Claudia y Krista estaban sentadas en la cocina con Jenell y Hans, que apuraban con avidez el pan seco. La exigua ración de mantequilla que habían conseguido el día anterior con las cartillas de racionamiento se había diluido en el primer bocado. Claudia les había dado una parte de su pan y Krista su porción de mantequilla. Las dos mujeres bebían un té caliente con un poco de azúcar que les reconfortaba el cuerpo. Cuando terminó la última miga, Jenell preguntó en tono lastimero:
—¿No hay más?
—Lo siento, hija... —respondió su madre abrumada por no poder alimentar a sus pequeños—. Hay que dejar un poco para la noche; si no, el hambre no te dejará dormir.
La niña se levantó con desgana y salió de la cocina seguida de su hermano Hans.
—Como no consiga más comida acabará enfermando. —Claudia hablaba ensimismada. De pronto se irguió, como si hubiera tomado una decisión—. Voy a bajar a ver a Ulrich, le pediré alguna de las latas que hay en la despensa. Había muchas, y patatas... Tiene que dármelas.
Krista se lo impidió.
—No debes acercarte a él, Claudia. Sabes que no te las dará y te pondrás en peligro.
Claudia miró a su amiga con una tristeza infinita, mientras negaba con la cabeza.
—En realidad, no puedo exigirle nada —murmuró derrotada.
Habían pasado dos semanas desde que Claudia y sus hijos se habían refugiado en el piso de Krista. Cuando Ulrich se recuperó de la borrachera y se dio cuenta de que se habían ido, arrojó por el hueco de la escalera toda la ropa tanto de Claudia como de los niños. Gracias a eso pudieron vestirse. El temor a ser detenido lo mantenía oculto, no salía para nada de la casa. Claudia sabía que tenía provisiones para aguantar varias semanas si las administraba bien. Sentía pánico de que le hiciera daño a ella o a los niños, por eso tampoco salían apenas de casa.
Krista la miraba indecisa. Su voz sonó blanda.
—Son suyos, ¿verdad? —Buscó los ojos de Claudia, su complicidad—. Los niños..., ¿son de Yuri? —Llevaba queriendo preguntárselo desde que la oyó escupírselo a Ulrich.
Claudia esbozó una sonrisa triste y asintió.
—A Hans lo concebimos cuando tú no estabas en su vida. Pero Jenell... —Bajó la mirada—. Lo siento, Krista... Lo siento mucho.
Ella extendió la mano por encima de la mesa hasta la de Claudia, la agarró y apretó con afecto.
—Tenemos suerte, Claudia, piénsalo... Al menos nos queda algo de él.
Las interrumpió un grito al otro lado de la casa que en un principio las alarmó. La señora Blumenfeld corría por el pasillo dando voces de entusiasmo.
—¡Agua! ¡Tenemos agua!
Krista se levantó y abrió el grifo de la cocina, y las tres, con gesto arrobado, observaron cómo salía el líquido preciado a trompicones, como escupido de las tuberías.
—Dios santo —dijo la anciana—, es como ver caer maná del cielo. Qué bendición.
—Se acabó cargar con cubos los tres pisos —dijo Hans, que había acudido a la cocina junto a Jenell para unirse al feliz espectáculo.
—Podremos bañarnos, meter el cuerpo entero en la bañera —añadió Claudia con regodeo, imaginando la sensación—. No puedo creerlo...
Después de festejar la recuperación del agua en los grifos, los niños se fueron a sus juegos, quedando las tres mujeres solas. Angela Blumenfeld se sirvió un té y se sentó a la mesa justo cuando Claudia se levantaba para recoger los platos que habían dejado sus hijos y llevarlos al fregadero.
—La niña está muy delgada —dijo la anciana—. Debería tomar algo de leche.
Las cartillas de racionamiento repartidas por los rusos no bastaban para saciar el hambre de una población que ya arrastraba mucho tiempo de ayuno y privaciones. Angela y Krista se encargaban de canjear las raciones y había días que volvían con las mochilas medio vacías porque se había acabado o no había llegado el género suficiente. La señora Blumenfeld hacía milagros con las patatas y la pasta de guisantes, además de las ortigas que recogía por el camino para darles un poco de sabor a los caldos. La ración de carne se repartía dando más cantidad a los niños. Pero lo cierto era que apenas tenían para saciar el hambre de primera hora de la mañana. Todos estaban en los huesos, aunque la más débil era Jenell; siempre tenía hambre, siempre estaba cansada, se pasaba horas sentada en el sillón sin hacer nada y su madre empezaba a estar muy preocupada por ella. También la señora Blumenfeld.
Tras un largo y pesado silencio, la anciana sacó del bolsillo una bolsa de tela y volcó el contenido sobre la mesa.
—Son las pocas joyas que he podido recuperar de entre los escombros de mi habitación. El marido de mi prima Isabel conoce a un joyero que compra toda clase de piezas. No valen mucho, pero es oro, algo nos darán.
Claudia se volvió para mirar el batiburrillo de cadenitas, anillos, broches y medallas que habían salido de la bolsa de tela. Se veía que eran las piezas de escaso valor, recuerdos de una infancia lejana.
—Señora Blumenfeld —dijo enternecida—, se lo agradezco en el alma, pero no puedo aceptarlo, son sus recuerdos... No puedo aceptarlo.
Krista se levantó resuelta.
—Guárdese todo eso, Angela. Tengo algo que nos puede sacar de apuros durante un tiempo. —Salió de la cocina y volvió con el reloj de Hitler que le había entregado Ernestine Rothman antes de que un obús la destrozara. Lo plantó sobre la mesa—. Al final, tal vez podamos sacar algún rédito de Hitler.
Hans se asomó a la puerta de la cocina alarmado.
—Han llegado soldados rusos. Están entrando en el portal.
Claudia se agitó asustada. Krista se puso en pie y se dirigió a ella.
—Tú espera aquí. Iré a ver qué pasa.
Krista salió al rellano. Se oía un estruendo de pasos que ascendían. Se asomó al hueco de la escalera y vio a media docena de hombres que se detenían en el segundo. Golpes en la puerta, gritos conminando a que abriera. También salió Eva Bauer.
Un tiro las sobresaltó. Habían hecho saltar la cerradura y siguieron las voces y órdenes. Krista vio cómo sacaban a Ulrich de la casa y lo llevaban a empellones hacia la calle. Una algarada se esparció por todo el portal. Krista se precipitó escaleras abajo. Justo cuando salía fuera, los soldados ponían a Ulrich contra la pared del edificio de enfrente. No se resistía, permaneció a pie firme, desastrado, en camisa, descalzo y con los pantalones sucios. Cuando el pelotón lo apuntó con sus armas, se puso firme, alzó el brazo y gritó Heil Hitler! justo en el momento en el que crepitó una corta ráfaga y Ulrich von Schönberg cayó como una marioneta a la que de pronto le cortan los hilos. El que había dado la orden se acercó al caído, lo apuntó con una pistola y disparó a la cabeza. El cuerpo de Ulrich se agitó levemente en el suelo. A continuación los hombres subieron al vehículo que los había traído y se marcharon. Todo había sido tan rápido que apenas se había movido nadie. Un lúgubre silencio se adueñó de la calle. La gente se asomaba, pero nadie se acercó. Krista permanecía inmóvil en la acera. Claudia apareció junto a ella, fija la mirada en el cadáver del que había sido su marido.
—¿Quién lo habrá denunciado? —preguntó Krista, más para sí que para nadie.
—He sido yo —dijo una voz a su espalda. La hija de los Bauer observaba también al muerto, con una mueca malvada y vengativa—. Le está bien empleado. Por todo el daño que ha hecho. —Se dirigía a Claudia con el odio grabado en su mirada—. Y tú te libras porque tienes dos hijos, y no quiero que haya dos huérfanos más. Pero eres la misma basura que él y vivirás con ello el resto de tu vida. —Escupió con asco hacia Claudia, se dio la vuelta y se metió en el portal.
Paralizada, incapaz de asimilar tanto desprecio, Claudia se dejó guiar por Krista escaleras arriba, hundida en un mar de culpabilidad y vergüenza.
Había pasado poco más de media hora cuando un Studebaker US6 se detuvo frente al portal, cargó el cadáver de Ulrich en la caja del camión y se alejó. Claudia permanecía apabullada tanto por su repentina viudez como por el baño de realidad que había recibido de Eva Bauer.
—Nunca me lo van a perdonar... Estoy señalada. La paz será para mí un infierno.
—Hemos pasado mucho, Claudia —su amiga trataba de animarla—, saldremos adelante, estoy convencida de que juntas podremos con todo. —Las dos mujeres se miraron unos segundos, Krista le sonrió—. Ahora tenemos que encontrar la forma de conseguir más comida, esa debe ser nuestra prioridad. —Se levantó, dispuesta a salir—. Señora Blumenfeld, dígame adónde tengo que ir para vender este maldito reloj.
Angela Blumenfeld le indicó un local de Marienstrasse, muy cerca de la Karlplatz, aunque sin especificar el número porque no lo sabía. Krista emprendió la marcha dispuesta a sacar algo de dinero con la venta de aquel reloj que parecía quemarle en el bolsillo tan solo de pensar a quién había pertenecido. La mayor parte de los edificios de Marienstrasse habían quedado reducidos a un montón de escombros inhabitables; la calle estaba desierta y envuelta en un estremecedor silencio, como aún ocurría en muchos rincones de Berlín carentes de latido humano, ni coches, ni niños con sus juegos, ausente de la habitual cotidianeidad, como si le costase arrancarse la costra de la muerte. Buscó alguien que la pudiera ayudar a encontrar el local de un joyero que hacía negocio con la miseria de la gente. Un hombre rebuscaba entre un montón de basura. Tenía aspecto de pordiosero, pero en aquellos tiempos era fácil tener ese aspecto incluso para el más elegante de los caballeros. De mala gana, le indicó un edificio de ladrillo rojo al final de la calle. Krista encontró el local, pero estaba cerrado, llamó con insistencia a la puerta, aunque nadie respondió. Volvió sobre sus pasos y preguntó de nuevo al hombre; desconocía dónde podía estar ese joyero por el que tanto preguntaba.
Inició el regreso a casa, desolada, palpando el reloj en su chaqueta. Cuando entró en el portal se encontraba muy cansada, le ardían los pies y tenía la boca y la garganta resecas por una sed intensa. Estaba deseando descalzarse y tomarse un vaso de agua. Pensaba en esto cuando notó que alguien la agarraba del cuello con violencia. Trató de gritar, pero una mano callosa y maloliente le tapó la boca.
—No grites o te rajo —le susurró al oído una voz ronca.
Se quedó quieta. Le empezó a palpar el cuerpo y creyó que sería algún ruso con ganas de desahogarse dentro de ella, hasta que la mano se detuvo al tocar el reloj guardado en su bolsillo. Krista se removió inesperadamente y consiguió desembarazarse de la fuerza del maleante abrazo. Al volverse descubrió que se trataba del hombre al que había preguntado en Marienstrasse. La había seguido hasta allí con intención de robarle las joyas que pretendía llevar al comprador de oro. Ella chilló y el hombre lanzó el brazo contra su cuerpo. Krista sintió un dolor agudo en el costado, tan intenso que la dobló, y el hombre aprovechó su indefensión para hurgar en el bolsillo de la chaqueta hasta sacar el maldito reloj mientras ella se ahogaba. Con el botín en la mano, la empujó con saña y Krista cayó contra la escalera. Lo vio escapar a la carrera.
Sobrecogida, se revolvió en el suelo. Notó el vestido empapado, despegó la mano del cuerpo y comprobó que sangraba con profusión. Volvió a plantar la mano sobre la herida para tratar de taponar la hemorragia. Vio el arma con que la había pinchado: un afilado trozo de hierro lleno de óxido. Sabía que aquello podría ocasionarle una septicemia generalizada si no ponía remedio de inmediato. Sin dejar de presionar la incisión, intentó levantarse, pero le fallaron las piernas, como si las extremidades se fueran desconectando poco a poco de las órdenes de su cerebro. Consiguió subir hasta el primer rellano; entonces oyó unos pasos que ascendían. Era Hans.
—¡Krista! —gritó asustado.
—Busca al médico del portal de enfrente —lo instó ella con un hilo de voz.
En un principio Hans no le hizo caso. Gritó con todas sus fuerzas para alertar a su madre, que bajó, seguida de Angela Blumenfeld. Solo en ese momento Hans se separó de ellas para salir a la calle en busca de ayuda.
Entre las dos subieron a Krista hasta acostarla en la cama. El viejo doctor llegó en dos minutos. Krista le explicó la trayectoria del pinchazo y el peligro de la infección.
Con el exiguo material del que disponía, desinfectó y cosió como pudo la incisión.
—Necesitas tomar sulfamidas. Voy a tratar de encontrarte alguna dosis, aunque lo más conveniente sería ingresarte en un hospital.
—Doctor, creo que me ha tocado el pulmón —dijo Krista con poco fuelle.
El médico la tranquilizó y le dio un calmante.
Cuando terminó, Claudia se quedó junto a ella, mientras Angela Blumenfeld acompañaba al médico.
—Habría que llevarla a un hospital —dijo mientras se lavaba cuidadosamente las manos bajo el grifo de la cocina—. ¿Tienen línea de teléfono?
La señora Blumenfeld lo llevó hasta el aparato y el médico hizo varias llamadas sin resultado. A la cuarta vez, colgó y se volvió con el semblante muy serio hacia la anciana, que esperaba con ansias una solución.
—En la Charité me afirman que lo van a intentar, pero tardarán. Están desbordados. Disponen de muy pocas ambulancias y están todas ocupadas.
—Pero Krista necesita atención...
—Me han dicho que en cuanto puedan enviarán una. No queda otra que esperar. Mientras, procuren que no se mueva. Me pasaré dentro de un rato.
Yuri saltó de la parte trasera del GAZ-67 que lo había llevado hasta Berlín los últimos doscientos kilómetros de camino. Se despidió de los dos soldados que lo habían recogido y que proseguían el viaje. El conductor aceleró y el todoterreno se alejó haciendo rugir el motor.
Yuri miró a su alrededor. Se hallaba en la intersección de Hofjägerallee y Tiergartenstrasse, muy cerca de casa de Erich Villanueva. Había decidido ir primero a verlo a él con el fin de conocer a qué situación podía enfrentarse. Necesitaba saber si le había llegado la carta enviada desde Kolimá, si había podido hablar con Krista, saber cómo estaba ella. Necesitaba prepararse para un posible encuentro, aunque con el ensañamiento que había sufrido Berlín, no descartaba que algo malo pudiera haberle ocurrido. Además, tenía un aspecto zarrapastroso, cubierto de suciedad, con barba de varios días, hambriento y con las botas destrozadas de caminar durante muchos kilómetros antes de cruzarse con los soldados rusos que se brindaron a llevarlo en el último tramo de aquel viaje de retorno.
En el bolsillo de su guerrera guardaba el salvoconducto que le había entregado el mariscal y que le había permitido desplazarse sin incidencias hasta Berlín; junto a él, la carta de Axel y la medalla. En una pequeña mochila portaba sus escasas pertenencias, una manzana, un tubo mediado de leche condensada y un trozo de pan negro, y un libro de poemas que había descubierto en las ruinas de una casa donde había pernoctado una de las noches. Ese era todo su patrimonio. Hacía mucho tiempo que no era dueño de nada, y tenía la sensación de no necesitar nada salvo lavarse, afeitarse y ponerse ropa limpia.
La mañana era clara en aquel Berlín arrasado. El sol calentaba con fuerza y el verde del parque contrastaba con la devastación de algunos de los edificios de Tiergartenstrasse; otros parecían haber tenido más suerte y se elevaban como fortalezas redimidas de la destrucción huracanada del fuego y las bombas. Uno de ellos era el de Villanueva. Milagrosamente se mantenía casi intacto junto a las ruinas de los colindantes, reducidos a escombros ennegrecidos por el fuego.
Frente al portal había aparcado un elegante Hispano-Suiza azul oscuro cubierto de una fina capa de polvo. Le complació pensar que, pese a la guerra, Villanueva se habría sabido mover con acierto como el gran superviviente que era.
La fachada maciza estaba trufada de marcas de metralla y las ventanas reventadas no tenían ni cristales ni molduras. Se adentró en el portal que aún mantenía cierta majestuosidad, limpio, los suelos relucientes, con algunos desconchones en las paredes por efecto de las bombas. Subió hasta el segundo piso y se detuvo frente a la puerta. El corazón se le aceleró al golpearla con fuerza. Esperó atento a cualquier ruido en su interior. No podía evitar los nervios, el ansia de volver a verlo, de saber de él, de contarle, de darle un abrazo.
Oyó el crujir del suelo de madera al otro lado de la puerta.
—¿Quién es?
Yuri se sorprendió al reconocer la voz de Volker Finckenstein.
—Volker, soy Yuri Santacruz.
La puerta se abrió de inmediato. Volker presentaba un aspecto estupendo, bien nutrido, bronceado, algo más encanecido y más arrugas alrededor de los ojos. Vestía un elegante traje de alpaca gris, camisa blanca y corbata de seda. Miró a Yuri de arriba abajo, sin acabar de creérselo. Sonrió soltando el aire que había retenido por la primera impresión.
—Ni en la peor de mis pesadillas te habría imaginado vestido con ese uniforme.
Yuri alzó las cejas y replicó con ironía:
—Dicen que el hábito no hace al monje, y yo de monje no tengo nada, se lo puedo asegurar. —Ante la estupefacción de Volker, incapaz aún de asimilar su inesperada aparición, Yuri preguntó—: ¿Puedo pasar?
Volker se echó a un lado y le dio paso. Cerró la puerta sin dejar de mirarlo.
—¿De dónde sales tú?
—Es muy largo de contar.
—Tenía razón Villanueva... Dijo que volverías, estaba convencido de que te mantendrías con vida.
Yuri echó un vistazo a la casa, la notó vacía, sin cuadros, sin muebles a la vista.
—Vengo a verlo a él. ¿Dónde está?
Volker le mantuvo la mirada unos segundos, tensó la mandíbula, esbozó una sonrisa para borrarla de inmediato de sus labios. Su voz se oyó rotunda.
—Erich no sobrevivió. Murió en el verano del 41, aunque desconozco el día.
Yuri sintió que su mente se nublaba. Había dado por hecho que lo iba a encontrar con vida al ver el coche aparcado en la puerta (convencido de que pertenecía a Villanueva), y al comprobar que la casa estaba intacta y a Volker con tan buen aspecto... Aquella maldita guerra continuaba dándole bofetadas.
—No sabía... —Tragó saliva con amargura.
—Pasa, tenemos muchas cosas de que hablar. Pero antes deberías lavarte. Tienes un aspecto horrible —dijo mirándolo con una mueca de asco. Avanzaron por el ancho corredor hacia una de las puertas, la misma por la que había salido aquel muchacho desnudo el día que Yuri descubrió la homosexualidad de Villanueva. Volker se detuvo ante ella—. Date un baño. Te prestaré algo de ropa. Imagino que estarás deseando quitarte ese atuendo.
Yuri se afeitó y tomó un baño reparador. Se vistió con una camisa y un pantalón de sport de Volker. También le dio unos zapatos con cordones; tenían el mismo número.
—Llegué a Berlín hace una semana —le explicó Volker—. Mi apartamento ha desaparecido de la faz de la tierra, así que me instalé aquí. Contraté a varias mujeres para que lo adecentaran un poco. La Gestapo saqueó la casa poco después de que Erich fuera detenido. No ha quedado prácticamente nada de sus pertenencias, ni ropa, ni menaje, por supuesto nada de valor. Solo se han librado algunos muebles y porque no habrán tenido forma de sacarlos o utilizarlos.
Estaban en una amplia cocina con un gran ventanal sin cristales que daba al parque. Volker le había calentado una lata de carne de cerdo guisada. La puso delante de Yuri con una cuchara.
—No puedo darte platos, no queda ni uno.
Yuri se sentó y empezó a comer mientras Volker hablaba.
—He venido a Berlín para tratar de retomar algunos de los negocios que la guerra echó al traste, por supuesto en la zona occidental. Pretenden dividir Berlín en cuatro sectores emulando la segmentación de toda Alemania: la zona oriental quedará bajo la influencia de la Unión Soviética, y la occidental se repartirá entre los americanos, ingleses y una pequeña parte para los franceses. —Sacó un cigarrillo y lo encendió. Dejó el paquete en la mesa, dio una larga calada y soltó el humo mientras seguía hablando—: Yo estaba en Suiza cuando me enteré de la detención de Erich. Traté de buscar contactos que me ayudasen a salvarlo, pero ya estaba condenado. Fue su hijo quien lo denunció. Por lo visto llegó a sus oídos la ingente fortuna que poseía su padre y pretendía quitárselo de en medio. Lo encerraron en el campo de concentración de Buchenwald y lo marcaron con el triángulo rosa de homosexual. Tan solo tengo el testimonio de un preso que consiguió salir vivo y con el que pude contactar en Múnich hace apenas un mes. Lo único que me dijo fue que padeció mucho... —Bajó los ojos con aire circunspecto—. Eso es lo que me dijo, y que murió de todo un poco: hambre, debilidad, pena...
Yuri había dejado de comer, los ojos ausentes rememorando la imagen de Villanueva, su rostro siempre risueño, siempre impoluto, tan vital y divertido. Apartó la lata y cogió un cigarro. Volker le acercó la llama de su mechero.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó al cabo de un rato.
—Lo primero, comprobar si Krista sigue viva. Después debería ir a Suiza, aunque no sé muy bien cómo hacerlo. El salvoconducto que me ha traído hasta aquí no es válido y no tengo pasaporte.
—Aquí es imposible tramitarlo; la embajada española cerró en marzo, pero podría conseguirte uno en Suiza. Conozco bien al nuevo embajador español, Ángel Sanz Briz. Hace un año se tuvo que hacer cargo de la legación en Budapest, y durante meses colaboré estrechamente con él. —Hizo una pausa, reflexivo, como si su solo recuerdo mereciera un respetuoso silencio—. Ese hombre ha salvado a miles de judíos húngaros. ¿Recuerdas a Benjamin Newman, nuestro eficaz contable?
Yuri lo recordaba vagamente, asintió para que continuase.
—Gran parte de su familia vivía en Budapest y por supuesto eran judíos. Cuando hace un año empezaron allí los traslados masivos de los hebreos a los campos de exterminio, Sanz Briz urdió un plan para salvar a los sefardíes en base a un decreto de hace veinte años aprobado durante la dictadura de Primo de Rivera que los reconocía como españoles, y siendo españoles no podían ser deportados. —Movió la cabeza recordando—. Resultó una tarea ingente y muy peligrosa. A muchos los sacábamos de las estaciones, incluso del interior de los trenes malditos. En realidad eran muy pocos los que podían acreditar su condición de sefardíes, pero cada vez que seleccionábamos a uno nos susurraban nombres de familias, y entonces las voceábamos y salían, y esos nuevos nos volvían a susurrar apellidos, y los gritábamos alegando su origen sefardí y por tanto potenciales ciudadanos españoles, a pesar de que la mayoría no lo eran. Sanz Briz tramitó pasaportes españoles para muchos, y yo mismo trasladé en varios viajes a más de un centenar de ellos hasta Suiza a través de Austria, entre los que estaba la familia al completo de Benjamin. Cada vez que pienso en toda aquella gente que se salvó y que seguirá su vida durante muchos años más... —Esbozó una media sonrisa de complacencia—. Eso no tiene precio, Yuri; es una de las cosas más gratificantes en las que he participado... —Dio un largo suspiro como si tomara impulso y le brindó una sonrisa satisfecha—. Así que no te preocupes por tu pasaporte, te lo conseguiré. Necesitaré una foto y tus datos.
De una cartera de piel extrajo una libreta y un lápiz y se los tendió.
—Escribe tu nombre y apellidos, fecha de nacimiento, dame todos los datos posibles, facilitará las cosas. —Luego sacó una pequeña cámara de 35 mm Leica y le pidió que mirase al objetivo. Una vez tomada la foto guardó de nuevo la cámara—. Mañana tengo que volver a Ginebra, haré el viaje en avión. Las carreteras están impracticables. Me costó dos días llegar a Berlín. Si todo sale bien, tardaré un par de semanas en resolver tu situación. Si quieres, puedes quedarte aquí. El colchón no es muy cómodo, aunque no creo que te importe demasiado.
—No se preocupe, Volker —dijo con expresión afable y agradecida—. Le puedo asegurar que esto para mí es un paraíso. No imagina en qué lugares he dormido.
Claudia no se separó ni un instante de Krista, observando con desasosiego su evolución. La morfina la mantuvo varias horas adormilada en medio de un sueño agitado. El médico volvió de madrugada porque le había subido mucho la fiebre y se quejaba inquieta, tenía escalofríos, dificultad para respirar, la piel pegajosa y el pulso acelerado. Le administró más morfina y les aconsejó aplicarle paños húmedos en la cara y extremidades. Claudia no dejaba de hacerlo, a pesar de que Angela Blumenfeld quería sustituirla.
—Tienes que descansar, Claudia, llevas más de veinte horas a su lado. Si sigues así, vas a enfermar tú también. Duerme un poco, yo me quedaré con ella.
Pero Claudia no hacía caso a las palabras de la anciana, seguía poniendo paños húmedos delicadamente sobre el cuerpo sudoroso de Krista.
—Tiene que reponerse, Angela —decía descorazonada—, tiene que curarse... La necesito en mi vida... —Se estremeció—. ¿Qué va a ser de mí si le pasa algo?
Rompió a llorar con tanto desconsuelo que conmovió a la señora Blumenfeld, quien consiguió llevarla hasta su cama y la ayudó a acostarse. Claudia se dejó hacer, sentía que los músculos le pesaban como el plomo, el agotamiento apenas le permitía pensar con claridad. Su vecina la descalzó y la tapó con la colcha.
Estaba a punto de amanecer cuando Claudia cayó por fin en un sueño profundo.
El timbre de la puerta la despertó. No sabía cuánto tiempo había estado durmiendo. La casa permanecía sumida en una densa calma. La luz del sol se colaba por las rendijas de los cartones colocados en las ventanas. Confusa, se levantó y, descalza, salió al pasillo. Se asomó a la habitación de los niños, que seguían dormidos; los encontró tendidos sobre la cama y vestidos como si hubieran caído agotados. Fue hasta la alcoba de Krista. Angela Blumenfeld roncaba en una butaca que había situado junto al lecho y Krista parecía dormir plácidamente, pero le notó la cara muy pálida y los ojos orlados de una sombra oscura. Iba a acercarse cuando de nuevo se oyó el ruido seco del timbre. Pensó que tal vez sería el médico. Avanzó con paso cansino por el pasillo. Al abrir la puerta se quedó pasmada observando al hombre que tenía delante. Durante unos segundos no fue capaz de reaccionar. Aquellos ojos... El latido del corazón se desbocó y tuvo que agarrarse al picaporte porque sintió que perdía el equilibrio.
Yuri la miraba entre la sorpresa de encontrarla en aquella casa y el sentimiento de alegría de que estuviera viva.
—Claudia... —murmuró prendado de aquellos ojos nunca olvidados. A pesar de la extrema delgadez, mantenía la belleza que tan bien recordaba.
Ella, tras unos segundos de incredulidad, se arrojó sin pensarlo a sus brazos. Con la cara pegada a su pecho, los ojos cerrados, sintió cómo la rodeaban sus brazos muy despacio, y entonces, durante unos escasos segundos, el mundo a su alrededor dejó de existir.
—Yuri... —dijo al fin despegándose y mirándolo a los ojos, acariciando su rostro, cogiendo sus manos para cerciorarse de que aquello no era un sueño, que era cierto, estaba allí, había regresado—. Creíamos que estabas muerto. Dios santo... Yuri...
—Por muy poco, pero estoy vivo. —Ignoraba qué hacía Claudia en la casa de la difunta viuda Metzger. Temía preguntar, pero al final se armó de valor—. Claudia... He subido a la buhardilla... —Su voz se trabó titubeante—. Ella... Krista...
—Está aquí —lo interrumpió con una expresión radiante, tirando de sus manos hacia el interior—. Los niños y yo vivimos aquí con ella, y también la señora Blumenfeld. Ven... Se va a poner tan contenta de verte, la vas a hacer tan feliz... —Las palabras le salían ahogadas en un llanto emocionado que intentaba contener.
Al llegar a la habitación, la señora Blumenfeld se despertó sobresaltada, como si hubiera intuido la presencia del recién llegado.
—Madre del amor hermoso —murmuró perpleja al verlo.
Krista tenía los ojos cerrados, parecía tranquila. Claudia le soltó la mano y se aproximó al borde de la cama; se inclinó hacia ella y acarició con delicadeza la mejilla.
—Krista, despierta —le dijo radiante, el tono dulcificado—. Mira quién está aquí. Ha vuelto, Krista. —Su voz se ahogaba a cada palabra—. Despierta... Yuri ha vuelto...
En ese instante los ojos de Krista se abrieron, como si aquel nombre le hubiera infundido la fuerza suficiente para hacerlo. Claudia se volvió hacia Yuri como si se lo mostrase y acto seguido se retiró para que él pudiera aproximarse. Tardó unos segundos en hacerlo, aturdido, sin entender la razón de su postración y su debilidad. Los dos se miraban, los ojos fijos en el otro, tratando de ajustar en su mente confusa aquella hermosa realidad. Con movimientos lentos, Yuri se inclinó sobre la cama hasta quedar muy cerca de su rostro. Cogió su mano y se la llevó a los labios para intentar evitar la emoción que la embargaba. Notó la calentura de la piel.
—Krista... Estoy aquí. —Hablaba balbuciente—. He vuelto a tu lado.
—Yuri... Mi amado Yuri... Si supieras cuánto te he soñado...
—Todo ha terminado, Krista. Ya nada nos volverá a separar. Nada.
—Yuri, Yuri... Apenas me quedan fuerzas. —Sonrió y sus ojos recuperaron el brillo perdido—. Pero ha sucedido, parecía imposible y ha sucedido... Estás aquí y podré morir tranquila...
—No te vas a morir —afirmó Yuri sintiendo en el pecho una angustiosa congoja—. Debes resistir... Tienes que hacerlo por mí.
Con un gesto delicado, Krista le puso la mano sobre los labios y le impidió que siguiera hablando.
—Yuri, escúchame, te lo suplico... La vida se agolpa cuando ronda la muerte... He vivido razonablemente feliz y puedo marcharme con la conciencia tranquila. —Sus ojos se clavaron en Claudia, que se hallaba a un lado de la habitación, abrazada a sus dos hijos, que se habían despertado y acudido a observar a ese desconocido. Luego, volvió la mirada a Yuri—. Ella te ama como jamás he visto amar a nadie, y sé que tú nunca dejaste de amarla.
—No, Krista, mi amor por ti es cierto...
—No, Yuri —lo interrumpió con voz dulce—, a mí solo me has querido, y me has querido mucho. Nunca me has engañado porque nunca me has dicho que me amabas, ni una sola vez... —Sus ojos se posaron de nuevo en los niños. Claudia se abrazó a ellos, conmovida por la escena. Krista volvió la mirada a su amado, siempre con la sonrisa dibujada en los labios secos—. Son tus hijos, Yuri, sois una familia. Tenéis que ser felices, debéis intentar ser felices... Hacedlo por mí.
Resultaba desesperante para él ver cómo le mermaban las fuerzas a cada palabra pronunciada. Se revolvió inquieto, impotente ante aquella situación.
—¿Qué le ha pasado? —Imploró una explicación.
—Un hombre la apuñaló para robarle —contestó Angela Blumenfeld manteniendo la serenidad—. Tiene una herida en el costado, muy cerca del pulmón. Ella dice que tiene una septicemia. La está atendiendo un médico que vive en esta calle.
—Hay que llevarla a un hospital —clamó él.
—Lo estamos intentando —replicó la anciana—, pero no hay ambulancias y el doctor ha dicho que no debemos moverla. Que es peligroso.
Yuri volvió a centrar la atención en el rostro de Krista; había cerrado otra vez los ojos. Estaba tan pálida... Levantó un poco la colcha y comprobó que la sábana estaba empapada de sangre.
—¡Se está desangrando! —gritó horrorizado—. ¡Avisad al médico, rápido!
Los ojos de Krista no volvieron a abrirse. A cada latido de su corazón parecía expulsar más y más sangre fuera de su cuerpo, a la espera del lúgubre instante en el que la guadaña de la muerte cortara el hilo del alma. Para desesperación de todos, el médico no pudo acudir hasta varias horas después. Cuando Hans corrió a buscarlo, la esposa le dijo que lo habían requerido en un hospital y que no sabía cuándo volvería. Poco podían hacer salvo aguardar y permanecer a su lado. Velar su adiós definitivo en un respetuoso silencio. De madrugada, con Yuri tumbado a su lado y Claudia sentada a los pies de la cama, los labios de Krista dibujaron una leve sonrisa y dejó de respirar.
La enterraron junto a su madre. La ceremonia fue frugal. Se ocupó de todo Angela Blumenfeld. Yuri estaba ausente, siguió el féretro y una vez dado el responso, se dio la vuelta y se marchó sin decir nada, cabizbajo, las manos en los bolsillos, con un caminar apesadumbrado. Claudia lo observó alejarse hasta que desapareció de su vista nublada por las lágrimas.
En los días siguientes Yuri vagó por las calles, incapaz de reaccionar. Apenas comía. Caminaba durante todo el día; al anochecer, completamente exhausto, volvía a casa de Villanueva, se tendía en el colchón y permanecía en una duermevela viscosa hasta el amanecer.
Volker regresó de Ginebra tres semanas después. El suizo se sorprendió del deplorable aspecto que presentaba, casi peor que cuando apareció uniformado de soldado ruso.
—Pero... ¿qué coño te ha pasado? —se extrañó—. No tienes buen aspecto.
—Krista ha muerto —murmuró.
—Lo siento, Yuri —dijo con el rostro demudado—, lo siento mucho.
Tras un luctuoso silencio, Volker puso su maletín sobre la mesa y lo abrió.
—Ahí tienes el pasaporte en orden. Ahora podrás moverte por donde quieras. Eres un ciudadano libre.
Yuri lo cogió y lo abrió.
—Es curioso... Llevo años huyendo de la sombra de la muerte y ahora que consigo librarme de ella —abrió las manos con desolación—, no sé qué hacer con mi libertad.
—De esta guerra nadie ha sobrevivido del todo, Yuri. Deberías pensar que tu vida empieza en este mismo instante. —Tras un silencio, Volker preguntó—: ¿Sigues pensando en ir a Suiza?
—Tengo que hacerlo —contestó cabizbajo—, debo entregar una cosa.
Volker sacó del interior del maletín un sobre blanco y cerrado. Lo dejó encima de la mesa y lo deslizó con los dedos hacia Yuri.
—Esto es para ti. Villanueva me lo legó en custodia cuando te marchaste a Rusia, por si alguna vez le ocurría algo; ya entonces se sentía amenazado. —Dicho esto, se metió la mano en la chaqueta y sacó su billetera, la abrió y extrajo varios billetes—. Esto te ayudará a llegar a Suiza. Podría dejarte más en unos días...
—Se lo agradezco, Volker —lo interrumpió Yuri incómodo—, pero no necesito nada.
—Coge el dinero, Yuri. —Se levantó al tiempo que aplastaba su cigarro en un improvisado cenicero—. Me tengo que ir. He quedado con unos inversores norteamericanos. Las cosas pintan bien para mí en Berlín, hay mucho trabajo que hacer. Me quedaré por aquí una temporada. —Se ajustó la corbata sin dejar de mirarlo. Los ojos de Yuri parecían vacíos—. Puedes abandonar este país cuando quieras.
Tras haber enterrado a Krista, Claudia se había vuelto a instalar con los niños en su casa. Tuvo que esmerarse para poner orden, el paso de Ulrich había sido como un huracán y todo estaba sucio, desparramado o roto. Antes de su trágico final, Ulrich había volcado toda la rabia de su resentimiento en aquellas cosas que una vez le fueron cotidianas.
Se sentía perdida. No sabía muy bien qué iba a ser de su vida. Llevaba varios días acudiendo a una fábrica que los soviéticos estaban desmantelando. El ayuntamiento le había dicho que se le pagaría un sueldo; tenía que madrugar mucho, ya que estaba a dos horas de camino y aún no funcionaban ni trenes ni tranvías que la llevasen hasta allí. Junto a un centenar de mujeres, desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde con un solo descanso para comer una sopa de col fría, recopilaba el zinc de una enorme nave, lo metía en cajas y lo transportaba hasta unos vagones de tren con destino a Moscú. Cuando regresaba a casa, molida por el agotamiento, Angela le curaba las llagas de las manos y le preparaba algo caliente.
Entretanto, Hans andaba todo el día vagando por la calle, sin nada que hacer. La niña solía quedarse con la señora Blumenfeld con gesto aburrido.
—¿Qué va a ser de nosotros, Angela? —musitaba Claudia, mientras la anciana untaba las heridas con vaselina—. Estoy tan cansada... Si no estuvieran mis hijos...
—Ni se te ocurra pensar eso. —La riñó con la firmeza de una madre—. Saldrás adelante, claro que lo harás. Eres joven y fuerte. Has superado muchas cosas. Tienes mucha vida por delante, muchas cosas que hacer y que disfrutar...
—¡Mamá! —La voz de Hans se oyó desde la calle—. ¡Mamá!
—¿Qué querrá este crío ahora? —murmuró Claudia enfurruñada, levantándose cansinamente con la intención de asomarse a la ventana. No le gustaba que su hijo diera esas voces desde la calle, le había reconvenido varias veces por ello. Al asomarse, lo vio subido a lomos de una vieja Ural M-72 con sidecar—. ¡Bájate de ahí ahora mismo!
—¡Baja, rápido! —gritó el chico con una espléndida sonrisa.
En ese momento vio aparecer a Yuri, que alzó los ojos hacia ella.
—Deberías hacerle caso.
Claudia se retiró de la ventana y, paralizada, miró a la señora Blumenfeld, que también lo había visto.
—¿A qué esperas? Vamos, ha venido a por ti.
Claudia se movió insegura. Antes de salir de la cocina, se volvió hacia la anciana, aturdida. Se atusó el pelo, y palpó su tazado vestido.
—Es que... estoy horrible...
—Estás preciosa. —La señora Blumenfeld observó su indecisión con una expresión de ternura—. Te mereces ser feliz, Claudia. Baja de una vez —la instó la anciana—, no le hagas esperar más.
Solo entonces se precipitó escaleras abajo. Antes de salir a la calle se detuvo. Hans estaba junto a Yuri, que le explicaba cómo poner en marcha la moto. Jenell se había adelantado a su madre y estaba sentada en el sidecar. Claudia observaba la escena desde el portal sintiendo el fuerte latido de su corazón. Dio varios pasos vacilantes hacia fuera.
—¡Mira, mami! —gritó la niña entusiasmada cuando la vio.
Yuri fijó su atención en Claudia, que permanecía quieta en el umbral del portal sin atreverse a avanzar, como si temiera que la calzada se transformase en arenas movedizas.
—Me voy a Suiza. —Él se acercó unos pasos a su encuentro.
Aquellas palabras abrieron la tierra bajo los pies de ella. Cruzó los brazos en su regazo porque sentía una fuerte presión en el pecho. Asintió y trató de sonreír para contener la profunda decepción que la afligía.
—Te deseo suerte —murmuró.
Yuri avanzó hasta detenerse a dos metros.
—Quiero que vengas conmigo. —Se giró un instante hacia atrás, para luego volver a mirarla—. Nuestros hijos también. Empezaremos de nuevo en Suiza... Si tú quieres.
Se quedó impactada. No respondió, solo lo miraba absorta, embobada en aquellos ojos tanto tiempo añorados.
—Claudia, no tengo nada que ofrecerte salvo esta moto y una vida llena de amor. Es lo único que...
—Me iría contigo hasta el fin del mundo —lo interrumpió para de inmediato echarse a sus brazos. Yuri la envolvió y cerró los ojos mientras escuchaba el cálido susurro que repetía «te amo» una y otra vez.
A los dos días Claudia y los niños se despedían de la señora Blumenfeld.
—¿Me escribiréis? —les preguntaba la anciana sin poder evitar la emoción.
—Claro que sí —le decía Claudia—. Ya sabe que puede quedarse en la casa todo el tiempo que necesite, considere todo como suyo... —Acarició su arrugada mejilla—. Gracias por todo, Angela. Si no hubiera sido por usted, no sé qué habría sido de nosotros.
Los niños le dieron un beso. Claudia y Jenell se acomodaron en el sidecar. La niña sentó en sus rodillas a su muñeca. Hans ya esperaba subido en la moto a que Yuri se pusiera a los mandos.
Él se acercó a la señora Blumenfeld para despedirse.
—Cuídala, Yuri —le dijo al punto del llanto—, es una mujer extraordinaria.
—Lo sé. Lo he sabido siempre. Gracias, señora Blumenfeld.
Se subió en la moto, y Hans se agarró a su cintura.
—¿Estáis listos? —preguntó Yuri ajustándose las gafas a los ojos.
—Sí, papá —respondió Jenell con su voz cantarina.
—Sí, papá —oyó a Hans a su espalda.
Yuri miró a Claudia.
—Vámonos. —Ella sonrió.
La moto arrancó estridente e inició un avance lento y renqueante. La señora Blumenfeld alzó el brazo para despedirlos. Claudia agitó un pañuelo en la mano y los niños gritaron un adiós alborozado.