A LA mañana siguiente, Rose se despertó, acunada en sus brazos, en la cama del dormitorio y contempló las luces rosadas del amanecer.
Habían pasado toda la tarde y la noche del día anterior en la cama. Apenas habían salido del dormitorio unos minutos para ducharse y tomar algo en la cocina.
Lo miró ahora mientras dormía. Su rostro apacible parecía más joven que nunca, casi infantil. Había dormido abrazada a él toda la noche, después de haber hecho el amor varias veces. Era la felicidad absoluta. El paraíso. El éxtasis total.
¿Por qué se sentía tan cerca de él, tan ligada a él? ¿Porque le había entregado su virginidad? ¿No se estaría engañando a sí misma como le había ocurrido con Lars, imaginándose que Jerjes era el hombre que satisfacía todos sus sueños románticos?
«No crea que soy una buena persona», le había dicho él muy serio. Pero ella no quería creerlo. ¿Cómo podía hacerlo cuando cada centímetro de su piel y de su cuerpo le decía lo contrario? Además, él había mantenido su promesa. Incluso le había aconsejado que estuviese muy segura antes de dar ningún paso. Ella había sido la que le había pedido que la besara, la que le había entregado su virginidad por voluntad propia.
Y no lo lamentaba.
Sin embargo…
Había pensado que podría mantener relaciones sexuales sólo por placer, sin necesidad de sentir amor por el hombre con el que estuviera. Pero ahora se daba cuenta de lo estúpida que había sido al creer tal cosa. Ella no podía separar los sentimientos de esa manera.
–¿Arrepentida? –le dijo él en voz baja a su lado, como si hubiera estado leyéndole el pensamiento.
–No –respondió ella con una sonrisa trémula–. De hecho, creo que debería haber hecho esto hace ya mucho tiempo.
–Pues yo me alegro de que no lo hicieras –replicó él, dándole un beso lleno de ternura y luego añadió al notar una cierta preocupación en su mirada–: ¿Qué pasa, Rose? ¿Sigues pensando en Växborg?
–No.
–Aún le amas, ¿verdad?
–No –respondió ella–. Creo que nunca lo amé.
–Me alegra oírlo.
Jerjes clavó en Rose sus profundos ojos negros y ella se sintió totalmente perdida. Sus recuerdos de Lars parecían una gota de rocío comparados con el océano de emociones que él le inspiraba en ese momento.
Pero sabía que no podía enamorarse de Jerjes después de lo que él le había dicho. ¡No podía ser tan estúpida e ingenua!
Se incorporó en la cama bruscamente.
–¿Rose? –exclamó él sorprendido.
–Estoy bien –respondió ella con una sonrisa forzada, tratando de contener las lágrimas–. Lo de anoche fue maravilloso.
–Fue tu primera vez –dijo él con añoranza, poniendo las manos sobre la almohada por debajo de la cabeza–. Sí, fue realmente maravilloso –añadió acariciándola con la mirada.
–Bueno, no tienes de qué preocuparte –dijo ella desviando la mirada–. No voy a atosigarte para que me regales un anillo de compromiso.
–Eso está bien –replicó él–. Los dos sabemos que yo no soy de ese tipo de hombres que iría a pedirte a casa de tus padres. No tengo madera de marido, ni de padre.
–Ya…
–Lo digo en serio –dijo él, incorporándose en la cama y sentándose a su lado con gesto serio–. ¿Crees que Växborg es un egoísta malnacido? Pues bien, yo soy peor.
–Si tú lo dices…
–No sería bueno para ninguna mujer. Y menos para una mujer como tú. Rose... –se inclinó hacia ella y tomó sus manos entre las suyas–. Tú te mereces ver cumplido tu cuento de hadas y ambos sabemos que yo no soy tu caballero de la blanca armadura.
–No necesitas darme explicaciones –replicó ella con la voz quebrada, apartando las manos–. Estoy bien. En pocos días, ultimarás el trato con Lars y yo regresaré a casa y encontraré en California un hombre con el que pueda compartir un amor de verdad. Un hombre honrado, cariñoso y fuerte, al que pueda amar el resto de la vida.
Se produjo un silencio largo y tenso.
–¿Y si nunca llega? –preguntó él en voz baja.
–Entonces me quedaré sola y viviré en soledad hasta que me muera.
–Eso no va a suceder –dijo él pasándole un brazo por la espalda y acunándola sobre su pecho desnudo–. Tendrás una vida feliz. Ya lo verás. Te mereces todo lo bueno de este mundo.
Rose sintió sus manos acariciándole el pelo antes de que se inclinara para besarla. Su beso fue tierno y dulce, nada que ver con la intensa pasión de la noche anterior. Embargada de emoción, sintió las lágrimas ardiéndole en los ojos.
¿Por qué sentía aquel dolor en el corazón? ¿Era por la alegría y la pasión desbordadas de estar en sus brazos? ¿O por la pena de saber que aquello iba a terminar muy pronto?
Su beso se hizo más apasionado. La agarró por las caderas y rodaron juntos en la cama hasta que ella quedó encima de él. Jerjes le acarició la espalda desnuda, haciéndola sentir un escalofrío. Rose, tendida sobre él, le contempló pensando que nunca había visto a un hombre que a la vez fuera tan hermoso y rudo. Su rostro, sin afeitar, le daba un aspecto más viril. Tenía además el pelo revuelto después de su larga noche de amor. El cuerpo bronceado y musculoso. Los hombros anchos y rectos, el vientre plano, y las piernas y los muslos duros y firmes como troncos de árboles.
Jerjes no era como los hombres que había conocido. Si no era el príncipe azul, entonces era el príncipe negro de sus sueños de nocturnos.
La sujetó por las caderas y la levantó como una pluma, luego la fue bajando lentamente hasta que se quedó sentada sobre él. Y mientras bajaba, iba corrigiendo la posición de su cuerpo para poder penetrarla, muy suavemente, centímetro a centímetro, ante los gemidos de ella. Rose echó la cabeza atrás, ofreciéndole el cuello. Sus ojos miraban extraviados a algún punto lejano e invisible. Él la llevaba y la enseñaba a cabalgar sobre él, pero dejándole imponer su propio ritmo. La tensión fue creciendo en una vorágine de pasión y deseo hasta que ella explotó finalmente con un grito de placer. Segundos después, él llegó al clímax con un empuje profundo y definitivo, gritando su nombre con un rugido tal, que podría haber pasado por el de algún animal salvaje. Ella, completamente exhausta, se desplomó encima de su cuerpo, y se quedó temblando sobre él varios minutos.
Más tarde, mientras dormían uno en los brazos del otro, Rose abrió los ojos y contempló con la mirada perdida la luz del sol que brillaba en el mar.
Ya no podía seguir negando sus sentimientos.
Jerjes la había aceptado tal como era. Tal vez porque él también había acabado aceptándose a sí mismo. Él sabía que no era perfecto y ella pensó que tampoco necesitaba serlo. Los dos tenían sus defectos, pero podían seguir siendo... amigos.
¿Amigos? La amistad no era el sentimiento que mejor describía lo que ella sentía en su corazón.
Pero ella sabía que eso no le traería más que sufrimientos. Aunque Jerjes se mostrase tan considerado con ella, sabía que tendría que dejarla ir a cambio de Laetitia. Era sólo cuestión de tiempo.
«Mis sentimientos por Laetitia son más bien de naturaleza familiar», le había dicho. ¿Sería su prima? ¿Su sobrina? ¿La hija de un viejo amigo? ¿Quién podría ser?
De lo que sí que estaba segura era de que Jerjes Novros cumplía siempre sus promesas. Y a pesar de todas sus advertencias, ella le había dado no sólo su cuerpo, sino también su corazón.
Fuera, el sol era brillante y luminoso, y los pájaros de la mañana cantaban alegremente en el cielo azul.
Rose lloró en silencio en sus brazos mientras él dormía.
Estaba enamorada de Jerjes. Y sabía que su relación sólo podía terminar de una manera. Con el corazón roto.
Un sonido persistente parecido a un zumbido, que parecía provenir del suelo del dormitorio, despertó a Jerjes de su plácido sueño reparador. Abrió los ojos somnoliento y vio que estaba sonando el teléfono móvil que había dejado en un bolsillo del pantalón, junto a la cama. Miró a Rose. Seguía durmiendo dulcemente con una sonrisa en los labios.
Se bajó de la cama con mucho cuidado para no molestarla. Habían dormido muy poco las últimas horas.
Tomó el móvil y salió del dormitorio sin hacer ruido, cerrando la puerta tras de sí.
–Novros –respondió él al teléfono.
–Jefe, esta vez la hemos encontrado –le dijo su guardaespaldas de confianza.
En menos de diez minutos, Jerjes se afeitó, se duchó y se vistió. Luego regresó a la habitación con energías renovadas. Se acercó a la cama con intención de despertar a Rose, pero se detuvo al verla dormida con aquella cara de felicidad.
La miró detenidamente. Le costaba creer que le hubiera elegido a él, de entre todos los hombres del mundo, para que fuera su primer amante. Se estremeció al recordar todas las veces que habían hecho el amor en las últimas veinticuatro horas. Debería estar saciado, sin embargo, en aquel momento, mirándola, estuvo a punto de olvidar su misión y meterse de nuevo en la cama con ella.
Pero tenía una pista sobre Laetitia y tenía que seguirla. Tenía que concentrar todo su esfuerzo en encontrarla y salvarla.
Luego podría tener a Rose para él solo. Sí, era tan egoísta como para retenerla a su lado sabiendo que ella estaría mejor con un hombre bueno y no con un malnacido como él.
La miró y sintió una nueva excitación. Sí. Sin duda era un egoísta. En ese momento, sería capaz de matar a cualquier hombre que tratase de arrebatársela.
Acercó finalmente la mano a su hombro.
–Despierta –dijo en voz muy baja–. Tenemos que irnos.
–¿Irnos? –dijo ella, medio dormida, estirándose en la cama–. ¿Adónde?
La sábana se deslizó hacia abajo dejándola desnuda de cintura para arriba. Él sintió un reguero de sudor en la espalda al ver aquellos pechos desnudos y aquellos pezones sonrosados que él había lamido con la lengua sólo unas horas antes…
Hizo un esfuerzo de voluntad para darse la vuelta antes de que se olvidase de todo y saltase a la cama para pasar otras veinticuatro horas con ella.
–A México –respondió él finalmente.
–¿A México? –repitió ella desconcertada–. ¿Para qué? ¿Tienes negocios allí?
–En cierto modo sí. Vístete. Uno de mis hombres te está haciendo el equipaje con los bikinis y el resto de tu vestuario.
–¿Qué vestuario? –preguntó ella–. Sólo tengo bikinis.
–Pedí que trajeran más ropa.
–¿Cuándo fue eso?
–Pocas horas después de nuestra llegada.
–¿Y por qué no me lo dijiste? –preguntó ella.
–La maleta con la ropa está debajo de la cama. Salimos en diez minutos.
Pero una vez más, todas sus esperanzas de encontrar a Laetitia iban a resultar vanas. Tan pronto llegaron en el jet privado a Cabo San Lucas, Jerjes dejó a Rose en un villa de lujo de las colinas sin darle más explicaciones y él se fue con su guardaespaldas en un jeep por un camino de tierra en dirección norte a un pequeño pueblo desierto de Baja California.
Al llegar, llamó a la puerta de una casita. Escuchó entonces el lamento de una mujer en su interior. Fuera de sí, abrió la puerta de una patada llamando a gritos a Laetitia.
Vio a una mujer acostada en una cama. Era una mujer morena de la misma constitución física que Laetitia y con la cara vendada. Por un momento, creyó que después de todos esos meses, al final la había encontrado.
Pero se desengañó en seguida al ver que aquella mujer hablaba en alemán. Resultó ser una importante empresaria de Berlín que había ido a aquel apartado lugar a recuperarse de un lifting facial. Jerjes tuvo que recompensarla económicamente para que no llamase a la policía.
Regresaron a Cabo San Lucas en silencio. Entraron en la villa. Jerjes parecía hundido y desolado. Medio encorvado, empujó la gran puerta de roble con desgana y los goznes chirriaron como las uñas en una pizarra. Él sintió como si le raspasen el alma.
La voz dulce y clara de Rose vino milagrosamente a aliviar su dolor.
–¡No sabes la alegría que me da verte en casa!
Rose estaba de pie, en la espléndida terraza que daba al Pacífico. Tenía un aspecto fresco y juvenil. Llevaba un vestido nuevo de color rosa sin mangas, y el pelo suelto por los hombros. Estaba bellísima. Jerjes respiró aliviado. Todo lo bueno que había en el mundo parecía estar condensado en ella.
Ella vio su expresión de tristeza, pero no quiso hacerle ninguna pregunta, sólo le tendió los brazos.
Él estuvo a punto de echarse llorar al sentir su abrazo, pero se contuvo. Los hombres no lloraban. Era algo que había aprendido de pequeño.
La llevó adentro. La estancia era de estilo colonial y tenía los techos muy altos. Se dirigió al cuarto de baño, abrió del todo el grifo del agua caliente y en pocos segundos se llenó todo de vapor. Luego, sin mediar palabra, se acercó a Rose y le desabrochó lentamente el vestido.
Ella no se resistió. Se limitó a mirarlo con una expresión llena de ternura. Él le quitó el vestido, el sujetador y las bragas y lo tiró todo al suelo. Luego se desnudó él, la tomó la mano y la llevó a la ducha. Era una ducha enorme.
Jerjes sintió cómo el agua caliente, que casi le quemaba la piel, le quitaba el polvo, la suciedad y… el dolor. Miró el pequeño cuerpo desnudo de Rose, su piel brillante y sonrosada por el calor del vapor. Se puso detrás de ella, y le lavó el pelo.
Ella se sometió sin decir una palabra, ni una queja, ni una pregunta. Su silencio y comprensión tuvieron la virtud de sanar la herida de su alma mejor que cualquier medicina.
Luego le dio la vuelta, la apoyó contra la pared de cristal de la ducha y la besó en la boca con pasión. Cuando ella le devolvió el beso, él no esperó más. Le levantó las piernas alrededor de su cintura y sin previo aviso, la tomó, hundiéndose en ella, apretándola ardientemente contra el cristal. Los dos cuerpos unidos parecieron luchar o bailar frenéticamente bajo el chorro del agua caliente y el vapor, hasta que él explotó dentro de ella.
Después, la llevó a la cama y le hizo el amor con ternura, llevándola a un estado de placer que le hizo derramar lágrimas de felicidad.
¿Quién era esa mujer?, se preguntó él mientras la acunaba sobre su pecho. ¿Quién era esa mujer que le ofrecía su comprensión, su cuerpo y su corazón, sin pedirle nada a cambio?
Por la noche, cenaron a la luz de las velas. El ama de llaves de la villa les sirvió la cena en una mesa larga y muy bien puesta. Los dos estaban sentados juntos en un extremo, desde el que se veía el golfo de Cortez a la luz de la luna del Pacífico. Cerca de la playa había un viejo barco de pesca con unos faroles colgando de los mástiles, y en el horizonte un gran crucero surcando el mar. Una alegre música de mariachis, tocando en algún sitio de la ciudad, subía por la colina.
Rose bebió un sorbo de su margarita, y se inclinó hacia él sobre la mesa. La luz de las velas iluminaba su cara, proyectando en ella unas sombras que le daban una expresión tan bella y dulce como la de esas madonas de los pintores renacentistas.
–¿Por qué hemos estado viajando tanto? –preguntó ella en voz baja–. ¿Ha llamado Lars a la policía? ¿Nos ha estado persiguiendo?
–Växborg nunca llamaría a la policía. Dejaría al descubierto sus propios delitos. Sigue en Las Vegas, arreglando los papeles de divorcio.
–Supongo entonces que estos viajes son por cuestión de negocios –dijo ella–. Debe resultarte agotador.
Él quiso explicarle que era el deseo de encontrar a Laetitia lo que le hacía viajar por medio mundo. Pero no podía decírselo. Ante su silencio, ella miró el plato que tenía delante y probó otro poco de su enchilada de mariscos.
–Sé que eres rico y poderoso –dijo ella sonriendo–, pero ¿a qué te dedicas exactamente? Jerjes se sirvió uno poco más de enchilada y un par de tacos de pescado.
–Compro empresas con dificultades económicas. Vendo las divisiones que son rentables y me deshago de las que no lo son.
–¡Oh! –dijo ella con gesto de sorpresa o quizá de decepción.
–¿No te parece bien?
–¡Oh!, yo no soy quién para criticarte. Eres millonario y tienes un jet privado, mientras que yo soy una simple camarera que apenas tiene cincuenta dólares en su cuenta. Sin embargo, he estado trabajando para pagarme la universidad y he estudiado administración de empresas en San Francisco... –vaciló y se mordió un labio, como si esperase que él se burlase de ella, pero él siguió mirándola expectante–. Tu empresa parece rentable, y eso es genial, pero... en las empresas trabajan personas que pueden perder sus puestos de trabajo.
–¿Y?
Llegó entonces con más fuerza la música de los mariachis y ella miró a lo lejos el resplandor de la luna reflejado en la oscuridad del mar.
–Bueno, quizá esté influida por mi abuelo. Tenía una fábrica de caramelos hace mucho tiempo. Todo marchaba muy bien hasta que el precio de los ingredientes empezó a subir. Hace diez años, cuando mi padre se había hecho cargo ya del negocio, una multinacional le ofreció comprar la empresa. Si hubiera aceptado, nos habríamos hecho ricos, pero él sabía que esa multinacional habría cerrado la fábrica y llevado la producción a otro lugar, dejando sin trabajo a la mitad de nuestro pueblo. Así que, por el bien de sus empleados, que eran vecinos y amigos suyos, mi padre se negó a venderla.
–Fue una insensatez.
–No –replicó ella–. Fue un acto noble. Valiente, incluso. Mi padre dijo que sacaría la empresa a flote o se hundiría con ella.
–¿Y qué pasó?
–A pesar de todos sus esfuerzos, la compañía quebró.
–Tu padre nunca debió anteponer sus sentimientos a sus intereses como empresario.
–¡Estaba protegiendo a sus empleados!
–No, no es verdad. No les protegió. Todo lo contrario, les falló a todos. Y lo que es peor, te falló también a ti. Si hubiera vendido la empresa, no estarías a tus veintinueve años trabajando para poderte pagar la universidad.
–Mi padre hizo lo correcto. Fue fiel a sus principios. Pensé que tú, mejor que nadie, lo entenderías.
–Una empresa es un negocio, no una institución benéfica.
–¡Eso suena muy duro!
–Así es como funcionan los negocios –dijo él con naturalidad.
–No tienen por qué ser así –replicó ella–. Algún día, yo me haré cargo de la empresa. He elaborado un plan de negocio. Encontraré la forma de volver a abrir esa fábrica y…
–Olvídalo –dijo él secamente–. Esa empresa es ya historia. Mira hacia el futuro.
Ella desvió la mirada, y tomó otro trago de su margarita. Luego, dejó el vaso en la mesa.
–Es fácil para ti decir eso. Tú te limitas a romper las empresas en pedazos, diseccionándolas y tragándotelas como un buitre.
–Produce beneficios.
–No sabes lo que es llevar verdaderamente una empresa, amarla y poner en ella el corazón y el alma.
–Ni quiero saberlo. Las cosas personales no se deben mezclar con los negocios.
–Nada es personal para ti, ¿verdad?.. ¿Sabes una cosa? Me das pena. De veras.
Si hubiera sido cualquier otra persona, se habría encogido de hombros sin darle ninguna importancia. Pero no podía soportar que Rose se enfadara con él.
–Lo siento –dijo él tomándole la mano–. No quiero discutir contigo.
–Yo tampoco –dijo ella mojándose los labios–. Pero si supieras lo grande y gratificante que puede resultar crear una empresa que de verdad tenga un valor, algo que…
–No, gracias –le cortó él–. Sería una pérdida de dinero y de energías –dijo, levantándose de la mesa–. Y ahora, ¿qué te parece si salimos? Llevas encerrada aquí casi toda el día.
–¿Salir? ¿Afuera? –exclamó ella sorprendida.
–Llevo un buen rato oyendo una música que viene de la ciudad. ¿Quieres ir a bailar conmigo?
–¿Me dejarías salir? ¿Te arriesgarías a que pudiera ir corriendo a llamar a la policía?
–Confiaré en ti, si me das tu palabra de que te portarás bien.
–Te doy mi palabra –dijo ella–. De cualquier modo, quiero ayudar a Laetitia y… ayudarte a ti.
Jerjes observó aquel rostro tan dulce y tan hermoso detenidamente, como si quisiera guardarlo en el recuerdo para toda la eternidad. Él la había secuestrado, la había seducido, y sin embargo, ella quería ayudarle.
Rose era la mujer con el corazón más grande del mundo.
–¿Y cuándo crees que Lars obtendrá legalmente el divorcio? –preguntó ella.
–Tal vez mañana o pasado… –replicó él con tristeza.
–Bueno, aún nos queda esta noche –dijo ella con una sonrisa, echándose por los hombros una rebeca de cachemira–. Aún no me puedo creer la cantidad de sitios que he visto en tan poco tiempo. Grecia, las Maldivas, y ahora México. ¡Después de haberme pasado toda la vida casi sin salir de mi pueblo de California, esto ha sido algo increíble!
–Eso es algo que no consigo entender, cómo puede estar una persona a gusto tanto tiempo en su casa, sin salir a ninguna parte.
–¿Nunca has tenido un hogar?
–No lo he necesitado, ni lo he echado en falta –replicó él–. Creo que lo hemos pasado muy bien juntos, ¿verdad?
Realmente hubiera querido decirle: «Cuando estás a mi lado, cualquier sitio me parece mi hogar».
–Al principio, no me gustabas –dijo ella en broma mientras se dirigían al BMW que él había alquilado–. Cuando me dijiste que no me besarías hasta que yo te lo pidiese...
–Siempre supe que acabarías en mi cama –dijo él mientras le abría la puerta, dispuesto a decirle toda la verdad–. Te seduje intencionadamente, Rose. Sabía que acabaría conquistándote.
–¡Oh! –exclamó ella confundida, entrando en el coche. Jerjes condujo el vehículo carretera abajo, desde la colina hacia la ciudad.
Ella permaneció en silencio durante unos minutos.
–¿Te arrepientes de lo nuestro? –le preguntó él suavemente.
–No. Es sólo que... cuando conozca al hombre que se case conmigo, no sabré qué responderle si me pregunta por qué no tuve paciencia para esperarle.
–¡Rose! –exclamó él.
–Aunque lo cierto es que le esperé –continuó ella–. Le estuve esperando mucho tiempo. Pero no llegó. El único hombre que me pareció remotamente un príncipe resultó ser un sapo.
Jerjes la miró y pensó con envidia, no con odio, en el hombre que algún día se casase con ella.
–Créeme, Rose, él no te hará esas preguntas estúpidas. Se pondrá de rodillas y dará gracias al cielo por tenerte por esposa.
Llegaron al puerto deportivo y aparcaron el coche. Jerjes apagó el motor y le tomó la mano.
–Me pregunto a veces si eres consciente de cómo eres realmente. De cómo eres capaz de hacer que la vida le parezca hermosa a cualquier persona que esté a tu lado. Incluso a mí.
–Pues creo que tiene su mérito, el tuyo es un caso ciertamente difícil.
Él soltó una carcajada. Se inclinó para besarla, pero en ese momento sonó su teléfono móvil.
–Novros –respondió él, aún con la sonrisa en los labios.
–Estamos divorciados –dijo al otro lado la voz de Växborg, llena de furia contenida.
–¿Qué? –exclamó Jerjes en voz baja, girándose para que Rose no le oyera.
–Ya me ha oído. Están hechos todos los trámites legales. Mañana por la mañana, será oficial.
–Entonces llámeme mañana –dijo Jerjes mirando a Rose y pensando que pronto la perdería.
–¡Espere! –dijo Växborg–. Tengo que hablar con Rose. Me acaba de llamar su padre. Su abuela ha sufrido un ataque al corazón y se teme por su vida. Quizá no pase de esta noche. Tiene que dejarme que lleve a Rose a su casa.
–¿Me cree tan tonto como para caer en esa burda trampa? –dijo Jerjes soplando por la nariz.
–Tenga piedad de ella, malnacido. ¡Es su familia!
Jerjes miró a Rose una vez más. Tan dulce, tan confiada. La familia lo era todo para ella.
–Yo no tengo corazón, Växborg –respondió él con frialdad–. Debería saberlo.
–¿Era Lars? –preguntó Rose cuando él colgó.
–El divorcio se hará definitivo mañana.
–¡Oh! –exclamó ella apenada.
Ambos sabían desde el principio que aquello iba a terminar en cualquier momento. Pero de lo que él no se había dado cuenta hasta entonces era del dolor que iba a suponerle estar sin ella.
Pero había hecho un trato con Växborg y él no faltaba nunca a su palabra.
–Así que esta noche será nuestra última noche –dijo ella–. Tendríamos que hacer alguna fiesta de despedida. Mañana, los dos tendremos lo que queríamos. Tú recuperarás a Laetitia, y yo volveré con mi familia.
Jerjes apretó los dientes, se dio la vuelta, marcó un número en el móvil y mantuvo una breve conversación en griego. Luego colgó. Växborg no le había mentido.
–¿Adónde iremos primero? –preguntó Rose fingiendo estar alegre–. ¿A bailar?
–No, al aeropuerto.
–¿Al aeropuerto? –dijo ella conteniendo el aliento a punto de echarse a llorar–. ¿No podemos pasar siquiera la última noche juntos?
–Te voy a llevar a San Francisco –dijo él muy sereno.
–¿A San Francisco? Pensé que íbamos a ir a Las Vegas.
–Vas a tener que ser fuerte, Rose. Tengo una mala noticia que darte. Tu abuela ha tenido un ataque al corazón –Rose se derrumbó sobre al asiento del coche y él la estrechó entre sus brazos–. Me encargaré de que tenga los mejores médicos. Se pondrá bien, te lo prometo.
Ella lo miró con agradecimiento y se abrazó a él, hecha un mar de lágrimas.
–Gracias –dijo ella llorando.
Jerjes le acarició la espalda con la mano, murmurando palabras de consuelo sin sentido. Tenía que hacer todo lo que estuviera en su mano para que su abuela se pusiese bien. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para hacer feliz a Rose.
–¿Por qué estás haciendo todo esto por nosotros? Ni siquiera la conoces.
–No –dijo él acariciándole las mejillas–. Pero sé que la quieres mucho. Con eso me basta.