Región de Kolimá, en un gulag
(campo de trabajos forzados soviético)
Rusia oriental, Siberia, 1943-1944

Solo aquel que a nada está ligado a nada debe reverencia.

STEFAN ZWEIG,
El mundo de ayer. Memorias de un europeo

I

Oía bisbiseos que se filtraban en su mente confusa, voces huecas que no significaban nada para él. No prestaba atención porque no tenía fuerzas para hacerlo. La fiebre constante, por encima de los cuarenta grados, lo obligaba a mantener los párpados cerrados. Sentía que se ahogaba, como si aplastara su pecho el peso de una lápida, concentrado en respirar, tomar aire, llenar los pulmones y luego exhalar, respirar una y otra vez, en ese contumaz empeño del corazón de seguir latiendo, en contra de su clara voluntad de detenerlo, rendido a los brazos de la muerte, inerme a su poder, exhausto, vencido.

La voz dulce de una mujer le llegó con cierta claridad a su consciencia aletargada. Abrió los ojos y descubrió muy cerca de él un rostro limpio y sonriente, casi seráfico.

—Vaya, por fin abres los ojos —le dijo aquella especie de ángel sin dejar de sonreír—. Soy la doctora Angelina Malskaya. Cuido de ti desde hace más de dos semanas. Has estado muy grave, casi no consigo sacarte adelante, pero tú eres joven y yo muy terca, así que no dudes de que vas a recuperarte. Ahora, poco a poco, empezarás a comer sólido, eso te dará fuerzas y te hará sentir mejor. No hagas demasiados esfuerzos, no te conviene.

Yuri cerró los ojos de nuevo. Qué sentido tenía la vida vivida para un condenado a muerte; se había hecho esa pregunta tantas veces desde que había sido arrojado a aquel infierno helado... Estaba demasiado cansado para pensar. Arrugó el ceño y volvió a oír la dulce voz de la doctora.

—Tienes que vivir.

Al oír aquella frase se removió por dentro. No quería hacerlo, se negaba a continuar con una farsa y clamaba a su corazón que detuviera el latido, que parase de una vez para siempre y lo dejase descansar. Quería decírselo a ella, que lo dejase, que no se esforzase por él, pero no era capaz de articular palabra, se sentía débil y entumecido. Trató de salivar moviendo los labios y la lengua, acorchada en el interior de la boca seca como el esparto. Tragó saliva y, para hacerlo, tuvo que volver a cerrar los ojos a pesar de que perdía la visión de aquel rostro virginal.

—Estoy condenado a muerte —acertó a decir con voz pastosa.

—Todos lo estamos —añadió ella—. Nacemos para morir, unos antes, otros más tarde, pero a todos sin excepción nos llega ese trance. Mientras haya vida hay esperanza.

—A mí se me negó la esperanza hace tiempo. —Yuri hablaba casi en un susurro, arrastrando las palabras hasta sus labios con la única idea de convencerla de que lo dejase ir—. A nadie le importa si vivo o muero. Nadie me espera, nadie sabe de mi existencia...

—No estoy segura de que la mujer a la que tanto has llamado en tus delirios febriles esté de acuerdo contigo. —Se acercó más a él, le hablaba con el gesto afable—. Muy probablemente esa Claudia te esté esperando, tal vez piense en ti cada día y mantenga el anhelo de que regreses a sus brazos. Está claro que ella te importa, así que trata de sobrevivir, aunque solo sea por ella.

Yuri abrió de nuevo los ojos al escuchar el nombre de Claudia. Al instante, como si su conciencia quisiera enmendar una falta, trajo a su mente el nombre de Krista. Se preguntó si habría conseguido olvidarlo. Se lo había pedido tres años atrás de una forma extraña, como todo lo que ocurría en aquella parte olvidada del mundo. En su sentencia se le prohibía enviar o recibir correspondencia, pero uno de los vigilantes de origen lituano que conoció nada más ingresar en aquel lugar maldito le dijo que, a cambio de sus botas, podría hacer llegar una carta a quien él quisiera. No lo pensó demasiado; deseaba escribir esa carta, necesitaba hacerlo, así que aceptó y le entregó las botas. El lituano le proporcionó una sola cuartilla de papel y un lápiz con la advertencia de que, si se la requisaban o la perdía, no habría otra. Yuri le había dado muchas vueltas a lo que iba a escribir. Cómo decirle a la mujer que más le importaba en la vida que tenía que olvidarlo; cómo expresarle todo lo que estaba viviendo para convencerla de que debía sacarlo de su vida y emprender una nueva historia de amor con otro hombre que no estuviera atrapado en las redes de una existencia miserable como lo estaba él; cómo decirle que no lo esperase, porque su vida terminaría en aquella tierra helada de Kolimá. Le desazonaba imaginar lo que Krista sentiría al leer el tormento en que se había convertido su vida, le dolía el alma con solo pensarlo. Temía el sufrimiento que aquella carta podía llegar a infligirle y, a pesar de todo, debía hacerlo porque ella tenía derecho a rehacer su vida. Sabía además que lo que escribiera sería definitivo, no habría marcha atrás, no se podría borrar ni empezar de cero. Así que, después de muchas vueltas, decidió dirigir esa única carta a Erich Villanueva. Él sabría cómo contarle a ella su particular tragedia, encontraría las palabras adecuadas para persuadirla de que la historia de amor entre ellos definitivamente había llegado a su fin. Al igual que el resto de sus cartas enviadas durante los meses de su estancia en Moscú, Yuri desconocía si aquella habría llegado a su destinatario, y si Villanueva habría tenido la suficiente sensibilidad y valentía de trasladarle su contenido a Krista, aunque guardaba la esperanza de que así fuera. La quería demasiado como para que se mantuviera en el compás de espera de un regreso imposible.

Al oír de boca de la doctora el nombre de Claudia, se le había escapado una leve sonrisa. No podía creerse que en sus delirios febriles hubiera sido precisamente ella la que había tomado la delantera. Aquella mujer resultaba de lo más perturbadora hasta en su inconsciencia.

—Así me gusta —añadió la doctora Malskaya al detectar la sonrisa en sus labios—, tienes que poner de tu parte. No te rindas. Todo saldrá bien.

Yuri no salía de su asombro por aquel trato amable que ya casi había olvidado.

—Tengo sed... —acertó a decir.

La doctora avisó a una enfermera, que se acercó de inmediato. Entre las dos lo incorporaron un tanto para que pudiera beber de un vaso. Yuri sintió el líquido invadir su boca y la garganta como si el agua mojase un terreno agostado. El ansia por tragar le dolía, pero era más fuerte la necesidad que el padecimiento.

—Poco a poco —repetía la doctora—. No tienes ninguna prisa. Tenemos todo el día y toda el agua que quieras.

Una vez saciada la sed, cerró los ojos de nuevo, tan agotado como si hubiera hecho un esfuerzo ímprobo. Con la ayuda siempre de las dos mujeres, volvió a posar la cabeza en la blandura de la almohada y se dio cuenta entonces de ese detalle, de su blandura, del tacto casi olvidado de unas sábanas limpias, el aire aséptico que respiraba. Pensó que aquel lugar debía de ser la antesala del paraíso.

Al cabo de un rato volvió a abrir los ojos. La mujer de bata blanca y cabellos rubios recogidos en una espesa trenza ya no estaba a su lado sino a los pies de su cama, una cama individual de madera con un colchón de lana; hacía tres años que no dormía solo, y mucho menos en lo que se podría considerar una cama. La doctora hablaba a un hombre tocado de una gorra de cuero con la estrella roja y que vestía un abrigo negro cruzado de correajes de cuero con distintas insignias cosidas a las solapas. Se trataba de un comisario del pueblo. Yuri los había visto muchas veces por el campo. Pasaban revista, inspeccionaban, hacían informes de las anomalías, de los excesos de los guardianes así como de las graves carencias en las que vivían los presos; unos días más tarde estos comisarios desaparecían llevándose consigo sus informes, dejando dictadas órdenes para mejorar la higiene de los presos, aumentar las raciones de pan y gachas así como las horas de sueño, bajo la premisa de que si estaban desnutridos o agotados no podían rendir lo suficiente y la producción se resentía. Pero en cuanto salían por el control del campo los guardias volvían a sus quehaceres y todo seguía igual o peor. Nada se alteraba nunca en aquel lugar perdido, y los abusos continuaban; las mismas corruptelas, las humillaciones, las privaciones, la escasez, se mantenían las mismas condiciones infrahumanas que ocasionaban a los reclusos sufrimiento, enfermedad y muerte.

La doctora hablaba al comisario en voz baja, las cabezas de ambos muy juntas, en actitud de confidencia. Yuri no alcanzaba a oír nada de lo que decían, pero resultaba evidente que hablaban de él. El hombre lo miraba de soslayo mientras escuchaba las explicaciones de la doctora. Yuri se hundió en un inquieto sopor. Le dolía cada centímetro de su cuerpo.

Cuando volvió a despertar ya no había nadie alrededor de su cama. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que vio a la doctora, pero la luz de la estancia había cambiado; era noche cerrada, debían de haber pasado horas. A su alrededor había varias camas como la suya desplegadas en dos largas hileras separadas por un pasillo. Se encontraba en la barraca utilizada como hospital, nada que ver con el barracón que había sido su morada desde hacía tres años, abarrotado de hombres desesperados como él, famélicos como él, sumidos en un hedor pestilente a sudor humano, a ropa siempre húmeda, a suciedad, a rancio. El hospital era otra cosa, como un remanso de paz en medio de una tormenta.

A partir de aquel día Yuri empezó a comer y a recuperarse. No entendía el repentino trato benevolente que le dispensaba la doctora y recelaba de las atenciones recibidas. Las miradas desconfiadas de los encamados que lo rodeaban lo incomodaban y lo obligaban a estar constantemente alerta.

En la cama de al lado convalecía un hombre de aspecto tosco, delincuente común y no político, que había llegado con los pies congelados y al que le habían tenido que amputar los dedos del derecho.

—Te preparan como el becerro para el sacrificio —le dijo un día, después de que le llevaran a la cama un plato de pollo, además de las gachas habituales—. No te crees falsas esperanzas: te curan para que vuelvas a bajar a las entrañas de la tierra a sacar oro. Estamos en guerra y tú eres su particular víctima propiciatoria, ofrecido a la mina asesina sedienta de hombres como tú a los que devorar.

Reía a carcajadas mientras hablaba haciendo teatro y exagerando el tono.

Yuri lo ignoró y siguió comiendo. Había aprendido a ser muy parco en palabras, a pasar desapercibido y esquivar a tipos como ese. Junto con la de mantener la higiene para sentirse un ser humano, esas eran las cuatro reglas de supervivencia que le había enseñado el bueno de Zarek Symanski, el catedrático polaco que tres años atrás había conocido en la Lubianka y con el que volvió a coincidir cuando lo subieron al vagón de ganado en el que los transportaron hasta aquel rincón perdido del mundo. El mismo día que le comunicaron a él su condena, Zarek conoció la suya: acusado de espionaje, fue sentenciado a diez años de trabajos forzados. El viejo Zarek murió en los brazos de Yuri tres meses después de haber llegado a Kolimá. Nunca olvidaría sus palabras antes de morir: «Vive, Yuri, trata de sobrevivir a esta inmundicia, lucha por regresar a donde todavía habitan seres humanos, allá donde te colmen de la felicidad que ahora te roban». Sus ojos habían quedado fijos en los de Yuri, en una sobrecogedora conexión de amor filial. Aquella magia se había quebrado de golpe cuando los guardias lo empujaron para que continuase trabajando; el cuerpo de Zarek cayó de sus brazos. No dejó de mirar su rostro mientras volvía a coger el pico para comprobar en sus pupilas vacías que su amigo se había entregado a la muerte. Trastornado por aquella pérdida, tomó la decisión de vivir su condena en solitario, sin crear vínculos afectivos con nadie, evitando así sufrimientos innecesarios.

Yuri vio venir hacia él a la doctora de la trenza rubia.

—¿Cómo te encuentras, Yuri Mijáilovich?

—Teniendo en cuenta mis circunstancias, la pregunta resulta absurda.

—Hoy estás de suerte —prosiguió ella haciendo caso omiso de su áspero comentario—. Te trasladan a un nuevo barracón.

—Y eso ¿qué significa?

—Que no volverás a bajar a la mina. Desde ahora trabajarás en las cocinas, repartiendo el rancho. ¿Crees que puedes mantenerte en pie?

Yuri asintió. El recluso de al lado le dedicó una siniestra mirada de animadversión. Con la ayuda de la doctora, se incorporó fatigosamente y fue trasladado al barracón que ocupaban quienes trabajaban en la cocina. Nada que ver con donde había estado los últimos tres años, una nave con literas con cuatro alturas en las que se distribuían las distintas clases: los más fuertes y con más poder arriba, descendiendo de nivel hasta las que estaban a ras de suelo, en las que se acomodaban los más débiles, los viejos, los enfermos inermes. Aquella nueva morada era más pequeña, más limpia, las camas eran individuales, aunque muy juntas, algunas con colchón, muchas tenían almohadas y mantas de colores. Había una mesa con varias sillas en el centro para que los reclusos pudieran sentarse a comer, a charlar o a jugar a las cartas. Caldeaba el ambiente una estufa en cuyo interior ardía la leña, y el suelo era de tarima y no de tierra pisada como el de su anterior barracón.

Le asignaron una de las camas que estaban más cerca de la estufa, además le entregaron unas botas de piel y unos calcetines de lana. Desde que le había dado sus botas al lituano a cambio del papel para escribir, se había tenido que acostumbrar a utilizar unos chanclos que le estaban grandes y le causaban rozaduras en los pies siempre húmedos y fríos. La sensación que tuvo al ponerse los calcetines fue tan placentera que no pudo evitar emocionarse, pero la alegría le duró poco. A la mañana siguiente de su llegada, el encargado de asignar las ocupaciones de los reclusos se encaprichó de los calcetines y se los arrebató sin más. Tuvo que envolverse de nuevo los pies en trozos de tela (había adquirido muy buena maña para hacerlo sin que se desataran en todo el día), aunque con las botas al menos los mantenía secos. El guardia que le quitó los calcetines fue el que le asignó un puesto en la cocina, cerca del calor de los fogones, y con la posibilidad de comer de los primeros sin necesidad de esperar su turno durante más de una hora a la gélida intemperie para llenar su plato. Lo tomó como una especie de recompensa a cambio de lo hurtado.

Seguía preguntándose qué había sucedido para que lo sacaran de la mina, con el permanente temor de que lo enviasen otra vez de vuelta a aquellas interminables jornadas, tragado por la tierra como un muerto viviente, una anticipación a la sepultura cada vez más cercana. Había llegado a estar meses sin ver la luz del sol, porque entraba y salía de noche. Esa falta de sol, el agotamiento y la desnutrición habían derivado aquel mes de noviembre en la gravísima neumonía que lo dejó inconsciente. Desahuciado, lo habían trasladado a la barraca del hospital, donde al despertar descubrió a la doctora Malskaya.

Como siempre ocurría en el campo de trabajo, cualquier cambio en la condición de uno de los presos suscitaba en el resto un cúmulo de suspicacias, malicias y cotilleos que corrían como la pólvora de boca en boca y de barracón en barracón. El hecho de que Yuri fuera un preso considerado como un «contrarrevolucionario», condenado a muerte por terrorismo contra un miembro destacado del partido, no solo no ayudaba sino que arrojaba más leña al fuego del odio y la venganza sin sentido que se desplegaba entre los reclusos en una extraña forma de supervivencia, como si el aire respirado por uno les fuera robado al resto.

Yuri sufrió agresiones, humillaciones, insultos, robos de comida a la vista de todos que, por supuesto, nadie denunciaba, ni siquiera él. Sabía que tenía que aguantar y soportarlo hasta que sus atacantes se convencieran de que no era ningún chivato, ningún espía colocado entre ellos para denunciar las corruptelas que se daban a diario, o bien hasta que se cansaran de azuzarlo o centrasen en otro infeliz su violenta atención.

Los ataques duraron unos seis meses, justo hasta que lo cambiaron de ocupación y lo sacaron de la comodidad de las cocinas. Desde entonces dejaron de molestarlo y pasó a ser ignorado.

II

Vivir en aquel mundo salvaje resultaba muy complicado. Tras unos meses en las cocinas, enviaron a Yuri a trabajar en la construcción de una interminable carretera a ninguna parte. Estaba al aire libre, pero no se podía decir que fuera mejor que la oscuridad de la mina. Cuando el calor del verano boreal empezó a derretir la nieve y el hielo, la superficie de la tundra quedó convertida en un barro denso y viscoso que dificultaba terriblemente el caminar. Además, las altas temperaturas bajo un sol de justicia aumentaban el peligro de deshidratación en los presos, que a veces caían a plomo sin que fuera posible recuperarlos, y los que sobrevivían se veían acribillados sin cesar por miles de mosquitos que se metían por debajo de la ropa, se acumulaban en los ojos, los labios, la nariz, bebían la sangre y mordían con saña su carne magra hinchando la cara de picotazos; y cuando les servían en los tazones la sopa de avena, quedaba cubierta por una masa oscura y moviente antes incluso de haber dado el primer sorbo. Los primeros días, los novatos se sacudían inquietos tratando de espantarlos, hasta que se daban cuenta de que todo resultaba inútil y terminaban por acostumbrarse, incluso se los tragaban con la sopa sintiendo un gusto dulzón de la sangre de sus víctimas.

Yuri hizo lo posible por acomodarse a las inclemencias del cielo abierto. Bebía a sorbos el agua que les daban para hidratarse y combatía los ataques de los insectos colgándose alrededor del cuello un trenzado de corteza de haya que le había proporcionado una de las presas con quienes había trabajado en la cocina.

El estío siberiano era intenso pero demasiado corto, y las inclemencias del invierno no se hicieron esperar. A principios de septiembre las temperaturas descendían de forma brusca, y llegaban las lluvias, la niebla espesa, y empezaban a caer las nieves persistentes que lo cubrirían todo de una capa perpetua de hielo durante diez largos meses. Con el frío había que moverse sin descanso para evitar la congelación. A veces, durante el trabajo los sorprendía una tormenta de nieve. La ventisca era tan fuerte que costaba mantenerse en pie, pero lo peor era la furia de la cellisca formando remolinos en el aire; no había más remedio que tenderse en el suelo y aguardar. Envuelto en una niebla blanca y espesa, todo parecía desvanecerse a su alrededor, incluso los compañeros que estaban al lado. Yuri experimentaba entonces una sensación de soledad y aislamiento abismal, sin poder ver, ni oír otra cosa que el salvaje ulular del viento, casi sin poder respirar. Nadie se movía de su puesto, y cuando tocaba la sirena para regresar al campo, se disponían en fila, bien amarrados al que tenían delante para no perder el camino, convertida la espalda del que los precedía en su salvación o su perdición si este se soltaba del que iba por delante. Era la cadena de la vida o de la muerte.

Aquel segundo día de noviembre de 1944 había brillado el sol durante un par de horas, pero el frío extremo entumecía los músculos y helaba hasta el vaho que expelía la boca. Al regresar al campo, Yuri se encontraba agotado y aterido, cenó su sopa en solitario y luego se acostó. Sabía que le quedaban apenas cuatro horas de sueño para que sonara la maldita sirena que los obligaba a formar en el patio con el fin de proceder al recuento de presos, y emprender la larga caminata de más de dos horas de vuelta al trabajo en la carretera. A su alrededor los alborotadores de siempre que parecían inmunes al sueño y al cansancio jugaban a las cartas, chillaban, reían o se peleaban, pero a Yuri no le importunaba el ruido; conseguía coger un sueño ligero en cuanto su cabeza tocaba la almohada.

Estaba a punto de desconectar la consciencia cuando sintió que alguien le zarandeaba el hombro. Enfurruñado alzó la cara.

—Te esperan afuera —le dijo el jefe de colocación, un kazajo de piel oscura y pómulos anchos que cumplía diez años de condena por matar a su esposa y a sus hijos.

—Déjame en paz —protestó Yuri malhumorado, al tiempo que volvía a hundir la cabeza en el duro cojín.

—Tienes que salir ahora —lo conminó el kazajo con autoridad.

—¿Quién me espera a estas horas?

—No lo sé. Levántate y sal de una vez.

Yuri lo hizo de mala gana, se calzó las botas y se abrochó la chaqueta guateada, cogió su gorro y salió arrastrando los pies. Estaba tan cansado que podría quedarse dormido de pie. El viento helado le entumeció hasta los huesos. El kazajo le indicó que subiera a un destartalado jeep americano que estaba aparcado más adelante. Lo hizo, sentándose al lado del conductor que, sin dirigirle la palabra, arrancó el motor y aceleró. Yuri tampoco dijo nada. Lo único que anhelaba era cerrar los ojos y dormir, así que en cuanto el coche inició la marcha apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y se quedó dormido.

Tuvieron que afanarse para despertarlo. Somnoliento y destemplado, Yuri bajó del coche y oteó a su alrededor. A pesar de que aún era noche cerrada creía reconocer aquel lugar como el campo de tránsito de Magadán, al que había llegado cuatro años atrás aún en compañía del viejo Zarek Symanski. Un guardia le preguntó su nombre y a continuación le dijo que lo siguiera. Entraron en un edificio, lo guio por un largo pasillo hasta llegar a una habitación pequeña sin más mobiliario que un banco de madera pegado a la pared. El guardia lo dejó solo. Yuri se sentó y volvió a cerrar los ojos.

Al cabo de unos minutos la puerta se abrió y apareció un hombre con un recio abrigo negro, la cabeza tocada con una cálida ushanka de piel de lobo, la estrella roja cosida en el centro. Yuri se levantó prevenido. El recién llegado cerró la puerta y se quedó frente a él, mirándolo con fijeza. Se quitó el gorro y sus ojos le sonrieron como si se le estuviera mostrando.

—Hola, Yuri, ¿no me reconoces?

Yuri tardó en reaccionar. Buscaba en su mente dónde había visto aquella mirada, tratando de escarbar en sus recuerdos enterrados bajo los escombros de tanto infortunio, tanta adversidad y tanta desdicha como había padecido en los últimos años. Hasta que de pronto la memoria le devolvió aquel rostro. Lo miró asombrado. No podía creerlo. Había cambiado mucho, apenas quedaban reminiscencias de los ojos y la sonrisa de aquel joven evocado, convertido ahora en el adulto que tenía delante.

Yuri soltó una risa junto con el aire contenido en sus pulmones.

—Dios santo... Axel Laufer... Pero ¿qué cojones haces tú aquí?

—Es largo de contar. —Se acercó hacia él y le habló en tono confidencial—. Yuri, mi nombre ahora es Alexander Krílov; desde que los nazis invadieron la Unión Soviética todo lo que provenga de Alemania resulta sospechoso.

—¿También un comunista convencido como tú?

—Es mejor ser prevenido —afirmó con seguridad—, al menos hasta que el Ejército Rojo aplaste definitivamente a Hitler. —Calló y se acercó más a él—. Nadie debe saber que nos conocemos de antes, ¿me has entendido? Nadie.

Yuri asintió con el pasmo grabado en el rostro, pero el asombro inicial de descubrir en aquel infierno al muchacho al que once años atrás había ayudado a escapar de las garras de la Gestapo se transformó enseguida en incertidumbre.

—No me digas que vienes a ayudarme.

—Tú lo hiciste conmigo —dijo Axel complaciente.

—Te lo agradezco, Axel, pero no merece la pena que te arriesgues por mí.

—El mundo está en guerra, Yuri, el riesgo es el aire que respiramos. —Se removió calándose de nuevo el gorro—. Vamos, salgamos de aquí. Iremos a mi cabaña. Allí podremos hablar sin que nadie nos moleste.

Salieron del edificio. La nieve crujía bajo sus pasos como una corteza y el viento cortaba la piel de las mejillas. El campo empezaba a despertar. Allí se mezclaban los presos que acababan de llegar procedentes de las diversas prisiones de toda la Unión Soviética para ser registrados y trasladados a su nueva morada penal, con los que ya estaban rehabilitados por haber cumplido su condena y aguardaban a que el clima mejorase para tomar el barco que los llevase de vuelta a Vladivostok y emprender el regreso hacia el oeste, a sus hogares, con sus familias, si es que aún quedaba algo de sus casas o alguno de sus seres queridos.

Ambos caminaron hacia la salida del campo, un paso por delante el comisario. Nadie les dio el alto, un comisario del pueblo era suficiente autoridad para moverse con absoluta libertad y con quien estimase oportuno. Llegaron a una zona de recias casas utilizadas por los guardias como viviendas donde también se hospedaban las autoridades y los comisarios del partido que visitaban el campo.

La morada de Axel Laufer era pequeña pero muy cálida. Se notaba que era un lugar de paso. Una única estancia con pocos y bastos muebles, una mesa y tres sillas, una cama con un mullido colchón cubierto de mantas revueltas y una colcha de colores. El fuego ardía en la chimenea y junto a ella había una pequeña alacena con algunos platos, vasos, además de algo de comida.

Axel se despojó de su gorro de piel y de su abrigo, y se acercó a un viejo samovar que había en una repisa al otro lado de la chimenea. Cogió dos tazas y vertió en ellas el líquido ámbar y humeante. Las puso sobre la mesa y se volvió para coger un trozo de pan y una bandeja con mantequilla. El grato aroma del té impregnó el aire.

Yuri lo observaba de pie sin decir nada. Su estómago vacío se retorció de hambre ante la visión de aquel pan blanco y tierno junto al untuoso bloque de mantequilla.

—Siéntate y come algo —le dijo Axel—. Tenemos que hablar.

Yuri se aproximó con los ojos puestos en los manjares que se le presentaban. Con cierto recelo e incredulidad, cogió el pan igual que si fuera un tesoro extraordinario; le dio un primer mordisco y se deleitó en el gusto, cerrando los ojos para paladear la textura y el sabor. Acto seguido, perdiendo cualquier grado de educación, tragó como una serpiente el pan untado de mantequilla en capas de un dedo de grosor y se bebió todo el té, a pesar de que estaba caliente.

En silencio, Axel lo observaba con gesto satisfecho. De vez en cuando daba sorbos de su taza. Se encendió un cigarro y dejó el paquete sobre la mesa. Yuri apuró su taza y Axel se levantó y la llenó de nuevo. Cuando Yuri calmó el hambre, Axel le ofreció el tabaco, pero lo rechazó y rodeó con sus manos la taza llena para sentir el calor que desprendía la loza. El sabor del pan y de la mantequilla rezumaba en su boca y le traía recuerdos de un pasado mejor en el que la abundancia era lo habitual. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan saciado.

Sus ojos se posaron en el rostro de Axel, en su boca una mueca de ironía.

—Así que te has convertido en comisario del pueblo del NKVD. —Apretó la mandíbula y enarcó las cejas—. Nada menos... Qué decepción.

—Sirvo a mi partido —sentenció Axel con una serena firmeza—, al comunismo en el que creo y al país que me acogió después de que el mío me tratase como un perro.

—He de reconocer que lo tenías difícil. Sin embargo, no estoy seguro de lo acertado de la elección.

—El comunismo soviético ha sido el único capaz de hacer frente a la amenaza del nazismo de Hitler y del fascismo de Mussolini —añadió Axel como si llevase grabado a fuego aquel mensaje—. Si Stalin no hubiera actuado como lo ha hecho, ahora mismo gran parte de Europa estaría bajo el poder de esos dos fantoches.

—Entonces consideras a Stalin un hombre de Estado —afirmó Yuri mordaz.

—Lo es y lo está demostrando; eso no quiere decir que sea infalible. Esta guerra no la empezó Rusia, ni los comunistas. Fueron los nazis con su afán de abarcarlo todo, controlarlo todo, ese sueño de someter al mundo bajo su mando.

—No me puedo creer que sigas siendo tan ingenuo. Nadie con un mínimo de respeto hacia sí mismo puede formar parte de este sistema perverso. Una lástima que hayas apostado por esta maldita ideología... Y pensar que un día me la jugué por ti.

—¿Hubieras preferido que cayera en manos de la Gestapo?

—No, claro que no —respondió imprimiendo seguridad a sus palabras—, pero convertirte en verdugo de su policía secreta es caer muy bajo, Axel. —En un incómodo silencio ambos se miraron de hito en hito durante unos largos segundos—. No me incumbe, es tu decisión, pero permíteme decirte que no lo entiendo... Estos malditos sistemas, me da igual el nacionalsocialismo que el comunismo bolchevique...

—No compares, no tiene nada que ver.

—El fundamento es el mismo, Axel; uno y otro se sustentan en el terror para mantenerse en el poder, cada uno a su manera, pero con el mismo resultado, cientos de miles de víctimas inocentes que hemos tenido la desgracia de vivir en un lugar y una época despiadados. Aunque te doy la razón en que ambos sistemas se tratarán de forma distinta en un futuro inmediato. —Yuri hablaba sin un ápice de vehemencia, como si pusiera voz a sus pensamientos—. Por aquí corren rumores de que los alemanes están siendo aplastados por el Ejército Rojo, y si ocurre eso, si Alemania pierde la guerra, el mundo culpará al nazismo de los crímenes abominables que ha llevado a cabo, perseguirá a sus responsables, Hitler será juzgado y condenado por abocar al mundo a una guerra infame; sobre su figura recaerá para siempre el papel de canalla abyecto y miserable que ha ejercido en todos estos años, y su nombre quedará grabado en las páginas más ignominiosas de la historia. Pero ¿qué pasará con los crímenes que está cometiendo tu infalible Stalin? —Yuri no esperó respuesta y prosiguió su relato; su voz adquirió profundidad—: Al estar en el bando vencedor, se le justificarán todas sus atrocidades, estos campos de la muerte se verán como el pago necesario para la industrialización y el progreso de la Unión Soviética; los que aquí mueren de hambre, de agotamiento, de frío, serán solo muertos, una estadística inane, nadie clamará por ellos, nadie pedirá justicia por tanto dolor infligido. Estoy seguro de que el mundo verá con buenos ojos a Stalin, indultado de todos sus crímenes, tan graves o más que los de Hitler —masculló desabrido.

—Me niego a reconocer que el comunismo tenga algo que ver con el nazismo —añadió Axel en tono calmado—. La Unión Soviética estaba a las puertas de conseguir un gran desarrollo, una economía que por fin plantaría cara al capitalismo, que es el germen de todos los males de nuestra sociedad, de las sociedades del mundo entero. Hitler, con su obsesión enfermiza por conquistar territorio ruso, lo truncó todo.

El semblante de Yuri se ensombreció, dolorido por la excelsa visión que Axel tenía de Stalin y sus políticas.

—¿De verdad crees lo que estás diciendo? —inquirió sin poder evitar la impotencia ante tamaño error—. Llevo tiempo conviviendo con gente como tú, convencidos de las promesas de un paraíso social siempre aplazado, y he llegado a la conclusión de que los comunistas gozáis de una increíble imaginación para inventar disculpas ante los incumplimientos constantes de la revolución y los fallos evidentes del partido al que tanto defendéis.

—No niego que aquí se hayan cometido excesos, pero nada es comparable con lo que los nazis están llevando a cabo amparados por la guerra que provocaron ellos. No reconozco la Alemania en la que nací. Todo es odio y podredumbre.

—Se nota que no pasas mucho tiempo por aquí. Si lo hicieras, sabrías todo lo que sucede realmente a unos cuantos kilómetros de la calidez de esta cabaña.

Axel lo miraba con una profunda tristeza. Sus ojos se quedaron fijos en la nada, perdidos en el dolor del recuerdo.

—Acabo de llegar de la provincia de Smolensk. Hace un año se descubrieron varias fosas con miles de hombres ejecutados por los nazis uno a uno y sin piedad, con un tiro en la nuca; oficiales del ejército polaco, intelectuales, la gente más preparada de Polonia. Todos muertos y enterrados en vastas fosas cavadas en el bosque.

Yuri lo escuchaba contrariado. Le sobrecogió el recuerdo de la última conversación mantenida con su hermano.

—¿Te refieres al bosque de Katyn?

—¿Cómo lo sabes? —Axel frunció el ceño extrañado.

—Lo sé y punto. Pero no te dejes engañar, no fueron los alemanes. Esa masacre fue obra de tus camaradas del NKVD y se llevó a cabo en abril de 1940, cuando el territorio estaba ocupado por los rusos.

Axel replicó con una mueca condescendiente.

—Los nazis han querido echar la culpa a Rusia para cubrir un crimen execrable que está escandalizando al mundo entero, pero no les saldrá bien la jugada. Se ha comprobado que los orificios de bala que presentan todos los cráneos pertenecen a una Walther PPK alemana. Las pruebas son irrefutables. No hay duda. Fueron ellos, los nazis, debieron de ejecutar tan macabro plan en algún momento a partir del verano de 1941 cuando iniciaron la invasión de la Unión Soviética.

—No, Axel. El hecho de que las pistolas fueran alemanas no quiere decir que las manos que apretaron el gatillo también lo fueran. Esa matanza la ordenó el mismísimo Stalin, tu jefe supremo, y la llevó a cabo su lugarteniente, Beria.

—No sabes lo que dices —replicó Axel en tono indulgente.

—Lo sé muy bien —afirmó Yuri—. Mi hermano Kolia fue uno de los verdugos que utilizaron esas armas alemanas y apretaron el gatillo contra las nucas de aquellos hombres indefensos, una y otra vez..., una y otra vez... —Sus últimas palabras quedaron ahogadas en un susurro, hundidos los ojos en la dolorosa evocación de la confesión de su hermano.

Axel dio una calada al cigarro y habló sin mirarlo, la mirada fija en las ascuas del pitillo, mientras soltaba una larga bocanada de humo.

—No te creo.

—Lo que te digo es la verdad.

El alemán alzó las cejas, muy a su pesar. La incredulidad ante la firmeza de Yuri se le iba desmoronando.

—La verdad siempre es relativa, Yuri. El tiempo demostrará quién carga con esa enorme responsabilidad.

—Es fácil saberlo: el que pierda la guerra. Si Alemania es vencida, Stalin echará la culpa a los nazis de un crimen que él mismo promovió.

Axel se removió incómodo. Apagó el cigarro y entrelazó las manos sobre la mesa.

—Será mejor que dejemos este asunto y hablemos de ti.

—Hay poco de que hablar... —dijo con aspecto cansado.

—Hace un año te descubrí por casualidad, cuando estabas en el hospital. Desde entonces he estado investigando las razones por las que has acabado en este lugar.

Yuri entendió entonces la causa de todos los beneficios que había tenido en el último año, desde el día en que lo vio a los pies de su cama hablando con aquella doctora, su salida de la mina, el trabajo en la cocina, sus botas nuevas, el cambio de barracón en el que tenía mejores condiciones y compañía más soportable. Todo había sido gracias a la mediación de Axel Laufer. Quería agradecérselo, debería hacerlo, pensó, pero no le salía, no encontraba las palabras porque le costaba agradecer la dignidad que le correspondía por derecho.

—Podrías habérmelo preguntado, te lo habría contado con pelos y señales.

—¿Sabes que tu hermano murió?

—A mi hermano lo asesinaron tus amigos del NKVD —puntualizó Yuri en tono frío.

Axel se mantuvo un rato callado, el gesto serio; no quiso replicar a aquella afirmación y prosiguió su relato:

—El que apretó el gatillo, su cuñado Liovka Vasílievich, se suicidó al día siguiente.

Al escuchar el nombre de Liovka, pensó en su cuñada.

—¿Y Sonia? —inquirió Yuri alentado por la curiosidad de conocer su suerte—. La esposa de Kolia, ¿sabes algo de ella?

—Sonia Vasílievna fue liberada al poco tiempo de su detención. La conocí hace unos meses, en Tiflis. Allí vive con sus dos hijos y con María Petrovna. Todos están bien.

Yuri lo escuchaba con una sonrisa dibujada en los labios. Bebió un sorbo de té.

—Había olvidado cómo suenan las buenas noticias...

—Siente por ti una gratitud impagable. Esas fueron sus palabras cuando supo que venía a verte, y me pidió que te dijera que nunca te olvidarían.

Los dos hombres guardaron unos segundos de silencio, asimilando la extraña sensación de paz de aquellas frases amables entre tanta adversidad.

Al cabo, Yuri fijó los ojos en Axel, como si hubiera recuperado su realidad.

—Si conoces todo sobre mí, también sabrás que estoy sentenciado a muerte.

—Lo sé. Y que el aplazamiento de tu ejecución fue una petición expresa del doctor Piotr Smelov. No murió. Tu disparo lo dejó en una silla de ruedas, inmovilizado de cuello hacia abajo.

El rostro de Yuri se torció en una mueca sarcástica.

—No sé si alegrarme... —masculló—. Hubiera preferido su muerte.

—Si Piotr Smelov hubiera muerto, tú no estarías vivo, te habrían ejecutado en Moscú.

—Así que tengo que agradecerle estos cinco años de gracia. —Yuri mantenía el estupor en el rostro, los ojos neutros, una mueca irónica en los labios—. Qué perverso... Sabía muy bien lo que hacía al posponer mi muerte. Urdió esta tortura consciente del sufrimiento que me ocasionaría. Cinco años sabiendo que cada día era uno menos. —Alzó los ojos afligido—. Todos estamos abocados a morir, pero no imaginas lo demoledor que puede resultar tener la certeza de que se acerca el día de tu inmolación.

—Nada es seguro, ni siquiera tiene que serlo tu ejecución. —Echó el cuerpo hacia delante, clavando los codos sobre la mesa para acercarse más a él, mirarlo de frente buscando sus ojos—. Yuri, solo hay una manera de salvarte. Tú hablas varios idiomas y el Ejército Rojo necesita intérpretes.

Yuri alzó las cejas con expresión de asombro.

—¿Me estás pidiendo que colabore con el Ejército Rojo?

—El mariscal Zhúkov nos ha pedido gente que hable alemán. Es tu última oportunidad.

Yuri guardó silencio unos segundos antes de hablar.

—Ni en cien vidas podría aceptar tu propuesta. —Movió la cabeza con una mueca—. Llevo más de cuatro años en este lugar. Me quedan doscientos quince días... No me moveré de aquí.

—Piénsalo al menos.

Yuri lo miró largamente, estimaba la buena intención de Axel, le parecía heroica.

—Axel, agradezco mucho lo que tratas de hacer por mí, pero jamás podría formar parte del régimen que acabó con mi familia, que maltrató y torturó a mi madre hasta la muerte y que convirtió en un monstruo a mi hermano Kolia. No lo haré nunca, y me duele que te hayas entregado a esto. Si llego a saber que ibas a convertirte en parte de este sistema brutal, habría dejado que esos nazis acabasen contigo; al menos habría evitado que tu conciencia quedase emponzoñada de tanta crueldad, de tanto sufrimiento causado a tantos inocentes, tan inocentes como lo eras tú cuando te ayudé en Berlín. —Se levantó sin moverse del sitio—. Será mejor para los dos que acabemos de una vez con esto.

Axel lo escuchaba impertérrito, tan adusto que parecía no haber sonreído hacía mucho tiempo.

—Entiendo tus razones —añadió al cabo en tono tranquilo—. Tal vez esto te haga cambiar de opinión.

El comisario introdujo la mano en el interior de su chaqueta y sacó un sobre sobado y abierto con la evidencia de haber pasado por multitud de manos. Lo depositó en la mesa. Yuri sintió el corazón desbocado al reconocer la letra de Krista. Lo cogió sin terminar de creerse aquella realidad.

—¿Qué significa esto?

—Llegó al último domicilio en el que vivieron tu hermano y Sonia. Los nuevos inquilinos la entregaron en la Lubianka. Estaba en tu expediente junto a otras cinco cartas más, pero no podía detraerlas todas, resultaba demasiado peligroso. Me la he jugado para traértela. —Se levantó, se puso el abrigo, cogió su gorro, se acercó a Yuri y le puso la mano en el hombro en un gesto afable—. Te dejo para que puedas leerla con tranquilidad. Volveré en un rato. Si entonces decides quedarte y seguir con el destino que Smelov dictó para ti, daré la orden de que te lleven de regreso al campo y no volverás a saber más de mí.

Se dirigió a la puerta dispuesto a marcharse, pero la voz de Yuri lo detuvo.

—Axel... —No movió los ojos de la carta que tenía en las manos—. Gracias.

Axel esbozó una sonrisa y solo entonces salió de la cabaña.

Yuri se dejó caer con lentitud hasta quedar de nuevo sentado, la mirada fija en aquella carta con el nombre y el domicilio de su cuñada Sonia como destinataria y en el remite solo las iniciales KM, tal y como se lo había indicado en las cartas que le envió antes de ser condenado. Se emocionaba tan solo de pensar que aquel sobre había estado entre las manos de su querida Krista. Al evocar su imagen se formó en su interior un torbellino de pensamientos enfrentados, contradictorios, dolorosos y entrañables a la vez. Las manos le temblaban cuando extrajo dos cuartillas de apretada escritura. Sobre el papel se veían las marcas de los sucios dedos que habían quebrantado impunemente la confidencialidad epistolar. Le irritó aquella violación de su intimidad.

Estaba encabezada por la fecha, «Berlín, 23 de septiembre de 1940». Habían transcurrido cuatro años desde que Krista redactó aquella carta. Nada más empezar a leer sufrió una dolorosa sacudida. Krista le anunciaba la muerte de su madre: la señora Metzger había fallecido a finales de agosto de aquel mismo año mientras dormía; se había ido sin molestar, agarrada su mano a la de su hija, que dormía a su lado y que, al despertar, la había notado fría. Le contaba cómo durante mucho rato había permanecido tendida junto a ella, admirando la serenidad de aquel rostro, evocando instantes felices de la niñez, incapaz aún de llorar, asumiendo poco a poco su orfandad definitiva, sumando a su profunda tristeza una inmensa sensación de soledad. Yuri continuó leyendo con el corazón encogido:

Llevo meses con la esperanza de volver a verte en cualquier momento. Villanueva me dijo que te había proporcionado un pasaporte falso para que pudieras regresar a Alemania. Desde entonces busco tu cara entre la gente anónima que se cruza en mi camino, en cada esquina que giro anhelo encontrarme tu mirada, tu sonrisa tan deseada, pero pasa el tiempo y nunca llegas. Sé que algo ha ocurrido porque Villanueva no sabe nada de ti desde marzo, cuando te envió la documentación. Me aconseja paciencia, y en ello sigo.

En todo este año he recibido dos cartas tuyas, la última estaba fechada en enero. Deduzco que hay muchas más que no me han llegado. Asimismo, Erich Villanueva (de nuevo él, te aseguro que si no fuera por ese hombre, tu ausencia me habría enloquecido) me confirmó que mis primeras cartas no te habían llegado, y que era muy posible que nunca las recibieras, ya sea porque las confisquen o destruyan pese a poner el remite de Sonia, o se pierdan sin más antes de llegar a ti. Pero yo no dejaré de intentarlo, y por eso cada vez que te escribo te resumo una y otra vez lo más importante de lo que ocurre en mi vida, por si alguna de estas palabras llegase de forma milagrosa a tus manos.

A partir de tu precipitada marcha, mi vida ha derivado en un enrevesado torbellino en el que me mantengo a flote, sorprendentemente, gracias a Claudia Kahler. La mujer de la que tanto he recelado es la que ahora me ayuda y, en cierto modo, me protege. Tienes que saber que Claudia me contó cómo te llevó hasta la frontera salvándote la vida, me confirmó que no habías sido tú el que había disparado a Franz y me advirtió que estuviera preparada porque vendrían tiempos convulsos para mí. Y así fue, a los pocos días los hombres de la Gestapo nos arrestaron a mí y a mi madre. A ella la soltaron al día siguiente; yo estuve una semana detenida en su cuartel general de Prinz-Albrecht-Strasse. Me interrogaron sobre ti, convencidos de que te había escondido. Al final me dejaron en libertad, pero las consecuencias de la muerte de Franz nos salpicaron de lleno, tal y como me había advertido Claudia. Me despidieron de la clínica, y se me prohibió el ejercicio de la medicina en ningún ámbito, ni público ni privado; pero no fui la única. A la doctora Anna Hotzfeld también la apartaron de su cargo y se tuvo que marchar de Berlín. Lo último que sé de ella es que está en un pueblo cercano a Múnich, donde vivía su madre, que su marido murió a principios de año, y que sobrevive gracias a una consulta que mantiene abierta y que le permite ir tirando a duras penas. Pero lo más doloroso fue lo de mi madre: aparte de las horas que permaneció en un calabozo, le retiraron la pensión y le expropiaron todas sus propiedades, incluida su casa, sobre la base de no sé qué infracción de no sé qué norma... Fue todo tan traumático para ella... Estoy segura de que tanta pérdida deterioró su debilitado corazón hasta que no pudo más y se dejó ir.

Nos permitieron instalarnos en el que fue tu estudio, pero vivo con la constante amenaza de que en cualquier momento me dejen en la calle. Tus cosas las guardo como si fueran un tesoro que refuerza la idea de tu vuelta. El piso de mi madre, la casa en la que me he criado, en la que quedaron los mejores recuerdos de mi vida, la ocupan desde hace seis meses los Witt. El señor Witt es magistrado, y su esposa es muy amiga de Erika Kahler, la madre de Claudia; tienen una hija de trece años. Los tres son absolutamente insoportables, fanáticos del partido nazi, adoran a Hitler como si fuera un dios y han colocado banderas y retratos del Führer por toda la escalera. Tengo la sensación de que me vigilan. Su presencia me resulta agobiante, a cada paso que doy me los encuentro como una sombra funesta.

Desde hace unos meses trabajo en la que fue la pastelería de los Rothman, bajo el firme mando de la nazi Ernestine. Al principio se negó en redondo, no me quería en su tienda porque me hace responsable de la muerte de Franz Kahler; pero Claudia habló con ella y consiguió convencerla. A lo mejor le recordó que me debía una después de lo que ocurrió con Ilse Kube. Hago un poco de todo, el sueldo que recibo es mínimo, pero al menos no paso hambre.

Durante el invierno, en Berlín apenas hemos percibido la guerra salvo en que todo está racionado y hay que pasar mucho tiempo en las colas que se forman en la mayoría de las tiendas. Incluso para bañarnos hemos de esperar al fin de semana. A finales de agosto los ingleses bombardearon Berlín. Parece que su nuevo primer ministro, ese Churchill del que tanto oímos hablar últimamente, ha creído que todos los alemanes adoramos al monstruo de Hitler: nos lanzan bombas en vez de rescatarnos. Tuvimos que refugiarnos en el sótano de la casa. Fue horrible, Yuri. Jenell, la hija pequeña de Claudia, estaba tan asustada, no paraba de llorar agarrada al cuello de su madre; qué impotencia ver el rostro aterrorizado de esa criatura de tan solo tres años. Y lo mismo Hans, a sus seis años quería hacerse el valiente, pero cada vez que una explosión sacudía la estructura del edificio, el pobrecito se pegaba a su madre temblando de miedo. Son tan pequeños, Yuri, tan frágiles e indefensos... Los niños no deberían vivir ninguna guerra. Me estremece la angustia grabada en el rostro de Claudia en ese afán desmedido de protegerlos, la desesperación de no poder evitarles el pánico. Y te confieso que en el fondo me alegro de no haber traído al mundo ningún hijo para no tener que padecer lo que está soportando esa mujer.

Amor mío, no imaginas cuánto te echo de menos. Si esta maldita guerra nos perdona la vida, nos iremos juntos lejos de aquí y juntos forjaremos un futuro.

Nada me ata ya a esta ciudad, ni a este país. Me embarga una inmensa tristeza. Lo he perdido todo, Yuri, tu compañía, mi madre, mi casa, mi trabajo, mi medio de vida, ni siquiera me queda dignidad. Tan solo me queda el amor que te profeso y la esperanza de que regreses a mi lado.

Amor mío, vuelve a mí. Te esperaré siempre.

Yuri se estremeció por el negro futuro de aquella espera, consciente de que jamás volvería a verla. Sintió un profundo desgarro y rompió a llorar amargamente.

Cuando Axel regresó, él ya había tomado una decisión.