ROSE sintió sus labios duros y calientes. Apretó las manos instintivamente contra su pecho para tratar de apartarle, pero él la agarró por la espalda para atraerla hacia sí y la besó con fuerza. Al sentir su lengua, ella sintió una súbita sacudida de placer que la dejó sin aliento. Sintió que el mundo era un torbellino girando alrededor de ellos en una oleada de deseo como nunca había experimentado antes. Se embriagó en la dulzura de su aliento y en el sabor a whisky de su lengua. Sintió la aspereza de su barbilla sobre la suavidad de su piel y el calor masculino sobre su tibio cuerpo.
Se rindió al poder de su raptor y a la intensidad de su abrazo. Perdió la voluntad al sentir sus manos acariciándole la espalda desnuda. Nunca la habían besado, y menos de aquella manera. De forma inconsciente, abrió los labios ofreciéndose a los suyos. No sabía lo que estaba haciendo, pero sentía un placer indescriptible. Era como una dulce agonía que abrasaba su cuerpo haciéndola temblar de gozo. Le pasó los brazos alrededor del cuello, como si quisiera tirar de él y tenerlo más cerca, como si pensara que él y sólo él pudiera proporcionarle el aire que necesitaba para respirar…
Entonces se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Con un gemido ahogado, se apartó bruscamente de él, mirándolo horrorizada con el aliento contenido.
Echó atrás la mano derecha para tomar impulso y le propinó una bofetada.
Él la miró sorprendido, llevándose la mano a la mejilla.
–¿Cómo se atreve a besarme? –exclamó ella con la mano dolorida–. Soy una mujer casada.
–Usted no está casada. Ya empiezo a estar harto de esta discusión. Pero no se preocupe, todo ha terminado. Lo del beso ha sido sólo una manera de conseguir la respuesta a una pregunta.
–¿Qué pregunta? –dijo ella desconcertada.
–Si usted sabía o no que Växborg estaba casado. Ya veo que no. De lo contrario, habría intentado seducirme. Con este beso tan torpe me ha convencido.
¿Torpe?, se dijo ella con las mejillas encendidas tratando de recuperar el aliento.
Era normal, teniendo en cuenta que había sido su primer beso. De adolescente, había soñado con aquella experiencia idílica del primer beso de amor. Más tarde, a los veinte años, y abrumada por su situación familiar, no se había preocupado de salir con chicos. Costaba creerlo, pero ahora, a sus veintinueve años, era virgen, una virgen a la que ningún hombre había besado hasta entonces.
Pero eso era algo que no le iba a decir a Jerjes Novros, sólo se burlaría de ella.
–Ahora veo que no es culpable de ningún delito –añadió él–. Salvo de ser una ingenua.
«Ingenua», se dijo Rose para sí, mirándolo fijamente. Sí, tal vez lo era. Sentía aún los labios inflamados. ¿Qué le había pasado? ¿Cómo podía haber respondido así al beso de aquel hombre? ¿Cómo podía haberse rendido a él?
–No se atreva a tocarme otra vez.
–No se preocupe, no lo haré.
Sintió un nudo en la garganta y apartó la vista de él. Percibía aún la electricidad que había estremecido su cuerpo cuando él la había besado. Odiaba a su secuestrador, pero no tanto como se odiaba a sí misma en ese instante.
–Lo digo en serio. Si intenta besarme otra vez… lo mataré.
–¿Me está amenazando? –replicó él muy divertido.
–Sí.
Parecía una estupidez por su parte amenazar de muerte a un millonario despiadado cuando se hallaba atrapada en su avión, pero se sentía tan indignada y humillada tras aquel beso, que además él había calificado de torpe, que no estaba en condiciones de razonar con sensatez.
–Está bien, le doy mi palabra –dijo él con una sonrisa irónica–. No volveré a besarla a menos que usted me lo pida.
–Muy bien –dijo ella–. Y no se preocupe, nunca lo haré.
Jerjes se apartó de ella, se sentó, tomó su vaso de whisky y lo apuró de un trago. Luego, apretó el botón del intercomunicador y apareció al instante una de las azafatas.
–La señorita Linden está algo cansada. Acompáñela al dormitorio, por favor.
–¡A su dormitorio, seguro! –exclamó Rose, muy indignada, volviéndose hacia él–. Debería haber imaginado que todo era un simple truco.
–No tiene nada que temer, yo me quedaré aquí. Vaya a descansar. Aterrizaremos en unas horas.
Una vez en aquel pequeño cuarto privado ubicado en la parte posterior del avión, Rose se sentó, se echó por encima una manta, y se puso a mirar la oscuridad de la noche a través de la ventanilla.
Rememoró el placer que, muy a pesar suyo, había sentido con el beso de aquel hombre. Había sido inenarrable. Y lo odiaba por eso.
Trató de pensar en otra cosa. Su familia estaría muy intranquila. Quizá Lars estaría llorando, tratando de encontrar su cuerpo en el fondo del foso del castillo.
Deseó con toda su alma que hubiera llamado a la policía. Cerró los ojos y se imaginó por un instante el avión aterrizando en Grecia, y a una brigada de policías esperándoles para detener a Jerjes Novros y meterle en la cárcel como se merecía.
Se acurrucó en su asiento, imaginándose los terribles castigos que recibiría el hombre que la había secuestrado, hasta que, vencida por el sueño, se quedó dormida.
Se despertó sobresaltada al sentir una mano en el hombro.
Jerjes estaba de pie a su lado. Vio que el avión ya había aterrizado en una pequeña pista desierta junto al mar. Aún era de noche.
Comprobó decepcionada que no había coches con luces intermitentes y sirenas. No estaba la policía.
–No voy a salir de este avión –dijo con mucha convicción cuando Jerjes le tendió la mano.
–Estará mucho más cómoda en mi casa que aquí.
–Gracias, pero me quedaré aquí –replicó ella cruzándose de brazos.
–¿No le gustaría hablar por teléfono con su novio? –le preguntó él, recalcando la palabra novio.
–¿Se refiere a mi marido? –replicó ella.
–Veo que es usted muy testaruda.
Rose se frotó los ojos. Estaba cansada. Pensó en lo preocupada que estaría su familia. Debía avisarles. Miró fijamente a su raptor.
–¿Me da su palabra de que no intentará hacerme daño?
–Yo nunca haría daño a una mujer –contestó él, frotándose la mejilla con la mano.
–Un prisionero tiene derecho a defenderse –dijo ella a modo de disculpa.
–No esperaba menos de usted.
Ya no había aquella intensidad y aquel fuego en su mirada, pero sin embargo ella sintió que había un extraño sentimiento entre ellos que no acertaba a comprender.
Echaba de menos a Lars. Era tan agradable y encantador, y también tan previsible... Aunque a veces no la escuchase, siempre tenía un elogio para ella. A veces, eso la había hecho sentirse un poco incómoda, siempre mirándola con tanto afecto y diciéndola una y mil veces que era perfecta. Ella sabía que no lo era. Pero se decía a sí misma que tenían mucho tiempo por delante para que él llegase a conocerla y comprenderla mejor.
No. De ningún modo. No podía permitir que Jerjes pusiera en duda la integridad de Lars. No podía confiar en las palabras de aquel hombre despiadado que la había secuestrado, del enemigo de su marido, del hombre que se había atrevido a besarla en contra de su voluntad.
Todo lo que Jerjes le había contado era una sucia mentira.
Tenía que serlo.
Tenía que seguir confiando en Lars. Él la salvaría y demostraría que era su esposa legal. Su única y verdadera esposa.
Se puso de pie con mucho cuidado, sujetándose con las manos su vestido de novia medio roto.
–Espero que cumpla su palabra de no hacerme daño.
–Puede estar tranquila.
Jerjes le apartó con delicadeza el pelo de la cara, y luego le tendió la mano amablemente.
Ella ni siquiera se dignó mirarla. Pasó por su lado majestuosamente, como si llevara aún la diadema de diamantes en la cabeza. Como una baronesa en el exilio.
A duras penas consiguió llegar a la puerta del avión y luego bajar la escalerilla. La cola de su vestido era un pesado lastre que tenía que arrastrar.
Había varios coches esperándoles en la pista. Un conductor de uniforme al pie de un elegante Bentley negro le abrió la puerta al llegar.
–Si es tan amable… –le dijo Jerjes poniéndole la mano delicadamente en la espalda para que entrase en el coche.
Ella se estremeció al contacto, como si le hubiesen quemado la piel con un hierro candente.
Entró finalmente en el coche. Él pasó después y se sentó a su lado en silencio.
El vehículo enfiló una carretera paralela a la costa. Rose se asomó a la ventanilla y vio la luz de la luna reflejada sobre las oscuras aguas del mar.
–¿Estamos cerca de Atenas? –preguntó ella para romper el hielo.
–Estamos en una isla del Egeo.
–¿Qué isla?
–La mía.
–¿Tiene una isla? –exclamó ella sorprendida.
–Tengo varias.
–¿Y para qué necesita usted tener varias islas?
–Se las presto a mis amigos para que puedan descansar tranquilamente sin sentirse acosados por los reporteros de la prensa y la televisión.
–Y así pueden además estar a solas con sus amantes, ¿no? Él no respondió. Se limitó a encogerse de hombros.
Rose lo miró con desdén y se cruzó de brazos. ¿Qué otra cosa podía esperar de un hombre sin moral como él?
–¿Y cuántas islas tiene usted? ¿O ya ha perdido la cuenta? –le preguntó ella con ironía.
–Ahora sólo tres. La cuarta la intercambié hace por un palacio en Estambul.
–Claro –dijo asombrada, pensando que lo más parecido que ella había hecho era intercambiar con su vecino de arriba una caja de bombones caseros por macarrones con queso–. Su amigo debe de tener muchas ganas de tener un lugar privado y discreto para esconder a su amante.
–Yo no diría que Rafael Cruz sea exactamente mi amigo –replicó Jerjes–. En todo caso, ya tenía ganas de deshacerme de esa isla.
–Es comprensible –dijo Rose moviendo una mano con gesto de displicencia–. Tener tantas islas privadas en Grecia debe resultar algo aburrido. Yo he vendido recientemente las mías para adquirir unos salones de té japoneses.
Jerjes esbozó una amarga sonrisa al tiempo que movía la cabeza con gesto de resignación.
–Yo crecí en esa isla. Mi abuelo fue pescador. Pero incluso después de morir mis abuelos y haber levantado una gran mansión sobre el terreno de su vieja cabaña, nunca quise volver allí.
¡Vaya! ¡Jerjes había sido pobre una vez! Por un momento, creyó sentir cierta simpatía hacia él, pero en seguida se repuso.
–Me da usted asco –le dijo ella con acritud–. Con sus islas privadas, viajando por todo el mundo en su propio jet y secuestrando a mujeres casadas –miró por la ventanilla del coche–. ¿Por qué estamos aquí y no en su nuevo y flamante palacio turco?
–La he traído aquí porque aquí está mi casa.
–¿Me ha traído usted a su casa? Pero entonces... Lars no tendrá ningún problema en localizarle.
–Así es.
–No comprendo. ¿Qué clase de secuestro es éste?
–Ya se lo dije. No se trata de un secuestro, sino de una mera transacción comercial.
El coche se detuvo y el conductor se bajó y abrió la puerta. Jerjes salió y le ofreció la mano a Rose, pero ella, sin mirarlo, se bajó del coche sin rozarle siquiera.
–Vamos, baronesa –dijo él, recobrando su tono sarcástico–. Estoy seguro de que estará deseosa de ver el interior de su prisión.
Esa vez le hizo un gesto con la mano, pero sin tocarla. Ella se sintió aliviada. Después de la sensación tan electrizante que había experimentado cuando la había besado, tenía miedo de volver a sentir el calor de sus manos sobre su piel.
Le siguió con paso vacilante hacia la casa.
Ella había soñado siempre con hacer un viaje a Grecia, pero nunca se había imaginado que sería de aquella manera.
La grandiosa mansión blanca estaba construida sobre un abrupto acantilado, bañado por la luz de la luna. Con su arquitectura de corte frío y clásico, le dio la impresión de estar en una fortaleza. Le vino en seguida a la memoria la isla que ella veía desde su casa. La prisión de Alcatraz.
Al llegar a la entrada principal, un grupo de sirvientes que les estaban esperando saludaron respetuosamente a Jerjes y luego desaparecieron discretamente por los oscuros pasillos.
Él la llevó a la biblioteca, una sala de techos altos, repleta de libros encuadernados en cuero. Al abrir las puertas francesas de la terraza, entró la brisa fresca del mar.
–¿Tiene hambre? –le dijo él.
–No –respondió ella, cerrando los ojos para no llorar–. Sólo quiero hablar con mi familia.
–¿Se refiere a su familia verdadera? –dijo él con sarcasmo–. ¿O a su querido novio?
–Mi marido forma parte de mi familia.
Jerjes sacó su teléfono móvil, marcó un número y se lo dio a ella.
–Tenga.
–¿Es esto otro de sus trucos? –replicó ella extrañada.
–No.
Tomó el móvil, se lo llevó al oído y escuchó en seguida la voz de Lars al otro extremo de la línea.
–¡Lars!
–¿Rose? ¿Dónde estás? Un jardinero se encontró tu diadema tirada en la carretera. Tu familia está angustiada. ¿Por qué te fuiste? ¿Te dijo alguien algo que te disgustó? Sea lo que sea, yo puedo explicártelo…
–Me han secuestrado –dijo ella llorando–. Estoy en Grecia.
Se hizo un largo y tenso silencio.
–Novros –dijo él con una voz sombría–. Fue Novros, ¿verdad?
–Sí –contestó ella con la voz ahogada, pensando cómo podía haberlo sabido–. Él…
–¿Qué te dijo?
Se dio la vuelta para que Jerjes no pudiera verla llorar mientras hablaba con Lars.
–¡Oh, Lars! Me dijo todo tipo de mentiras. Me dijo que ya estabas casado, que la diadema era falsa, que toda nuestra boda había sido sólo una farsa. Mentiras y más mentiras.
Se echó a llorar, esperando que Lars le confirmara que en efecto todo era una mentira, que ella era su esposa legal y que llamaría inmediatamente a la Interpol.
Pero se produjo de nuevo un largo silencio.
–Es algo complicado de explicar –dijo él al fin en un hilo de voz.
–¿Complicado? –exclamó ella sintiendo como si le acabasen de dar una puñalada en el corazón.
–Empeñé la diadema de brillantes de mi abuela hace unos años, pero la versión de cristal es casi idéntica –dijo él como disculpándose–. Tenía intención de recuperarla, pero no encontré la ocasión propicia para hacerlo. Sin embargo, tu anillo de compromiso es auténtico.
¿Por qué hablaba tanto de joyas? ¿A quién le importaba eso?
–¿Y lo demás?
–Bueno, supongo que técnicamente se podría decir que ya estaba casado, pero la que podríamos llamar mi esposa lleva en estado de coma más de un año. Es un vegetal. Nunca la amé, pero necesitaba el dinero, ¿lo comprendes? Tengo una imagen que cuidar. Te lo juro, Rose –dijo él muy agitado–, Laetitia no significa nada para mí.
–Nuestra boda fue sólo una farsa… –dijo ella aturdida como si estuviera en una pesadilla.
–No tenía otra elección. Tú no querías hacer nada conmigo hasta que no estuviésemos casados –replicó Lars–. Contraté a un actor para que oficiara la ceremonia. Fue muy fácil. Ninguno de mis amigos sabe nada sobre Laetitia. El día después de la boda, mi estúpida mujer se estrelló en el coche contra un poste de la luz. Tú eres la única a la que amo, cariño. Eres mi mujer perfecta. La única a la quiero realmente por esposa. Siempre tuve la intención de renovar nuestros votos de matrimonio de forma legal en cuanto Laetitia muriese. Los médicos dicen que está desahuciada. Puede morirse en cualquier momento –añadió con un tono de esperanza.
–Tú… –replicó ella con un nudo en la garganta–. Tú… ¿quieres que se muera? –¡Claro que sí! Te necesito, Rose. Por favor, cariño, tienes que creerme…
Pero Rose ya no le escuchó. Dejó caer el teléfono al suelo y miró con indiferencia el anillo de brillantes que llevaba en la mano. Se había comprometido con un hombre que no era libre. Y lo que era aún peor, un hombre que trataba de hacer uso de todo tipo de argucias para justificar su engaño. Un hombre sin corazón que deseaba incluso la muerte de su esposa.
Había confiado en él. Había creído que realmente se había casado con él. Incluso horas después le habría dado su virginidad.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Todo su cuento de hadas había sido una mentira.
Sintió que le flaqueaban las piernas. Se quitó el anillo del dedo, y lo arrojó al suelo con rabia. Se cubrió la cara con las manos para que Jerjes no la viera llorar y se dejó caer en el frío suelo de mármol blanco.
Él recogió el anillo y luego el móvil, que aún no había perdido la llamada, y habló con Lars Växborg.
–Bueno, creo que tenemos un asunto pendiente –escuchó durante unos segundos con indiferencia los gritos e insultos de Lars y luego continuó impertérrito–: Esta es mi última oferta. Dejaré que conserves el castillo y el coche que compraste con el dinero de ella. Pero tendrás que renunciar a Laetitia así como al resto de su fortuna. Si no has presentado la demanda de divorcio en una semana, créeme, te arrepentirás.
De nuevo se escucharon más gritos e insultos del otro lado de la línea.
Jerjes miró a Rose con sus ojos negros y sombríos. Luego se dirigió de nuevo a su enemigo.
–Los dos sabemos que aceptarás el trato, Växborg. Hazlo lo antes posible. Tu amante es una mujer muy hermosa –dijo esbozando una sonrisa llena de sensualidad–. Cualquier hombre estaría dispuesto a hacer cualquier cosa por poseerla.