para eso primero tenía que ejercer de verdugo contra ella.

Kolia se topó con los ojos de Beria, que lo observaba con una mueca satánica. De manera pausada, las manos a la espalda, Beria se acercó hasta la detenida y se posicionó a su espalda, para poder mirar a Kolia de frente mientras la interrogaba.

—Camarada Kolia —dijo con autoridad, conforme le arrancaba el gorro de la cabeza y dejaba al descubierto la melena canosa y desgreñada—, es hora de proceder.

Aquel nombre hizo que Verónika alzase la cara. Los ojos de la madre indagaron en aquel muchacho buscando el rostro de su hijo querido, rascando en la costra de su semblante impertérrito, derribando el muro del odio y resentimiento hasta llegar al fondo de su alma, un brutal esfuerzo que tan solo una madre es capaz de realizar. Tragó saliva ahogando su emoción, esbozando apenas una mueca de la terrible felicidad de saberlo vivo, de tenerlo tan cerca, aunque fuera en aquel infierno. Por unos segundos madre e hijo quedaron suspendidos en una abrumadora y muda cascada de sentimientos dolorosamente intensos. Abiertas de par en par las puertas de su corazón, a punto había estado Kolia de dejarse vencer, de arrojarse al tierno abrazo de la madre, aunque le fuera la vida en ello; buena forma de morir, había llegado a pensar. Sin embargo, Verónika, intuyendo sus anhelos, bajó la mirada a sus manos inquietas y rompió el mágico hilo tejido entre ellos, contraído todo su cuerpo como si se escondiera en sí misma, indicándole que no lo hiciera, suplicando con su gesto que se mantuviera alejado de ella, que tenía que vivir, porque la vida de su hijo era lo más importante para ella.

IV

Antes de empezar, Kolia bebió un buen trago de vodka con el único fin de perder la conciencia de sí mismo, arrancarse su cualidad de hijo para envolverse en la piel del Leviatán, transformado en demonio. La imputación contra su madre era tan fútil como esperpéntica. Se la acusaba de no haber delatado a una vecina que había sido condenada unas semanas antes. Se daba por hecho que Verónika sabía de las maldades conspiratorias de esa mujer y que participó en todas las reuniones clandestinas urdiendo tramas de oposición política. Nada más lejos de la verdad: su madre nunca supo de política, no pertenecía a ningún partido ni organización y, por supuesto, nunca había conspirado contra nada ni contra nadie. Pero eso no importaba; finalmente, la vecina fue condenada y todos sus contactos, incluida Verónika, fueron cayendo en las redes del artículo 58 del Código Penal —aplicado contra cualquier sospechoso de actividades contrarrevolucionarias, los llamados «enemigos del pueblo»— cual frágil cascada de naipes.

El interrogatorio dio comienzo bajo la atenta y sagaz mirada de Beria. Kolia solo formulaba preguntas sin hacer otra cosa que mantenerse de pie frente a la detenida, como observador pasivo de su tormento. Se la veía exhausta. Se le venía aplicando el método denominado «al poste», que consistía en un interrogatorio ininterrumpido que podía durar días con sus respectivas noches sin comer ni dormir apenas, con la única finalidad de acabar con los nervios rotos del detenido.

Al cabo de un rato, Beria se acercó a la mesa y colocó sobre la madera un trozo de papel abierto con unos polvos blancos que alineó en dos rayas iguales con un cortaplumas. Luego se volvió hacia Kolia.

—Esto te proporcionará el coraje suficiente para cumplir con el trabajo —le indicó con la mirada siniestra y una mueca en la boca, antes de dirigirse a los dos que estaban junto a Verónika—: Quitadle la silla. Está demasiado cómoda y eso le imprime fortaleza.

Kolia le sostuvo la mirada durante unos segundos. A su espalda sentía la respiración extenuada de su madre. Aproximó la cara hasta el trozo de papel, se tapó una de las ventanas de la nariz y aspiró con fuerza, después hizo lo mismo con el otro lado. Se irguió bruscamente, cerró los ojos y se puso la mano en el puente de la nariz, mientras notaba el ascenso picajoso de la cocaína por las fosas nasales hasta la garganta. No era la primera vez que esnifaba aquella mierda, no le gustaba hacerlo, pero negarse al ofrecimiento de Beria habría sido temerario.

Al cabo de unos segundos, en los que las preguntas reiteradas y capciosas habían continuado sin descanso, Kolia se dio la vuelta y se unió, ya sin reparo, al macabro baile de la tortura, embadurnada su alma de la inmisericordia, desaparecido cualquier rastro de humanidad; dejó de ser hijo para convertirse en un monstruo brutal, embriagado de la más deleznable crueldad, un Mefistófeles feroz y despiadado.

Ella trataba de que sus ojos no se encontrasen con los del hijo atormentado. Cuando la flojera le doblaba las piernas, los dos guardias la sujetaban de los brazos antes de caer para que continuara erguida. Desorientada por el agotamiento, respondía con monosílabos y frases deslavazadas en apenas un hilo de voz. Cuando Beria dio la orden de que se la llevaran, Verónika, casi en un susurro, tarareó la canción de Kalinka, ofreciendo su perdón al hijo verdugo, entregada la remisión de su pecado a través de aquel canto tantas veces entonado por ambos.

Verónika Olégovna Filátova fue declarada culpable con una pena de cinco años de prisión que cumpliría en la cárcel Butyrka, en régimen de aislamiento y sin derecho a correspondencia.

Aquella sesión abrió una herida incurable en la conciencia de Kolia, una más que abundaba en su remordimiento, una terrible tortura que lo acompañaba desde entonces de día y de noche, igual que una sombra oscura.

Al regresar aquella noche a los brazos de su esposa, Kolia era como un cadáver andante, convertido en un despojo de sí mismo. Su cuñado Liovka no estaba y la niña dormía. En un susurro constante y pausado, Kolia volcó todo su ayer al oído de Sonia, desgranando su verdadero nombre, la felicidad de su niñez, la quiebra de su mundo, aquella estación, su madre, el impulso indeliberado de ir tras ella, la sensación de abandono de su familia, la soledad, el vacío, la brutal visión en la Lubianka de su madre, la mortificación de su madre..., su madre..., su querida madre extirpada a golpes de lo más profundo de su alma... El pastoso sentimiento de una vida miserable y envilecida. Sonia lo escuchó mientras lo acunaba amorosa en su regazo. Nada le dijo, no vertió sobre él ni un solo reproche, continuó amándolo, lo colmó de caricias y ternura, y en aquella noche maldita engendraron al pequeño Sasha.

V

La guerra avanzaba sin tregua en Europa. A los tres días de la brutal y rápida invasión de Polonia por parte de Alemania, Gran Bretaña primero, seguida de Francia, Australia y Nueva Zelanda declararon la guerra a Hitler. A los pocos días se les unió Canadá. A mediados de aquel septiembre fue la Unión Soviética la que invadió territorios de Polonia Oriental, y en noviembre Stalin hizo lo mismo con Finlandia. Apenas veinte años después de nuevo se había puesto en marcha la maquinaria de una guerra descomunal.

Tras el embarazoso encuentro con su hermano, Yuri tomó la firme decisión de abandonar Rusia. Nada lo ataba allí. Había llegado a una vía muerta.

Su pretensión de regresar a Berlín para reunirse con Krista parecía imposible porque aún lo buscaban por el asesinato de Franz Kahler. A través de Sokolov había logrado contactar con Villanueva para buscar la única solución factible que no era otra que utilizar un pasaporte falso. Villanueva trató de convencerlo del peligro que corría con su vuelta a Alemania incluso bajo una falsa identidad, pero el empeño de Yuri, que no quería renunciar a ver a Krista, puso en alerta a Erich, porque sabía que si él no le proporcionaba la documentación, intentaría conseguirla por otros medios menos seguros. Así que le prometió que se lo facilitaría, eso sí, le pidió tiempo, no era fácil obtener ese tipo de documentos en tiempos de guerra.

Mientras esperaba, se mantuvo hospedado en la lujosa suite del Metropol. Kolia se hizo cargo de todos sus gastos. La vigilancia sobre Yuri ejercida en las primeras semanas había ido cediendo poco a poco, al menos en apariencia. Ya no tenía a nadie apostado en el pasillo y cuando salía a la calle a veces notaba que lo seguían, pero no lo molestaban, nadie le decía adónde podía ir y adónde no, tomaba el tranvía o entraba en el metro, al que llamaban «el palacio del pueblo», con aparente libertad. Sokolov lo llevó al teatro y a comer a la Casa Griboiédov, antiguo palacio de un aristócrata prerrevolucionario, donde les sirvieron en una bandeja de plata esturión acompañado de pinzas de cangrejo y caviar fresco, además de filetes de mirlo con trufas entre otras delicatessen, incluyendo una botella de agua mineral. En lugares como aquellos parecía no haber estallado nunca la maldita revolución que tanto le había arrebatado. En contraste, le sorprendía lo habitual de las colas frente a cualquier comercio.

—¿De qué les sirve llegar con tanta antelación? —preguntaba Yuri a Sokolov al comprobar cómo más de medio centenar de personas aguardaban frente a una tienda tres o cuatro horas antes de su apertura, soportando con paciencia el frío intenso y la humedad—. Esperan para nada durante demasiado tiempo.

—Tienen sus razones —replicaba Sokolov tratando de normalizar algo en apariencia absurdo—. Solo los primeros conseguirán su propósito. Hay mucho aspirante para poco material. La demanda es muy superior a la oferta y no se da abasto.

Después de seis años viviendo en Berlín y casi dos décadas fuera de Rusia, a Yuri se le hacía extraño la vida cotidiana en exceso resignada, acostumbrada a una indefinida espera, a la oferta de mercancías feas, despojadas de todo atractivo; todo era vulgar, carente de calidad. Tuvo mucho tiempo para observar a su alrededor, reflexionar sobre el resultado de lo que vivió y sufrió junto a su familia, tratar de entender los efectos de la destrucción de todo para la construcción de otro sistema basado en una felicidad hecha de esperanza, de una aceptación indolente; el espíritu del pueblo al que se había pretendido salvar de la opresión por medio de la revolución había sido moldeado de tal forma que su conformismo resultaba natural, desidioso, casi negligente. La ignorancia los hacía arrogantes, nadie tenía acceso al exterior, nadie sabía cómo se vivía y qué pasaba más allá de las fronteras de la gran Unión Soviética, mirando siempre al ombligo patrio que ensalzaba todo lo suyo, denostando y menospreciando aquello que no fuera ruso o no estuviera hecho en Rusia. Había una generación entera que no había conocido otra cosa que las consecuencias de la revolución, no podían comparar, carecían de criterio para contrastar y mucho menos para elegir. Todo cuanto tenían o recibían les era dado, concedido por el Estado protector.

Sonia, que enseguida supo que Kolia y Yuri eran hermanos, solía llamarlo para comer o cenar en su casa, invitaciones que él aceptaba a pesar de que Kolia nunca le ocultó la incomodidad que le suscitaba su presencia.

Yuri siguió enviando cartas a Krista, pero ahora era su cuñada quien las echaba al correo, y para evitar que la Gestapo pudiera interceptarlas, las dirigía sin remite al domicilio de Villanueva: él se las haría llegar de forma segura. A su vez, le indicó a ella que cuando le escribiera lo hiciese poniendo como destinatario el nombre de Sonia Vasílievna, además de su dirección, y que en el remite indicase sus iniciales, KM. Con eso sabría que eran suyas. A pesar de todo, Yuri nunca obtuvo respuesta.

Durante aquellos meses los niños llegaron a tomarle cariño; les contaba cuentos, jugaba partidas de ajedrez con Larisa, se revolcaba por el suelo con el pequeño Sasha y les enseñaba canciones típicas rusas. La niña tenía muy buena voz y le gustaba mucho bailar. Sonia lo trataba con amabilidad y disfrutaba al ver reír a sus hijos. Los dos cuñados nunca estaban solos en la casa, los custodiaba con su presencia Yevdokia Tiviérzina, la asistenta que Beria les había proporcionado al instalarse en aquella casa, una ucraniana adusta y brusca traída de un koljós que, además de hacer las tareas domésticas, vigilaba e informaba de todo lo que se hablaba y sucedía en aquella casa.

Sonia era una belleza georgiana, morena de ojos claros, alta y bien formada. Vestía trajes occidentales, ceñidos a sus curvas, nada que ver con las líneas rectas y masculinas que se impusieron al principio de la revolución bajo el mando de Lenin. Yuri la notaba como ausente y sus ojos parecían velados de una profunda tristeza incluso cuando sonreía.

La familia vivía muy bien; formaban parte de una élite privilegiada que disfrutaba de todo aquello que le faltaba al pueblo. Ellos constituían «la vanguardia» de un porvenir mejor para todos, habían conseguido llegar a vivir en la abundancia y eso quería decir que toda esa opulencia de la que gozaban unos pocos elegidos llegaría al resto de los ciudadanos; esa era la promesa, y de ahí surgía la esperanza natural instalada en la mentalidad general. No obstante, formar parte de esa selecta minoría no era gratuito. El precio que habían tenido que pagar resultó muy alto, vendida su alma al diablo. Pero nada de eso sabía Yuri, admirado por aquella vida acomodada de su familia.

Kolia solía defender la política bolchevique, ensalzando el comunismo y las «grandes» virtudes de su líder, normalizando las carencias e injusticias que sucedían en Rusia. Yuri lo escuchaba y con tristeza pensaba que aquel hombre que le hablaba con vehemencia, con desdén incluso, nada tenía que ver con el que durante tanto tiempo había soñado encontrar, asolado cualquier indicio de ternura, apacibilidad y sensibilidad que su corazón de niño albergó alguna vez. Nunca replicaba a estos discursos. Se lo había advertido Sonia desde el primer día; la asistenta, Yevdokia, estaba atenta a todo y si oía algo inconveniente podría perjudicarlos. Así que Yuri se limitaba a escuchar, sufriendo por el deterioro de la personalidad de su hermano.

El tiempo transcurría y el pasaporte que debía remitirle Villanueva no llegaba. Desde Berlín se le pedía paciencia. La situación de guerra ralentizaba y complicaba no solo cualquier tránsito por Europa, sino también los trámites burocráticos. De ese modo llegó la Navidad y el nuevo año, y continuó el frío invierno en ese Moscú gélido, blanco y gris que parecía espesar el aire.

A finales de marzo de 1940, Sokolov le entregó por fin el pasaporte falso.

—Me debes una, camarada. Esta vez me la he jugado por ti.

Yuri le sonrió agradecido, pero cuando lo abrió comprobó que el visado para pasar la frontera tenía una validez de un mes. Ya habían transcurrido casi veinte días, y las gestiones para conseguir un boleto de tren con destino a Minsk tardarían como mínimo otros tres días. A pesar de ello, inició los trámites y escribió una última carta a Krista anunciándole su llegada.

La tarde de su partida, con todo preparado, Yuri fue a despedirse de su familia consciente de que sería la última vez que los vería. Notó a su hermano cansado, como desmadejado, mucho más ensimismado que de costumbre. En las últimas semanas había estado fuera y no había coincidido con él. Había regresado el día anterior. Yuri llegó a pensar que no lo volvería a ver.

La despedida fue tensa, triste por parte de los niños, y extraña por parte de Sonia. Se la veía muy inquieta. Cuando le entregó su abrigo reconoció en su mirada la angustia de algo que en ese momento Yuri no alcanzó a entender. Luego, prudentemente, se retiró con los niños y dejó solos a los dos hermanos.

Kolia se fue hacia su mesa y abrió un cajón. Sacó una pistola y se la entregó.

—Llévala contigo, corren malos tiempos, es posible que la necesites.

—Tal vez la necesites tú.

—Quédatela, tengo otra.

Yuri cogió la pistola, una Walther alemana con el cargador al completo de balas.

—Agradezco todo lo que has hecho por mí —dijo guardándola en el bolsillo.

—Hubiera preferido no volver a verte. Remover el pasado no siempre es bueno, y más cuando hubo tanto sufrimiento.

Aquella indolencia dejó a Yuri desolado. Se puso el abrigo y le tendió la mano.

—Buena suerte, Kolia.

Kolia no se inmutó ante la mano tendida. Tras unos tensos segundos, Yuri la retiró y, apenado, se dio la vuelta. Caminó bajo una fría y pertinaz lluvia de primavera con la pesadumbre marcada en el corazón. Se preguntaba si había merecido la pena conservar tantos años el recuerdo de su hermano. Tal vez su padre tenía razón: debería haber olvidado, haber cerrado las puertas a la constante evocación, alentar la añoranza de un tiempo que jamás regresaría, perdido para siempre, diluido en los imprecisos huecos de la memoria.

Al llegar al hotel consultó el reloj. Su tren salía en una hora, le quedaba el tiempo justo para ir a la estación. Metió la pistola en la maleta, ocultándola entre la ropa, y la cerró; se cercioró de que llevaba la documentación y lo guardó todo en el bolsillo interior de su chaqueta. Cogió la maleta y echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no olvidaba nada. De manera instintiva, metió la mano libre en el bolsillo del abrigo y notó un papel. Lo sacó y comprobó que era una nota doblada en cuatro pliegues. Dejó la maleta en el suelo, lo desplegó y se encontró con la letra picuda y recta de Sonia. Tuvo que sentarse mientras lo leía porque le temblaban las piernas.

VI

Yuri bajó a la recepción del hotel con prisa. Allí se topó con Sokolov. Su presencia lo desconcertó.

—¿Qué hace aquí?

—Te acompañaré a la estación.

—¿Cómo ha sabido que me iba precisamente hoy?

—En Rusia se sabe todo —contestó Sokolov con sarcasmo.

—No hace falta que venga conmigo. Tomaré un taxi.

Trató de esquivarlo, pero Sokolov fue más rápido y le cortó el paso terminante.

—Camarada Yuri Mijáilovich, tengo orden de asegurarme de que subes a ese tren.

—¿Qué le hace pensar que voy a quedarme en este país un minuto más de la cuenta?

—Yo no pienso, camarada, cumplo órdenes.

—¿Le envía Kolia?

—Qué más da quién las dé, las órdenes hay que cumplirlas. —Le hizo un gesto con la cara hacia la calle—. Será mejor que nos vayamos. Es tarde y no me perdonaría no llegar a tiempo.

Turbado por la obligación de alterar sus planes, Yuri se subió al coche que los esperaba en la puerta del hotel. Guardó silencio durante todo el camino, abstraído en lo que Sonia le había escrito. No podía tomar ese tren, aún no.

Llegaron a la bulliciosa estación Belorusski. Yuri portaba en la mano su maleta. Entraron en el vestíbulo del edificio y los engulló el ensordecedor bullicio de viajeros que pululaban de un lado a otro. Buscaron la vía de la que partía el tren a Minsk. En el apeadero resultaba complicado avanzar, sorteando a los grupos formados por las despedidas y el constante ir y venir de los mozos que empujaban los carros cargados de baúles, maletas y bultos. Una vez frente al vagón, Yuri se detuvo y se volvió hacia Sokolov.

—¿No pretenderá subir también?

Sokolov movió la cabeza y le habló con un claro tono de reproche.

—Nunca deberías haber regresado a Rusia.

Sin decir nada, Yuri le dio la espalda, se agarró a la barra y subió a la plataforma. En el andén, Sokolov se prendía un cigarro en medio del gentío que a su paso lo esquivaba. Yuri se acomodó en el confortable asiento de primera clase. Como estaba solo, aprovechó para abrir la maleta, coger la pistola e introducírsela en el bolsillo del pantalón. Luego la cerró y la dejó a un lado. Justo entonces apareció en la puerta del compartimento un hombre rollizo que lo saludó afable; con prisas, se desprendió de su abrigo de piel de oveja y de un gorro de lana, los depositó sobre su asiento y volvió a salir al pasillo. Yuri observó cómo, desde la ventanilla abierta, aquel hombre se despedía de una mujer y dos niños, las manos entrelazadas, lágrimas de ella y palabras de cariño de él. Nervioso y con el pulso acelerado, fijó la vista en el abrigo del asiento de enfrente. Se asomó de nuevo al pasillo. Sokolov hablaba animadamente con alguien en el andén, mientras el viajero, de espaldas a él, continuaba con la ceremonia de separación de sus seres queridos. En ese momento se oyó el atronador silbido que avisaba de la salida. Sin apenas pensarlo, Yuri agarró el gorro y el abrigo de oveja del viajero, salió del compartimento y avanzó por el pasillo con paso acelerado hasta llegar a la plataforma que lo separaba de los vagones de segunda. Se dio la vuelta para comprobar que el hombre seguía enfrascado en los que se quedaban, sin apercibirse de la sustracción de sus prendas. Con los ojos puestos en el andén y en Sokolov, que ahora le daba la espalda, se caló el gorro de lana hasta las cejas, se despojó de su abrigo, lo arrojó a un rincón y se puso el que había cogido y, justo cuando el convoy se estremeció por el fragor del arranque, saltó al apeadero. Con la cabeza gacha, apresuró el paso perdiéndose entre la gente. De pronto recordó que había dejado la fotografía en la maleta. Sintió una profunda pena: había perdido un bien preciado, insustituible. Apretó los puños con rabia y continuó hacia la calle.

Al salir cogió un taxi. Le dio la dirección que Sonia le había escrito en su nota.

—Esto está a una hora de la ciudad —le advirtió el conductor con desidia.

—Le pagaré. —Yuri, con prisa, sacó del bolsillo cinco rublos y se los dio—. Le daré otros cinco más cuando lleguemos. Vamos, arranque.

No dejaba de mirar hacia atrás, con el temor de que apareciera Sokolov y le diese alcance, pero no lo vio. Cuando el coche se alejó de la estación, se desprendió del gorro y cerró los ojos con un suspiro; había conseguido darle esquinazo. Sin embargo, sus nervios no se calmaron. Sacó de su chaqueta la nota manuscrita por su cuñada y la leyó de nuevo. «Yuri, tu madre vive, o al menos vivía la última vez que la vi hace ya varios meses...» Le indicaba la dirección en la que podía encontrarla, y al final había escrito una frase que lo inquietaba: «Te suplico que no culpes a Kolia... Ella lo perdonó, aunque él no haya sido capaz de hacerlo consigo mismo». Terminaba con la advertencia de que tuviera mucho cuidado porque, muy probablemente, lo vigilaban.

El taxi lo llevó por calles y barrios de las afueras de Moscú. Era noche cerrada cuando ralentizó la marcha hasta detenerse frente a un bloque de pisos. Pagó al taxista con una generosa propina. Cuando bajó, sintió un escalofrío al observar aquella fachada gris taladrada de ventanitas a modo de descomunal colmena, uno de los muchos edificios kommunalki construidos en los últimos tiempos: pisos comunitarios sin apenas espacios de intimidad en los que todo era de todos o, más bien, nada era propiedad de nadie.

Echó un vistazo a la nota de Sonia con el fin de asegurarse del portal al que debía dirigirse. Casi no se veía con la tenue luz de las farolas. Se adentró en el número indicado, era estrecho, con desconchones en las paredes y manchas de humedad que ascendían desde el suelo; la primera impresión fue de un lugar oscuro, mugriento y descuidado.

Llegó hasta un ascensor, pero en su puerta había un cartel advirtiendo que no funcionaba. Alzó la vista para mirar por el hueco de la escalera, una lóbrega espiral que se elevaba por encima de su cabeza. Tenía que subir al séptimo piso. Inició la marcha despacio, pensando en lo que se podía encontrar. No se planteaba siquiera no hallarla, ansiaba verla, hablar con ella, entender qué ocurrió para que le hiciera aquello a su padre, y también a ellos, alejarlos de su lado para echarse en brazos de otro hombre. Necesitaba respuestas, pensaba a cada peldaño que lo aproximaba a un destino tanto tiempo anhelado.

Cuando llegó al séptimo tenía el pulso acelerado y sudaba por la espalda. El abrigo de aquel viajero había resultado ser de buena calidad. La puerta del piso estaba entreabierta y del interior salían voces de mujeres que discutían. Al abrir le impactó una tufarada a cerrado, a sudor y humanidad. Del pequeño recibidor salía un largo pasillo con puertas a un lado y a otro. La gresca provenía de una de las primeras estancias. Yuri avanzó y se asomó a lo que resultó ser la cocina comunitaria. Tres mujeres mayores, desgreñadas e iracundas increpaban a una chica muy joven, que se defendía como podía de los improperios, insultos y amenazas. Una de ellas se apercibió de la presencia de Yuri y enmudeció, al instante lo hicieron las demás, y todas miraron sorprendidas al recién llegado.

—Hola —dijo Yuri—, busco a Verónika Olégovna.

—Otro chulo para esa puta... —murmuró la más mayor.

La reacción de la chica fue tan inmediata que apenas dio tiempo a sujetarla. Se lanzó a por la que había hablado y la agarró del pelo tirando con fuerza e insultándola como poseída de un espíritu maligno. Yuri estuvo a punto de intervenir, pero las otras dos consiguieron separarlas. Las voces volvieron a adueñarse de aquella sucia cocina, hasta que las tres mujeres fueron saliendo, una detrás de otra, sin dejar de gritar a la chica, que en ningún momento se arredró y respondía furibunda a los ataques.

—Esto no va a quedar así, María Petrovna —le advirtió la mayor—. No pararé hasta echaros a la calle, que es donde debéis estar. —Soltó un escupitajo hacia la chica—. Aquí no queremos basura.

Al pasar por delante de Yuri, las tres mujeres le dedicaron una mueca despreciativa. Yuri tuvo que contener la respiración por el hedor que exhalaban sus cuerpos. Cada una se metió en una habitación distinta, sonaron tres portazos. De repente todo quedó en silencio. Yuri y aquella chica frente a frente. Ella lo miraba con recelo. Era muy bonita, pensó Yuri, una adolescente de facciones curtidas a base de luchar por sobrevivir. Vestía un traje tazado de mujer mayor que le quedaba grande y una chaqueta de lana, cubría los pies con unos calcetines gordos y llevaba el pelo recogido en una trenza.

—¿Puedes ayudarme? —preguntó Yuri rompiendo aquel extraño mutismo—. ¿Sabes dónde puedo encontrar a Verónika Olégovna Filátova?

—¿Por qué la buscas? —espetó ella, desabrida.

Yuri reflexionó la respuesta unos segundos, esbozó una leve sonrisa y la voz salió blanda de sus labios.

—Es mi madre...

La chica lo miraba como si no acertase a entender sus palabras.

—¿Eres Yuri? —preguntó al cabo de un rato en un tono tenue, casi imperceptible.

Él asintió.

Sin decir nada y sin dejar de mirarlo, como si hubiera descubierto una aparición y temiera perderla al retirar la vista, la chica salió al pasillo indicándole que la siguiera. Avanzaron hasta llegar a una puerta. La chica se detuvo, metió la llave en la cerradura y se volvió hacia Yuri. Lo miraba con ávida curiosidad, escrutando en sus ojos como si quisiera llegar hasta el fondo de su alma. Insinuó una sonrisa, abrió y entró. Yuri sintió que se le aceleraba el pulso. El interior estaba sumido en una penumbra difusa y fragmentada. La chica se adentró en la habitación, encendió una cerilla y prendió una vela. La llama titilante iluminó apenas una estancia ordenada en la que había un armario, una pequeña mesa, una butaca, una estantería cargada de libros y una cama en la que percibió un cuerpo acostado bajo varias mantas que se removió con un quejido al percibir la luz.

—Es ella... —oyó decir a la chica—. Es tu madre...

Estremecido, Yuri se aproximó muy despacio hasta quedar junto al lecho. La mujer lo miraba con los ojos muy abiertos, indagando en los recuerdos más profundos de su memoria.

—¿Yura?

Aquella dulce y débil voz provocó en el ánimo de Yuri un cúmulo de emociones contrapuestas, sobrecogido por reconocer a su madre y comprobar su lamentable y desgarrador deterioro. Nada quedaba de la espléndida belleza que Yuri retenía en la memoria gracias a la fotografía guardada durante tantos años; le costaba creer que aquella mujer fuera su madre, la imagen distorsionada en una anciana consumida, el rostro cadavérico, los ojos hundidos en las cuencas oscuras. Su larga y abundante melena había perdido su brillo, convertida en una madeja de pelo seca y canosa.

Mámochka... —Aquella palabra se escapó de sus labios como un silbido.

Ella tendió los brazos hacia él, conminándolo a acercarse, las manos temblorosas.

—Yura... Yura... Mi osito, mi felicidad, mi alegría, mi hijito. —Con un hilo de voz trémulo volcó todos los diminutivos cariñosos tan propios de una madre rusa en un momento de profunda emoción—. ¿De verdad eres tú?

Yuri se inclinó hacia ella, agarró las manos tendidas y las sintió frágiles y huesudas; hincó las rodillas al suelo, cerró los ojos, se las llevó a los labios y las cubrió de besos sin poder contener las lágrimas.

—Mamá... Mámochka... Mi querida mámochka...

Verónika se dejó hacer, mirándolo enternecida.

—Mi angelito... Mi niño de oro... Mi Yura... Sabía que volverías, lo sabía, estaba convencida de que tú no te rendirías... Yura, mi amado Yura...

La chica se había sentado en la butaca en el fondo del cuarto y observaba la escena conmovida, las piernas recogidas entre sus brazos, una mueca de complacencia en el rostro, sus ojos claros desprendían un brillo especial.

Cuando Yuri logró al fin reaccionar, dirigió la mirada hacia la chica.

—Me gustaría estar a solas con mi madre —le dijo con amabilidad.

—También es la mía —adujo ella utilizando un tono muy dulce, grato y cercano—. Soy tu hermana; mejor dicho, tu medio hermana. Mi padre es Petia Smelov.

Yuri miró sorprendido a su madre. Las palabras salieron de su boca a empujones, expulsadas de su atormentada conciencia.

—Mamá..., papá murió de pena porque tú... —Volvió a tragar, le costaba pronunciar delante de ella la palabra traición. Se cargó de valor y le espetó—: Tú lo traicionaste... Y yo..., madre, yo necesito entender por qué lo hiciste...

Verónika apretó su mano y la llevó a su corazón.

—Mi Yura querido, te juro por lo más sagrado que ni un solo instante de mi vida he dejado de amar a tu padre, ni uno solo. Desde aquel día en que la fatalidad me separó de vosotros, nunca habéis salido de mi pensamiento.

—Pero tú... Smelov y tú... —Vacilante, incapaz de volcar las contradicciones que inundaban su mente, miró a la joven que se mantenía atenta pero al margen—. Ella es la prueba de tu pecado...

Verónika se volvió hacia la chica y las dos se dedicaron un gesto de complicidad.

—María es mi hija y es tu hermana, la quiero con toda mi alma; si no hubiera existido, me habría quitado la vida hace mucho tiempo. Pero ella no fue el fruto del amor como lo fuisteis todos vosotros. Petia Smelov fue un miserable, un canalla, conmigo, con tu padre, incluso con su propia hija...

—Pero tú le dijiste... Escribiste una carta diciéndole que estabas enamorada de él, que todo había sido un plan para alejarnos y quedarte a su lado...

—Sí, sí... —lo interrumpió la madre con un ademán de agotado estoicismo—. Aquella maldita carta... —Cerró los ojos durante unos largos segundos, como si se le desgarrasen las entrañas. Tomó aire y lo soltó en un hondo suspiro. Luego buscó sus ojos, enfrentándole la verdad—. Aquella carta execrable la escribí de mi puño y letra, y lo hice porque era la única forma de salvar la vida a tu padre. Sabía que lo tenían encerrado. Petia me amenazó; si no la escribía, si no hacía creer a tu padre que ya no estaba enamorada de él, que desde hacía tiempo mi vida con él había sido una farsa y que todo lo sucedido en la estación lo habíamos urdido juntos para alejaros definitivamente de Rusia, si no hacía todo eso —insistió atribulada—, lo ejecutaría de inmediato sin piedad. ¿Qué otra cosa podía hacer? —inquirió con avidez, sus ojos clavados en los del hijo, implorando su comprensión—. No podía arriesgarme. Fui consciente del dolor que iba a causar al único hombre que he amado con toda mi alma, pero en mi conciencia pesó mi sentido de madre; si Petia cumplía su amenaza, ¿qué hubiera sido de vosotros? De mi pequeño Sasha, de Katia, de ti... —Bajó los ojos entristecida—. Mi pobre Kolia..., si hubiera sabido que no subió a ese tren, lo habría buscado hasta en el mismísimo infierno... —Perdió la mirada en algún punto del pasado, pero siguió hablando—: Por eso escribí esa carta despreciable, aun sabiendo que le rompería el corazón; era el único modo de que tuvierais la oportunidad de vivir la vida junto a vuestro padre. Con esa intención la escribí, con la esperanza de que, una vez instalado en Madrid, tu padre encontrase a una mujer que lo amase y lo cuidase hasta la muerte, tal vez no tanto como yo lo he amado en todos estos años, pero al menos tendría la posibilidad de rehacer su vida, una oportunidad de volver a ser feliz, con eso me bastaba.

Mientras Yuri la escuchaba, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, le invadió un sudor frío, angustioso. Todo había sido una gran mentira, el profundo sufrimiento que su padre había padecido durante años y que había derivado en un deterioro galopante había sido en vano: su madre lo había seguido amando, y él nunca fue capaz de rehacer su vida trastocada, rota, quebrada por aquella carta mentirosa y envilecida, no de la mano de quien la escribía, sino del canalla que urdió semejante infamia. El hostigamiento que él mismo había mantenido contra su padre había sido un castigo inicuo. Tanto tiempo perdido en recriminaciones infames, acusaciones injustas, una tortura añadida a semejante suplicio.

Yuri le hizo un breve relato de cómo llegaron a Madrid, de Katia, que para su madre siempre sería esa niña que se abrazaba a ella con siete años, le contó por todo lo que había pasado su padre debido a su ausencia, no le ocultó su actitud mezquina contra él, haciendo un acto de contrición ante la madre; le explicó cómo había ido diluyéndose poco a poco y cómo había muerto.

Ella lo escuchó y, cuando terminó, un triste lamento se escapó de sus labios.

—Qué pena... —murmuró—. Mis pequeños...

Yuri se dio cuenta de repente de que había llegado hasta ella como emisario de antiguas tragedias. No sabía cómo explicarle la muerte del pequeño Sasha. Bajó los ojos y mientras hablaba, con la voz entrecortada por la emoción, acarició sus manos dulcemente.

Mámochka, tienes que saber... —Tragó la amargura que le ascendía por la garganta—. Nuestro pequeño Sasha no consiguió sobrevivir...

Los ojos de Verónika se quedaron fijos en los de Yuri con una mueca de dolor, como si los pensamientos construidos durante tanto tiempo —en los que le había visto cumplir cinco años, seis, diez, hacerse un hombre— se desmoronasen barridos por una fuerte corriente. Se encogió sobre sí misma, comprimida en un tormento, y al ir a hablar, se le quebró la voz.

—¿Cómo puede una madre llorar la muerte de su hijo diecinueve años después de haberlo perdido? Dios mío... Qué cansada estoy.

Con un quejido de puro agotamiento, Verónika se dejó caer lentamente sobre la almohada. Cerró los ojos y se quedó muy quieta. Todo se sumió en un estremecedor silencio, roto tan solo por voces de otras habitaciones filtradas a través de las paredes.

VII

Durante un largo rato Yuri y María no se movieron, velando ambos a la maltrecha madre. La imagen resultaba desoladora.

Yuri observó todo a su alrededor. Hacía mucho frío en la habitación. Sus ojos se cruzaron con los de María, que lo escrutaba con extraña fascinación.

—¿Desde cuándo vivís aquí? —le preguntó Yuri en voz muy baja.

—Desde que mámochka salió de la cárcel.

—¿Ha estado en la cárcel? —inquirió Yuri entre alarmado y sorprendido—. ¿Por qué? ¿Qué daño ha podido hacer ella?

No pudo evitar alzar la voz y María le pidió con un gesto que callara, se levantó y le indicó que saliera. Antes de moverse, los dos miraron el rostro de la madre. Parecía haber caído en un agotado letargo. María la arropó con cuidado y se fue hacia la puerta.

—Te lo contaré todo, pero vamos fuera —susurró—. Dejemos que descanse. Estará exhausta. Ha sido un momento muy intenso y emotivo.

Yuri la siguió, sin dejar de mirar el cuerpo inerte de su madre.

—¿La vamos a dejar sola? —preguntó ya fuera de la habitación, mientras María echaba la llave.

—Está sola la mayor parte del tiempo.

Avanzó por el pasillo sin detenerse. Salió al rellano, apenas se veía nada; subió un tramo de escalera, entró por un angosto corredor hasta llegar a una especie de estrecho balcón de poco más de un metro de ancho y dos de largo con una barandilla de hierro oxidado por la que se podía acceder al edificio contiguo. Un fuerte viento húmedo y gélido los abofeteó. Ella se encogió y se cruzó de brazos. Luego se volvió hacia él. Se veían gracias al resplandor que salía de un ventanal que había al lado.

—Nadie salvo yo la cuida. Se pasa el día dormitando, está muy débil, casi no tengo nada para alimentarla. Todo es muy complicado. —Hablaba como si se estuviera justificando por el estado en el que se encontraba la madre—. No puedo hacer más, no puedo...

Yuri se dio cuenta de que tiritaba y sus labios se tornaban morados por el frío. Se quitó el abrigo y se lo puso a ella sobre los hombros. Sin pensarlo, la envolvió entre los brazos y ella se dejó abrazar en un silencio quebrado por el viento.

—No te preocupes, María, os sacaré de aquí. Os llevaré a un lugar digno, tengo dinero.

Ella se desprendió del abrazo con una expresión asustada.

—No podemos marcharnos, sería mucho peor. Somos unas proscritas. Mámochka no debería estar aquí, le conmutaron el último año de prisión por la condena del «Menos doce» que le prohíbe instalarse en las ciudades más importantes de la Unión Soviética, incluida Moscú. Pero vino a buscarme, se la jugó utilizando el pasaporte de una mujer que murió en una aldea por la que pasó... —Se interrumpió de improviso. El fuerte viento había soltado guedejas de la trenza, que se arremolinaban en su rostro adolescente.

—¿Qué ocurrió, María? ¿Por qué la detuvieron?

—¿Es que no sabes que en Rusia no tiene que haber un motivo para que te detengan? Caes en desgracia y ya está, esa es la razón, eso fue lo que le pasó a nuestra mámochka.

Durante unos segundos sus ojos se perdieron en aquel desapacible horizonte negro y sin estrellas. Yuri sentía el cuerpo aterido; sin embargo, la voz cálida de aquella hermana recién descubierta le hacía olvidar el frío.

—Sucedió en la Navidad de 1934. Vivíamos en Leningrado. Estábamos durmiendo; los chequistas suelen actuar por la noche con el fin de pillarte en el desconcierto del sueño y para que de ese modo no opongas resistencia ni montes jaleo. Dos hombres llamaron a la puerta y le dijeron que se vistiera, que tenía que acompañarlos. —Lo miró con una profunda tristeza en sus ojos—. No volví a verla hasta hace un año. A los niños que quedan sin padres los llevan a una especie de escuela horrible donde les lavan el cerebro a base de golpes. Me lo había advertido mámochka muchas veces, que, si alguna vez se la llevaban, me fuera inmediatamente, que viajase a Moscú y buscase a Tania Kárlovna, la mujer que protegió a nuestra madre en Leningrado. Y eso hice. Me vine hasta aquí. Kárlovna me acogió en la habitación que ocupamos ahora, hasta que un día ella apareció... —Buscó los ojos de su hermano—. Si la hubieras visto, Yuri... Si supieras cuánto ha sufrido.

—¿Y tu padre? ¿Qué papel tiene Petia Smelov en todo esto? ¿Por qué no hizo nada por ella?

María dejó escapar un largo suspiro y negó con la cabeza.

—Eso te lo tendrá que contar ella. Yo apenas sé que era mi padre, y que la hizo sufrir mucho... Pero nunca me habló de lo que sucedió cuando os marchasteis, ni de la razón por la que yo estoy en el mundo. Es un secreto que se guarda para ella.

—¿Qué puedo hacer, María? Dime cómo puedo ayudaros.

—Si salimos de la habitación se la quitarían a Tania Kárlovna, y no podemos hacerle eso. Están todas sus cosas, todo lo que has visto es suyo.

—¿Dónde está ella?

—Se la llevaron hace unos meses. Gracias a Sonia nos libramos de que nos detuvieran, nos avisó justo a tiempo para que pudiéramos salir y ocultarnos.

—¿Sonia Vasílievna? ¿La mujer de Kolia?

María asintió compungida.

—No sé cómo nos encontró, pero un día apareció. Ha sido muy buena con nosotras. Solía traernos comida, jabón, ropa. —Encogió los hombros—. Pero desde que detuvieron a Tania Kárlovna, no la hemos vuelto a ver. Mámochka teme que le haya ocurrido algo por ayudarnos.

—No... Sonia está bien. —Yuri pensaba en las frías conversaciones con su hermano y en los silencios de su cuñada—. Fue ella la que me contó dónde estabais.

—Me alegra saberlo. A pesar de todo, es una buena mujer...

—¿A pesar de todo?

El mutismo de María a su pregunta provocó la rotura del muro de contención que Yuri había mantenido hasta entonces, ciego por voluntad propia a la evidencia del trabajo de su querido hermano; de pronto se dio cuenta de que el frío de sus ojos revelaba una crueldad brutal y asimilada.

—¿Y Kolia? —preguntó vehemente—. ¿Por qué no os ha sacado de aquí? ¿Por qué no os ha ayudado? —Las ideas se batían con fuerza en su mente confusa—. ¿Por qué me dijo que mamá había muerto?

María clavó los ojos en los de su hermano Yuri, apesadumbrado el semblante.

—Fue Kolia el que la interrogó, quien dictó la sentencia y la condenó a cinco años de prisión... Kolia torturó a nuestra madre con sus propias manos.

VIII

Sokolov entró en el despacho con expresión satisfecha. Kolia alzó los ojos de su escritorio y, con indiferencia, volvió la atención a los papeles que tenía delante.

—Problema resuelto, camarada capitán —se pavoneó Sokolov—. El camarada Yuri Mijáilovich ha tomado el tren y va camino de Minsk. En unas horas habrá salido de la Unión Soviética. Caso cerrado.

Kolia guardó silencio y a Sokolov le resultó extraño, pero lo achacó al exceso de trabajo. Era evidente que tanta responsabilidad le venía grande. El puesto al que había conseguido llegar aquel pipiolo estaba destinado para él; así se lo había prometido Beria en varias ocasiones. Lo cierto era que aquel muchacho tímido y callado se había convertido en uno de los instructores más despiadados, crueles e insensibles, aunque también uno de los más eficaces para el NKVD dirigido por el bárbaro Beria.

No le tuvo en cuenta aquella apatía, en el fondo le había tomado aprecio. Él sabía que Kolia era mucho más vulnerable de lo que nunca admitiría. Se sentó repantingado en la única silla que había al otro lado de la mesa, dispuesto a cobrarse su recompensa por el trabajo realizado.

—Camarada capitán, ahora que nos hemos deshecho de tu hermano deberíamos retomar el asunto que me incumbe.

—¿Qué clase de asunto? —Kolia alzó de nuevo los ojos.

—Ya lo sabes, camarada capitán —respondió relajado—. Llevo diez años fuera de Rusia cumpliendo con lo que el partido me ha pedido; he recabado información de gran utilidad para los nuestros; conseguí convencer a Yuri Mijáilovich —esta vez no se atrevió a pronunciar la palabra hermano— para sacar información de la embajada española; lo he custodiado, vigilado e informado de cada movimiento durante todos estos meses, y acabo de dejarlo en la estación cumpliendo órdenes tuyas, camarada capitán. Si te soy sincero, estoy cansado de errar de aquí para allá siempre solo —prosiguió con voz blanda—. No veo a mi esposa desde hace casi una década, cuando salí de Kiev para prestar mis servicios a la contrainteligencia del Komintern. Me gustaría regresar a mi ciudad, con mi familia. No pido mucho: una pequeña dacha para mí y mi familia, un puesto cómodo en el partido de Ucrania, un coche, una buena paga y los privilegios que un buen bolchevique como yo se merece.

Kolia lo escuchaba impasible.

—Tendré en cuenta tu petición —resolvió con frialdad.

—Fue una promesa que se me hizo cuando empecé con todo esto —lo interrumpió arrogante—. Tú lo sabes, camarada capitán, lo hemos hablado muchas veces antes de que ocupases este puesto tan merecido. —Sus labios se contrajeron levemente—. La diferencia es que, ahora, la decisión está en tus manos.

—Aún te necesitamos aquí, camarada Sokolov. No podemos fiarnos de que Alemania mantenga su palabra de no atacar la Unión Soviética. Precisamos de hombres bien situados en Berlín hasta que cese el peligro.

Sokolov negaba mientras Kolia hablaba.

—No, no, camarada capitán, en unos meses cumpliré cincuenta años, estoy cansado, mi decisión es firme: quiero volver a casa.

Kolia clavó los codos sobre la mesa, entrelazó las manos y lo observó reflexivo.

—Está bien —dijo al fin—, lo comprendo. Solo te pido una última cosa, necesito que me acompañes a una misión que nos ha encargado el mismísimo Stalin y que dirige Beria. Tu colaboración supondrá una dacha más amplia, un coche más potente, una paga más abultada y un retiro en las mejores condiciones, para ti y para tu familia. Piénsalo, puedes obtener buenos réditos; la misión la capitanea tu amigo Vasili Blojín.

Sokolov soltó una risa sarcástica.

—No acostumbro a tener como amigo al diablo —replicó displicente—. Está claro que, si participa ese sanguinario, hablamos de algo salvaje.

—Es un tema delicado —insistió Kolia para intentar convencerlo—. Seremos muy pocos, necesito gente de confianza y tú eres uno de ellos.

—¿Se puede saber de qué se trata?

—Debemos deshacernos de unos cuantos prisioneros en Bielorrusia, oficiales polacos algo incómodos. Será cuestión de un par de semanas. La recompensa valdrá el esfuerzo.

Sokolov se quedó pensativo unos segundos, luego negó con la cabeza.

—No me gusta andar con malas compañías. Blojín es peligroso, te lo he advertido muchas veces. Ándate con cuidado con ese tipo: en cuanto le des la espalda, te la jugará, y no serás el primero, ya sabes cómo se las gasta.

—¿He de entender que rechazas mi oferta?

Sokolov se levantó y se colocó el gorro con la soberbia grabada en el rostro.

—No voy a acompañarte a ninguna parte, camarada Fiódorovich —retirarle el grado de capitán fue en sí mismo una amenaza—, y mucho menos con semejante compañía. Hasta aquí he llegado. Si no me envías a Kiev de inmediato, le contaré a Beria todo lo que sé de ti.

Kolia relajó el gesto y asintió sereno.

—Está bien, te entiendo, camarada, no hay problema. Hoy mismo daré orden de tramitar tu traslado a Kiev. Tendrás tu recompensa, te lo has ganado.

Sokolov afirmó satisfecho, se dio la vuelta y salió del despacho.

Kolia presionó un timbre que tenía bajo su mesa. A los pocos segundos aparecieron dos hombres de aspecto siniestro vestidos con gruesas chaquetas de piel.

—Acabad con él —sentenció antes de conminarlos con voz autoritaria—: Que no quede rastro.

Los chequistas asintieron y salieron tras su presa.

IX

Finos copos de nieve revoloteaban ante sus ojos como molestas moscas blancas; ateridos, María y Yuri decidieron abandonar la terraza, y al regresar adentro descubrieron a dos de las mujeres que habían estado increpando a la chica en la cocina con la oreja pegada a la puerta de su habitación, cuchicheando entre ellas.

En un primer impulso, María, furiosa, pretendió ir hacia ellas, pero Yuri la sujetó del brazo, tratando de tranquilizarla.

—¡Apartaos de ahí, brujas! —las increpó mientras se acercaban juntos a ellas.

Las mujeres se sobresaltaron al haber sido descubiertas infraganti, pero enseguida se recompusieron e iniciaron una retahíla de improperios a voz en grito.

Yuri se puso delante de María mientras su hermana abría la puerta, sin dejar de replicar a cada insulto. Cuando entraron en la habitación, las voces del pasillo se acallaron. La madre seguía aparentemente dormida, acurrucada entre mantas, la respiración pausada. Con sigilo, los dos hermanos se aproximaron a la ventana, Yuri se sentó sobre un sólido baúl de madera y María en la butaca. Estaban frente a frente y se hablaban entre ellos en voz muy baja para no alterar el sueño de la madre.

—¿Por qué te tratan así? —le preguntó Yuri.

—Pretenden que nos vayamos. Las mueve la ambición de quedarse con este cuarto y con todo lo que hay dentro. Si no nos han denunciado ya es gracias a las visitas de Sonia Vasílievna; sabían que era la esposa de un alto cargo del NKVD. La misma Sonia las amenazó con que si algo nos ocurría, las culparía a ellas y pagarían las consecuencias, aunque lo que de verdad nos protege fue la visita que Kolia nos hizo sin previo aviso hace un par de meses.

—¿Kolia estuvo aquí?

—Una sola vez... —respondió María con expresión circunspecta—. Estuvo hablando mucho rato con mámochka. Se marchó con su perdón, pero desde entonces no ha vuelto.

En ese instante Yuri entendió lo que su cuñada Sonia le había escrito en la nota: «Te suplico que no culpes a Kolia. Ella lo perdonó, aunque él no haya sido capaz de hacerlo consigo mismo». Comprendió sus silencios, sus ojos esquivos cuando alguna vez le preguntó si había llegado a conocer a su suegra. Sonia siempre esbozaba una apenada sonrisa y negaba huidiza. En ningún momento supo Yuri interpretar la verdad oculta bajo la mirada fría y sombría de su hermano, una verdad que de repente cobraba sentido.

—Me pregunto por qué Kolia me negó la posibilidad de ver a nuestra madre.

—No quería que supieras la verdad. Kolia se avergonzaba de lo que había hecho.

—Ahora empiezo a entender tantas cosas... —murmuró consternado.

—Yuri, me alegra tanto que hayas venido... Le queda tan poco tiempo...

—¿Qué quieres decir?

—Mamá se muere, Yuri. El cáncer le tiene invadido todo el cuerpo. No sé ni cómo aguanta... Es como si todo este tiempo te hubiera estado esperando, algo incomprensible. En el piso de arriba vive un médico; es un hombre de buen corazón y de vez en cuando pasa a verla. A principios de enero, justo un par de días antes de la visita de Kolia, me aseguró que no duraría más allá de una semana. Cada vez que el buen doctor la visita afirma que es un milagro que se mantenga con vida, un milagro —repitió ensimismada—. Cuando Kolia se marchó de esta habitación, ella me dijo que tú vendrías a verla, estaba convencida, la corazonada de tu llegada la ha mantenido viva hasta ahora.

Yuri no dejaba de mirar a su madre mientras escuchaba hablar a aquella hermana recién descubierta. Se levantó y se acercó despacio hasta la cama, se sentó con cuidado junto al cuerpo inmóvil, tomó su mano y se la llevó a los labios para cubrirla de besos. Verónika abrió los ojos y, sin apenas moverse, sonrió.

—Mi hijito, mi dulce Yura... —Su voz era melosa y débil—. Tengo tanto que contarte... Pero antes quiero que me prometas una cosa.

—Haré lo que tú me pidas, madre.

—No quiero que tu dulce corazón se emponzoñe de odio como le ha ocurrido a tu hermano Kolia. Tienes que prometerme que te irás de aquí con el alma limpia de rencor y que no te moverá el afán de venganza.

Yuri bajó la mirada, movió la cabeza y apretó los labios.

—No puedo prometer lo que no está en mi mano, madre. —Yuri sabía que la ira, el odio, el resentimiento, al igual que el amor, son impulsos irreprimibles que surgen de la caja de Pandora del corazón; una vez abierta, nada ni nadie los puede dominar—. Te mentiría si te dijera lo contrario, y por nada del mundo querría faltar a mi palabra contigo.

La madre sonrió, cerró los ojos y asintió.

—Tienes razón, hijo, pero concédeme al menos la promesa del perdón. Otorgarlo o no está en tu voluntad. Lo estuvo en la mía: conseguí perdonar a todos los que me provocaron tanto daño, a todos los que me hicieron padecer tanto, y gracias a eso mi alma quedó libre de una pesada carga que apenas me dejaba respirar. De ninguna manera quiero para ti esa condena, mi querido Yuri. Antes preferiría mantenerte en la ignorancia.

—Trataré de hacerlo, mámochka, te prometo que procuraré perdonar, es lo único que puedo ofrecerte. Te lo ruego, cuéntame todo, necesito saberlo. Dejarme en la ignorancia de lo sucedido sería un castigo mucho mayor, sería injusto. Tengo derecho a saber qué ha ocurrido en todos estos años.

Ella, sin dejar de mirarlo, asintió cerrando los ojos un par de segundos y, a continuación, con voz muy suave, el tono claro, la mirada perdida, puesta de vez en cuando en los ojos de aquel hijo añorado que el destino le había devuelto después de tanto tiempo, Verónika Olégovna Filátova empezó a desgranar muy despacio todos sus recuerdos desde aquel funesto día en el que se separó definitivamente de sus hijos y de Miguel Santacruz, el gran amor de su vida.

—Después de alejarme de vosotros encontré a Petia enseguida; me estaba esperando... Entonces no me di cuenta, pero luego comprendí... Él sabía que no me permitirían subir al tren, lo sabía desde el principio y dejó que pasáramos por todo aquel calvario del control de visados. Había dejado a mi madre en el tren, o eso me hizo creer. Con el tiempo me enteré de la penosa suerte que había corrido tu pobre abuela, detenida ese mismo día, mientras nosotros tratábamos de acceder al tren, acusada de conspiración y espionaje, condenada y exiliada a Siberia. Solo sé que murió, igual que tu abuelo, asesinado por una turba enloquecida que lo quemó vivo con varios de sus socios en el interior de las oficinas en Rostov del Don. —Sus ojos quedaron sumidos en una profunda pena—. Me lo contó el mismo Petia cuando por fin acabó mi tempestuosa relación con él...

—Entonces, ¿estuviste con él?

Ella levantó la mano para hacerlo callar.

—No me interrumpas, Yura, te lo ruego. Sé que tienes derecho a saberlo, pero revivir todo esto me resulta muy doloroso.

Él asintió con un movimiento de cabeza y se llevó la mano de la madre a los labios para besarle el dorso, como si se disculpase con ella. Verónika tomó aire, lo soltó en un quejumbroso suspiro y continuó hablando:

—Viví en casa de Petia durante un año. Las primeras semanas todo fueron buenas palabras, todo amabilidad, la compañía de su esposa, mi querida amiga Nadia Galaktiónova, reconfortaba mi dolor por vuestra marcha. Petia me aseguraba que estaba acelerando los trámites para que pudiera salir de Rusia, me afirmaba que estaba en contacto con tu padre, que no me preocupase, que todo iba a salir bien y que muy pronto me reuniría con vosotros. Al principio discurrió todo con normalidad, pero poco a poco su actitud hacia mí fue cambiando, gestos apenas perceptibles como una caricia a mi paso, un beso desviado tan cerca de los labios que me incomodaba, una frase insinuante y fuera de lugar. Mi querida Nadia lo notó y se lo recriminó. —Calló un instante, como si la sola idea de expresarlo le diera vértigo—. La reacción nos sorprendió a las dos: la abofeteó, la insultó, la humilló... Al día siguiente unos hombres se la llevaron a la fuerza... Petia no estaba. Y yo... yo no pude hacer nada... —Tragó la saliva amarga del recuerdo—. Nunca volví a saber de ella. Desapareció. A partir de ese momento Petia exhibió su verdadero rostro, mostró su malvada intención y dejó al descubierto el diablo que habitaba en él. Fue entonces cuando me obligó a escribir aquella maldita carta dirigida a tu padre. Lo que ocurrió en aquellos meses se mueve en mi mente como una masa viscosa, podrida y fría. Todo fue tan inesperado, tan absolutamente imprevisible que me sentía incapaz de reaccionar. Me mantuvo encerrada en una parte de la casa a la que solo él tenía acceso. De entrada se mostró como un loco enamorado, me suplicaba que lo amase; me pedía que le diera la oportunidad de hacerme feliz; me juraba que me colmaría de todo lo que yo quisiera, que, si me convertía en su amante, volvería a vivir con el lujo que había tenido antes de la revolución. Yo no daba crédito a lo que sucedía. Lo rechazaba, le suplicaba a su vez que me permitiese marchar, que al único hombre al que amaría sería a tu padre, que mi corazón le pertenecería siempre a él y que antes que renunciar a su amor me quitaría la vida.

Llegados a este punto, Verónika enmudeció, apretó los labios para no contar. No era capaz de referir a su hijo tantas vejaciones a las que la había sometido Petia Smelov a partir del día en que la violó por primera vez. Ahí había empezado de verdad su tormento. No podía contarle que terminó por entregarse pasivamente para dejar de recibir golpes, o para que no la tuviese sin beber durante horas, o sin poder salir de la habitación ni siquiera para ir al baño y tener que hacer sus necesidades en un rincón, y luego recibir una paliza por la suciedad acumulada que no podía limpiar. No podía decirle todo aquello, no podía cargarle con aquella horrible vergüenza que de forma indeleble quedaría grabada en su alma para siempre. No, no lo creía necesario, aquello sería su único secreto, algo que se llevaría a la tumba para evitar infligir un daño inútil.

—Las cosas se complicaron cuando le dije que estaba embarazada —prosiguió al cabo—. Fue entonces cuando me contó la muerte de mis padres; lo hizo con tanta maldad que me duele solo recordarlo. Luego me echó de su casa... Me liberó para que me muriera de hambre; eso me dijo.

Tampoco podía explicarle que en aquel momento había renunciado a su dignidad como mujer por el instinto materno de proteger la vida que crecía en su vientre, no quiso contarle que se había arrojado de rodillas delante de su carcelero y que le suplicó clemencia y amparo. No le sirvió de nada porque Verónika acabó en la calle en un mes de enero tan gélido como el alma de aquel hombre, sin un lugar en el que cobijarse, nada que comer ni con qué abrigarse. Petia Smelov sabía que la condenaba a una muerte segura, a ella y al hijo por nacer.

Verónika prosiguió el relato esquivando aquellos nefastos recuerdos.

—Durante unos días me aposté en la entrada del gran bazar Gostiny Dvor, cantaba durante horas para mendigar algo que llevarme a la boca. Tu abuela siempre decía que todos tenemos un ángel custodio que nos protege, y a mí se me apareció en la persona de una bendita mujer, Tania Kárlovna. Mi voz la cautivó, se compadeció de mí y me invitó a su casa. Vivía en una pequeña dacha de madera muy acogedora, limpia y cálida, a una hora del centro de Leningrado. Me propuso darme cobijo a cambio de que impartiese clases de canto a las mujeres del pueblo. Acepté, y gracias a ella tuve una oportunidad para tener a María y criarla sin demasiadas dificultades. Fue una época tranquila y casi feliz, hasta que Tania tuvo que venirse a Moscú. María y yo permanecimos en su dacha... Pero a los pocos meses de la marcha de Tania Kárlovna, me detuvieron.

—¿Qué pasó, madre? Sé que Kolia... —Titubeó—. Lo sé todo.

—Pobre Kolia... —murmuró con un velo de tristeza en su rostro—. Sufrí tanto al verlo... Tenía allí a mi hijo querido, lo tenía ante mí y no podía tocarlo, ni abrazarlo, ni besarlo... No podía ni siquiera mirar sus ojos asustados para que su voz contra mí no temblase. ¿Qué otra cosa podía hacer él sino cumplir con su cruel obligación?

—Te condenó —protestó Yuri indignado—. ¿Cómo puede un hijo sentenciar a su madre? Su corazón tiene que estar muy podrido para hacer una cosa así.

Verónika recordó dolorida los golpes recibidos de la mano de Kolia, eran los únicos que le dolían, los de los demás apenas los notaba, tan solo los del hijo. También eso se lo calló.

—Es cierto, su corazón está envenenado de odio y soledad. Pero creo que también fue él quien logró de algún modo que me liberaran un año antes de cumplir la condena, Yura. No debemos juzgarlo, Kolia lo pasó muy mal.

—¡Todos lo pasamos mal! —exclamó rabioso, alzando la voz—. Tú, yo, papá, Katia... Y nunca se nos ocurrió ser tan crueles contra uno de los nuestros...

Yuri cerró los ojos porque sus palabras se habían vuelto contra él como una fuerte bofetada. Estaba acusando a su hermano cuando él mismo había ejercido contra su propio padre la crueldad de su incomprensión y desprecio, alejándose de él para siempre. Antes de que cayera en el abismo del olvido, Katia le había insinuado en sus cartas que su padre lloraba su ausencia, que preguntaba por él día y noche; sin embargo, él nunca cedió, nunca le brindó un ápice de cariño, nunca le concedió la oportunidad de una redención.

Tomó aire y pidió disculpas a su madre, que había cerrado los ojos como si la fiereza de las palabras también la hubiera salpicado a ella.

—Está todo dicho. —Dio por terminado el relato—. Ahora debes vivir con esto y seguir con tu propia vida. Pero recuerda, esta familia ha dejado demasiados cadáveres por el camino, y no quiero que tú seas uno más de ellos.

X

Durante más de un mes Yuri convivió en aquella minúscula habitación con su madre y su hermana. Apenas salía. Desconocía si lo buscaban o lo creían fuera de Rusia, convertido en un peligro desechado; así que procuraba no arriesgarse para no ser descubierto. Con el dinero que le dio a María, la chica compró un colchón para él, ropa para ella, mantas y comida. Todo llevado poco a poco para no provocar la animosidad entre los vecinos, siempre alerta a cualquier cambio. En aquellos días Yuri evocó irremediablemente la miseria que había vivido durante sus últimos años en San Petersburgo. Dos décadas después todo seguía igual para la mayoría: la escasez, las carencias; resultaba desolador comprobar la indigencia en la que se desarrollaba la vida cotidiana del grueso de la población, que tantas esperanzas había puesto primero en Lenin y luego en Stalin.

El 30 de abril de ese 1940, treinta y cinco días después de aquel encuentro, Verónika Olégovna cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. Su respiración se fue pausando hasta detenerse definitivamente, su vida había acabado y sobre Yuri cayó a plomo una insoportable sensación de orfandad.

La enterraron en una soleada mañana del Primero de Mayo, la fiesta grande de los trabajadores celebrada como fiesta nacional en toda la URSS, con el sonido reverberante de las campanas repicando al viento a lo largo y ancho de Rusia y los desfiles desplegados en cada una de las ciudades, pueblos y aldeas más remotas.

Hasta el solitario cementerio llegaban los ecos de aquella fanfarria patria. Acompañaron al sencillo ataúd los dos hijos, María y Yuri, y el médico que la había visitado en los últimos meses. Yuri se encargó de que su madre tuviera un entierro digno. Aquello levantó suspicacias en la vecindad al evidenciar que disponía de dinero.

La situación con el resto de los residentes era cada vez más complicada; la muerte de su madre y la ausencia de Tania Kárlovna, titular de la habitación, hacían insostenible que María pudiera quedarse a vivir allí. Tras darle muchas vueltas, Yuri decidió ir a visitar a Kolia para pedirle que proporcionase a María Petrovna un lugar donde vivir.

Tomó un tranvía que lo llevó al centro de Moscú. Caminó hasta la casa de su hermano siendo muy consciente de que se la jugaba, ya que su presencia en la Unión Soviética era ilegal, con un pasaporte falso y un visado de salida caducado. Sin el amparo de nadie, ni siquiera de Kolia, tendría que dar muchas explicaciones en el caso de que se le requiriese la documentación. Por si acaso, había cogido la pistola. Era media tarde cuando llamó a la puerta del piso de Kolia, con el corazón desbocado. Le abrió Sonia. Cuando lo vio, se asustó como si hubiera visto a un muerto resucitado; le hizo una seña para que no hiciera ruido y le indicó que se metiera en un pequeño cuarto de juegos que había cerca de la entrada.

—Espera aquí —le susurró—. Volveré cuando Yevdokia Tiviérzina se vaya a dormir.

Durante más de tres horas Yuri se mantuvo como un ladrón agazapado en la sombra, oyendo a sus sobrinos hablar con su madre, reír entre ellos, el trasteo de los cacharros en la cocina, le llegó el olor a col cocida de la cena. Poco a poco los ruidos fueron remitiendo, hasta que el silencio se adueñó de la casa.

La puerta se abrió muy despacio, Sonia entró y cerró sigilosa; con una sonrisa en los labios, se deslizó hasta sentarse a su lado. Era la primera vez que los dos cuñados estaban solos y tan juntos.

—¿Pudiste verla? —le preguntó en voz muy baja.

Yuri asintió con una sonrisa.

—Murió hace una semana... Gracias, Sonia. Si no hubiera sido por ti, no habría podido despedirme de ella. Estoy en deuda contigo.

—Era lo justo. Tu hermano me prohibió decirte nada de ella. Temía que llegaras a conocer la verdad sobre él.

—No alcanzo a entender cómo se ha podido volver tan despiadado.

—No debes juzgarlo, Yuri. Tu hermano no es malo —arguyó ella con un tono dulcificado—, son las terribles circunstancias a las que ha tenido que enfrentarse las que lo han hecho así.

—Sonia, abre los ojos, Kolia se ha convertido en un monstruo.

—Bajo ese monstruo hay un alma buena, el alma de un hombre al que amo profundamente, el padre de mis hijos; es un buen marido y un padre entrañable. Estoy convencida de que a base de amor puedo llegar a salvarlo, rescatarlo de esa ponzoña en la que se mueve cada día. Lucharé por él hasta el final.

Yuri bajó la barbilla con una mueca risueña.

—Qué prodigioso puede llegar a ser el amor...

—Hablando de amores —añadió Sonia—. Tengo una buena y una mala noticia. La buena es que llegó una carta de Krista. La recibí a los pocos días de tu marcha y la guardé por si acaso volvías. La mala es que ya no la tengo. No me quedó más remedio que deshacerme de ella —prosiguió Sonia—. Descubrí a esa bruja ucraniana hurgando en mis cajones. Ya lo hace sin esconderse. Tengo al enemigo metido en mi casa.

—No te preocupes, Sonia, bastante has hecho por mí. Saber que Krista ha escrito ya me vale. Tal vez fuera la respuesta a la que le remití diciéndole que regresaba a Alemania con una identidad falsa. Le envié otra anunciándole que había encontrado a mi madre y que tendríamos que retrasar nuestro encuentro. La eché al correo, pero desconozco si la habrá recibido o habrá acabado hecha trizas en algún vertedero de Rusia. —Su voz se tornó melosa—. La echo tanto de menos...

—Me encantaría conocerla.

—Te llevarías bien con ella. Es una mujer extraordinaria.

Durante unos segundos callaron los dos. No se oía nada, parecían solos en aquel universo caótico.

En el pasillo, con la oreja pegada a la puerta, Yevdokia Tiviérzina, la asistenta ucraniana, mantenía la respiración ante aquel mutismo, alerta a lo que hacían y decían.

—¿Por qué has venido? —preguntó Sonia—. Es muy peligroso.

—Quería hablar con mi hermano, pero no pienses que vengo a echarle nada en cara, no lo haré; se lo prometí a mi madre y lo cumpliré. Necesito que ayudéis a María Petrovna. Se ha quedado sola y temo que muy pronto la echen a la calle. No tiene adónde ir. Necesita un lugar en el que vivir con cierta seguridad.

—En Rusia nadie está seguro, Yuri, ni siquiera nosotros. Mi hermano Liovka Vasílievich me ha dicho que las cosas están tensas en la Lubianka. Andan con algún asunto muy turbio de prisioneros polacos en Katyn, cerca de Smolensk.

—¿Smolensk? ¿Qué hace Kolia allí?

Sonia clavó los ojos en su cuñado.

—Lo único que le han enseñado a hacer... Matar. —La voz le salió fría, seca, como el graznido de un cuervo.

XI

Yuri salió de la casa con la promesa de Sonia de que intentaría hablar con Kolia sobre el futuro de María. Volver allí era peligroso, así que esperaría noticias en la habitación en la que convivía con su hermana.

Bajó del tranvía y caminó con paso tranquilo hacia el edificio, pero al doblar la esquina se detuvo en seco. Frente al portal había un elegante Rolls-Royce negro del Comisariado del Pueblo; un chófer uniformado se hallaba apoyado sobre la carrocería fumando con ademán aburrido, en actitud de espera. Era evidente que se trataba de alguien importante del partido. Por precaución, esperó para ver quién era. Se sentó en un escalón de otro bloque, desde donde tenía a la vista el portal. En un gesto involuntario, palpó la pistola en la parte de atrás de su cinturón. La temperatura era agradable, aunque se empezaba a notar la humedad de la noche. Alzó la mirada a un cielo plagado de estrellas y aspiró para llenar los pulmones de aquel aire fresco de primavera. Pensaba en su hermano, en lo que le había dicho Sonia sobre él, en el amor ciego que ella le profesaba, y se preguntaba si Kolia experimentaba por esa mujer el mismo amor que ella sentía por él.

Unas voces lo sacaron de su ensimismamiento y se puso de pie alertado. El chófer también se había incorporado y, raudo, abría la puerta del coche. Del portal salió María acompañada por un hombre corpulento que la sujetaba con fuerza del brazo y la llevaba casi a rastras. Ella se resistía, protestaba a gritos, luchaba por soltarse, pero la fuerza del hombre era mayor que su empeño.

Echó a correr dispuesto a auxiliar a su hermana. Justo cuando estaba a punto de meterla en el coche, María lo vio y se revolvió.

—¡No, Yuri, no, vete, huye! No te acerques.

Yuri se detuvo en seco al descubrir el rostro del hombre que sujetaba a su hermana. Lo reconoció enseguida.

A pesar del paso de los años, Petia Smelov había cambiado poco, tenía algo menos de pelo y más encanecido, más grueso, pero los mismos ojos, esa mirada que lo dejó petrificado a unos metros de distancia. Sin poder evitarlo, su atribulada conciencia se vio hostigada por el recuerdo de su padre junto a aquel hombre, la complicidad de ambos, sus risas, sus confidencias de amigos, imágenes que apenas duraron unas décimas de segundo, confusas y envilecidas.

Petia también lo había reconocido al oír su nombre por boca de María. Sin soltarla de su agarre, aparentando un mínimo esfuerzo, se dirigió a él en tono arrogante.

—Vaya, vaya, Yuri Mijáilovich Santacruz, así que es verdad que andas por aquí. Cuando me dijeron que habías regresado a Rusia no podía creerlo.

—¿Cómo se atreve a presentarse aquí, Smelov?

—Vengo a llevarme lo que me pertenece —respondió altivo.

—Aquí no hay nada suyo.

—María Petrovna es mi hija y se vendrá conmigo, lo quiera o no.

Los dos hermanos se miraron. El miedo grabado en el rostro de la chica lo estremeció. Ella trató de soltarse, pero el amarre de Smelov se lo impidió.

—Nunca antes se ha preocupado de ella. Si hubiera muerto, le habría dado igual. ¡¿Por qué ahora?! ¡¿Qué es lo que busca?! —Más que hablar, le gritaba lleno de ira contenida—. ¡¿No le parece suficiente el daño que ha infligido a mi familia?!

—Tu familia... —murmuró Smelov con una mueca desagradable—. Tu increíble y perfecta familia...

—Déjela en paz. Ella no quiere nada con usted.

—Me la llevo para evitar que la detengan. Le estoy haciendo un favor.

—¡No es cierto, Yuri! —clamó María con voz temblona—, me va a llevar a un reformatorio... —Se retorció rabiosa—. Y yo no quiero ir.

—Ya la ha oído —indicó Yuri—, no quiere ir con usted. ¡Suéltela!

Smelov, haciendo caso omiso de aquella orden, tiró con fuerza de María y la arrojó al interior del coche con tanta violencia que enfureció a Yuri. Echó la mano a la cintura y empuñó la pistola.

—¡Suéltela! —gritó mientras lo apuntaba, sujetando la muñeca para reafirmar su pulso.

El chófer, al ver el arma, se escondió lejos del alcance de una bala. Smelov observaba a Yuri con una mezcla de incredulidad y sorpresa.

—¿Me vas a matar? —le inquirió socarrón, con una mueca despectiva.

Yuri habló despacio, midiendo cada palabra, sin dejar de apuntar con pulso firme a aquel hombre que tanto sufrimiento había causado a sus seres más queridos.

—Le prometí a mi madre que trataría de no vengarme de todas las afrentas que sufrió en sus manos. —Su voz se volvió profunda y mordaz—. Pero no me importaría faltar a mi palabra solo por el placer de meterle una bala en la frente y verle caer a mis pies.

—No tienes arrestos, igual que no los tenía la puta de tu madre.

El estallido seco del disparo retumbó en la calle. Smelov se dobló con un gesto entre el pasmo y el dolor agudo. En el último momento, sin intención de matarlo sino solo de amedrentarlo, Yuri había bajado el arma y el disparo impactó en el muslo. El herido se giró un poco y aprovechó para sacar una pistola, pero al percutirla, el gatillo se encasquilló y Yuri tuvo tiempo para volver a disparar. Esta vez la bala impactó en la parte baja de la espalda y cayó desplomado al suelo.

—¡María, ven aquí! Rápido.

La chica salió del coche y corrió hasta ponerse detrás de su hermano. Smelov clamaba ayuda, arrastrando el cuerpo por la acera igual que una serpiente; eso pensaba Yuri mientras lo miraba con el arma aún en las manos.

Sin pretenderlo, Yuri dejó caer el arma al suelo. Echó una rápida ojeada a su alrededor, buscando testigos de su delito, pero la calle estaba desierta y las ventanas se cerraban para no ver, para no complicarse la vida. El chófer había salido corriendo al primer disparo. Dio varios pasos hacia atrás, cogió a su hermana de la mano y la obligó a correr. Corrieron durante mucho rato por las aceras vacías, sin rumbo ni descanso, hasta que María se detuvo exhausta, el pulso tan acelerado que tuvo que doblarse porque apenas podía respirar. Yuri tomó aire, con el corazón desbocado. Vio un portal abierto y solitario y decidió esconderse allí, parar con el fin de pensar en sus próximos pasos.

XII

El comisario Lavrenti Beria estaba en su despacho con varios miembros de su equipo. Custodiados por los retratos de Stalin y Lenin, el grupo permanecía de pie sobre la alfombra persa.

Hacía muy poco que había amanecido y la luz del sol empezaba a invadir la estancia aún iluminada por la gran lámpara del techo. Estaban a punto de iniciar una de las habituales reuniones diarias cuando el asistente de Beria entró en la estancia precipitadamente y se acercó al comisario con gesto conturbado.

—Perdón, camarada comisario general... —le temblaba la voz—, acaban de informar de un atentado a las afueras de la ciudad. Se trata del camarada Piotr Smelov, el médico personal de nuestro padre Stalin. Su estado es de extrema gravedad. Lo han trasladado al hospital del Kremlin.

Un estrepitoso silencio se impuso en aquel imponente despacho.

—¿Se sabe quién ha sido? —preguntó Beria al cabo de unos segundos.

Sin decir nada, con la cabeza gacha, el asistente echó un vistazo rápido al resto de los reunidos. Beria ordenó que salieran. Todos se apresuraron a hacerlo. Una vez solos, el asistente, con la voz trabada de un jilguero, continuó:

—Le han disparado dos tiros con una pistola alemana, una Walther. La encontraron junto al herido. El camarada Smelov ha podido identificar a su atacante. Se trata de un extranjero. —Leyó una nota que tenía en su mano—. Yuri Mijáilovich Santacruz.

Beria lo observaba con fijeza; aquellos ojos de mirada felina provocaban pavor al atemorizado ayudante.

—¿Quién más lo sabe? —Le arrebató el papel de la mano.

El asistente temblaba aterrado, sabía que estar al tanto de aquella información tan delicada lo ponía en el punto de mira. Tendría que haberle pasado la llamada directamente al comisario general, pero al estar reunido no había querido interrumpirlo y de ese modo quedó comprometido con un secreto que jamás debería haber escuchado.

—Tan solo el médico que lo ha atendido —respondió, tratando de mantener una calma que se le escapaba a cada palabra—. Ha sido él mismo quien ha llamado para informar de todo.

—Es decir, que la identidad del atacante la sabéis tú y ese médico.

—Así es, camarada comisario general.

La mirada de Beria le certificó que su sentencia estaba dictada.

—¿Quién tiene el arma? —inquirió Beria con voz cavernosa.

—La acaban de traer los de la secreta. La guardo en mi puesto, camarada comisario.

—Tráela aquí de inmediato. Y quiero en la Lubianka al médico que te ha llamado; asegúrate de que no hable con nadie, ¿entendido? Con nadie. —Le remarcó estas palabras en tono amenazante.

El ayudante asintió con un movimiento de cabeza, salió y, al cabo de unos segundos, entró de nuevo con un paquete en la mano. Se lo entregó y abandonó apresuradamente el despacho.

Beria abrió el sobre marrón en el que se había introducido la pistola con la que Yuri había disparado a Petia Smelov. Era una de las armas que había mandado traer desde Alemania al agente Sokolov (eliminado por orden directa de Kolia Fiódorovich por traición, según argumentó), a las que se añadieron las que los propios alemanes habían donado al Ejército Rojo durante la invasión de Polonia con gran cantidad de munición. A lo largo del mes de abril, un reducido grupo de sus mejores hombres, entre los que se encontraba Kolia Fiódorovich, había utilizado aquellas pistolas para ejecutar a miles de prisioneros polacos, oficiales del ejército en su mayor parte, capturados ocho meses antes durante la invasión soviética del este de Polonia, y enterrados en el bosque de Katyn.

Volvió a reclamar la presencia del atemorizado asistente.

—Avisa a Liovka Vasílievich y a Vasili Blojín. Que se presenten en mi despacho de forma urgente —ordenó con autoridad.

Aquellos dos hombres serían los más idóneos para cumplir el maquiavélico plan que se desplegaba en la mente del comisario Beria.

Dejó la pequeña Walther sobre la mesa y esperó. Pensaba en Kolia: desde hacía tiempo lo sabía todo sobre él; era consciente de su filiación falsa, de su fingido pasado, conocía la identidad de su padre, Miguel Santacruz, un burgués que había huido de Rusia abandonando a su suerte a su bella esposa, de la que se había encaprichado ese estúpido y arrogante doctor Smelov. Cinco años atrás Kolia había pasado la prueba de lealtad que le había impuesto al instruir la causa contra su propia madre, la ciudadana Verónika Olégovna, dictando la sentencia de prisión sin que le temblase el pulso. Hacía unas semanas, gracias al informe de la asistenta ucraniana infiltrada en la casa de Kolia, se había enterado de la presencia en Moscú del hermano mayor, Yuri Mijáilovich, que ahora resultaba ser el autor del atentado. Pero el mayor error que había cometido el camarada capitán Kolia Fiódorovich (cuyo verdadero patronímico era Mijáilovich) había sido quedarse con aquella pistola y, peor aún, entregársela a ese hermano suyo. Había incumplido la orden tajante de destinar todas las armas alemanas a la operación de Katyn y de deshacerse de todas ellas, sin excepción, una vez finalizada esta. Se lo había encargado a él personalmente: el control y destrucción de todas aquellas pistolas alemanas como única prueba del cruento crimen.

El primero que llegó fue Blojín. Tenía un aspecto zafio, ataviado con la guerrera con grandes bolsillos, pantalón de montar y botas; era de carácter rudo, grosero, radical y violento, nada que ver con las formas educadas de Kolia, más callado, eficiente y organizado en el trabajo; su trato agradable desconcertaba a los detenidos minando aún más sus nervios.

Cuando Liovka Vasílievich entró en el despacho, Beria se sentó al frente de su escritorio. Los dos hombres hicieron lo mismo al otro lado de la mesa. Liovka sacó un paquete de tabaco, ofreció, pero ninguno de los dos quiso fumar; prendió el pitillo y exhaló una bocanada del humo blanquecino.

—¡Han disparado a Petia Smelov y lo han hecho con una de las pistolas utilizadas en la operación de Katyn! —bramó Beria furioso, la mandíbula tensa, rígidas sus facciones por una rabia contenida—. ¡Hay que acabar con todos los testigos, con todos! —Subrayó sus palabras con un fuerte golpe sobre la mesa—. Los que dispararon, los que hicieron los traslados, conductores, intendencia, cualquier testigo que pudiera haber en la zona, todo el que pudiera conocer o intuir algo de aquello tiene que ser eliminado inmediatamente. —Se dirigió a Blojín—: Quedas al mando de la operación. Ponte a ello ahora mismo, y empieza por mi asistente.

Blojín se levantó, se cuadró y se marchó del despacho. Liovka lo miraba tranquilo, esperando órdenes concretas para él.

Durante unos largos segundos Beria fijó su glacial mirada en Liovka. El hermano de Sonia no se arredraba, le mantuvo la mirada con seguridad, casi con altivez. No le daba miedo aquel hombre que tanto terror provocaba en otros.

—Para ti, Liovka Vasílievich, tengo una misión especial.

Por primera vez Liovka se sintió estremecido por aquellos ojos que parecían velados de negro alquitrán.

XIII

Yuri se mantenía muy quieto para no despertar a María, que se había quedado dormida sobre su pecho. Llevaban horas agazapados en un rincón de aquel portal, escondidos a la espera de hacer algo. María le había insistido en que, si los veían caminar de madrugada por la calle, levantarían sospechas de inmediato. Era mejor esperar al amanecer e integrarse en el tránsito de todos los que se desplazaban a sus fábricas y puestos de trabajo, a la escuela o a sus tareas; ese gentío los ampararía para llegar a casa de Kolia sin que nadie se fijase en ellos.

Yuri tenía que dejar a su hermana bajo la protección de Kolia y Sonia. Luego, él intentaría salir del país; no sabía cómo, pero no le importaba demasiado. Su prioridad en aquel momento era María.

El cielo empezó a palidecer y la ciudad se puso en marcha. Ellos dos lo hicieron asimismo ensamblados en el ritmo de los viandantes que se apresuraban hacia sus destinos.

Cuando llegaron frente a la Casa del Malecón, se detuvieron para comprobar que todo estaba despejado. Los vecinos salían del edificio con normalidad. Cruzaron la calle y se adentraron en el portal de Kolia, subieron la escalera, esquivando a los que bajaban con prisas, y al llegar al décimo piso llamaron al timbre. En la espera, María agarró la mano de su hermano. Los dos se miraron y Yuri le dedicó una sonrisa, deseando infundirle confianza.

Al otro lado de la puerta se oyó un crujido; la mirilla se deslizó, y de inmediato abrió Sonia. Estaba vestida como para salir a la calle. Los hizo pasar de forma apresurada y, con el tono de voz muy bajo, habló atropelladamente sin que les diera tiempo a decir una palabra.

—Iba a ir a buscaros ahora mismo. —A su espalda aparecieron los niños, asimismo arreglados, bien peinados y con un abrigo liviano sin abrochar. Larisa agarraba en la mano una pequeña maleta—. Tenéis que llevaros a los niños...

—Sonia, Sonia —interrumpió Yuri, tratando de buscar sus ojos para que le atendiera—, no podemos hacer eso.

—Tienes que hacerlo —suplicó ella. Se metió la mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes y se lo tendió a Yuri—. Toma, id a la estación de Saratovski, hay un tren a Georgia que sale en una hora. Tenéis el tiempo justo para tomarlo. Cuando lleguéis a Tiflis, buscad a Símushka Nikoláyevna. —Volvió a hundir la mano en el bolsillo y sacó una nota manuscrita—. Aquí tenéis su domicilio. Ella nos crio a mi hermano y a mí, contadle lo que pasa, se hará cargo de los niños sin preguntar. Luego podrás hacer lo que quieras con tu vida.

—No puedo hacerlo —repitió Yuri atribulado.

—Tienes que ayudarme, Yuri —protestó Sonia—. Me lo debes.

—No se trata de eso, Sonia. He disparado a un hombre, estoy huyendo. —Echó un vistazo a María que lo observaba todo encogida, los brazos cruzados sobre su regazo—. Traía aquí a María para que le des amparo. Su padre, el hombre al que disparé, pretendía encerrarla en una institución para quitarla de en medio. Debes protegerla.

Sonia miraba a Yuri sin reaccionar, la respiración acelerada, el pulso desbocado, sin saber qué hacer o decir, y como si en su mente hubiera hecho alguna conexión lógica, cogió a los niños y los impulsó hacia Yuri.

—Llévatelos, por favor. —Hablaba empujando a los niños hacia él, sin darse cuenta de su brusquedad inferida sobre los dos pequeños—. Marchaos los cuatro, te lo suplico, llévatelos.

El niño empezó a llorar, y su hermana lo abrazó para consolarlo.

—Entonces acompáñanos —dijo Yuri—. No te voy a dejar aquí sola...

—¡No! —lo interrumpió Sonia con irritante vehemencia—. No, Yuri, no puedo ir. Si me detienen, también lo harán con vosotros. Necesito que pongas a salvo a mis hijos; si los encuentran conmigo se los llevarán a uno de esos horribles colegios especiales para hijos de presos.

—¿Cómo estás tan segura de que vendrán a por ti? No has cometido ningún delito.

—Yuri, en Rusia respirar puede llegar a ser un delito. Así funcionan las cosas aquí. La ucraniana se ha marchado de madrugada después de recibir una llamada de teléfono. Esa es la señal de que tarde o temprano vendrán a buscarme.

—¿Y qué pasa con Kolia? —insistía Yuri, aturdido por todo aquel desconcierto—. ¿Dónde está? Eres su esposa, algo tendrá que decir.

—A tu hermano lo han detenido hace media hora... —Bajó la cabeza con expresión agobiada, como si alrededor de su cuello se cerrase un nudo; pareció encogerse de dolor—. Lo ha detenido mi hermano Liovka, su mejor amigo... Liovka... Pobre Liovka. —Buscó los ojos de Yuri y le insistió—. Los convierten en monstruos, Yuri, ¿no lo comprendes? Llévate a mis hijos y ponlos a salvo. No permitas que hagan lo mismo con ellos, deshumanizados, transformados en seres sanguinarios sin sentimientos... Llévatelos, te lo suplico. Sálvalos de sus garras.

XIV

Yuri llevaba en brazos al pequeño Sasha. Caminaba con rapidez por la calle rumbo a la estación. María y Larisa iban un paso por detrás, casi corriendo. María había cogido la maleta de los niños. La despedida de Sonia de sus hijos había sido intensa, rápida y desgarradora, les había costado mucho que Sasha se soltase de su madre. Yuri lo arrancó de sus brazos con la súplica de Sonia para que se marchasen, el rostro descompuesto, consciente de que podía ser la última vez que los viera. Yuri se había precipitado escaleras abajo con el niño, que le rodeaba el cuello con sus bracitos, aferrado a él con una fuerza titánica, sintiendo en su pecho el acelerado latido de su pequeño corazón asustado. No pudo evitar rememorar la imagen de su padre con su hermano Sasha en los brazos casi veinte años atrás; la misma sensación de huida, el mismo pánico, una odisea repetida una y otra vez con diferentes actores, todos inocentes, todos atemorizados, todos dejando atrás su propia vida para buscar la manera de seguir viviendo.

La estación de Saratovski bullía de viajeros en un ir y venir en aparente normalidad. Yuri iba delante, abriéndose paso seguido muy de cerca por María y Larisa, que caminaban de la mano para no perderse.

Se detuvo, se volvió y le entregó el niño a su hermana.

—Esperad aquí. Voy a comprar los billetes. No os mováis, ¿de acuerdo?

Los tres lo observaron alejarse con la ansiedad grabada en los ojos, como si a cada paso se vieran más desamparados e indefensos. No lo perdieron de vista ni un instante. Yuri se colocó en la fila con el dinero en la mano. Trataba de mantener una calma que no tenía para no levantar sospechas. Se encontraba cansado, y muy agobiado, no tanto por su seguridad como por la responsabilidad de poner a salvo a los niños y a su hermana María. Cuando llegó su turno se asomó a la ventanilla y pidió cuatro boletos en segunda clase con destino a Krasnodar; desde allí tendrían que hacer transbordo para llegar a Tiflis, así se lo había explicado Sonia. La funcionaria apenas lo miró al entregarle los billetes, Yuri le pagó y cuando al fin empezó a caminar hacia donde estaban los niños se dio cuenta de que había retenido la respiración hasta aquel momento y soltó el aire como si hubiera salido del fondo de un pozo. Buscaron el tren, subieron a su vagón, encontraron su compartimento y acomodaron a los niños. Sasha se había quedado dormido de puro cansancio y Larisa se sentó a su lado. Yuri y María salieron al pasillo y observaron el trajín del andén. Faltaban un par de minutos para que se pusiera en marcha el tren.

—Gracias, Yuri —dijo de pronto ella.

—¿Por qué me das las gracias? Lo he hecho todo al revés, he complicado la vida a todo el mundo... No tendría que haber venido, fue un error.

Mámochka murió tranquila porque tú estabas con ella; y de no ser por ti, no sé qué habría sido de mí...

María enmudeció al ver el rostro alarmado de su hermano, sus ojos fijos más allá de la ventanilla, en algo que sucedía en la plataforma. Apenas le dio tiempo a volverse porque su hermano la impelió hacia el interior.

—Entra en el compartimento, María. —Hablaba sin quitar la vista del andén y de la docena de hombres uniformados que parecían revisar con prisa en el interior del tren, subiendo y bajando de los vagones. Se echó la mano al bolsillo, sacó el fajo de billetes y la nota que le había dado Sonia y se lo entregó—. Guárdalo bien. Con esto estaréis cubiertos durante un tiempo.

—¿Y tú? —preguntó ansiosa con el dinero en la mano—. ¿No vienes?

Yuri la abrazó y la empujó hacia el compartimento.

—Manteneos quietos ahí —volvió a decirle antes de cerrar la puerta—. Pase lo que pase no salgáis, ¿de acuerdo?

Larisa lloraba angustiada, pero María se sentó a su lado y la abrazó en un gesto protector. Yuri cerró la puerta, echó una ojeada por la ventanilla y vio que los hombres ya casi estaban a la altura de su vagón. Avanzó por el pasillo, sintiendo que el pulso se le aceleraba; pasó al otro vagón y luego al otro, hasta llegar al que estaba junto a la máquina. Al girarse, vio que los guardias lo habían localizado y lo perseguían. Iban a por él. Saltó al andén, aunque al disponerse a correr se encontró rodeado; en un inútil instinto de huida, trató de esquivarlos, pero lo redujeron propinándole un certero puñetazo en el estómago que lo dobló en dos. A partir de ese momento se dejó arrastrar. Se oyó el potente silbido que anunciaba la salida y, de inmediato, el tren se movió lentamente para iniciar la marcha.

Al pasar junto al vagón en el que iban su hermana y sus sobrinos, lo miró solo un instante y, con cierta sensación de sosiego, pensó que al menos ellos podrían salvarse.

XV

Avanzaron por la estación como si de un séquito maldito se tratase. Yuri iba en el centro, rodeado de hombres tocados de gorra azul y con la estrella roja, botas negras y casaca gris abotonada hasta el cuello. La gente se apartaba a su paso, retirando los ojos del detenido: era mejor no mirar para no ser testigo o para evitar, tal vez, encontrarse con un rostro conocido, un amigo, un vecino, un familiar.

Al salir lo introdujeron en una furgoneta cerrada de color azul oscuro. No lo sabía aún, pero a ese tipo de vehículos utilizados para el transporte de prisioneros se los llamaba «cuervos negros». A la vista de cualquiera podía pasar como un furgón de reparto de pan, leche o fruta; sin embargo, su interior se dividía en minúsculas cabinas dispuestas en dos hileras separadas por un estrecho pasillo en el que se situaban los guardias que custodiaban a los detenidos. A Yuri lo obligaron a entrar en una de estas cabinas; tuvo que agacharse para hacerlo. Al cerrar la portezuela se quedó completamente a oscuras. Solo podía permanecer sentado. Trató de tranquilizarse. Cerró los ojos y tomó aire como si pretendiera almacenarlo en sus pulmones, aunque le resultó imposible evitar la sensación de ahogo, la misma sensación de haber entrado a la fuerza en un sepulcro. Dio varias patadas contra la puerta para liberar sus nervios, y fue entonces cuando oyó una voz de mujer procedente de la cabina contigua.

—¿Quién eres? —preguntó ella.

—¿Quién eres tú? —replicó él alertado, poniendo todos los sentidos en sus oídos. La voz le resultaba familiar.

—Yuri, ¿eres Yuri? Soy Sonia. Yuri... Dios mío...

A él se le olvidó todo lo que sentía para centrarse en ella.

—Sonia, ¿estás bien?

—¿Y mis hijos? —Alzó la voz—. ¿Los han cogido? Yuri, dime, ¿dónde están mis...?

Interrumpió la frase un fuerte golpe del guardia que se encontraba en el pasillo.

—¡Silencio! —gritó con voz potente—. No está permitido hablar entre los detenidos.

Hubo unos largos segundos de atemorizada mudez. Yuri podía presentir la ansiedad de Sonia por conocer la suerte de sus hijos, pero temía decir algo y que tuviese consecuencias contra ella. El zumbido del motor al arrancar rompió aquel tenso mutismo y, cuando el furgón se puso en marcha, pegó la cara a la pared tras la cual intuía la presencia de su cuñada y habló con voz clara, pero en un tono muy bajo.

—Los niños están bien, a salvo, con María camino de una vida mejor. ¿Me oyes? —Aguzó el oído, atento a una respuesta—. Sonia, da un golpe si me has entendido.

Por un instante, la falta de respuesta quedó marcada por el ruido de la marcha. Yuri mantenía los ojos muy abiertos, pugnando por escudriñar algo en aquella oscuridad absoluta, atento a la confirmación de que Sonia había recibido la ansiada noticia.

De repente oyó un pequeño golpe, y luego otro y otro, eran muy leves, pero ahí estaban. Yuri se conmovió al presentir el llanto de su cuñada y un emocionado «gracias».

—Resiste, Sonia... Tienes que hacerlo por ellos...

Aquellas palabras se le ahogaron en la garganta cuando un fuerte golpe lo obligó a callar de nuevo.

No volvieron a hablar. Tener a su lado a alguien conocido le había dado una falsa sensación de serenidad. Cerró los ojos y se dejó mecer por el vaivén del vehículo. La falta de aire fresco, la oscuridad y el hecho de aspirar el penetrante olor del aceite con el que se había tratado de sellar aquel minúsculo habitáculo, lo sumergió en un estado de semiinconsciencia. Cuando el furgón se detuvo, Yuri fue incapaz de reaccionar. Aturdido, oyó el crujir de cerrojos y percibió un fuerte olor a amoniaco. La portezuela se abrió e inhaló algo irritante que le ascendió por las fosas nasales hasta devolverle la consciencia. Al abrir los ojos, vio a un hombre vestido con una bata blanca que salía de su particular pecera con un frasco en una mano y un paño en la otra.

Una vez recuperados todos los detenidos a base de obligarlos a inhalar amoniaco, los conminaron a bajar de la furgoneta. En total eran cinco hombres y dos mujeres. Fue entonces cuando pudo ver a su cuñada. Se miraron un segundo y ella esbozó una sonrisa. La empujaron con violencia hacia otro grupo de mujeres que se amontonaba ante una puerta y la perdió de vista.

Yuri no lo sabía, pero estaban en la Lubianka, el lugar en el que había trabajado su hermano Kolia, en cuyas dependencias, años atrás, había estado su madre presa durante varios meses, interrogada por su propio hijo, su pequeño Kolia convertido en verdugo.

Vio otras furgonetas que escupían de sus entrañas a hombres y mujeres igual de aturdidos que él, tambaleantes, confusos por la prisa, impelidos como él al interior de las fauces de aquel siniestro edificio. Nada más entrar, un guardia gritó su nombre, lo separaron del resto y lo arrastraron escaleras abajo; no supo cuántos tramos había descendido, pero le pareció estar bajando hasta el mismísimo infierno. El aire era cada vez más irrespirable, más húmedo. Llegaron a un corredor angosto, de techos bajos, con una mínima iluminación, flanqueado por puertas de madera con un gran cerrojo. Abrieron una y lo arrojaron a su interior. La puerta se cerró a su espalda.

Costaba respirar en aquel ambiente pastoso, un hedor mezcla de sudor, orines y moho que espesaba el aire. Creyó que estaba solo, había muy poca luz y el silencio era casi absoluto, pero cuando sus ojos empezaron a acostumbrarse a aquella opaca penumbra vio que varias decenas de ojos lo observaban curiosos, inmóviles, como animales salvajes prestos a atacar. Estaban distribuidos en literas de dos alturas y apenas quedaba sitio entre ellas.

Yuri no se movió, no se atrevía, no sabía qué hacer o qué decir, hasta que desde el fondo de la oscura celda se oyó una voz amable.

—Aquí hay un sitio, muchacho. Acércate.

Los días pasaron sin que nada sucediera. Los interrogatorios a los otros presos eran constantes: unas noches tocaba a unos, otras a otros; algunos volvían maltrechos, agotados, moribundos, otros ya no regresaban, pero a él nunca lo llamaban, como si el mundo lo hubiera olvidado.

Durante aquellas semanas hizo buenas migas con el dueño de la voz que le había ofrecido acomodo el día de su llegada. Se trataba de un ingeniero polaco, catedrático en la Universidad de Varsovia, de nombre Zarek Symanski. Había llegado a Moscú casi a la vez que Yuri, unos días antes de la invasión de Polonia. Lo había contratado el Departamento de Física de la Universidad Estatal de Moscú para que impartiera un curso durante un trimestre, pero solo un mes más tarde, en octubre de 1939, unos chequistas del NKVD lo detuvieron al salir de la universidad acusado de espionaje. Desde entonces permanecía encarcelado. Ya había pasado por la fase de interrogatorio, y ahora estaba a la espera de la sentencia, condenatoria con toda seguridad, le afirmaba a Yuri; de aquellos sótanos nadie salía indemne, tan solo le quedaba conocer el tiempo y el contenido de la condena, trabajos forzados, prisión o, en el peor de los casos, la pena capital en la horca. Al decir esto último la voz se le quebraba como si con solo nombrarla sintiera la presión alrededor de su cuello.

Al cabo de un mes de estar allí encerrado, la trampilla de la puerta se abrió y Yuri oyó su nombre. Tardó en reaccionar. El guardia volvió a gritar: «¡Yuri Mijáilovich Santacruz!». Por fin se levantó. El viejo ingeniero lo acompañó hasta el umbral.

—Te estaré esperando —le dijo con una sonrisa afectuosa.

Yuri salió al pasillo y lo guiaron escaleras arriba hasta un despacho en el que había cuatro hombres sentados al frente de una mesa emulando un tribunal. De pie, sin mirarlo, con el desprecio más absoluto a su presencia, uno de ellos empezó a leer en voz alta. El relato de los crímenes de que lo acusaban era de tal calibre que parecía que hubiera asesinado a miles de personas a sangre fría. La sentencia le estalló en la cara como una bomba: pena capital, su mente acorchada no aceptaba esas dos palabras. Sintió la boca seca, sin una gota de saliva.

Tragó y siguió escuchando las palabras de aquel hombre de voz ruda y tosca. Su condena quedaba aplazada cinco años, durante los cuales, y por orden expresa de la autoridad competente, «el condenado deberá resarcir su crimen a la Unión Soviética con su trabajo en las minas de Kolimá. Transcurrido el plazo, se procederá a su ahorcamiento al alba del día 5 de junio de 1945». Durante aquellos años de gracia, al prisionero le estaba prohibido recibir correspondencia, ni podría ser objeto de ningún beneficio en el campo de trabajo, cualquiera que fuere.

Lo bajaron de nuevo a los sótanos; la confusión en la que se hallaba no le permitió reparar en que lo metían en otra celda, mucho más pequeña y oscura, estrecha y con tarima de madera a un lado. Por las paredes negras corría el agua, como un gélido ataúd de piedra. Una voz débil lo sobresaltó.

—¿Yuri? Yuri..., ¿eres tú?

—Kolia... —murmuró al ver acercarse a su hermano.

Kolia lo miraba sonriente como si estuviera delante de un dios descendido del mismísimo cielo.

—Yuri... —murmuró Kolia con la emoción contenida—. Qué alegría verte...

De pronto Kolia se abrazó al cuerpo de su hermano, pero aquel gesto cogió tan desprevenido a Yuri que no supo reaccionar y mostró una frialdad que Kolia percibió, por lo que de inmediato deshizo el abrazo; la sonrisa se había esfumado de sus labios, bajó la vista avergonzado. Yuri lo miraba aún aturdido, tratando de asimilar su condena y la inesperada presencia de su hermano.

Kolia lo invitó a sentarse, y lo hicieron frente a frente, Kolia en un catre, Yuri en otro. Sus rostros estaban muy juntos, alumbrados por la débil claridad que emanaba de una bombilla colgada del techo; fue entonces cuando Yuri comprobó que su hermano tenía la cara amoratada por golpes antiguos. Unas oscuras ojeras entristecían sus ojos castaños.

—¿Qué te han hecho, Kolia?

—Eso no importa. ¿Qué haces tú aquí? Creía que habías regresado a Alemania.

—No salí de Rusia. Estuve con mamá hasta el momento de su muerte... Sonia me dio la dirección en el último instante.

Kolia se estremeció al nombrar a la madre, asaltado por un sentimiento de culpa que le costaba controlar. Apretó los labios y negó con la cabeza.

—Sabía que de una manera u otra te daría noticia de ella. Sonia no estaba de acuerdo con mi intención de ahorrarte el mal trago de verla en el estado en que se encontraba. Las mujeres sienten de forma distinta a la nuestra.

—Verla era una decisión mía, no tuya —replicó tajante.

—Quizá tengas razón. No estuve acertado, mi error lo corrigió mi buena esposa, todo gracias a mi buena esposa. Aunque si hubiera sabido callar como le pedí, mámochka habría muerto igual —Yuri percibió que, por primera vez desde su primer encuentro, utilizaba aquel diminutivo—, y tú no estarías aquí encerrado. Si te han detenido es porque han descubierto que eres mi hermano.

—Disparé a Petia Smelov... —dijo él de sopetón—. Con la pistola que me diste... Pretendía llevarse a María a una de esas asociaciones para convertirla en una buena comunista, aunque empiezo a dudar de que haya alguno bueno —añadió casi en un susurro, como si la idea se le hubiera escapado de los labios.

—Ahora lo entiendo todo. —Kolia hablaba ensimismado, como si lo hiciera para él—. La maldita pistola... Todo viene por esa maldita pistola.

—Lo siento, Kolia... Mi presencia en Rusia solo te ha traído problemas.

Kolia agitó la mano, restando importancia a la preocupación de Yuri.

—Si no hubieras sido tú, habría sido otro. En este maldito sistema nadie está seguro. —En sus ojos se adivinaba la gravedad de una profunda preocupación—. Temo por Sonia, mi amada y dulce esposa, cuánto amor he recibido de ella. Se merecía otra cosa... Me aterra que le suceda algo a ella o a mis hijos. Soy consciente del destino que los espera si llegan a detenerla a ella también... Siberia no es tierra para niños.

—Estuve con ellos. Están todos bien. —Yuri decidió mentirle en el último instante—. Consiguieron escapar en tren a Tiflis; iban a refugiarse en casa de una mujer que cuidó de tu esposa; María Petrovna iba con ellos.

Kolia lo escuchaba embelesado.

—¿Es verdad lo que dices?

—Lo juro. —Yuri mintió de nuevo con toda la firmeza de que fue capaz.

—Una alegría entre tanta tristeza —murmuró su hermano con extraña mueca de fatigada felicidad—. Con mi muerte se librarán de un padre y un esposo indigno. Podrán echarme en el olvido y vivir y ser felices...

—No vas a morir —replicó Yuri convencido—. Eres un hombre importante del partido. No pueden prescindir de ti.

—Mi querido hermano, estamos en las mazmorras de la Lubianka. Esta mañana me han comunicado la condena a la pena capital. Me van a matar. Así funciona esto. No creas que me importa, al contrario, al oír mi sentencia he sentido alivio, es mejor un final horrible que un horror sin fin. Tuviste suerte de tomar aquel tren hace veinte años, y yo fui un estúpido por separarme de vosotros. Iba en busca de mamá... Pero nunca la encontré... —Bajó los ojos y su rostro se demudó como si hubiera sentido un dolor intenso—. No en ese momento, ni en los años siguientes... Ni siquiera sabía que estaba tan cerca... Si lo hubiera sabido... Cuando la volví a ver ya me habían robado el alma, me había convertido en un monstruo, ya no me quedaba ni un ápice de humanidad, mi corazón era una roca. —Hincó los codos sobre los muslos y se tapó la cara con las manos. Luego se las pasó por el rostro como si se limpiase, con un gesto de asco, como si algo pringoso le cubriera la piel. Su voz se tornó lúgubre—. He formado parte de todo este régimen que ahora me condena. Hasta hace apenas un mes, en estas mismas dependencias he realizado infinidad de interrogatorios, he torturado y he infligido un sufrimiento innecesario a multitud de seres inocentes para arrancarles una confesión a sabiendas de que era falsa, con el único fin de cumplir con el cupo de condenas del día... —Calló pensando en el interrogatorio a su madre—. No imaginas las barbaridades que he hecho, Yuri, no te lo puedes imaginar.

—No tienes que decir nada, Kolia, lo sé todo. Me lo contó mámochka. Ella sabía que no tuviste más remedio que hacer lo que hiciste. Deja de atormentarte, mamá te perdonó todo.

—¿Y tú? —le apeló con los ojos brillantes, la mirada ansiosa—. ¿Perdonas tú lo que le hice?

—No soy yo quien ha de juzgarte, hermano. No debo hacerlo.

—¿Cómo puede un hombre afrontar la vida habiendo hecho algo tan terrible a su propia madre?

—Mamá murió tranquila. El amor de una madre es infinito.

Kolia lo miró de nuevo apesadumbrado.

—Hace tiempo que no puedo dormir. Cada vez que trato de cerrar los ojos tengo la sensación de que caigo a un pozo oscuro, arrastrado por todos aquellos a los que he torturado, que tiran de mí hacia el fondo. Todos los que he matado con mis propias manos. —Miró sus manos abiertas con un ademán horrorizado antes de alzar los ojos hacia su hermano. Tenía la mirada extraviada, ausente, poseída por funestos recuerdos.

—¿Te acuerdas de cuando éramos pequeños y nos portábamos mal? —preguntó Yuri con una tierna sonrisa—. Mamá nos enseñó que el arrepentimiento y solicitar perdón son actos igual de voluntarios que el daño que puedas haber ocasionado, pero tanto el arrepentimiento como el perdón poseen la mágica capacidad de sanar el alma herida.

—Claro que lo recuerdo —dijo él con una leve risa dibujada en sus labios—. Nos decía que había que confesar el pecado, manifestar nuestro pesar por la mala acción y pedir perdón al ofendido. —Su voz denotaba desesperación—. ¿Cómo pedir perdón a tantos? A los muertos, a sus esposas, a sus madres, a sus hijos... ¿Cómo puedo siquiera pensar en resarcir una mínima parte de lo que he hecho con solo confesar mi crimen? ¿Quién me va a escuchar, quién querría escuchar tanta crueldad despiadada?

—Yo te escucho —sentenció Yuri.

—No sabes lo que dices.

—Habla, Kolia... Necesito escucharte para poder perdonarte.

Kolia mantuvo la mirada fundida en la nada, envuelta en una niebla de terror enquistado en su interior. Empezó a hablar y su voz parecía salir del interior de una tumba.

—Durante un mes entero estuve matando a hombres inocentes, hombres de todas las edades, desde los más viejos a los más jóvenes, con el horror impreso en sus rostros, ese desconcierto en sus miradas, sus pasos tambaleantes al comprender que su final se acercaba, un final inhumano, salvaje... Muchos rezaban en los últimos segundos, los oía cuando los colocaban de rodillas delante de mí, obligados a agachar la cabeza... Mientras yo apuntaba a su nuca, ellos rezaban... «Padre nuestro que estás en los cielos...» Lo hacían deprisa para que les diera tiempo a terminar la oración. Pero ninguno llegaba a la parte que reza «perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» porque el que los ofendía apretaba el gatillo y entonces enmudecían y caían delante de mí, empujados hasta el foso abierto en las entrañas de la tierra para caer junto a sus compañeros muertos. Aquella era su última visión antes del final, la muerte misma en el rostro de cada uno de sus camaradas, de sus amigos, hombres buenos cuyo único mal había sido nacer polacos, ese era su único delito, ser polacos... Tan solo por eso asesiné a sangre fría a cientos de hombres indefensos, uno tras otro, uno tras otro, me los ponían a tiro y disparaba una y otra vez, una y otra vez... —Alzó los ojos hacia su hermano. Yuri se estremeció ante aquella mirada gélida—. El bosque de Katyn... Nunca lo olvides... Yo participé en esa masacre, Yuri. No hay perdón posible para mí. Merezco la condena eterna. Deseo que llegue la hora de que aprieten el gatillo sobre mi nuca. Tal vez entonces acabará este tormento que me consume, o tal vez mi alma se abrase eternamente en el infierno.

Yuri sintió que todo a su alrededor se detenía, esfumado de una realidad paralela en la que ambos se encontraban. Tragó saliva, y en un intento de apaciguar el espíritu atormentado de su hermano, trató de suavizar el tono de su voz:

—Kolia, tienes mi perdón. Es lo único que puedo ofrecerte.

La tensión del rostro de su hermano pareció relajarse, pero en ese instante la puerta se abrió y el guardia gritó el nombre de Kolia. Esta vez, con su verdadero patronímico.

—¡Nikolái Mijáilovich Santacruz!

—Llegó la hora... —Kolia miró a su hermano.

Los dos se pusieron en pie y caminaron juntos hasta la puerta. Yuri le puso la mano en el hombro con actitud afectuosa.

—Hermano, quiero que sepas que siempre te llevaré en mi corazón.

El rostro de Kolia se ablandó enternecido y sus ojos se llenaron de lágrimas. Se echó a sus brazos. Aquel abrazo fue el que tanto había añorado Yuri durante casi dos décadas, el único y el último abrazo de su querido hermano pequeño. Amarrados el uno al otro, el tiempo pareció detenido, las respiraciones contenidas, incluso el celador en la puerta se mantenía en una respetuosa espera. Cuando se despojaron del abrazo, Kolia buscó los ojos de su hermano y le sonrió.

—Si de verdad tengo cabida en tu corazón, es que aún puedo salvarme...

Kolia salió de la celda. La puerta se cerró con un estridente portazo. Y todo quedó sumido en un sepulcral silencio.