VIENA, 1863 · JUEVES, 8 DE ENERO
El lacayo vestido de terciopelo negro con ribetes dorados y una peluca blanca lo aguardaba en una de las puertas de entrada al palacio.
—Frau Wittgenstein lo está esperando, Herr Brahms. Se encuentra con el resto de los invitados en la sala de música. Sígame por favor.
Brahms lo siguió a través de interminables pasillos de techos que se perdían en la altura. Los antepasados de la familia lo miraban con esa arrogancia de quien nunca pensó que algún día sus ojos serían los de un muerto enmarcado en oro.
Al llegar a la sala, Brahms se detuvo en el umbral de la puerta y observó el panorama que se abría ante su vista. «Es la familia musical por excelencia, en Viena no hay otra igual», le había advertido Joachim, y ahora lo comprobaba. El salón estaba presidido por un busto de Beethoven esculpido en mármol. Desde su repisa de caoba, instalada en lo alto de uno de los muros, el maestro vigilaba. Repartidos en el gigantesco espacio había siete pianos; dos de ellos, magníficos Bösendorfer Imperiales, eran pianos que Brahms no había visto antes. El músico miró a su alrededor mientras el lacayo iba en busca de su anfitriona. Se encontraba en medio del mayor lujo y riqueza que vería en toda su vida: fantásticos cielos pintados al óleo, gobelinos franceses colgando de los muros tapizados en seda de oro y plata, lámparas de lágrimas semejando cascadas de agua. Había una gran cantidad de gente y él se sentía completamente extraño en medio de la opulencia. Los recuerdos de Weimar se le vinieron encima. De pronto su corazón dio un brinco. Entre todos esos rostros desconocidos divisó el de Hans von Bülow. ¡Oh! Qué grata sorpresa y qué alegría. No tenía ninguna idea de que Von Bülow estuviese en Viena, mucho menos que pudiera encontrarlo en este palacio. Se abalanzó hacia donde se encontraba su amigo.
—¡Brahms! —exclamó Von Bülow al verlo—. No se imagina el placer que me produce verlo aquí, amigo. Estuve con Joachim en Berlín y me dijo que usted estaba en Viena, de hecho pensaba averiguar su dirección mañana mismo. Llegué ayer.
—¿Viene a dar un concierto?
—¡Oh! Usted no va a creer lo que vengo a hacer. Me propongo tocar las cinco últimas sonatas de Beethoven en una sola función. Una detrás de la otra.
—¡Vaya odisea! Para mi gusto esas sonatas se encuentran entre lo más sublime que compuso Beethoven, son difíciles de comprender y de tocar, ¿realmente quiere tocarlas en público todas juntas? ¡Eso no se ha hecho nunca!
—Es riesgoso, ya lo sé, pero espero sobrevivir a la aventura.
—Sobrevivirá, no me cabe duda. Su memoria, su técnica y su elasticidad mental no tienen comparación, von Bülow; si hay un músico capaz de lograrlo con éxito, es usted.
—¡Gracias, Brahms! ¡Cómo me alegro de que esté aquí! ¿Es verdad que piensa instalarse en esta ciudad?
—Ya se habrá enterado de que no conseguí el cargo de director de la Sociedad Filarmónica de Hamburgo…
—Lo siento. Soy muy amigo de Stockhausen, pero ese cargo debió haber recaído en usted.
—Bueno, el comité es dueño de decidir como le plazca, ¿verdad? Lo han decidido así y tal vez deba agradecérselo si gracias a ello me encuentro en Viena. Me propongo buscar trabajo. No conozco a nadie en esta ciudad. Joachim me ha dado una carta de recomendación para Frau Wittgenstein, con quien estuve antes de ayer, y ella me ha prometido darme algunos contactos.
—Permítame que lo ayude ahora mismo. Voy a presentarle a una persona que le será indispensable y cuanto antes lo conozca, mejor. Eduard Hanslick. Es crítico musical, y no es uno de esos frívolos que abundan en esta ciudad ligera de cascos, amigo. Hanslick es un crítico musical serio, un gran conocedor de la mejor música y además es un excelente pianista, nunca ha criticado una pieza que no haya tocado él primero.
—Joachim me ha dado una carta de recomendación para él, también me proponía visitarlo la próxima semana.
—Entonces no se diga una palabra más. Vamos a saludarlo ahora mismo. Es la persona que usted ve apoyada en ese piano. Venga conmigo.
En ese momento se les acercó un hombre de unos cincuenta años vestido con una capa de seda negra y un llamativo pañuelo rojo al cuello. Su rostro cuadrado de facciones bien definidas, la mirada directa y arrogante, su nariz ganchuda y el mentón un tanto salido eran inconfundibles. Brahms lo había visto en fotos y lo reconoció de inmediato.
—¡Herr Brahms! No nos hemos conocido antes, de eso estoy seguro pues vengo llegando a tierras alemanas después de casi doce años de exilio. Yo sé quién es usted y también sé que conoce muy bien mi obra. Pero no se asuste, he perdonado su absurdo manifiesto en contra de la Nueva Música porque me imagino que sus dardos de principiante iban dirigidos a Franz Liszt, no a mí. Usted no debió haber puesto su firma en ese documento estúpido.
—Sólo puedo decirle que le encuentro toda la razón, maestro Wagner, yo soy un solitario por elección y la persona menos indicada para liderar un movimiento de ese tipo; ese traspié fue mi primera participación en política y le aseguro que será la última.
—¡Bravo! ¡Me alegro! Así es como debe expresarse un apóstol de Robert Schumann. Schumann detestaba la política, pensaba que yo era un perfecto loco, un exaltado. La verdad es que nunca me entendí bien con él; siempre parado en un rincón, ausente, masticando sus pensamientos, mudo. Solía decir que yo le hablaba y le hablaba mientras él hacía rato que había dejado de escucharme. Era un hombre raro. No obstante, lo aprecié en lo que valía y era bastante, he de decir. ¡Venga! Salúdeme con un abrazo, joven, es un placer poder contar con su compañía en este lugar donde hay muy pocas caras conocidas para mí.
Brahms estiró la mano y le dio un fuerte apretón.
—¿Es amigo de la familia Wittgenstein? —preguntó Wagner—. ¡Oh! Qué pregunta más tonta. Cualquier músico que requiera de ayuda se hará amigo de los Wittgenstein, sólo quisiera saber si serán tan generosos con los músicos como los músicos con ellos. En este mismo salón han quedado el esfuerzo, el alma y el talento de decenas de músicos que dan lo mejor de su genio para complacer a los cientos de miembros que tiene esta familia.
—Es la segunda vez que estoy en este palacio —dijo Brahms— y no los conozco en absoluto. Antes de ayer estuve conversando un par de horas con Frau Fanny Wittgenstein y eso ha sido todo. Ella me ha invitado a esta soirée.
—Esa mujer tiene más de una docena de hijos.
—No lo sabía —dijo Brahms.
—Espero que su prole no le esté robando toda la energía para ayudar a un músico necesitado como yo. He vuelto del exilio cargado de deudas. Éste ha de ser el periodo más cruel de mi vida, Brahms, los años de lucha y sufrimiento han afectado mi salud y mi equilibrio nervioso.
—Las cosas se van a arreglar, maestro Wagner, téngalo por seguro —intervino Von Bülow.
—¡Yo necesito un buen teatro para producir mi nueva ópera! ¿Con qué derecho me lo van a negar? Le agradezco al rey de Prusia el haberme otorgado plena inmunidad y haberme permitido volver a mi patria, pero ¿nadie ha pensado que un compositor como yo necesita más ayuda que un permiso para vivir donde le corresponde?
—¿Dónde se hospeda, Herr Wagner? —preguntó Brahms.
—En ese sentido he tenido suerte, mi buen amigo el doctor Joseph Standharter me ha ofrecido su casa por seis semanas. ¿Lo conocen? Es el médico de la reina Elizabeth. Me instalaré en su mansión en compañía de su sobrina, quien está a cargo de la casa, Seraphine Mauro… ¡Ah! Estoy seguro de que no la han conocido, no se hubieran quedado mirándome tan tranquilos si supieran de quién estoy hablando. Mi corta estatura no me permite cortejar a todas las mujeres que encuentro en mi camino y en este caso es una lástima pues se trata de una mujer bellísima.
—En efecto no la conozco y me imagino que Brahms tampoco —dijo Von Bülow. Escúcheme, maestro, hay algo que puede interesarle. Allí, junto a ese piano, está Eduard Hanslick. Él podría ser de gran ayuda en este mal momento de su vida. ¡Acérquese a él! Se lo ruego. Nunca es demasiado tarde para reparar una relación que se ha enturbiado. Alguna vez habrá que acortar esa distancia. Justamente iba a su encuentro para presentárselo a Brahms, ¿por qué no viene con nosotros?
—¿Quiere insultar mi inteligencia, Von Bülow?
—No, por supuesto que no. ¿Por qué me dice eso?
—¿No está enterado de que Hanslick escribió la peor crítica de mi obra que he recibido jamás? ¿No sabe acaso lo que opinó luego de ver Das Rheingold en Beireuth? ¿No recuerda las horribles palabras que utilizó para caracterizarme a mí y a mi obra? «Engaño, prevaricación, violencia y sensualidad animal, todo ello proviene de este arrogante que es considerado el ideal de los alemanes.» ¡Esa porquería la escribió esa persona que está junto a ese piano y usted pretende que yo vaya y lo salude!
—¡Pero eso fue hace años, maestro!
—Yo no olvido, ni perdono, ni concedo mi amistad a nadie que me haya ofendido de esa manera. Lo que está por decir la historia es si Hanslick es de veras un pensador iluminado y penetrante que ha hecho una genuina contribución, como piensan los ignorantes del establishment, o si se trata de un pedante mediocre que ha establecido una ciega oposición a cualquier intento de innovar la música, como pienso yo. Si van a conversar con él, señores, los dejo en libertad de acción, pero no cuenten conmigo. —Le dio la mano a Brahms y se perdió entre la gente.
—¡Oh, lo siento mucho, Brahms! No era mi intención enfurecer de esa manera al maestro Wagner.
—Respeto el talento de Wagner, pero no me gustaría ser su enemigo —dijo Brahms.
—Ha de saber que Wagner es un hombre muy difícil de querer, pero imposible de ignorar. Cualquiera que lo insulte o lo critique mal se habrá ganado su odio por mucho tiempo.
—Así veo.
—¡Herr Brahms!
Era la voz de una mujer.
—¡Oh! Frau Wittgenstein, muchas gracias por la invitación.
—¿Veo que ha encontrado a algunos amigos?
—Así es, estimada señora.
—Entonces me quedo tranquila. Estaba preocupada, porque sé que es nuevo en esta ciudad y conoce a muy pocas personas. Pero no debe afligirse, yo me encargaré de presentarlo. Recuerde que la próxima semana nos hará el honor de tocar en una reunión familiar. Le he pedido a mi hijo Ludwig que asista, es un amante de la música, como somos todos en nuestra familia. ¿Nos deleitará con su obra?
—Con todo gusto, señora.
Richard Wagner se había apoyado en una pared, cerca del piano donde estaba Eduard Hanslick, y desde allí observaba de reojo a su enemigo. Su expresión era huraña, sus ojos despedían chispas, su mentón parecía aún más pronunciado. De pronto se le acercó una mujer delgada y alta, de rostro alargado y expresión un poco fúnebre. La mirada de Wagner se dulcificó. La mujer se dirigió lentamente hacia él y al llegar a su lado le estiró suavemente una mano que él besó.
—Estaba buscándolo, maestro.
—¿Y acaso no sabe que yo llevo años buscándola en mis sueños?
—No me diga esas cosas.
—Quiere que le diga mentiras…
—Aquí, sí —dijo ella con toda seriedad.
—¿Dónde podríamos vernos de modo que usted me permitiese hablar con la verdad?
—Estamos lejos del Tiergarten —musitó ella.
—Siempre podemos encontrarnos casualmente en el Prater. ¿Mañana?
—¡Oh, señor mío! Sólo los más naïve creerían que nuestro encuentro es algo fortuito. Usted y yo no somos víctimas inocentes de la flecha de Cupido, hace tiempo que nos hemos fijado el uno en el otro, al menos yo en usted.
—Ya lo sé, Cossima.
—No, no lo sabe, porque hay algo que no le he dicho antes. Hace justamente seis años, Hans y yo llegamos a pasar nuestra luna de miel a su casa en Zúrich, lo recuerda, ¿verdad?
—¡Cómo habría de olvidarlo! Cuando ustedes llegaron me encontraba en el peor momento de mi matrimonio con Mina.
—Exactamente, Wagner, Mina había leído la carta de amor que usted le escribió a Mathilde, que vivía justamente al frente. Me lo dijo ella misma, llorando.
—¡Vaya! Y pensar que hubo un momento en que Mina era la embajadora de lo ideal, me escuchaba como Brunhilda a Wotan, pero al final lloraba por todo, señora.
—Usted no parece escuchar lo que le digo, Wagner. Esa luna de miel fue horrible para mí.
—¿Y puedo saber por qué?
—Una de esas tardes, usted y yo nos encontrábamos en la terraza de su casa en Zúrich. Mina y Hans habían salido a caminar. Estoy segura de que lo recuerda. Usted me leyó su poema, «Tristán», su maravilloso poema «Tristán». Al oírlo enmudecí de asombro. Caló muy hondo dentro de mí. A los pocos días tuve el privilegio de escuchar su música, ser testigo de su energía creadora, esos demonios que lo dominan… y créame, Wagner, me sentí miserablemente enamorada del artista que hay detrás de este hombre intrigante que es usted. No quiero que piense que éstas son palabras vacías ni una liviana caricia para su ego. Yo había oído decir que las mujeres se rendían bajo el influjo de su personalidad, pero en mi caso su personalidad es lo que menos me impresionó, Wagner, hasta le diría que me desagradó un poco. Fue lo que no se ve de usted, su desgarro, su genialidad, lo que me ha hecho pasar estos horribles seis años junto a un marido que no amo.
—Sus palabras me conmueven, Cossima, no sabe hasta qué punto me conmueven. Mi espíritu está agotado, debo encontrar los medios y ponerme a trabajar, pero si usted está conmigo, a mi lado, lo que pareciera ser tarea monumental se convierte en poca cosa. ¡Qué alegría me da! Y no poder besarla aquí mismo y ahora…
—¿Cuál debería ser nuestro próximo paso, Wagner?
—Usted tiene que divorciarse cuanto antes de su marido. No veo otra manera de hacerlo. La muerte de Mina me ha dejado libre, señora mía, y he de decirle con toda franqueza que, dado todo lo que usted me está diciendo, no tengo el menor escrúpulo en presionar a Von Bülow para que le devuelva su libertad. La única duda que me atormenta es ésta: ¿qué diría su padre de nosotros dos?
—Mi padre me ama y me conoce, él sabe que no soy de esas mujeres que se inmolan en nombre del honor. Y si no lo soy, también se lo debo en parte a él. Mi padre es mi ejemplo.
—¿Usted se vendría conmigo a Tribschen? ¿Abandonaría Múnich para venirse conmigo a Tribschen?
—Estoy dispuesta a seguirlo hasta el fin del mundo, Wagner.
—Y no le teme al escándalo…, quiero pensar que lo que digan o no digan los fariseos no hará mella en la voluntad de una mujer como usted.
—Lo que piensen los fariseos bávaros me tiene sin cuidado y usted lo sabe perfectamente bien.
—¡Oh, Cossima! Estaba seguro de su respuesta.
—Profesor Hanslick, quiero presentarle a Johannes Brahms. No creo que sea necesario darle mayor información sobre su persona, usted ya lo conoce.
—¡Esto es una grata sorpresa para mí! Von Bülow me ha enseñado sus sonatas y sus Variaciones de Händel, y créame que lo que voy a decirle lo digo con la misma sinceridad con que suelo manifestar mis opiniones musicales por escrito. La originalidad de estas piezas, la riqueza de estas melodías, la armonía, el contrapunto… Yo nunca había oído algo tan fresco ni tan libre. Usted no es ningún principiante, Brahms.
—No sé qué decirle, Hanslick…, gracias.
—La forma y el carácter de su música sugiere a Schumann, y tal como la música de Schumann, la suya contiene una nobleza interior que me ha fascinado, no veo la búsqueda del aplauso y ni una gota de narcisismo en sus composiciones. Es un gran placer tenerlo por estos lados, Brahms, espero escucharlo tocar lo más pronto posible.
—Usted y el maestro fueron amigos —dijo Brahms.
—Para mí fue más que un amigo. Schumann y yo teníamos gustos musicales muy parecidos. Nos conocimos aquí, en Viena, y congeniamos de inmediato. ¡Qué gran persona fue! No sé qué piense usted, Brahms, pero yo no tengo mayor aprecio por la música preclásica, quemaría todo lo de Schütz, una buena parte de Bach y lo reemplazaría por Schumann. Espero poder decir lo mismo de su música.
—Y yo espero hacer honor a sus deseos, Hanslick, me propongo trabajar con toda mi fuerza y no hacer nada más que trabajar.
—Me alegra oír estas palabras. El mundo está plagado de músicos flojos. Nos hacen mucha falta más pianistas como Clara Schumann, que no sólo toca bien sino que elige bien. Me ha dicho Joachim que usted es gran amigo de Clara Schumann. Yo la admiro quizás tanto como admiré a su marido. En sus manos la música adquiere una sustancia única y sigue las visiones del compositor como una sombra, de pronto un brillo, luego una oscuridad. No sé cómo logra ponerse entre paréntesis. Pocas veces he visto a un músico lograrlo de esa forma. Clara Schumann es como un tubo transparente a través del cual pasa la música de Händel, Beethoven, Mozart, Haydn, Schumann y Schubert, tal como a ellos mismos les hubiera gustado interpretarla.
—Es una pianista genial, concuerdo con usted, Hanslick.
—Y el mundo acabará por agradecerle su empeño en dar a conocer la obra de Robert Schumann en toda Europa.
—¡Oh, sí! Ya lo estará agradeciendo. El maestro Schumann fue un compositor inspirado y profundo, la música que produjo para piano es de una belleza extraordinaria —intervino Von Bülow—. Por desgracia Franz Liszt no le ha hecho honor a esta deuda con el arte. Él debería disculparse por las cosas que dijo en el pasado sobre la música de Schumann.
—Y lo mismo debería hacer Wagner —dijo Hanslick mirando por el rabillo del ojo a Wagner, que estaba un poco más allá hablando con Cossima—. ¿Le gusta Wagner? —preguntó dirigiéndose a Brahms.
—Me parece que hay varias cosas admirables en su música.
—¿Como cuáles?
—La técnica de sus voces, su instinto teatral y desde luego su imaginación épica. Lo que no me gusta es la histeria del culto a su música. Tampoco me gusta la tremenda animadversión que siente la gente por él. Es probable que usted acabe por considerarme wagneriano sólo porque, como cualquier persona inteligente, me opongo a la manera tan liviana como todos los músicos se le echan encima.
—No puede perder de vista que algunos ataques son bastante justificados. Mire, Brahms, yo nunca he negado el genio de Wagner para obtener resultados exitosos, sé muy bien que es el más grande compositor de ópera y, desde el punto de vista histórico, el único del cual vale la pena hablar. Pero cuando el arte entra en una etapa de máximo lujo está listo para decaer.
—Es cierto que hay demasiado lujo adornando su arte —reconoció Von Bülow—. Pero usted admite que hay un valor de fondo. ¿Es eso lo que me está diciendo?
—Estoy diciendo que el estilo operático de Wagner sólo permite lo superlativo y lo superlativo no tiene futuro.
—Yo no podría estar más de acuerdo con usted, Hanslick —dijo Brahms—. Es más, no me parece que haya en la música de Wagner un enriquecimiento ni una renovación, como vimos en la de Mozart, Beethoven, Weber y Schumann.
—¡Oh! Y yo añadiría que ha sido todo lo contrario, lo que hemos visto es una distorsión, una perversión de las leyes básicas de la música, un estilo contrario al oído y los sentimientos de la naturaleza humana.
—Me parece que la distancia entre usted y el maestro Wagner no se ha superado, Hanslick —dijo Von Bülow, que había escuchado la última parte de este diálogo con los oídos muy atentos—. Acabo de proponerle que venga a saludarlo y se ha negado rotundamente; no quiere saber nada de usted y escuchándolo a usted no puedo menos que encontrarle cierta razón.
—Y no debería, Von Bülow. Yo no tengo ninguna simpatía por su lenguaje musical, no entiendo sus ideas sobre reforma teatral, no me gusta su manera de interpretar a los clásicos y como hombre me parece antipático. Sin embargo, creo que ha llegado el momento de dar vuelta la hoja.
Von Bülow había visto algo que llamó su atención.
—Van a disculparme, amigos, ahora los dejo, debo acompañar a Cossima, que está en ese rincón conversando precisamente con el maestro. Adiós.
—«Conversando» es una manera de decirlo —dijo Hanslick en voz baja, mirando a Brahms a los ojos—. Todo el mundo sabe que Wagner le está robando a la mujer.
—¿En verdad? Yo no sabía nada de eso.
—Y le recomiendo que siga sin saberlo hasta que los hechos no hablen por sí solos. Yo estimo mucho a Von Bülow, somos amigos desde hace tiempo y le he dicho que tenga cuidado, que vigile de cerca su relación con Cossima. Está por completo atrapado en su trabajo, tiene a su mujer abandonada, es casi un milagro que la haya traído a Viena, suele ir solo a sus giras.
—Entiendo que usted nació en Praga, Hanslick. ¿Por qué razón se instaló en Viena?
—En efecto nací en Praga y desde mi temprana juventud fui un aficionado a la música de Schumann y a todo lo que hacía en cuanto a la crítica musical. Él me señaló el camino a la música. Él me hizo ver dónde estaban las raíces de la belleza en la música. Me vine a Viena para terminar mis estudios de leyes con la secreta esperanza de escuchar música todo el día y toda la noche. Buena música. Música maravillosa. Y me encontré con que la vida musical de esta ciudad era de una trivialidad insoportable a finales de los treinta, principios de los cuarenta.
—Es lo mismo que decía el maestro Schumann, él estuvo en ese tiempo viviendo en Viena y volvió a Leipzig con la cola entre las piernas.
—¡Claro! Un músico como Schumann no podría haberse sentido más lejos de esa Viena. La vida musical estaba dominada por la ópera italiana, el virtuosismo y el vals. Una de las razones por las cuales me interesó radicarme aquí fue justamente para promover a los músicos alemanes, debo decirle que al comienzo incluso promoví a Wagner, al menos su Tannhäuser. Tal vez pueda parecerle una incongruencia, pero a mi juicio todo lo que Wagner ha hecho después de Tannhäuser es vomitivo. Mi mujer no me sigue en esto, ella es ferviente admiradora de Wagner. ¿Y usted? Entiendo que no se ha casado, Brahms.
—Las cosas con las mujeres no se me han dado bien. No me he casado, no. No creo que me case nunca.
—¿Por qué lo dice?
—¡Ah, bueno! Yo también puedo decir cualquier cosa. Nunca se sabe, ¿no le parece? A la vuelta de la esquina puede haber una joven lista para cazarme. Nadie está libre de ese peligro.
—Le advierto que para un hombre joven buscando un poco de diversión no hay lugar mejor que éste. Yo soy un marido devoto y como tal dedico mis arrestos amorosos a mi mujer, pero esta regla no se aplica a un hombre soltero. ¿Conoce algunas damas en esta ciudad?
—Yo, la verdad, no conozco a nadie y vengo saliendo de un noviazgo que me ha dejado con una mala idea de mí mismo. He de andarme con mucho cuidado, Hanslick, de momento sólo deseo casarme con la soledad.
—Me gustaría presentarle a una señorita que puede serle muy útil, y se lo digo en el mejor sentido de la palabra, es inteligente y aunque su conducta pueda resultar un tanto perturbadora, estoy seguro de que alegrará sus ratos de soledad. Es una mujer muy simpática, alegre, una persona sencilla, ¿sabe? Está perdidamente enamorada de la música, lo cual no deja de ser impresionante si pensamos que se trata de una mujer del bajo mundo, de muy pocos recursos económicos. Dice haber recibido una buena educación de una tía, pero como no toca ningún instrumento, vaya uno a saber si será verdad. Casi todos los músicos de Viena la conocen, la visitan… de noche… usted sabe…, todo dentro de las normas de un gran respeto y simpatía hacia ella. Recibe en una habitación que pretende ser lujosa, pero a mí me parece patética…, ya la verá usted. Yo suelo recriminarla porque no disciplina a su hermano. Venga, Brahms, acerquémonos a ese rincón donde no hay oídos, yo le voy a contar. —Tomó a Brahms del brazo y lo condujo a un rincón donde había dos sillones de brocato amarillo bajo un imponente retrato del Emperador—. Siéntese a mi lado, Brahms. Aquí podremos conversar tranquilos. Como le estaba contando, la dama se llama Lily Becher y es una mujer bastante especial, se ha involucrado con la música al punto de poner todos sus ahorros en un piano que usted podrá apreciar con sus propios ojos, un magnífico instrumento, no se ven muchos pianos como ése en las casas ricas de Viena. ¿Y sabe por qué se esmera tanto en que su piano sea el mejor? Tiene un hermano menor, un mocoso inaguantable que posee uno de los mayores talentos para el piano que yo haya visto en los últimos tiempos. Ella lo sabe y se ha impuesto la misión de sacarlo adelante, de ayudarlo a convertirse en un gran músico, y le advierto que si el mocoso se empeñase podría lograrlo.
—¡Qué interesante! ¿Usted da fe de su talento, Hanslick?
—¡Oh, sí! Sin lugar a dudas. Karl, que así se llama el hermano, podría ser el mejor músico de Viena. Si se lo propusiese. El problema es que la única en verdad interesada en lograrlo es su hermana. Ella no escatima sacrificios, lo viste, lo alimenta, le consigue los mejores maestros y procura enderezarlo. Sin mayor éxito, debo agregar, aunque cobre bastante alto por las presentaciones del hermano.
—¿Es su empresaria?
—Bueno, si usted quiere llamarlo así… Vamos a decir que administra su talento…, y yo soy su profesor.
—¡No me diga! —dijo Brahms cada vez más interesado en la historia.
—Una noche me acerqué a la casa de mi buen amigo el doctor Müller y me encontré con esta mujer y su hermano. Ella le había hablado a Müller del talento de su hermano y Müller, justo pensando en mí, le había rogado que lo llevara a su casa. Al escuchar al chico tocar una sonata de Beethoven y Kreisleriana de Schumann, quedé con la boca abierta, Brahms. ¡Era un prodigio ese muchachito! Tenía una habilidad extraordinaria, ninguna disciplina, pero una capacidad innata para tocar el piano. Impresionado con su talento, que obviamente necesitaba de un maestro que lo guiara, me ofrecí para enseñarle gratis, pues se trata de gente que no tiene dinero. Lamentablemente la mayoría de las veces me toca ver a Lily por las peores razones imaginables. El hermano es un perfecto gandul, pero créame que tiene grandes posibilidades, todavía no doy por perdida la batalla.
—Cuando yo tenía veinte años toqué la puerta en la casa del maestro Schumann, en Düsseldorf, y el maestro me acogió con esa generosidad que no he visto en otros músicos. Escuchó mis composiciones, le gustaron y fue él quien me encaminó en mi carrera. Yo le debo a Schumann prácticamente todo. Me gustaría escuchar al hermano de esta señorita, si es posible. Es lo que habría hecho el maestro.
—¡Claro que es posible! Antes hay que obtener la aprobación de Lily Becher. Permítame encargarme de esto, yo le organizaré una cita con ella. Le va a gustar, Brahms, y ella quedará fascinada por usted. Pero cuénteme, Brahms, ¿piensa radicarse en Viena?
—Si encuentro trabajo, sí.
—Entonces está en el lugar apropiado. Esta familia ha sido de gran ayuda para muchos músicos y yo mismo puedo ofrecerle algo que tal vez le interese. De hecho, estamos buscando un conductor para la Singakademie, entiendo que usted ha conducido bastante en lo que va de su carrera, así que entenderá algo de la organización de una academia de música y si no entiende nada, ya aprenderá. A mí, personalmente, me interesa que un músico de su calidad se quede en Viena. ¿Le gustaría trabajar conmigo? Al comienzo sería un trabajo más bien administrativo, pero le daría dinero para instalarse y tiempo para componer.
Brahms hizo un gesto afirmativo con la cabeza y los dos hombres se dieron la mano.