Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y solo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, solo este ha vivido de verdad.
STEFAN ZWEIG,
El mundo de ayer. Memorias de un europeo
Durante dos días Yuri condujo a su familia a través del territorio alemán, arrasado por la guerra. Durmieron en el campo, al raso, felices de tenerse y de estar vivos.
Con el dinero que le había dado Volker, había comprado la moto a una compañía rusa que se encargaba de desguazar los vehículos de guerra en mal estado. Durante el largo viaje se cruzaron con cientos de personas que regresaban a sus hogares. Algunos tenían la esperanza reflejada en el rostro, otros mostraban el desarraigo y la profunda tristeza del destierro, la soledad, la muerte, heridas de guerra que aún tardarían en sanar.
Llegaron a la frontera en una espléndida mañana en la que un sol rabioso calentaba con fuerza. Se detuvieron ante la baliza y entregaron la documentación.
—¿Es su esposa? —preguntó el guardia a Yuri, señalando a Claudia.
Él se giró hacia ella y sonrió.
—Usted lo ha dicho, agente, y ellos son mis hijos. —Miró de nuevo al guardia con una expresión radiante—. Hemos tenido la suerte de salir vivos de esta maldita guerra.
El guardia les devolvió los pasaportes y se llevó la mano a la frente para saludar.
—Les deseo que su suerte se mantenga, señor. Adelante, pueden continuar.
Una vez superada la barrera, Yuri se detuvo y dio un grito de alegría. Los cuatro saltaron de la moto y se abrazaron felices de pisar territorio suizo. Lo habían conseguido. Desde que partieron de Berlín habían arrastrado el temor de que a ella y a los niños no les permitieran abandonar Alemania debido al negro pasado nazi de Claudia, pero realmente la suerte empezaba a darles la cara.
Llegaron a Berna y se hospedaron en un pequeño hotel de las afueras. Yuri dejó a Claudia y a los niños y emprendió viaje en solitario al centro de la ciudad. En su carta, Erich Villanueva le mostraba un enternecedor cariño paternal hacia él.
... si Volker llegase a entregarte esta carta será porque se han cumplido mis peores temores, y por tanto estaré muerto. El hostigamiento me va cercando cada vez más, sé que viene de la mano de mi hijo y de su madre, así que no tardará en caer sobre mí su zarpazo mortal.
Te considero como mi único hijo, ya que el propio me despojó de mi calidad de padre y me arrojó de su vida para siempre. Quiero que vayas a ver al notario cuyos datos te adjunto. Preséntale esta carta, identifícate y escúchalo. Es mi voluntad y es mi deseo que lo cumplas.
Cuídate, Yuri, ojalá disfrutes de una vida feliz.
Un abrazo entrañable de este viejo que tanto te apreció.
Al llegar al lugar donde estaba ubicada la notaría, Yuri quedó abrumado. El edificio, el portal, las escaleras, el piso en el que se encontraba, todo era elegante, distinguido, señorial. El notario era un hombre alto de mediana edad, muy atildado, que lo recibió enseguida con gran afecto.
—Así que tú eres el famoso Yuri Santacruz —le dijo mirándolo desde el otro lado de una historiada mesa de caoba.
—Eso parece —respondió él, incómodo por su indumentaria y aspecto desastrado en total disonancia con ese escenario.
—Te esperaba desde hace tiempo. Supe de la muerte de Villanueva por Volker Finckenstein. Apreciaba mucho a Erich, era un buen hombre y no se merecía ese final.
Yuri asintió con una profunda tristeza.
—Le aseguro que el recuerdo de Erich Villanueva permanecerá siempre en mi memoria. —Trató de contener la emoción que lo embargaba. Sacó la carta del bolsillo y la puso sobre la mesa—. Volker Finckenstein me dio esto. Ahí dice que se la entregue a usted y eso hago.
El notario cogió el sobre y leyó la carta manuscrita de Villanueva.
—¿Me permites tu pasaporte? Necesito comprobar que realmente eres tú.
Yuri se lo entregó. Estaba nervioso, quería irse, volver con Claudia y los niños. Había cumplido la voluntad de Villanueva, ahora tenía que cumplir la de Axel. Se sentía como el cartero de la muerte.
—Todo está en orden. Prepararé toda la documentación. En cuanto lo firmes, todo será tuyo.
Yuri lo miró ceñudo, sin entender.
—¿Qué quiere decir?
—Villanueva te nombró heredero universal de toda su fortuna. Eres rico, Yuri Santacruz, muy rico.
Arreglar el papeleo en la notaría le llevó varias horas. Tras firmarlo todo, lo primero que hizo fue comprar un coche. Cuando llegó al hotel era de noche, los niños y Claudia salieron a recibirlo. Lo esperaban desde hacía mucho rato, inquietos por si no volvía, la amenaza del miedo todavía incrustada en las venas.
Al día siguiente, muy temprano, los cuatro se desplazaron a Brienz, bordeando las hermosas orillas del Brienzrsee. Resultaba fascinante aquella visión tan ordenada de la vida, tan limpia, sin ruinas, sin hambre, sin ese penetrante olor a muerte, tan solo la delicada fragancia de la naturaleza. Empezaban a sentir que la guerra había quedado atrás.
Una vez allí no tardaron en dar con los Laufer. Julius y Dora los recibieron en una casita llena de flores de mil colores adornando sus balcones. Era pequeña, pero muy acogedora. El olor embriagador del verano se colaba a través de todas las ventanas abiertas. Vivían gracias a los arreglos de ropa que ella hacía y a las medicinas que Julius le preparaba al médico del pueblo, ya que la farmacia más cercana estaba en Interlaken.
Los Laufer no reconocieron a Yuri, pero su amabilidad los llevó a invitar a la familia a un té para ellos y un vaso de leche recién ordeñada para los niños.
Una vez acomodados, Yuri se decidió a cumplir con la voluntad de Axel.
—Señor Laufer, señora Laufer... Ustedes no me recuerdan —Yuri hablaba con un nudo en la garganta—, nos hemos visto una vez... Fue en su casa de Berlín, el día que detuvieron a su hijo Axel, en 1933.
—Claro —dijo la Dora risueña—. Usted acompañaba a mi querida Teresa Metzger.
—Así es.
—Ya decía yo que su cara me resultaba familiar. ¿Sabe usted algo de mi hijo? —preguntó la madre ansiosa de noticias de su querido Axel—. Su última carta la recibimos hace más de cuatro meses, y estaba fechada en diciembre. Está tan lejos...
Yuri tragó saliva. Claudia y los niños lo miraban a sabiendas de las malas noticias de las que eran portadores. Yuri sacó la carta de Axel y el colgante, y se los tendió. Ella reconoció al instante la medalla del hijo. Turbada, desdobló el papel mientras Julius, que había entendido qué trataba de decirles, no dejaba de mirar a Yuri. Él lo rehuía angustiado.
Cuando Dora terminó de leer las últimas palabras escritas de su hijo cerró los ojos y con una expresión de recogimiento se llevó la medalla al corazón. Lloró con serenidad, sin aspavientos. El rostro arrugado de Julius se ensombreció.
—Señora Laufer, su hijo era un buen hombre. Yo... —Se detuvo conmovido—. Lo que Axel hizo por mí no podré agradecerlo por mil años que viva, pero le aseguro que el resto de mis días haré todo lo que esté en mi mano para intentar compensarles su pérdida.
Rodeados de aquel paisaje idílico, se cernió sobre ellos un amargo y emotivo silencio.
La pequeña Jenell, sentada junto a Dora Laufer, sollozaba también sin llegar a comprender otra cosa que la profunda tristeza que emanaba de aquella anciana. Se levantó, le tocó con suavidad en el brazo y cuando la anciana la miró, la niña le tendió la muñeca en un tierno intento de aliviarle la pena. Durante unos segundos la anciana detuvo su llanto, y de inmediato la acogió en su regazo como si aquel cuerpo menudo fuera una tabla de salvación. Pasó la cadenita de oro por la cabeza de la niña y se la dejó alrededor del cuello. Jenell miró la pequeña alhaja y le sonrió complacida.
—¿Eres mi Oma? —preguntó con una voz candorosa.
Asombrada, Dora Laufer miró a Claudia, que observaba la escena enternecida. Luego volvió los ojos hacia la niña.
—¿Tú quieres que sea tu abuelita?
Jenell asintió moviendo la cabeza con mucho énfasis.
—Entonces, seré tu abuelita.
Aquella sonrisa infantil hizo un poco menos amargas las lágrimas de la anciana.
Yuri y Claudia decidieron quedarse a vivir en aquel pueblo encantador, se compraron una preciosa casa muy cerca de los Laufer, con los que establecieron una relación fraternal, convertidos en los abuelos que la guerra había arrebatado a los niños, y estos en los nietos que Axel nunca pudo darles.
Yuri proporcionó a Julius el dinero suficiente para montar una pequeña botica con la que ganarse la vida.
Claudia se quedó embarazada y en el verano de 1946 daba a luz a una niña morena y de ojos verdes a la que llamaron Krista.