Capítulo Cuatro

 

Lo celebraron cenando sushi en su restaurante favorito en Kapalua. Cuando le dijeron a la camarera que estaban celebrando su boda, la mujer corrió a la pastelería que había al lado del local y compró un cupcake de vainilla porque en el restaurante no tenían postres.

Lana se sintió culpable por ello. Kal insistía en que debían celebrarlo y compartir la noticia con el mayor número de gente posible, pero ella se sentía incómoda haciéndolo porque implicaba que tendrían que mentirle a todo el mundo sobre su relación. Y mentir al juez y a los funcionarios no le parecía tan malo como mentir a su camarera favorita, a su familia o a sus amigos.

Cuando volvieron a casa, se quedó impresionada al encontrar que todas sus cosas ya estaban allí y prácticamente guardadas. En el vestidor de Kal ahora había un apartado grande dedicado a su ropa y sus zapatos, y en el cuarto de baño uno de los dos lavabos y un armario estaban ocupados por todos sus artículos de belleza. En la cocina había un par de cajas con algunas fotografías enmarcadas y unos cuantos libros para que los colocara donde prefiriera. Esa noche había pensado entretenerse instalándose, pero los empleados de Kal ya se habían ocupado de todo.

–¿Quieres ver la habitación de la niña? –le preguntó él.

–¿Qué quieres decir? –respondió con cara de sorpresa.

–Ya está lista. La tienda lo ha enviado todo esta mañana y he contratado al decorador de interiores que me decoró la casa para que viniera y lo preparara todo –le agarró la mano y la llevó a la habitación que, hasta ese momento, había albergado su equipo de gimnasia.

En la puerta colgaba una luna de felpa con el nombre de Akela bordado en hilo dorado. Con una amplia sonrisa, Kal la abrió. Su entusiasmo era contagioso y Lana no pudo evitar sonreír también cuando entraron.

Y entonces, se quedó paralizada. ¡Era increíble! La última vez que había entrado en esa habitación allí solo había máquinas de pesas y de cardio y un espejo enorme que recorría toda una pared. Ahora no quedaba nada de eso. Las paredes estaban pintadas de un tono gris suave y salpicadas por adhesivos con forma de estrellas formando constelaciones. La ropa de cuna tenía un estampado de lunas y estrellas y el móvil que colgaba encima tenía pequeñas estrellas también.

Además, había una cómoda, un armario y una mecedora a juego, y una lámpara de cristal. Al parecer, Kal había comprado más cosas de las que ella había visto. Era la habitación infantil más adorable que había visto en su vida y hacía juego con el resto de la lujosa decoración de la casa.

Allí también estaban la trona y el carrito, ya montados, y la silla del coche.

–Ya está todo listo para mañana. La silla la instalaré en el coche de alquiler por la mañana para que, con suerte, podamos traernos a Akela a casa directamente.

Al mirar a su alrededor, a Lana la embargó la emoción. Los últimos días habían sido muy tensos, pero en todo momento había tenido a su lado a Kal, que había ido demasiado lejos para ayudarla. Por eso, por mucho que intentó contenerlas, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Kal la miró y, al verla, entró en pánico. Lana casi nunca lloraba.

–¿Qué pasa? ¿Es que no te gusta? Pensé que lo mejor sería una decoración neutra, que sirviera para niño y niña, ya que te dije que lo donaríamos todo.

–Es preciosa. Me encanta –se echó a sus brazos y se abrazó a su pecho. Él la sujetó con fuerza sin moverse ni apartarla lo más mínimo. Era una de las cosas que más le gustaba de Kal porque, aunque no era una mujer muy sentimental, de vez en cuando necesitaba un buen abrazo, y él siempre la abrazaba durante todo el tiempo que necesitaba. Nunca era el primero en apartarse.

Sin embargo, en esa ocasión algo fue distinto. La abrazó como siempre, pero tenía el corazón acelerado, parecía algo tenso. ¿La farsa de la boda habría echado a perder también sus abrazos inocentes? Porque ahora el abrazo no parecía tan inocente como de costumbre.

Finalmente se puso recta y lo miró. Intentó hablar, pero sus labios estaban demasiado cerca de los de Kal. Se vio tentada a besarlo al mismo tiempo que el cerebro le gritaba que retrocediera antes de que esa repentina atracción arruinara su amistad.

Y así, respiró hondo y sonrió.

–Gracias por todo, Kal. Es más de lo que podía haberme esperado. Eres increíble.

Kal esbozó una tímida sonrisa que le iluminó la mirada. Aún tenía la barbilla algo tensa, como si todavía estuviera conteniendo los sentimientos y sensaciones que los habían envuelto un instante antes.

–Te mereces todo esto y más.

No, no lo merecía, pero le agradecía que pensara así.

–A Akela le va a encantar –dijo Lana desviando el tema de conversación. Se apartó, rodeó la alfombra de rayas grises y blancas y fue hacia la puerta–. Eres demasiado eficiente, Kal. Pensé que me pasaría la noche montando una cuna o colocando mis cosas y ahora no tengo nada que hacer.

–No quería que tuvieras que hacer nada. Quería facilitarte las cosas todo lo posible. ¿Por qué lo dices? ¿Pasa algo?

–Nada –respondió. Giró bruscamente a la derecha para volver al salón y alejarse del dormitorio principal. No pasaba nada aparte del hecho de que era su noche de bodas y que, aunque sabía que no sucedería nada entre los dos, los nervios se estaban apoderando de ella–. Solo quería algo con lo que ocupar mi mente.

–Con suerte mañana tendrás un bebé que te la mantendrá bien ocupada. Esta noche tendrás que soportar el aburrimiento que supone estar casado conmigo.

Le sonrió y Lana sintió un cosquilleo por dentro. La boda no debía suponer más que un papel con el que contentar al juez, pero desde el beso de esa tarde las cosas habían cambiado entre los dos. Ahora cada roce, cada mirada, provocaban una reacción en su cuerpo cuando nunca antes le había pasado. Quería que todo eso cesara. La situación ya era bastante complicada sin tener que lidiar además con una repentina atracción por Kal.

Se dio la vuelta y miró el teléfono. Apenas eran las nueve. Demasiado pronto para irse a dormir, pero demasiado tarde para poner una película o algo así. Necesitaba un momento alejada de Kal, eso le vendría bien. Sin embargo, ahora que vivían juntos, no podía ir muy lejos.

Entonces recordó el jacuzzi que Kal había instalado en el dormitorio principal. Seguro que ni siquiera lo había estrenado.

–Creo que me voy a dar un baño en tu bañera nueva. Ha sido un día muy largo.

Kal asintió.

–Hay toallas limpias en el armario.

Lana desapareció en el cuarto de baño, cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella en un intento de dejar al otro lado a Kal y a todos esos nuevos sentimientos. Respiró hondo y se alegró al comprobar que el aire del interior de la habitación no olía a su colonia.

Abrió el grifo de la bañera, se quitó la ropa y sacó una toalla del armario mientras se daba cuenta de lo extraño que le resultaba verse casada. Sin duda, una semana atrás no se habría imaginado encontrarse en esa situación. Y aunque no podía decirse que fuera un matrimonio de verdad y esa no fuera una noche de bodas de verdad, de algún modo su amistad con Kal parecía haber cambiado. Algo había cambiado, algo más que un simple documento legal.

Se metió en el agua caliente y sintió cómo los músculos se le relajaron al instante. Pulsó un botón y los chorros se activaron. Le masajearon el cuello y la espalda, obligándola a disfrutar del momento y a no preocuparse por todo lo que la esperaba al otro lado de la puerta.

Sin embargo, al cabo de un rato el agua empezó a enfriarse y los dedos se le arrugaron. No podía quedarse escondida en el baño para siempre. Tenía que ver a Kal y decidir cómo iban a dormir. Aunque al final del pasillo había una bonita habitación de invitados, probablemente tendría que compartir el dormitorio principal para guardar las apariencias. Todo el mundo, desde la niñera hasta la señora de la limpieza, tenían que creer que estaban casados, pero esa enorme cama de matrimonio no le parecía lo suficientemente grande para los dos.

Ya la habían compartido cuando se habían quedado dormidos viendo alguna película, pero la situación no había sido la misma.

Quitó el tapón de la bañera, salió y se envolvió en una esponjosa toalla blanca. Era un comportamiento infantil, pero estaba haciendo tiempo para evitar salir del baño. Se peinó, llevó a cabo el complicado tratamiento facial nocturno que rara vez se aplicaba, se cepilló los dientes, se pasó el hilo dental y volvió a colocar todos sus artículos de tocador tal y como le gustaba tenerlos.

Cuando no tuvo nada más que hacer, recogió su ropa y salió en dirección al dormitorio. Allí encontró a Kal tirado en la cama. Se había puesto unos pantalones de pijama y estaba tendido sobre un montón de cojines, leyendo.

Intentó no fijarse demasiado ni en los tallados músculos de su torso desnudo ni en lo guapo que estaba con las gafas de leer y, así, se dio la vuelta y fue hacia el vestidor, donde echó la ropa sucia al cesto y buscó un pijama.

Un pijama que la cubriera por completo, si es que tenía alguno así.

 

 

El vestidor de Kal era enorme, aunque no tanto como para que Lana se pudiera perder en él. Cierto, estaría buscando dónde le habían guardado sus cosas, pero ya habían pasado diez minutos y Kal empezó a preguntarse si saldría de allí en algún momento.

Notaba que las cosas habían cambiado entre los dos. En cuanto sus labios se habían rozado, fue como si algo se hubiera encendido en su relación. A pesar de que habían acordado que serían un matrimonio solo en un documento, una parte de él se preguntaba si eso sería posible. Haberla visto con ese increíble vestido de novia, haber sentido cómo se había rendido a su beso, haberla notado lo nerviosa que se mostraba ahora cuando estaban cerca… La atracción que había entre los dos no era fruto de su imaginación.

Ese beso había desencadenado algo que los dos se habían esforzado mucho por contener. Estaba seguro de que ambos tenían sus motivos para ignorar la tensión sexual que bullía entre los dos, pero ahora parecía casi imposible. Eso era exactamente lo que tanto había temido. La caja de Pandora se había abierto y ya no había modo de volver a guardar dentro las tentaciones que se habían liberado. Probablemente por eso Lana estaba en el vestidor cubriéndose con toda la ropa que encontraba. Aunque no le serviría de mucho, porque se conocía cada curva de su cuerpo; lo veía tres veces a la semana en el luau. Habían estado juntos en la piscina. Su mejor amiga… y ahora esposa… tenía pocos secretos para él, tanto físicos como de otro tipo.

Estaba a punto de ir a investigar su desaparición cuando la puerta se abrió y por fin salió del vestidor. Llevaba puesto menos de lo que se esperaba: unos pantalones cortos de franela y una camiseta de tirantes relativamente pequeña que se ceñía a sus curvas y dejaba poco a la imaginación, sin un sujetador debajo. Lana se quedó junto a la puerta del vestidor, incómoda, así que Kal volvió a centrarse en su libro.

–¿Lo has encontrado todo bien?

–Sí –respondió Lana acercándose a la cama. Apartó la colcha, se tumbó a su lado y se subió las sábanas hasta debajo de los brazos. En la mesilla de noche tenía su iPad; lo agarró y empezó a jugar con su juego favorito.

–Puedes cambiar de sitio todo lo que quieras si no te gusta cómo te lo han colocado.

–Estaba bien. Solo me ha costado decidir qué quería ponerme para meterme en la cama.

Kal colocó el marcapáginas y se apoyó el libro en el regazo antes de girarse para mirarla.

–No cambies por mí lo que te pondrías en condiciones normales. Quiero que te sientas cómoda aquí. Sé que la situación no es normal, pero ahora esta es tu casa también durante el tiempo que dure todo esto.

Lana lo miró y enarcó una ceja.

–Te lo agradezco, de verdad que sí, pero no creo que mi atuendo habitual fuera a ser apropiado.

–¿Por qué?

–Porque duermo desnuda.

A pesar de estar seguro de que no se había sonrojado en toda su vida, ahora Kal sintió cómo las mejillas le empezaban a arder. Debería haberse imaginado la respuesta. Él dormía en calzoncillos las noches más calurosas y con pantalones de franela las más frescas. Lana vivía sola desde que la conocía, así que, ¿por qué no iba a dormir desnuda?

–Bu-bueno –tartamudeó–, pero puedes hacer lo que quieras. Los dos somos personas maduras. Si te sientes más cómoda así, te aseguro que no hay problema.

Lana arrugó los labios con gesto pensativo.

–Entonces, si me quitara la ropa ahora mismo, ¿te parecería bien?

Kal tragó con dificultad y agradeció que la colcha le cubriera el regazo.

–Totalmente.

–¿Y no te sentirías incómodo?

Él suspiró.

–Eres mi mejor amiga y ahora además eres mi esposa legalmente. Creo que no sería para tanto que te viera desnuda. No voy a perder el control ni a abalanzarme sobre ti.

Lana estrechó sus ojos almendrados.

–De acuerdo. Si de verdad piensas así… –se agarró la parta baja de la camiseta para quitársela por la cabeza.

Kal se quedó paralizado, sin aliento. Sabía que debía mirar a otro lado, pero no era capaz de moverse. ¿De verdad se iba a desnudar? Desde la ceremonia había estado más nerviosa que él, así que el hecho de que lo hiciera le parecía un paso muy atrevido por su parte.

Lana se detuvo y se dejó caer sobre la almohada con una carcajada.

–¡Ay, Dios mío! Deberías haberte visto la cara –dijo entre risas. Estaba sonrojada y tenía los ojos llorosos de la risa–. Pánico absoluto.

Había sido una broma. Kal agarró un cojín y le dio un golpecito en la cara, haciendo que ella dejara de reír y lo mirara.

–Qué mala eres.

–¿Ah sí? –Lana agarró otro cojín y se lo tiró. Al moverse, a él se le cayó el libro del regazo y el marcapáginas cayó al suelo.

Genial.

¡Era la guerra! Kal apartó la colcha, se puso de rodillas y agarró el cojín con fuerza. Lucharon durante varios minutos hasta que él logró quitárselo de las manos. Y entonces fue a por todas. Lana tenía muchísimas cosquillas, y él se iba a vengar.

–¡Ay, no! –gritaba Lana entre risas y lágrimas–. ¡Cosquillas no!

Intentó salir de la cama, pero Kal se sentó encima de ella y le sujetó los brazos.

–¡Te tengo! –gritó triunfante.

Lana se resistió durante un instante hasta que se dio cuenta de que había perdido la batalla. Estaba agotada del esfuerzo y apenas podía respirar de la risa. Fue en ese momento cuando Kal se fijó en cómo se movían sus pechos con la respiración contra el fino algodón de la camiseta. Tenía los pezones duros y se le marcaban a través de la tela. Apenas quedaba nada para la imaginación, prácticamente era como si estuviera desnuda directamente.

Tragó saliva y la miró a los ojos. En ellos ya no había una expresión de diversión, había algo distinto. Eso mismo que había visto después de que hubieran compartido su primer beso: una desconcertante mezcla de atracción, confusión y aprensión.

El juego de pronto había entrado en terreno peligroso.

Por primera vez en su vida, Kal no estaba seguro de qué hacer. Si fuera cualquier otra mujer la que estuviera en su cama mirándolo de ese modo, la besaría con locura, le quitaría la ropa y le haría el amor durante toda la noche.

Pero era Lana. Su esposa, Lana. Tenía sentido y no lo tenía al mismo tiempo.

Quería volver a besarla. El beso de antes había sido dulce e inesperadamente tentador y lo había dejado deseando más. Era su noche de bodas. Esperar un beso de su esposa no sería demasiado atrevido, ¿verdad?

Pero antes de que pudiera decidirse, Lana levantó una mano, coló los dedos entre el cabello de su nuca y le acercó la boca hasta que sus labios colisionaron con el impacto de una bomba atómica. Y ya que había sido ella la que había dado el paso, él dejó de lado sus dudas y la siguió.

No fue como el beso anterior. Este estuvo cargado de un deseo reprimido, de una atracción prohibida y de una abrumadora sensación de agotamiento que hacía imposible poder resistirse más. Él le soltó el otro brazo y ella lo acercó más a sí. Ya no parecía tener ningún tipo de dudas, y estaba preparada y dispuesta a tomar de él todo lo que quisiera.

Kal apenas podía respirar por la intensidad del beso, pero se negaba a apartarse, y cuando ella deslizó la lengua por sus labios pidiendo colarse entre ellos, él soltó un gemido de deseo que no pudo reprimir.

No recordaba la última vez que lo habían besado con tanta pasión. Tal vez nunca lo habían hecho. Había sospechado que su amiga sería una bomba en sus relaciones íntimas, pero tampoco era algo que se hubiera permitido pensar en profundidad. Ahora, sin embargo, mientras sus uñas rozaban sus hombros desnudos y sus pechos tocaban su torso, era lo único en lo que podía pensar.

Todos los nervios de su cuerpo se encendieron como luces de neón. Estaba excitado y palpitante de deseo después de tan solo un beso. Sentía cómo el autocontrol se le escapaba de las manos con cada roce de la lengua de Lana.

Si no daba un paso atrás ahora mismo, consumarían el matrimonio, y Lana había dejado muy claro que no tenía intención de que su matrimonio fuera más allá de un papel firmado. Sin embargo, estaban a punto de romper ese acuerdo tras solo unas cuantas horas juntos.

Finalmente se apartó y los dos se quedaron tumbados, jadeantes, mientras intentaban procesar qué acababa de suceder.

–Lo siento –dijo Lana al cabo de unos minutos. Se incorporó y se cubrió el rostro, sonrojado, con las manos–. No sé qué me ha pasado.

–No lo sientas. Yo tampoco estaba huyendo de ti exactamente –a pesar de estar apartándose, sentía cómo el deseo lo volvía a arrastrar hacia ella. Tenían que poner más espacio entre los dos–. Creo que tal vez por esta noche debería dormir en la habitación de invitados –se levantó de la cama y recogió el libro del suelo.

–Kal, no. No tienes por qué hacerlo. Ha sido culpa mía. No debería haber… –sacudió la cabeza–. Yo dormiré en la habitación de invitados. No pienso echarte de tu propia cama. Es una tontería.

Él alargó el brazo para detenerla.

–Ahora también es tu cama, Lana. Quédate. Insisto. De todos modos, creo que me voy a quedar un rato despierto. Voy a leer.

La expresión de Lana reflejaba sensaciones contradictorias. No quería que se marchara, pero los dos sabían que era lo mejor. Había demasiadas emociones revoloteando a su alrededor después del día que habían pasado. Al día siguiente tendrían que concentrarse en la vista con el juez y en conseguir la custodia de Akela, y para ello necesitaban dormir bien. Al menos Lana, porque él dudaba de que pudiera dormir, aunque tenía claro que estar separados era lo mejor por el momento, y Lana tampoco se lo discutió.

De modo que apagó la lámpara de su mesilla y fue hacia la puerta.

–Buenas noches, señora Bishop.