Capítulo 8

JERJES había sentido, desde el primer instante, la presencia de Rose en el balcón, como se siente el primer rayo de sol del amanecer.

Pero había fingido no verla. Había seguido hablando por teléfono, como si tal cosa, de sus operaciones financieras por valor de varios cientos de millones de dólares. Pero mientras discutía de negocios con el vicepresidente del Grupo Novros de Nueva York, había estado contemplando a Rose disimuladamente con el rabillo del ojo.

No podía ver su expresión, pero sí su cuerpo. Llevaba el pelo suelto por los hombros y lucía un fino suéter que realzaba sus pechos y la estrechez de su cintura. Se había puesto una falda hasta la rodilla que dejaba ver parte de sus impresionantes piernas, largas y bien formadas.

Había sentido una gran excitación. Rose Linden era toda una mujer. Pero había algo en ella, tal vez su inocencia, que la hacía parecer una muchacha aún más joven de lo que era. Había sentido un súbito deseo, como nunca había experimentado antes. Y no quería aceptarlo. Él, Jerjes Novros, no necesitaba ese tipo de cosas.

Apenas la conocía, pero sabía que ejercía un cierto poder sobre él.

–Bien –dijo él al terminar su conversación telefónica.

Miró abiertamente hacia la terraza, dejando que se cruzasen sus miradas. Ella se echó hacia atrás inmediatamente, como si se hubiese quemado con un hierro al rojo vivo, ocultándose en las sombras.

Sin duda ella también percibía esa extraña afinidad que había surgido entre ellos.

Jerjes recordó la forma en que ella había temblado cuando la había besado en el avión. La había llamado «torpe», y con razón. Para ser una mujer tan hermosa, había demostrado una gran inexperiencia. Recordó la forma trémula en que había movido sus labios entre los suyos, como si fuera la primera vez. Pero aquello sólo era una verdad a medias. Porque no le había dicho que había sido también el beso más erótico de su vida. Durante los breves segundos en que ella se había entregado con pasión a su beso, él se había visto sumergido en un verdadero torbellino de deseo.

Y entonces ella le había abofeteado.

En ese momento, había sabido que sería suya.

Su promesa de no besarla hasta que ella se lo pidiera era sincera, pero estratégica. Él no faltaría a su palabra. No tendría necesidad.

Ella acabaría por rendirse a él.

Seducir a la amante de Växborg, antes de utilizarla como moneda de cambio para su negociación con el barón, sería el golpe de gracia contra su enemigo.

Cerró la tapa de su teléfono móvil con un golpe seco y alzó la vista para mirar hacia la terraza vacía. Sólo pudo ver las buganvillas de color fucsia a la sombra de las nubes que eclipsaban pasajeramente al sol.

–Rose –le dijo él con una media sonrisa–. Te estoy viendo.

Ella, ruborizada, dio entonces un par de pasos hacia adelante.

–¡Ah! ¡Hola! –dijo visiblemente avergonzada–. No te había visto.

–Venga, baja. Quiero enseñarte algo.

Pero ella no le hizo caso.

–¿Qué es? –exclamó ella inclinándose ligeramente en la barandilla de la terraza.

A decir verdad, lo que él quería enseñarle era su cama, que lo viera desnudo y que supiera el placer que él podía darle acariciando cada palmo de su piel con la lengua. Pero sabía que todo eso tendría que esperar.

–Mi casa –dijo él con mucha naturalidad–. Puede que tengas que quedarte aquí por un tiempo y sería conveniente que la conocieras bien.

–Gracias, pero me quedaré aquí. En mi habitación. «Donde estoy más segura», pareció dar a entender por el tono de su voz.

–Vamos, Rose –dijo él muy cordial–. No estás en una prisión. No veo ninguna razón por la que no puedas disfrutar de esta casa estando aquí conmigo. Baja un momento.

–No, te lo agradezco de veras, pero… Hasta luego.

Rose se metió en su dormitorio.

Estuvo a punto de soltar una carcajada. Seducirla iba a resultar aún más fácil de lo que había pensado. Si obraba con astucia, la tendría rendida en su cama antes del mediodía.

Si ella no bajaba, él subiría a por ella. Silbando una vieja canción popular griega, entró en la casa y se dirigió por el pasillo hacia las escaleras.

Pero, en ese instante, sonó su móvil.

–Novros –respondió él.

–Déjame hablar con Rose –le dijo Lars Växborg.

Al oír la voz malhumorada del aristócrata, Jerjes cambió el rumbo de sus pasos y se dirigió a su despacho privado. Se acercó a la ventana con vistas al mar y respondió con frialdad:

–¿Has arreglado ya lo del divorcio?

–Prácticamente. Estoy en Las Vegas. He firmado todos los papeles. Puedes darlo por hecho. Ahora, déjame hablar con ella.

–No –respondió él con firmeza.

Iniciar un proceso de divorcio no significaba nada. Los dos lo sabían muy bien. Hasta la resolución final, podía anularse en cualquier momento. Jerjes se sentó en la silla.

–Se lo exijo –dijo Lars muy enfadado.

–Podrá hablar con ella cuando cerremos el trato.

–¡Maldito sea! ¿La ha tocado? ¡Dígamelo! ¿La ha besado?

–Sí –respondió Jerjes saboreando el momento.

–¡Es usted un malnacido! ¿Y qué otra cosa ha…?

–Sólo un beso –le cortó Jerjes, aunque añadió de forma malévola–: De momento.

–¡Cerdo asqueroso! ¡No se atreva a tocarla! ¡Ella es mía!

–Concluya los trámites del divorcio y devuélvame a Laetitia lo antes posible. Si no, me olvidaré de mis deberes como anfitrión y me divertiré con su presunta novia. Gozaré de ella hasta que se olvide de su nombre.

–¡No se atreva a tocarla, malnacido! –exclamó Växborg casi gritando–. Ni se le ocurra.

Jerjes colgó, con una sonrisa de satisfacción. Luego oyó un ruido y se dio la vuelta.

Rose estaba de pie junto a la puerta.

–¿Lo has oído todo?

–Acabo de llegar... bajé a ver... –dijo Rose con la voz entrecortada–. ¡Intentaste seducirme sólo para vengarte de Lars! Tu promesa de no volverme a besar fue una sucia patraña.

–No, Rose, escucha…

Ella se tapó los oídos con las manos.

–No trates de engañarme. Eres un mentiroso –le dijo ella retrocediendo hacia la puerta–. ¡Eres igual que él!

Se volvió y salió corriendo del despacho.

Jerjes soltó una maldición y salió corriendo tras ella. Para ser una mujer tan pequeña, corría bastante de prisa. Antes de que llegara a atravesar la puerta de su despacho, ella ya había recorrido todo el pasillo y había salido por la puerta trasera de la villa. Una vez fuera, la persiguió por los alrededores de la piscina y por la ladera que conducía al viñedo.

Una masa de nubes grises había oscurecido el cielo cuando al fin dio con ella. Rose trató de escapar, luchando con tesón y arañándole.

–¡Déjame! ¡Mentiroso!

Él la acorraló contra un tosco muro de piedra.

–Deja de llamarme mentiroso. Yo siempre cumplo mis promesas –afirmó él–. Siempre.

–Pero te oí decir que…

–Sólo trataba de asustar a Växborg diciéndole lo que podría hacer contigo. Es la única manera de que se divorcie de Laetitia y renuncie a su fortuna.

–¿Por qué tienes tanto afán en rescatarla? –preguntó Rose–. ¿Qué representa para ti?

«No se lo digas a nadie. Nunca», Jerjes recordó la primera y última vez que habló con Laetitia, la furia en sus hermosos ojos. «¿No tuviste bastante destruyendo a mi padre y ahora quieres matar también a mi madre? No debes decir una palabra de esto a nadie. ¿Me oyes? Prométemelo».

Jerjes escuchó entonces a lo lejos un trueno bajando del cielo. Aún podía sentir el mismo vacío en el estómago de aquel día.

Miró a Rose, a la mujer que sujetaba entre sus manos. Era tan pequeña, pero tan increíblemente bella… Oyó su aliento. Contempló sus grandes ojos turquesa. Parecían un mar de emociones para un hombre a punto de ahogarse. Sus labios, sonrosados y carnosos, limpios de maquillaje.

Jerjes apretó los puños, tratando de controlarse y la soltó.

–No te mentí –dijo él suavemente–. No volveré a besarte a menos que tú me lo pidas.

Bajo las sombras amenazantes de la tormenta que se avecinaba, Rose echó la cabeza atrás para mirarlo.

–Entonces, ¿no tienes intención de seducirme?

–Claro que sí. No puedo pensar en otra cosa. Pero te di mi palabra. No volveré a besarte.

–¡Oh! –exclamó ella, suspirando aliviada–. ¿Te dijo Lars si estaba dispuesto a aceptar tus condiciones a cambio de que me dejaras libre?

–En su arrogancia, el muy estúpido cree que acabará ganando otra vez tu corazón.

–Eso nunca –dijo ella con los ojos encendidos–. Ayer me salvaste de cometer el mayor error de mi vida. Y ahora estás manteniendo tu promesa. Empiezo a creer que, a pesar de todo, no eres tan malvado como él. Quizá no seas...

–Sí –replicó él–. Lo soy. Soy tan malvado como él.

–Pero lo estás arriesgando todo para salvar a Laetitia.

–Tengo mis razones para hacerlo… Prometí protegerla.

–¿Lo ves? –exclamó Rose–. Eso viene a confirmar lo que pensaba de ti.

Jerjes esbozó una leve sonrisa. Tenía a gala mantener su palabra desde que, siendo un niño triste y solitario de cinco años, abandonado por sus padres, había jurado que algún día los encontraría.

–Yo mantengo mis promesas –dijo muy serio, mientras un relámpago quebraba las nubes negras.

–¿Quién es Laetitia, Jerjes? –le preguntó Rose, acercándose a él–. ¿Es amiga tuya?

Ya no parecía enfadada. Le tocó el brazo tímidamente con una mano y por primera vez lo miró con interés y ternura.

Tuvo que luchar consigo mismo para no estrechar aquel pequeño cuerpo entre sus brazos.

–¡Qué importa eso!

–¿Es… tu amante? ¿La quieres?

Jerjes la miró fijamente mientras comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia del cielo gris.

–Sí. La quiero.