ROSE se despertó a la mañana siguiente con un sol radiante inundaba el cuarto de una claridad cegadora. Se desperezó, feliz de dejar atrás las oscuras pesadillas que habían perturbado su sueño toda la noche. Bostezó, aún somnolienta.
«Fue sólo un sueño», pensó. «Gracias a Dios, todo fue sólo un sueño».
Estaba de nuevo en su apacible habitación del castillo de Trollshelm. Era el día de su boda. El día en que juraría serle fiel a Lars durante el resto de su vida...
Tuvo sin embargo un instante de vacilación. Se incorporó bruscamente en la cama, apartando la colcha, y miró a su alrededor. Aquél no era su cuarto.
Vio que había dormido sólo con el sujetador y las bragas de seda blanca. Sintió un rubor en las mejillas al recordar a Jerjes en su cama la noche pasada, con su cuerpo casi pegado al suyo mientras le desataba los broches del liguero y le quitaba lentamente las medias de seda. Aún podía sentir el sabor de su boca cuando la había besado en el avión y cómo la había tomado en sus brazos y la había apretado contra su pecho para llevarla a la cama.
–Buenos días.
Levantó la vista y lanzó un pequeño grito tapándose de inmediato con la sábana.
Jerjes estaba en el quicio de la puerta, con unos pantalones cortos de color caqui y una camiseta negra sin mangas que dejaba ver unos brazos bronceados y musculosos.
–Buenos días –respondió ella con la voz apagada.
–Espero que haya dormido bien –dijo él con su mirada oscura y sensual–. He entrado por si necesitaba algo.
Sonrió y se sentó en la cama junto a ella dejando una bandeja de plata en su regazo. Había una cafetera de plata, cruasanes de chocolate, pastas, fruta fresca, patatas fritas y un zumo de naranja.
–¿Me ha traído el desayuno a la cama? –preguntó medio aturdida.
–Anoche parecía hambrienta.
Sí, tenía razón. Pero vio algo más que le llamó la atención. En la bandeja, además del desayuno, había un pequeño florero con una rosa. Aspiró su delicado perfume.
–¿Y esto? ¿También forma parte del desayuno?
–Me acordé de usted al ver esa flor y decidí traérsela –respondió él, encogiéndose de hombros–. Tengo un jardinero que cultiva rosas en el invernadero. Mi abuela también tenía unos rosales poliantas. Eran preciosos, lo único hermoso que teníamos entonces –se calló un instante y miró la pequeña flor rosácea–. Es tan delicada y menuda... Y sin embargo, es más fuerte de lo que parece. Crece en cualquier suelo por pobre que sea y resiste muy bien las enfermedades e incluso a los hombres. Tiene una espinas muy peligrosas –añadió mirándola con una leve sonrisa al ver su cara de asombro–. Bueno, no se extrañe, es sólo mi manera de disculparme con usted por haberla secuestrado de la forma en que lo hice. Si hubiera sabido que era inocente, que no había tratado intencionadamente de usurpar el lugar de Laetitia, habría... –se pasó la mano por el pelo esbozando una sonrisa burlona–. Bueno, creo que la habría secuestrado de todos modos, pero habría sido más amable.
–¡Vaya! –exclamó ella, muy nerviosa al estar tan cerca de él, recién afeitado y sonriéndole de aquella forma tan seductora–. Esto tiene una pinta deliciosa –dijo mirando la bandeja que tenía delante–. ¿No irá a decirme que también lo preparó usted?
–No. Pero ofrezco un servicio completo en esta prisión, alojamiento y comida incluidos.
–Estupendo –replicó ella, mirándole a los ojos–. Pero sería aún mejor si me dejase marchar.
–Creo que ya dejamos eso claro. Yo soy un hombre cruel y despiadado. Un hombre de negocios, en suma. Y usted está demasiado delgada. Déjese ya de dietas y coma.
–No he estado haciendo ninguna dieta –respondió ella, ofendida en su amor propio–. Sólo que no conseguía relajarme cuando estaba con Lars y no tenía apetito.
–¿Le encontraba acaso poco apetecible? –le preguntó Jerjes, alzando una ceja–. Bueno, ahora soy yo quien cuida de usted y tiene que comer si no quiere perder su atractivo. Y tendrá que obedecerme, al menos en esto.
Rose frunció el ceño ante su tono de mando y miró luego de nuevo al desayuno. El café tenía un aroma delicioso y los cruasanes parecían muy tiernos. Oyó el rugido de su estómago. No había comido nada desde el día anterior. ¿O quizá desde antes? No había comido ni siquiera un trozo de la tarta nupcial a pesar de ser una tarta de chocolate con nata, que era su favorita.
Se puso la servilleta y le dio un mordisco a un cruasán de chocolate.
–Ummm… ¡Qué rico! –exclamó ella, abriendo los ojos como platos.
–Así me gusta –dijo él con cara de satisfacción.
Rose dio luego un buen trago al zumo de naranja.
–Me siento relajada con usted. No necesito ser perfecta –dijo ella con una sonrisa repentina– con un hombre tan cruel como usted.
–Tiene razón, lo soy –replicó él pasándole la yema del dedo pulgar por su labio superior.
–¿Por qué ha hecho eso? –preguntó ella, estremecida con el contacto.
–Tenía el labio manchado.
Rose tragó saliva. ¿Cómo podía Jerjes, tocándola sólo con un dedo, hacerle olvidar por completo quién era y qué estaba haciendo allí?
–Vamos –dijo él–. Siga, cómaselo todo. Quiero que esté sana y hermosa cuando tenga que utilizarla en mi negociación con Växborg.
A Rose se le heló la sonrisa en la boca al escuchar esas palabras.
Negociación. Trato. Sí. Quería verla sana para tratar con ella como se hace con un caballo en una feria de ganado. Hermosa y con buenas carnes como una vaca de cría. Quizá encontrase incluso la manera de venderla al peso. Se mordió los labios y bajó la mirada hacia la bandeja.
–¿Cómo puede estar tan seguro de que yo pueda tener algún valor para él? Lars está casado. No puede sentir amor por mí. Cuando uno está casado, no puede amar a nadie más.
–¿De veras cree eso? –exclamó Jerjes con los ojos brillantes como carbones encendidos.
–¡Claro que sí! –respondió ella–. El no me ama, y yo no... No puedo volver a amarlo nunca más.
–¿Por qué no? Växborg sigue siendo un barón. Una vez que se divorcie, quedará libre y podrá casarse legalmente con usted. Pero ya no tendrá la fortuna de Laetitia. ¿Es ése el problema?
Rose soltó una carcajada.
–No me importa el dinero. Nunca lo he tenido y estoy acostumbrada a vivir sólo con lo necesario.
–¿Y?
–Él me mintió. Y eso es algo muy grave. El matrimonio es para toda la vida. Las promesas no son simplemente palabras. Cuando me case, será con un hombre que sepa lo que vale una promesa.
–Me sorprende –dijo él–. Nunca pensé que una mujer como usted fuera…
–¿Fuera qué? –preguntó ella.
–Tan… anticuada –respondió él muy sereno–. ¿Una mujer que cree en el honor y el compromiso? ¿Una mujer que no se puede comprar? No sabía que quedara aún alguien así.
Rose se ruborizó al oír esas palabras. ¿Se estaba riendo de ella, tomándola por una ingenua?
–No es tan raro –dijo en ella en su defensa–. En la ciudad donde nací, hay muchas personas que piensan como yo. Sobre todo en mi familia –se mordió los labios recordando que su familia estaría preocupada por ella y que Lars probablemente no les hubiera informado de dónde estaba–. ¿Me dejará que llame a mi madre y le diga lo que me ha pasado?
–Lo siento –replicó él moviendo la cabeza con gesto negativo–. Sería asumir demasiados riesgos. Su madre podría avisar a la policía. Cosa que sé con toda seguridad que Lars no hará.
–Está bien –susurró ella, mirando para otra parte–. La verdad es que aún no acierto a comprender cómo Lars fue capaz de algo tan horrible como organizar una boda falsa conmigo.
Jerjes le tomó la barbilla, obligándola a mirarle a la cara. Luego se acercó a ella, hasta que Rose sintió sus ojos negros despidiendo un fuego que pareció consumirla por dentro.
–Quería asegurarse de que ningún otro hombre pudiera poseerla.
–Me siento patética –exclamó tapándose la cara con las manos.
–Rose… Lo siento. No tenía derecho a llamarte ingenua ni anticuada –dijo tuteándola–. Simplemente confías en la bondad y en la buena voluntad de la gente y eso es una buena cualidad muy poco común.
Ella sintió entonces el calor de sus brazos alrededor del cuerpo.
¡No! No podía dejar que la tocara. Si le dejaba, se derretiría en sus brazos. Se echó hacia atrás, apartándose, y le miró a los ojos indignada.
–Si de verdad piensas eso de mí, déjame llamar a mi familia y decirles que estoy bien.
–Estoy seguro de que Lars ya les habrá informado –replicó él.
–No. Necesito hablar con ellos ahora.
–Ya sabes mi respuesta. No –dijo él, levantándose de la cama–. Hay una buena colección de vestidos en el armario. Elige el que más te guste y disfruta de tu desayuno.
Salió del dormitorio y Rose se quedó mirando por unos instantes la puerta.
Con un suspiro de cansancio, se levantó de la cama y se dirigió al armario. Tal como él le había indicado, había una buena colección de vestidos nuevos, perfectamente planchados, y en una amplia variedad de tallas.
Pasó las manos por aquellos vestidos, colgados de las perchas, acariciando sus finas telas. Luego miró en la parte baja, donde había un buen número de zapatos muy bien ordenados. Había trajes de todos los estilos posibles que una mujer pudiera desear, desde bikinis y vestidos de noche hasta pantalones deportivos y camisetas. Desde ropa de andar por casa hasta modelos exclusivos.
Todo lo contrario que con Lars, que había tenido siempre una idea preconcebida de cómo le gustaba que fuese vestida. No le había permitido siquiera que se quitara el traje de novia y se pusiera otro más indicado para la fiesta. «Tú estás espléndida te pongas lo que te pongas, cariño», le había dicho. «Pero prefiero que lleves las joyas y las pieles que te mereces».
Ella había tratado de decirle más de una vez que no se sentía cómoda con esas cosas, pero él nunca la escuchaba.
Llena de tristeza, se volvió a la cama y se sirvió un poco de café caliente en la taza de porcelana que había en la bandeja. Bebió un sorbo y se miró en el espejo del tocador.
Tenía un aspecto horrible. Las ojeras la hacían parecer un fantasma de Halloween. Estaba pálida y delgada. Y además el maquillaje y el rímel se le habían corrido por toda la cara.
Bebió otro sorbo de café. Se fijó entonces en el vestido de novia, arrugado y medio roto, tirado en el mismo sitio en que lo había dejado Jerjes la noche anterior. Cruzó la habitación descalza, recogió aquel vestido de alta costura con dos dedos y lo arrojó a la basura.
Se sintió mejor. Incluso tenía hambre.
Volvió a tomar la bandeja de desayuno y se echó tres cucharadas colmadas de azúcar en el café y un buen chorro de leche. El café adquirió una fragancia dulce y cremosa. Lo bebió con gusto. Estaba delicioso. Luego, dio buena cuenta del resto de los cruasanes, untados con mantequilla.
Dejó a un lado la bandeja, se quitó el sostén y las braguitas que Lars le había comprado y los tiró al suelo. Miró durante unos segundos aquellas delicadas prendas de lencería fina. Luego, les dio una patada y las echó también a la basura.
Entró en el cuarto de baño, que estaba dentro del propio dormitorio, y abrió el grifo de la ducha. Se puso debajo del chorro de agua caliente y se lavó la cara hasta borrar todos los restos del maquillaje.
Salió y se secó con una toalla. Luego tomó mecánicamente el secador del pelo, pero se detuvo antes de ponerlo en marcha.
No. No más secadores. No más pinzas, ni rizadores, ni…
Volvió desnuda al tocador, abrió un cajón y encontró un sostén normal y unas bragas blancas de algodón muy cómodas. Echó una ojeada luego al armario. Pasó por alto los lujosos vestidos de noche de satén y escogió una sencilla falda de algodón y un suéter de punto. Después de vestirse, se volvió a mirar en el espejo y respiró profundamente.
Había vuelto a recobrar su aspecto de siempre. Volvía a ser la Rose Linden de California, la chica que trabajaba de camarera para conseguir graduarse en la universidad, la hija cariñosa que llevaba pasteles a sus padres los fines de semana, y que cuidaba de sus sobrinos los viernes por la noche. Sin joyas, ni pieles, ni diademas.
Sólo ella misma.
Sus ojos sí parecían diferentes. Estaban hinchados por las lágrimas derramadas, pero había realmente algo más. Aunque ya no era una novia, seguía siendo virgen, pero sabía que ya no volvería a ser nunca más la chica idealista y romántica de antes.
Con aquella ropa informal, sin ningún tipo de maquillaje, y dejando que se le secase el pelo al aire, se sintió más libre. Se dirigió a la mesa que había junto a la terraza. Descorrió las puertas de cristal y se asomó para ver el mar mientras terminaba lo que le quedaba del desayuno, la fruta fresca, las patatas fritas y las pastas.
Se sintió bien. Una oleada de libertad corría por su cuerpo, fresca y refrescante como la suave brisa marina que se filtraba por la ventana. Dejó la taza de café y los platos vacíos en la bandeja y salió a la terraza a contemplar el azul del mar Egeo. El aire era cálido y olía a sal y al aroma de flores exóticas venidas de tierras lejanas.
La noche anterior había sentido miedo. La villa le había parecido poblada de sombras y oscuridades. Pero aquel día, a la luz del sol, la encontraba hermosa, con sus parterres de flores de color rosa al borde de aquel mar tan azul y luminoso.
Cerró los ojos para disfrutar mejor del placer de sentir en su cuerpo la brisa de la mañana, y se puso de cara al sol para recibir el calor de sus rayos como una flor que se hubiese visto privada de él durante años. Por primera vez en tres meses, no se sentía nerviosa ni estresada. Se sentía feliz.
–¡Compra! –dijo la voz de Jerjes llegando desde abajo–. Pero espera a que el precio baje a cuarenta. Para entonces habrá cundido el pánico entre los accionistas y no les quedará más remedio que vender.
Rose miró hacia abajo y le vio paseando por la arboleda que había junto a la piscina mientras hablaba por su teléfono móvil.
Ofrecía un aspecto impresionante con aquella camiseta sin mangas y aquellos pantalones cortos que dejaban al descubierto la musculatura de sus brazos y sus piernas.
Le pareció un hombre diferente. La luz del sol, matizada a través de la masa de nubes grises, contribuía a suavizar la dureza de sus facciones. No le pareció ya tan terrible como el día anterior, sino un hombre apuesto de facciones muy varoniles.
¿Es que ya no le tenía miedo? En realidad, no tenía derecho a hacerlo. Si Jerjes no la hubiese raptado del castillo, ella se habría entregado esa noche a Lars, creyendo que ser su esposa. Y habría cometido el mayor error de su vida.
–Bien –oyó decir a Jerjes por teléfono.
Él alzó de improviso la cabeza y miró en dirección a la terraza donde ella estaba.
Conteniendo la respiración, ella dio un paso atrás tratando de ocultarse en las sombras.
Un instante después, oyó el ruido seco de su móvil al cerrar la tapa.
–Rose –la llamó él desde abajo, con una media sonrisa–. Te estoy viendo.
Ella dio un paso adelante, roja de vergüenza.
–¡Ah! ¡Hola! –dijo ella, esforzándose por aparentar normalidad–. No te había visto.
–Venga, baja –replicó él con una sonrisa–. Quiero enseñarte algo.