Capítulo 10

TE mereces algo mejor que un hombre como yo». A la mañana siguiente, Jerjes se despertó con el cuerpo entumecido y la espalda dolorida tras haber pasado la noche en una hamaca de la playa. Aún no se lo podía creer.

La había tenido. Desnuda y dispuesta para él. Había visto cómo se había estremecido ante sus caricias. La había tenido. Había sentido su deseo, pidiéndole sin palabras que la besara. No habría necesitado romper su promesa. Habría sido la cosa más fácil del mundo.

Si hubiera esperado un poco más, habría sido suya. Habría conseguido al mismo tiempo satisfacer su venganza y lograr su recompensa. Y sin embargo, la había dejado allí en la bañera, con el cuerpo cubierto de espuma.

Después de la salir de la habitación, se había quitado la ropa y se había metido desnudo en el mar para limpiar su cuerpo del polvo. Y para limpiar su alma de deseo.

«Te mereces algo mejor que un hombre como yo».

Se peinó el pelo con las manos y movió el cuello para estimular sus vértebras doloridas. Había pasado toda la noche al aire libre.

Se maldijo en silencio. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué había sido tan considerado con ella?

«Seguiré teniendo fe...».

Creyó oír su voz de nuevo como una música, y recordó la forma en que ella le había mirado con sus profundos ojos azules.

«No concibo una vida sin amar desinteresadamente a una persona y ser correspondida por ella». Sonrió amargamente. Su frustración y la mala noche que había pasado le nublaban la razón.

Había llegado a las Maldivas el día anterior lleno de optimismo, después de que el jefe de sus guardaespaldas le hubiera dicho que habían visto a Laetitia por allí. Si podía encontrarla y llevarla sana y salva a un centro médico para que la atendieran debidamente, no tendría necesidad de tratar con Växborg. Una vez que Laetitia se recuperase, podría divorciarse, y Rose…

Rose podría ser sólo suya.

Pero después de un año, todas las pistas habían resultado falsas. Casi había perdido la esperanza. La pequeña cabaña al final del camino de aquella isla desierta había resultado estar abandonada. Unos vecinos le habían dicho que habían visto por allí a una mujer que se parecía a Laetitia, pero que se había marchado hacía dos días y no sabían a dónde había ido. A su cuidadora, una vieja mujer desdentada que no hablaba inglés y no tenía ningún conocimiento médico, le habían pagado en efectivo. La mujer le dijo que la joven, que estaba siempre dormida, aún vivía. Eso fue todo lo que supo decirle.

Al volver a la cabaña la noche anterior, había visto a Rose durmiendo plácidamente en la mesa de la playa y se había quedado mirándola. Estaba allí sola, a la puesta del sol, con aquellas gasas vaporosas que llevaba sobre su bikini rosa. Y, de repente, se le había ocurrido la forma de paliar su frustración, de buscar a la vez consuelo y placer.

Antes incluso de que la tocara en el hombro para despertarla, ya había decidido poseerla. Pero no la obligaría a hacer nada que ella no quisiera. Quería que se entregase a él por su propia voluntad.

Sabía que, como cualquier otra mujer, se rendiría si lograba convencerla de que era ella la que controlaba la situación.

El poder era un gran afrodisíaco.

Y, si él no se hubiera ido, Rose se habría rendido.

¿Por qué?, se dijo él, con gesto cansado. ¿Por qué lo había hecho? ¿Porque le gustaba? ¿Porque ella era buena persona? ¿Porque la admiraba? Pensó de nuevo en su cuerpo seductor. Frunció el ceño. La próxima vez, no tendría piedad.

–¿De verdad dormiste ahí toda la noche?

Volvió la cabeza al oír aquella tímida voz y vio a Rose de pie junto a la hamaca ataviada con un vestido playero blanco. Iba sin maquillar y su cara estaba algo bronceada. Llevaba el pelo suelto por los hombros. Tenía un aspecto verdaderamente juvenil.

–Sí –respondió él escuetamente.

–No tenías por qué haberlo hecho. Podías haber dormido en el sofá. No muerdo, ¿sabes? –dijo ella con una trémula sonrisa.

–Yo sí.

–No te tengo miedo.

Al ver aquella radiante sonrisa, él sintió en el pecho algo parecido a un dolor.

El sol había hecho acto de presencia en aquella mañana espléndida, tiñendo el cielo de color rosa sobre las aguas cristalinas. Las palmeras se mecían al soplo de la brisa del mar que hacía ondear también el pelo de ella.

Fue entonces cuando lo leyó en sus ojos. Rose se preocupaba de verdad por él.

La idea le produjo un vacío en el estómago. Saltó de la hamaca con tal rapidez que casi se cayó.

–¿Estás bien?

–Muy bien –contestó él, incorporándose algo irritado.

–¿Por qué te marchaste anoche de esa forma?

–Por tu propio bien –respondió él queriendo dar por zanjado el asunto.

–No te entiendo.

–Dejémoslo así. Créeme, dormiste mejor anoche sin mi compañía.

–No –dijo ella mirándolo fijamente–. Te equivocas. No pude dormir nada. Me pasé la noche pensando en ti.

Jerjes no pudo apartar la mirada de aquel rostro angelical.

Sentía un deseo loco por su cuerpo. Deseó llevarla a la playa desierta, arrancarle lo que llevaba puesto, tenderla desnuda sobre la arena y luego besarla y pasar la lengua por cada centímetro de su piel. Quería estar dentro de ella, llenarla por completo, hasta saciarse de ella, y hacerla olvidar a todos los amantes que hubiera tenido, hasta que la oyese gritar su nombre desesperadamente.

Pero allí, de pie junto a ella, trató de controlarse apretando los puños para no acercarse más a ella y besarla.

–¿Y por qué estuviste pensando en mí?

–Quieres dar la impresión de que eres un hombre egoísta y cruel. Pero he llegado a la conclusión de que eres un hombre bueno.

–Yo no soy bueno –dijo él con voz de trueno, poniendo las manos en sus hombros y mirándola intensamente–. Eres tú la que eres...

–¡Oh! –exclamó ella sonrojándose–. Yo no soy tan buena. En realidad, me he sentido bastante mal alejándote de tu cama… Del sofá, quería decir.

Rose estaba avergonzada, como si se sintiera culpable. Cuando había sido él el que había alquilado aquella cabaña para seducirla.

–No te preocupes por eso –replicó él mirándose la ropa manchada ahora por el sudor–. Una noche bajo las estrellas es justo lo que necesitaba.

–Aun así, me hace sentirme mal. Prométeme que no volverás a dormir fuera. Y ahora vayamos dentro. He preparado algo para desayunar.

–¿En serio? –dijo él con una sonrisa–. ¿Debo tomar eso como un premio? ¿O como un castigo?

–¡Yo sé cocinar! –exclamó ella, sacando la lengua–. Lo de la pasta de ayer no fue culpa mía. Pensé que con los fideos de arroz saldría igual la receta.

–¿Estás segura de que no tienes miedo de quedarte a solas conmigo en la cabaña? –preguntó él ardiendo de deseo, y luego añadió al verla asentir con la cabeza–: ¿Cómo lo sabes?

–Puedo sentirlo. Además, me diste tu palabra –dijo ella con una amplia sonrisa.

Ella se dirigió a la cabaña. Él se quedó mirándola unos segundos y luego la siguió, admirando las suaves curvas de su trasero moviéndose al ritmo de sus caderas. Estaba empezando a estar un poco más rellenita, observó con satisfacción. Le vino de repente una imagen de Rose, redondita y embarazada de un hijo suyo.

«¡Por Dios santo!», se dijo parándose en el sitio y dándose una palmada en la frente. «¡Qué cosas me vienen a la cabeza!»

–Por aquí –dijo ella.

Jerjes entró en la cabaña y vio que todo estaba limpio y ordenado. Pasó por el dormitorio y salió a la terraza. El jardín conservaba aún su frescor a esas horas de la mañana. Vio que ella había puesto una pequeña mesa para dos. Junto a la cafetera, había una fuente con tostadas y mantequilla, un bol de frutas muy bien cortadas y unas flores.

–¿Lo ves? –dijo ella con una reluciente sonrisa. ¿Lo ves como sí sé cocinar?

–¿Lo dice por las frutas y las tostadas?

–Quería que la señora Vadi se quedase en casa hasta que su hija se pusiera bien. Eso no es nada malo, ¿verdad? –dijo ella con una sonrisa– Esto es lo único que sé hacer. Sé que no soy una gran cocinera, se me da mejor la limpieza. La casa está ahora más limpia, ¿no te parece?

Él apenas se había fijado en lo reluciente que estaba todo. Nunca se fijaba en el trabajo de sus empleados, daba por sentado que era su obligación hacerlo todo correctamente.

–¿Es ésa la idea que tienes de unas vacaciones? –preguntó él, apartándole un mechón de la cara–. Nunca he conocido a nadie como tú, Rose. Ese interés que te tomas por la gente, tratando de ayudarla, sin pensar nunca en ti misma. Somos tan diferentes...

–No es verdad –dijo ella inclinándose hacia él.

Era una reacción desafiante, muy propia de ella, pensó.

¿Cómo podía pensar que había algo bueno en el alma de él?

Porque era una ingenua. Algo que sería evidente cuando él la sedujera, acostándose con ella con el único propósito de satisfacer su deseo egoísta y hacerle el mayor daño posible a su enemigo. Y luego la vendería por Laetitia.

Ella alargó la mano y le acarició la mejilla.

–Eres un hombre bueno. Sé que lo eres. ¿Por qué lo hace, Jerjes? ¿Por qué te empeñas en pasar por un hombre cruel, sin corazón?

Jerjes sintió un fuego en el cuerpo al contacto de su mano. No pudo soportarlo y apartó la cabeza bruscamente. Era la misma reacción extraña que había tenido la noche anterior.

Ella lo miró sorprendida.

«Te mereces algo mejor que un hombre como yo».

Jerjes Novros, el hombre que se había enfrentado a magnates y hombres de negocios, astutos, déspotas y corruptos, se sentía indefenso ante una mujer sencilla de corazón tierno.

Rose debía haberse levantado muy temprano, antes del amanecer, para preparar aquellas flores, cortar la fruta y preparar el desayuno. Lo había hecho ella misma para que así el ama de llaves pudiera quedarse en casa atendiendo a su hija enferma.

–Discúlpame –dijo él–. Necesito darme una ducha... Vuelvo en seguida.

Se fue corriendo al cuarto de baño y se dio una ducha de agua fría. Pero ni todo el hielo del Ártico habría podido apagar el fuego que sentía por dentro. Por ella.

Era la única mujer pura que había conocido en su vida. ¿Qué otra mujer se habría levantado tan temprano para ayudar desinteresadamente a una desconocida?

Él no lo habría hecho. Habría pensado que la mujer le estaba mintiendo para no trabajar y, en cualquier caso, habría evitado involucrarse en el asunto. Rose, sin embargo, había decidido ayudarla sin pensarlo dos veces.

Cerró el grifo de la ducha, se secó y se puso unos pantalones cortos de color caqui y una camiseta ajustada de color negro.

Se dirigió de nuevo al jardín de la terraza donde Rose le estaba esperando.

El deseo que sentía por ella seguía tan vivo como antes. Pero, ¿sería capaz de seducir a una mujer como ella? ¿A una mujer que veía siempre lo mejor de los demás, incluso de él?

Pero él la deseaba y no estaba acostumbrado a controlar sus pasiones. Era la primera vez que se había resistido a seducir a una mujer.

–Debes de estar hambriento –le dijo Rose sonriente cuando él se acercó a la mesa–. ¿Café o té?

–Café –respondió él, dejándose caer en la silla.

–¿Con leche o...?

–Solo.

Sentada en la silla junto a él, Rose le sirvió el café en una taza de porcelana, con la desenvoltura y los modales de una dama victoriana. Él se tomó de un trago aquel líquido negro y caliente, y se quemó la lengua.

Sintió el dolor como un bálsamo. Él podía soportar el dolor. Lo que no podía aguantar era el deseo que sentía por ella.

–Lo siento –dijo ella contrariada.

–¿Por qué?

Ella se humedeció los labios. Él sintió un fuego quemándole por dentro cuando vio su lengua rosada deslizándose de un lado a otro de sus labios.

–Por privarte anoche de tu cama.

Sí, ella tenía la culpa. Pero no por lo que ella pensaba. Se pasó la mano por el pelo mojado.

–Más –dijo él empujando la taza hacia ella–. Por favor.

Rose le volvió a llenar la taza.

Era sin duda una mujer muy hermosa y tradicional. Jerjes pensó que era de ese tipo de mujer que cualquier hombre desearía tener al llegar a casa.

¡Por Dios santo! ¡Qué pensamientos! Antes le había venido la imagen de ella embarazada y ahora se la estaba imaginando esperándole en casa al llegar del trabajo. Él estaba destinado a estar solo. Siempre lo había estado y siempre lo estaría.

Tomó otro trago de café.

–¿Quieres un poco de mermelada con las tostadas? –le preguntó ella.

–No, me gustan solas –dijo tomando una y devorándola en unos segundos.

Se produjo entonces un largo e incómodo silencio. Sólo se oía el graznido de las gaviotas y el batido de las olas del mar.

–¿Tienes alguna noticia de Lars? –preguntó ella para romper el hielo.

–No –respondió él secamente.

Había vuelto a fracasar. No había conseguido dar con el paradero de Laetitia. La idea de que tendría que entregar a Rose a otro hombre le enfureció tanto, que sintió deseos de dar un golpe en la mesa. Decidió, sin embargo, comerse otra tostada.

–Debes de estar hambriento –repitió ella, sin saber qué decir.

Jerjes se limpió la boca con la mano y la miró detenidamente. Su cuello de cisne, la forma en que sus senos se marcaban bajo la fina blusa de algodón, la esbelta curva de su cintura… Estaba tan cerca de ella, que podía oler su perfume mezclado con el de las flores y admirar su cabello largo y dorado como los rayos del sol de la mañana. Llevaba el pelo al natural, sin peinar, como si acabase de hacer el amor. Como si, en lugar de haberse ido él a duchar, hubiera tirado todo lo que había allí encima de la mesa de un manotazo, le hubiera arrancado la ropa, la hubiera puesto desnuda sobre la mesa y la hubiera hecho el amor apasionadamente.

Pero tenía que aguantar sus impulsos. Por una vez en la vida, tenía que comportarse como era debido con otra persona. No podía seducir a una mujer como Rose sabiendo el daño que le haría, sabiendo que después de amarla se vería obligado a entregársela a Växborg como un juguete usado.

–Växborg está en Las Vegas –dijo él al fin–. Se pondrá en contacto conmigo en cuanto ultime los trámites de su divorcio. Espero que sea sólo cuestión de días.

–¿Se puede divorciar uno tan fácilmente?

–Un divorcio normal en Las Vegas suele llevar por lo general un par de semanas, pero estoy haciendo uso de mis influencias para acelerarlo.

–Ya veo… Debes de estar deseando volver a verla.

–¿Y tú? –dijo él con amargura–. ¿Estás también deseando volver a estar en los brazos de Växborg?

Ella se volvió hacia él, con una expresión de desconcierto en sus grandes ojos verde mar.

–¡Sabes muy bien que no!

Sí, él lo sabía, pero sabía también que era tan bondadosa, que quizá podría, con el tiempo, acabar perdonando al barón. Y ese pensamiento le puso furioso.

–Deberías saber que no fuiste la única amante que él tuvo una vez casado.

–¿Cómo?

–Ha tenido al menos cinco o seis.

–Debes de pensar de mí que soy la mujer más estúpida del mundo –replicó ella dejando su taza de café sobre la mesa–. ¡Creer que Lars se casaría legalmente con alguien como yo!

Jerjes la miró fijamente y tomó su mano entre las suyas.

–¿Alguien como tú? Tú no eres una mujer cualquiera. Eres una mujer muy especial. Eres la única que él deseaba tener.

Como si el contacto de sus manos la quemara por dentro, ella apartó la suya y desvió la mirada.

–Aún no comprendo lo que estaba haciendo en San Francisco cuando nos conocimos. Me dijo que estaba buscando oportunidades de negocio –dijo ella con una leve sonrisa–. Pero yo nunca le he visto trabajando.

–Hay una clínica al este de San Francisco que tiene fama de ser el mejor centro médico del mundo en problemas cerebrales. Al principio pensé que habría llevado allí a Laetitia, pero luego averigüé que la había dejado en una vieja cabaña de las montañas antes de regresar a San Francisco para tramitar la venta de una de las propiedades de la familia de ella.

–¿Una cabaña?

–Sí, una cabaña vieja y abandonada, sin electricidad ni agua corriente –respondió él con expresión sombría bajando la mirada–. Cuando llegué, me encontré unos restos de brasas en la chimenea, una manta tirada en el suelo y una bolsa abierta de patatas fritas. Pero Laetitia ya no estaba. Desde entonces, he estado siguiendo todas las pistas que me han llegado, buscándola por medio mundo y registrando desesperado una clínica tras otra, tratando de encontrarla antes de que Lars consiguiera su deseo de verla muerta.

–Todavía no me puedo creer que sea tan cruel.

–Lo comprendo –dijo él con una amarga sonrisa–. El amor a veces nos ciega los ojos.

–¿Cómo puedes aún creer que le siga amando? –exclamó ella conteniendo las lágrimas–. ¿Qué te pasó para ser tan cínico y duro?

–Sólo sé que cuando las personas creen estar enamoradas –replicó él sin poder evitar un tono de burla en la voz– suelen engañar a los demás o engañarse a sí mismas.

–Sin embargo tú mismo has dicho que la quieres.

–No la abandonaré –contestó él, apretando los dientes–. No dejaré que se muera sola y abandonada. No lo permitiré.

Jerjes pudo ver las preguntas que pugnaban por salir de su boca. Rose se inclinó hacia él como tratando de consolarle. Pero él no podía dejar que se acercara más. El deseo que sentía hacia ella le convertía en un hombre indefenso, vulnerable. No podía imaginar lo que pasaría si además de desear su cuerpo, empezase a desear también ser algún día el hombre bueno que ella pensaba que era.

–Laetitia no tenía ni dieciocho años cuando se casó con Växborg en Las Vegas –continuó diciendo él–. Después de una fuerte discusión, ella se marchó sola con el coche. Supongo que había decidido dejarle. Fue entonces cuando se estrelló con el coche –apretó con rabia las manos por debajo de la mesa–. He estado buscándola durante un año. Pero siento como si hubiera estado perdiendo el tiempo. He fracasado.

Jerjes bajó la cabeza, desolado. Sintió entonces los brazos de Rose. Se había levantado de la silla y arrodillada junto a él le estaba abrazando en silencio.

Por un instante, aspiró el perfume del sol y de las flores. Se sintió reconfortado. Aquello era ridículo. Nunca le había protegido nadie. ¿Cómo podía sentirse tan seguro en los brazos de una mujer, mucho más pequeña que él, que no tenía ni su poder ni su dinero?

Pero no, no era cierto. Rose tenía un poder increíble, una fuerza como nunca había visto antes. Había conseguido cambiarle. Le hacía sentirse... como si estuviera en casa.

–Una vez me dijiste que todo se podía comprar, que todo tenía un precio –dijo ella.

–Sí –contestó él abriendo los ojos, sorprendido.

–Entonces, ¿por qué no le das a Lars la fortuna de Laetitia?

–¿Pretendes que le premie? –exclamó él fuera de sí–. ¿Que le dé una recompensa por querer dejarla morir?

–Sería la solución más fácil.

–Puede ser, pero yo quiero justicia. Växborg no recibirá nunca un céntimo.

–Lo comprendo –dijo ella con una sonrisa trémula–. Eres un hombre de principios. Pero hay un pequeño problema en el que no sé si te has parado a pensar. ¿Qué pasaría si Lars cambiara de opinión y no estuviera dispuesto a renunciar a todo por mí?

–No lo hará –respondió él acariciándole la mejilla–. Un hombre haría cualquier cosa por tener a una mujer como tú. Sería capaz incluso de vender su alma –hizo ademán de acercarse a ella pero se contuvo–. Creo que debo irme –dijo levantándose de la mesa.

–Quédate –dijo ella, agarrándolo del brazo y mirándole a los ojos.

–Si me quedo… –susurró él con un hilo de voz–. Te besaré.

–Lo sé.

–¿Sabes lo que estás diciendo?

–Sí –contestó ella–. Bésame.