Capítulo Uno

 

Hora del espectáculo.

El rítmico sonido de los tambores resonaba en la distancia. Al instante, un foco y después otro iluminaron el centro del jardín. Entre vítores y aplausos, la compañía de baile del Mau Loa Maui salió al escenario.

Kalani Bishop vio el comienzo del espectáculo desde un rincón oscuro del jardín. Cientos de huéspedes del hotel estaban fascinados, al igual que Kal, por los hermosos movimientos de los bailarines de danza tradicional hawaiana. No le cabía ninguna duda de que tenía a los mejores bailarines de toda la isla de Maui. No podía permitirse nada menos en su hotel.

El Mau Loa Maui había sido idea de Kal y de su hermano pequeño, Mano. El hotel de su familia, el Mau Loa original, estaba ubicado en la playa de Waikiki en Oahu. Desde pequeños habían soñado no solo con ocupar la zona de Oahu algún día, sino con expandir la cadena de hoteles a otras islas y la playa de Ka’anapali en Maui había sido la primera elegida. Kal se había enamorado de la isla en cuanto había llegado. Era distinta a Oahu, con una belleza exuberante y serena. Incluso las mujeres eran más sensuales, en su opinión, como frutas maduras esperando a que las recolectara.

Era, sin duda, el hotel más bonito de la isla, y la cara de sus abuelos cuando lo vieron por primera vez fue prueba suficiente de que aprobaban su trabajo. Desde luego, los turistas lo hacían. Desde que habían abierto, habían estado al completo y tenían reservas con un año de antelación.

Convertían en realidad las fantasías vacacionales y parte de esa fantasía hawaiana incluía asistir a un auténtico luau con las danzas que se veían en las películas. En el Mau Loa Maui, el luau se celebraba tres noches a la semana e incluía una cena compuesta por cerdo kalua, poi, piña fresca, arroz de mango y otros platos hawaianos tradicionales.

Kal había trabajado mucho para crear la atmósfera perfecta para su hotel. Unas antorchas situadas alrededor del amplio jardín iluminaban la zona, ahora que el sol se había puesto tras el mar. El fuego proyectaba sombras que titilaban por los rostros de los bailarines y los músicos que golpeaban los tambores y cantaban.

Una de las bailarinas tomó el escenario. Kal sonrió mientras su mejor amiga, Lanakila Hale, atraía la atención de todos los presentes. Antes de siquiera comenzar su actuación en solitario, ya había cautivado al público con su tradicional belleza hawaiana. Tenía un cabello largo, negro y ondulado que parecía flotar sobre su piel dorada. Unas flores de Plumería le coronaban la cabeza y le rodeaban las muñecas y los tobillos. Llevaba una falda hecha de hojas de ti, que dejaban entrever de vez en cuando sus muslos, y un top amarillo que cubría sus voluptuosos pechos y dejaba a la vista su esbelto abdomen.

No podía evitar admirar su figura. Eran amigos, pero era imposible ignorar que Lana tenía un cuerpo espectacular. Firme, esculpido y esbelto tras años y años de entrenamiento de danza profesional. Aunque estaba especializada en danza tradicional hawaiana, había estudiado danza en la Universidad de Hawái y estaba bien versada en prácticamente todos los estilos, incluyendo el ballet, la danza moderna y el hip-hop.

A medida que los tambores sonaban más deprisa, Lana aceleró el movimiento de sus caderas, que giraba y se contoneaba al ritmo mientras movía los brazos con elegancia para narrar la historia de esa danza hula en particular. El hula no era simplemente un entretenimiento para los turistas; era la forma de narrar historias de su cultura ancestral. Estaba increíble, incluso mejor que la noche que la había visto bailar por primera vez en Lahaina y supo que la quería en su nuevo hotel como coreógrafa.

Lana era la contradicción personificada. Era una atleta y una dama al mismo tiempo: fuerte y femenina, esbelta y con abundancia de curvas. No se podía imaginar una mujer más perfecta físicamente. Y además, era una persona fantástica. Inteligente, perspicaz, con talento y sin miedo a llamarle la atención o reprenderlo, lo cual él necesitaba de vez en cuando.

Se giró hacia la multitud al sentir que su cuerpo estaba empezando a reaccionar ante la imagen física de su amiga. No sabía por qué se torturaba viendo el espectáculo cuando sabía a qué conduciría. Con cada golpe de tambor y de cadera, se le tensaban los músculos y se le aceleraba el pulso.

Se aflojó la corbata y respiró hondo. Era algo que le sucedía con más frecuencia de lo que le gustaría, pero ¿quién podía culparlo?

Por mucho que fuera su amiga, sin duda era su tipo de mujer. En realidad, era el tipo de mujer de cualquier hombre de sangre caliente que se preciara, y además en su caso cumplía con todos los requisitos de su lista. Pero él no tenía ningún interés en formar una familia y un hogar mientras que Lana, por supuesto, quería todo eso al completo, era lo que más deseaba. Precisamente por eso no podía arriesgarse a probar la fruta prohibida, porque entonces ella querría que comprara el cesto de fruta entero. Ceder a la atracción que sentía por su amiga supondría un desastre, porque si Lana quería más y él no, ¿cómo acabarían?

Dejando de ser amigos.

Y ya que eso no era una opción, tenían que ser amigos y nada más. Lo único que deseaba era poder convencer de eso a su erección. Llevaban siendo amigos alrededor de tres años y hasta el momento no lo había logrado, lo cual requería alguna que otra ducha fría de vez en cuando.

Las demás bailarinas se unieron a Lana tras su solo y resultó una buena distracción. Cuando terminaron, los bailarines ocuparon el escenario y las chicas se retiraron para cambiarse de traje. En el Mau Loa el espectáculo repasaba toda la historia del hula cubriendo años de estilos y vestimentas según había ido evolucionando. Kal no quería una actuación simple para entretener a los huéspedes; quería que conocieran y valoraran a su pueblo y a su cultura.

–¿Tenemos su aprobación, jefe? –preguntó una mujer tras él.

Kal no tuvo que darse la vuelta para reconocer la sensual voz de Lana. Miró a la izquierda y la encontró a su lado. Como coreógrafa, ejecutaba alguna danza y sustituía a bailarines enfermos o ausentes, pero no participaba en la mayoría de los números.

–Alguno sí –respondió él centrando toda su atención en ella. Porque la única bailarina que podía atraer su interés de verdad estaba justo ahí, a su lado–. Alek hoy parece un poco despistado.

Lana giró la cabeza bruscamente hacia al escenario y observó al bailarín con ojo crítico.

–Creo que tiene un poco de resaca. Le he oído hablar con otro de los chicos esta tarde en el ensayo sobre una noche salvaje en Paia. Hablaré con él por la mañana. Sabe muy bien que no debe salir hasta tarde la noche antes de una actuación.

Esa era una de las razones por las que Kal y Lana eran tan buenos amigos: los dos buscaban la perfección en todo lo que hacían, y Lana incluso más que Kal. Él quería que todo estuviese perfecto y disfrutaba con el éxito que lograba, pero también disfrutaba de su tiempo libre. Lana estaba supercentrada todo el tiempo y lo cierto era que había tenido que hacerlo para llegar adonde había llegado en la vida. No todo el mundo podía salir solo de la pobreza y convertir su vida en lo que quería. Para eso hacía falta empuje y motivación, y de eso ella tenía a raudales.

A veces le gustaba destacar algún fallo solo para verla girar la cabeza bruscamente y sonrojarse y ver cómo sus pechos palpitaban de furia contra su diminuto top. Eso no hacía más que aumentar su atracción por ella, pero sin duda también hacía que las cosas se pusieran más interesantes.

–Pero todos los demás están fantásticos –añadió para calmarla–. Buen trabajo esta noche.

Lana se cruzó de brazos y le golpeó con el hombro. No era una persona muy afectiva. Un golpe en el hombro o un choque de puños eran sus máximos acercamientos, a menos que estuviera triste. Pero si algo la inquietaba, entonces sí, lo único que quería era un abrazo de Kal. Y él con mucho gusto la abrazaba hasta que se sentía mejor y disfrutaba del poco afecto que ella estaba dispuesta a compartir.

El resto del tiempo Lana era una mujer seria y estricta. Tanto que Kal se alegraba de no ser uno de sus bailarines. La había visto en los ensayos y sabía que no aceptaba nada por debajo de la perfección que ella misma ofrecía.

Por muy amigos que fueran, estaba seguro de que si alguna vez se sobrepasaba, se llevaría un bofetón en la cara. Y eso le gustaba de ella. La mayoría de las mujeres de Maui sabían muy bien quién era, y estaban dispuestas a hacer lo que él quisiera con tal de acercársele. Acudían a él como moscas a la miel, y por eso le gustaba que de vez en cuando Lana rompiera tanta dulzura con su acidez.

El escenario se oscureció y se quedó en silencio por un momento, captando la atención de ambos. Cuando las luces volvieron, los hombres se habían ido y las mujeres volvían con faldas largas de hierba, sujetadores de cocos y grandes tocados. Kal se refería cariñosamente a esa actuación como «el sacude traseros». No entendía cómo las mujeres podían moverse a tanta velocidad.

–Esta noche hay mucho público –apuntó Lana.

–Siempre llenamos los domingos por la noche. Todo el mundo sabe que este es el mejor luau de Maui.

Lana posó la mirada en el escenario y él, aburrido de tanto baile, prefirió fijarse en ella. Una ligera brisa transportaba la fragancia de sus flores de Plumería junto con el dulce olor de su loción de coco. Los pulmones se le llenaron de ese aroma que tanto le recordaba a noches de risas en el sillón mientras compartían bandejas de sushi.

Pasaban juntos gran parte de su tiempo libre. Kal tenía citas de vez en cuando, al igual que Lana, pero esas relaciones no llegaban a ninguna parte. En su caso era por elección propia, y en el caso de Lana, porque tenía un gusto terrible para los hombres. La adoraba, pero era un imán para idiotas y perdedores. Jamás tendría el marido y la familia que deseaba con la clase de hombres con los que salía.

Pasaban mucho tiempo juntos; Kal tenía a toda su familia en Oahu y a Lana no le compensaba demasiado ir a visitar a la suya. Alguna que otra vez iba a ver a su hermana, Mele, y a su sobrina, Akela, pero siempre volvía al hotel malhumorada.

Pensar en la familia y en el tiempo libre le hizo preguntarle:

–¿Tienes planes para Navidad? –faltaba poco más de un mes y el tiempo pasaba deprisa.

–La verdad es que no. Ya sabes lo ocupados que estamos por aquí en Navidad. Tengo a los músicos trabajando en algunas canciones navideñas y vamos a añadir un nuevo número al luau la semana que viene, lo cual implica más ensayos. Jamás me atrevería a pedir unos días libres cerca de Navidad. ¿Y tú qué?

Kal se rio.

–Yo estaré aquí, por supuesto, ayudando a los huéspedes a celebrar la Navidad en su hogar tropical alejado de su verdadero hogar. Entonces ¿continuamos con nuestra tradición de pasar la Nochebuena comiendo sushi junto a mi chimenea mientras nos intercambiamos los regalos?

Lana asintió.

–Me parece un buen plan.

Kal se sintió aliviado. No sabía qué haría si Lana llegaba a encontrar al hombre de sus sueños. Si se enamorara, formara una familia y se construyera una vida fuera del Mau Loa, se quedaría solo. Había estado a su lado desde que habían abierto el hotel y se había acostumbrado a tenerla allí siempre.

Y últimamente el hecho de saber que su hermano estaba comprometido y que esperaba un bebé hacía que sus preocupaciones aumentaran. Mano se había empleado a fondo para no tener ninguna relación seria y, aun así, se había enamorado perdidamente de Paige antes de poder darse cuenta. Kal no pensaba que eso pudiera pasarle a él; era demasiado terco como para permitir que una mujer se le acercara tanto.

Pero Lana… se merecía más que pasar la Nochebuena con él tomando sushi. Se merecía la vida y la familia que quería. Aunque ella no hablaba mucho del asunto, Kal sabía que había tenido una infancia terrible y que formar su propia familia sería su modo de construir lo que nunca había tenido. Así que cuando ya no la tuviera a su lado, tendría que encontrar una válvula de escape para su soledad y sus celos.

La miró y vio que estaba apoyada contra la pared. Parecía cansada.

–¿Estás bien?

–Sí –le respondió mirando fijamente al escenario–. Ha sido un día largo. Voy a ir a mi habitación a cambiarme. ¿Te apetece que cenemos después del espectáculo?

–Claro.

–Nos vemos en el bar dentro de media hora y me cuentas qué tal sigue el espectáculo.

–Hecho.

 

 

Lanakila subió la escalera hacia su suite, situada en el extremo más alejado del hotel. Era su hogar. Kal acababa de terminar la construcción de su residencia privada al otro lado del campo de golf del complejo Mau Loa. La casa tenía cuatro dormitorios, una cocina enorme, un garaje para tres coches y un patio con una piscina que parecía un oasis tropical. Antes de eso había estado viviendo en una suite del hotel para poder supervisar todos los detalles de la construcción.

Al mudarse a su nueva casa, le había cedido su suite a Lana en lugar de remodelarla para tenerla a disposición de los huéspedes. Hasta entonces ella había vivido en un pequeño estudio en la costa de Kahakuloa, pero lo había dejado y había vendido todos sus muebles al trasladarse al hotel. Era perfecto vivir allí, porque así no tenía que preocuparse de conducir de vuelta a casa, exhausta, las noches que se quedaba trabajando hasta tarde.

Abrió la puerta con la tarjeta y entró. Encendió la luz de la diminuta cocina antes de pasar por el salón y acceder al dormitorio. Allí se quitó el traje de baile y se puso su ropa.

No le gustaba moverse por el hotel con la ropa de baile; le hacía sentirse como un personaje de un parque temático hawaiano. Además, notaba que Kal se sentía incómodo cuando no estaba completamente vestida. Desviaba la mirada y se mostraba inquieto, lo cual no hacía nunca cuando iba vestida con ropa de calle.

Suponía que si él fuera por ahí con el traje de baile masculino todo el tiempo ella también se sentiría incómoda, aunque por razones distintas. Los hombres bailaban con poco más que una falda de hojas de ti y a ella ya le costaba bastante centrarse en lo que Kal le decía cuando estaba completamente vestido con uno de sus trajes de diseño, que cubrían cada centímetro de su bronceada piel pero que le sentaban como un guante y dejaban muy poco a la imaginación.

Kalani Bishop era el hombre más increíble que había visto en su vida, y eso que había estudiado en la facultad de danza. No obstante, no pensaría más sobre el asunto porque desear a Kal era como desear tener un tigre por mascota. Era hermoso y si se manipulaba adecuadamente podía ser un compañero cariñoso, pero en el fondo siempre era salvaje y no podías domesticarlo hicieras lo que hicieras. Por mucho que le gustara vivir peligrosamente de vez en cuando, sabía que Kal era una bestia que estaba fuera de su alcance.

Ataviada con unos vaqueros y una camiseta de tirantes, volvió al salón y agarró el teléfono, que había dejado allí durante la actuación. Vio el aviso de una llamada perdida y un mensaje de voz de la comisaría de policía de Maui. Le dio un vuelco el estómago. Otra vez no.

Con un padre de carácter violento y una hermana metiéndose en líos siempre, recibir una llamada de la comisaría no era algo tan extraño como le gustaría.

Su madre había muerto cuando ella era muy pequeña y su padre, al menos según le habían contado, había sido un buen hombre hasta entonces. Se había esforzado por sacar adelante a sus dos hijas pequeñas mientras intentaba asumir la pérdida de su esposa, pero se había dado a la bebida, un hábito que daba rienda suelta a su mal carácter. Nunca había golpeado a sus hijas, pero sí que había destrozado la casa. Además, tenía cierta tendencia a pelearse en bares y a acabar arrestado.

Lana siempre se había portado bien y se había metido en el mundo del baile para hacer feliz a su padre, un hawaiano que, a pesar de todo, creía en honrar su cultura. Había empezado a asistir a clases de hula de pequeña y había continuado en el instituto. Su padre jamás la había mirado con tanto orgullo como cuando la veía bailar.

Mele, en cambio, nunca se había preocupado tanto por contentarlo. Sabía que, de un modo u otro, siempre acabaría metida en problemas, y por eso había decidido divertirse sin más, lo cual incluía salir con todos los chicos con los que se cruzaba excepto con nativos, a quienes su padre habría dado su aprobación. Y cuando por fin empezó a salir con un hawaiano, no resultó ser una joya. Tua Keawe era un criminal en ciernes. Mele lo conoció timando a turistas y desde ahí sus actividades ilegales fueron en ascenso. Lana dejó de visitar a su hermana porque siempre la encontraba drogada o borracha.

El año anterior, Mele se había quedado embarazada, y eso pareció hacerla reaccionar. Akela, su sobrina, había nacido sin adicción y sin el síndrome de abstinencia fetal. Era una niña perfecta y preciosa que Lana adoraba más que a nada. Siempre había querido tener una hija, y en ocasiones deseaba que fuera suya y no de Mele, aunque solo fuera por el bien de la niña. El comportamiento modelo de Mele no había durado mucho tras el parto. Había vuelto a los viejos hábitos y no había mucho que Lana pudiera hacer sin correr el riesgo de que el Servicio de Protección de Menores se llevara a la niña.

Kal estaba al corriente de lo de su padre y de que su hermana tenía cierta tendencia a meterse en líos, pero había intentado ocultarle el asunto de los arrestos de Mele. Sabía que su amigo la entendería y no la juzgaría, pero él pertenecía a una familia importante y respetada y ella, en cierto modo, se avergonzaba de la suya. La mayor parte del tiempo intentaba ignorar sus orígenes, pero su familia siempre parecía empeñada en recordárselo.

También evitaba el tema porque siempre esperaba que Mele madurara y empezara a actuar como la hermana mayor y responsable que debería ser. Sin embargo, hasta el momento sus esperanzas de tener una hermana en la que poder apoyarse en lugar de tener una a la que vigilar y controlar no se habían cumplido. Y ya que no la tenía, se apoyaba en Kal y lo consideraba su hermano mayor. Podía acudir a él y pedirle consejo y él siempre la ayudaba en todo lo que podía.

Al mirar la pantalla le preocupó que en esta ocasión su familia se hubiera metido en un problema tan grave que le fuera imposible ocultárselo a Kal. Tarde o temprano sucedería. Finalmente reunió el valor necesario para pulsar el botón y escuchar el mensaje.

–Lana, soy Mele. Tua y yo estamos arrestados. Necesito que vengas a sacarnos de aquí. Todo esto es una mierda. ¡Nos han tendido una trampa! ¡Una trampa!

La llamada se cortó y Lana suspiró. Parecía que iba a pasar otra noche yendo a pagar la fianza de su hermana. Sin embargo, antes de ir llamaría a la comisaría; habían pasado un par de horas desde que su hermana le había dejado el mensaje y quería asegurarse de que seguía allí.

Pulsó el botón para devolver la llamada a la comisaría y la operadora respondió:

–Hola, soy Lana Hale. He recibido una llamada de mi hermana, Mele Hale, sobre el pago de una fianza.

Se produjo un momento de silencio mientras la mujer consultaba algo en el ordenador.

–Sí, señora, por favor espere un momento mientras le paso con el agente al mando.

–Aquí el agente Wood –respondió un hombre al cabo de un instante.

–Soy Lana Hale –repitió–. He recibido una llamada de mi hermana para que vaya a pagar su fianza y quería asegurarme antes de ir hasta allí tan tarde.

–Sí, su hermana y su novio han sido arrestados hoy por posesión de narcóticos con intención de distribuirlos. Al parecer, han intentando venderle heroína a un agente de incógnito.

Lana contuvo un gruñido. Era peor de lo que se había imaginado. No sabía que su hermana había pasado de la hierba y el LSD a un delito de drogas más grave.

–¿Cuánto es la fianza?

–Lo cierto es que su hermana no estaba bien informada cuando la ha llamado. No hay fianza establecida para ninguno de los dos. Van a estar arrestados hasta mañana. La señorita Hale se reunirá con un abogado designado por el tribunal el lunes por la mañana antes de presentarse ante el juez.

–¿Qué juez?

–Creo que se tienen que presentar ante el juez Kona.

El juez Kona era conocido por ser un hueso duro de roer. Era superconservador, supertradicional, y no toleraba ninguna tontería en su sala. No sería la primera vez de Mele ante el juez Kona, y a ese hombre no le gustaban nada los reincidentes.

–¿Y qué pasa con su hija? –preguntó de pronto.

Su sobrina, Akela, solo tenía seis meses. Esperaba que no la hubieran dejado sola en la cuna mientras ellos salían a ganarse algo de dinero, aunque si lo hubieran hecho tampoco le habría sorprendido.

–La niña estaba en el coche, dormida en su silla. Se la ha llevado el Servicio de Protección de Menores.

El pánico se apoderó de ella a pesar de saber que su sobrina estaba a salvo.

–¡No! ¿Qué puedo hacer? Me la quedaré yo. No tiene por qué estar con unos extraños.

–Entiendo cómo se siente –dijo el agente Wood–, pero me temo que tendrá que esperar y solicitarle al juez una custodia temporal mientras los tutores legales están encarcelados. Le aseguró que la niña estará bien atendida. Tal vez mejor que con sus propios padres.

A Lana le comenzaron a temblar las rodillas y se dejó caer en el sillón. El resto de la llamada se desarrolló deprisa, y antes de poder darse cuenta, el agente había colgado y ella estaba mirando la pantalla apagada del teléfono.

La encendió de nuevo para ver la hora. Era domingo y además muy tarde. Tendría que esperar para poder contactar con un abogado. Era inevitable que Akela pasara la noche en un centro de acogida, pero haría lo que estuviera en sus manos para tenerla consigo el lunes por la tarde.

Le asustaba la idea de dar un salto tan inesperado a la maternidad, no estaba preparada, pero lo haría encantada. Su hermana podría pasar en la cárcel meses e incluso años, de modo que esta vez no cuidaría de su sobrina una noche o un fin de semana; sería su tutora durante el tiempo que Mele tuviera que pagar su deuda con la sociedad.

Necesitaría ayuda. No quería hacerlo, pero sabía que tenía que contarle a Kal lo sucedido. Tal vez conociera un abogado para Mele que fuera mejor que uno de oficio o, al menos, uno que pudiera ayudarla a ella a conseguir la custodia de Akela.

Se levantó del sillón, se guardó el móvil en el bolsillo trasero y se dirigió al bar para reunirse con su amigo. Si había alguien que pudiera sacarla de ese problema, ese era Kal.