Capítulo 1

Edimburgo, dos meses después.

Los jinetes cabalgaban por los senderos de la colina de Calton Hill como si su vida dependiera de aquella carrera. Tres caballos, dos de color canela y uno negro azabache. Tres rivales, tres amigos que competían por el puro placer de una apuesta.

—¡Más brío! —gritó Christopher Trevelyan mientras espoleaba al caballo y este respondía con vigor. Al instante superó con soltura a sus contrincantes y llegaba al punto señalado, a la vez que soltaba las riendas del negro corcel y levantaba las manos, colocándolas en cruz, en señal de su triunfo.

La victoria la obtenía el primero en dar la vuelta al monumento de Nelson, construido en honor del vicealmirante tras su victoria en la batalla de Trafalgar, donde había encontrado la muerte y donde se había convertido en uno de los héroes de Gran Bretaña durante las guerras napoleónicas.

Otro de aquellos héroes de la guerra había sido su primo Jared, bastantes años después de aquella batalla, y también en el mar, pero Christopher no alardeaba de ello.

Tras el vigor de la carrera, los caballos serenaron su paso hasta detenerse, entonces los tres amigos descabalgaron.

—Tienes un excelente corcel —alabó el mayor de los tres—. ¿Estás seguro de que no quieres vendérmelo?

—Anderson es insistente —avisó Evan, el hermano del primero y su mejor amigo.

Christopher cogió a ambos hermanos por los hombros y bromeó.

—Si queréis un semental tan bueno como el mío, puedo presentaros a mi primo Jared, cría los mejores. Hace poco que ha comenzado un próspero negocio y los Mackay sois buenos banqueros, seguro que llegáis a un buen acuerdo.

—Tendremos que visitarlo algún día —respondió Anderson. Luego, este miró a Evan y Chris intuyó que la invitación a la cabalgada había sido una excusa. Los hermanos tramaban algo e imaginaba el qué. Deshizo el amigable abrazo y los tres se sentaron cerca del monumento. Anderson continuó sin preámbulo—: ¿Vas a aceptar la propuesta de mi padre?

Hacía dos meses que Christopher se había ido de su propia casa. Era la única forma de no caer en la provocación y limpiar su nombre de la indecencia, le había dicho su abuelo, el duque de Gilberston, y no opinaba lo contrario. Lo peor con lo que podía encontrarse un hombre era con una mujer desquiciada que lo acosaba; sobre todo si esta había perdido la decencia y la cordura.

Habría preferido que las cosas hubiesen sido de otra manera, que lady Liddel hubiese aceptado la ruptura y él no tuviera que alejarse de su trabajo, de su familia y de su vida. Podía entender al burlado esposo y, en su fuero interno, se justificaba con la idea de que él también había sido engañado por la dama. Sin embargo, era mejor poner tierra de por medio. Mucho se temía que la cólera del marido lo llevase un día a retarlo a un duelo. Y Christopher no quería acabar con aquel infeliz, ni ser él el que acabara criando malvas.

Primero había ido a la finca de su primo Jared, en Lancashire. Una breve visita donde adquirió a Rage, el corcel negro con el que llegó a Escocia.

Había escrito a Evan Mackay, su mejor amigo desde su estancia en Eton, contándole el problema en el que se encontraba, y este le respondió como hacen los amigos: tendiéndole la mano y abriéndole su casa. Era la segunda vez que le brindaba hospedaje por aquella causa.

Los Mackay eran una de las familias más prósperas de la ciudad. Se dedicaban a la banca. Anderson, el primogénito, era la mano derecha de su padre. Le recordaba mucho a su primo Henry, distante a la primera impresión, pero noble y de profundos principios cuando se le conocía. Evan era el segundo de los hermanos, tan solo un año menor que el primero y también trabajaba en el banco; aunque por su carácter nadie diría que era un serio economista. Tenían una hermana pequeña, pero no la conocía. Por lo que sabía, desde hacía una larga temporada estaba de viaje con la hermana de su padre. Evan solía bromear, porque su tía era muy aficionada a ir a los balnearios más lujosos y su hermana debía de estar bastante harta, porque había escrito a su padre rogándole que la reclamara con alguna excusa y así poder regresar a casa.

—Eres buen economista y abogado —murmuró Evan—. Nos has ayudado con la familia Bell. Desde que murió el patriarca, los herederos estaban en una disputa continua y tú mediaste en el conflicto y la familia ha hecho las paces.

—Cuando hay viejos rencores es mejor hablar de ellos y esa familia necesitaba sacarlos —señaló Anderson—. El dinero no conoce de rencillas, y la ley es clara: heredaba todo el señor Bell, este gestionaría las propiedades y cuidaría de toda la familia, sin excepciones. Su sobrino tenía poco a batallar, aunque sus exigencias fueran nobles.

—Bueno, es que el señor Thompson-Bell es «especialito», y estaba tan a la defensiva que solo ponía obstáculos —explicó Christopher, jugando con una hierba entre los dedos—. Le expliqué con calma la situación y aceptó de buen grado que ni su tío ni nadie engañaban a su madre. Esta estaría mucho más protegida que antes.

—Menos mal que tú le caíste bien —murmuró Evan con retintín y Chris le dio un pequeño empujón en el brazo. El señor Thompson-Bell era de esos hombres que se perfumaban en exceso, se ponían polvos blancos en la cara y vestían con pañuelos exagerados y plumas en sus sombreros. Un personaje sin duda singular, que se escondía tras toda aquella parafernalia.

—¿Entonces te quedas? —quiso saber Anderson.

—Agradezco vuestra hospitalidad, pero se me acaba el tiempo, en algún momento he de regresar a Londres.

—En algún momento —repitió Evan—. Pero mientras llega tenemos muchas cosas por hacer.

Christopher era un enamorado de Escocia. Junto a Evan había viajado por las tierras del norte, visitado los lagos e incluso el páramo de Culloden, donde habían muerto miles de escoceses en una batalla sangrienta contra los ingleses, hacía más de setenta años. Por fortuna, aquellas inquinas parecían estar superadas, más o menos, aunque no le extrañaba encontrar que alguien lo llamaba «inglés» con cierto desprecio. Había personas que no dejaban cerrar las heridas. Por suerte, la familia Mackay, que también tenía muertos allí enterrados, nunca había sido de aquellos que repudiaban a los ingleses.

—Bueno, es hora de regresar —propuso Anderson.

Los amigos se levantaron y se dirigieron hacia sus corceles. Los hermanos montaron rápido, pero cuando Chris iba a subir a su caballo, algo asustó al de Evan y se encabritó; su amigo casi cae al suelo si él no hubiera cogido con fuerza del bocado al animal. Aunque quien acabó en tierra fue él y con la mala fortuna de caer sobre un barrizal, que le dejó la chaqueta y el pantalón en bastante mal estado.

Regresaron a Mackay House sin la prisa que los había perseguido en su ascenso a Calton Hill. Aunque no debió de fiarse de los hermanos ya que, en el momento en que divisaron la finca, azuzaron a sus caballos para ver quién llegaba antes a las cuadras. Esta vez él fue el último.

No tenían remedio, pensó, los Mackay eran muy competitivos. Cuando entró en el patio de los establos no había ni rastro de ellos.

—Los señores me han dicho que lo esperarán en la biblioteca —anunció un mozo que acudió en su ayuda y, mirando sus ropas manchadas, preguntó—: ¿Qué le ha ocurrido, señor?

—Un pequeño percance, nada que no arregle un buen baño —respondió a la vez que se quitaba la chaqueta manchada de barro y se quedaba en mangas de camisa, antes de despedir al muchacho—. No te preocupes, yo me ocuparé de Rage.

Le gustaba cepillar a Rage después de cabalgar. Dejó la chaqueta sobre la silla de montar y fue a buscar un cubo con los utensilios para limpiar al caballo. Después de atenderlo, con la chaqueta y las riendas en la mano y la silla en el hombro, se dispuso a entrar en la cuadra, pero el ruido de un carruaje que entraba en la plaza llamó su atención.

De él bajaron varias mujeres que lo miraron como si nunca hubieran visto a un hombre. Una de ellas, que refunfuñaba algo, se dirigió a él con autoridad.

—Mozo, puede llamar para que se hagan cargo del equipaje y sepan que hemos llegado. —Él, ajeno a aquel llamado, siguió a lo suyo, pero la joven insistió—. ¿No me oye?

Sorprendido porque le hicieran aquel encargo, miró por encima de su hombro por si el mensaje era para alguien que estuviera a sus espaldas, pero nadie había tras él. Christopher tenía una buena educación y, en otro momento, hubiera respondido de manera formal, incluso habría recibido a las damas con actitud acogedora, pero la voz quejosa de la joven le hizo actuar de otro modo.

—¿Me lo dice a mí? —respondió con curiosidad, a la vez que se señalaba a sí mismo.

—¿A quién si no? —espetó arrogante la joven.

—Por supuesto que puedo avisar de que han llegado, incluso pediré que se hagan cargo del equipaje… cuando sepa quiénes son.

Lo imaginaba sin ninguna duda: la señora Gwendoline Dougall, y su sobrina, la señorita Aileen Mackay; la tía y la hermana de su amigo. Sin embargo, ante la mirada divertida de la dama más mayor, se atrevió a ser condescendiente.

La joven, sin intención de presentarse y menos de retirarse de la disputa dialéctica, miró a su acompañante y dijo con indiferencia.

—Debe ser nuevo.

—Aileen… —censuró la dama.

—No se apure, señora —respondió, tolerante—. Daré aviso de que han llegado. Permítame primero dejar al caballo… —Comenzó a caminar, pero solo por provocar a la joven dijo por encima de su hombro—. Debo anunciar a la reina de… ¿dónde?

Sin esperar respuesta siguió su camino, pero pudo ver por el rabillo del ojo cómo ella erguía la espalda y se preparaba para responderle.

—¡Pero…! ¿Cómo se atreve? ¿Es que no sabe quién soy? Haré que lo despidan.

Ignoró sus gritos, había vuelto a ver la sonrisa amable de la señora Dougall, quien le había dado la confianza para pinchar a la joven. La señora parecía encantada.

Christopher no tuvo que recorrer mucho cuando vio aparecer al mozo que lo había recibido antes, con otro sirviente. Se hizo cargo de Rage y de la silla, mientras ordenaba al otro que atendiera el equipaje de las damas. Con disimulo le susurró que era la señorita, él le guiñó un ojo y sonrió en señal de que lo sabía. Cruzó el patio con la intención de dirigirse a la casa, como si no le importara quién hubiera llegado.

—¿Puede coger ese maletín? —Lo detuvo ella con una demanda exigente y le señaló una pequeña maleta—. Son mis cosas personales.

Él miró por encima de su hombro a la mujer y dirigió la vista hacia el objeto que señalaba, sonrió con sarcasmo, aquello era el colmo, pero no quiso sacar de dudas a la joven. Al agarrar la valija se percató del peso.

—¿Qué lleva, piedras?

—Libros —respondió molesta—. ¿Sabe lo que son?

—Alguno he visto.

—Seguro que no ha leído ninguno.

La dama más mayor cortó la conversación con tono exasperado:

—¡Basta, Aileen!

Él cogió la maleta ante la atenta mirada de la joven, mientras la otra señora se giraba y se encaminaba hacia la casa, dejándola atrás.

Christopher quiso soltar otra chanza, pero se mordió la lengua. Se le podía ir de las manos aquel pique dialéctico. Además, no habían sido presentados y, aunque intuía que era la joven hermana de sus amigos, no parecía de buen humor, y por lo que conocía a los Mackay era mejor no enojarla… al menos no mucho más.

Oyó los pasos apresurados de alguien y supuso que, sin duda, sería alguno de sus amigos.

—¡Hermanita! —Era Evan, que sonreía con el amor pintado en la cara—. Regresas más hermosa de lo que te fuiste y, según tía Gwen, más gruñona.

—Yo no soy gruñona, es que no llegábamos nunca —respondió ella con tono cansado. Christopher no se había movido del sitio, aunque portaba la maleta en una mano y su malograda chaqueta en la otra. Notaba la camisa pegada al pecho y le hubiera gustado lucir de otro modo, aunque se sentía seguro de sí mismo y hasta podría decir que la situación era cómica. Cuando contara a su hermano Alexander la escena, en alguna de sus cartas, pensaba describirla con todo lujo de detalles guasones. La joven lo miró con interrogación y lo sacó de sus pensamientos—: ¿A qué espera? Llévelo dentro, pero que un lacayo lo suba a mi habitación… —arrugó la nariz—, no está muy presentable.

La joven lo contempló con expresión de censura, sin duda por su apariencia, aunque Christopher fue consciente de que en su mirada también había cierto descaro.

No podía negar que era hermana de su amigo. Llevaba un sombrero, pero así y todo se podía ver su cabello, lo tenía del mismo color rojizo, aunque quizás un poco más oscuro. Era alta y su talle estilizado. Sobre el vestido celeste lucía una chaquetilla más ocurra, sus ojos parecían verdosos, pero por cómo los achinaba podrían ser de cualquier color. Su mirada era directa y realmente parecía fastidiada.

—Pero Aileen… —dijo Evan con asombro, aunque Chris advirtió que le divertía la situación—. No es ningún mozo, es mi amigo.

La joven lo miró de pies a cabeza, como si en el primer vistazo no lo hubiera escrutado bien, aunque no pudo ocultar avergonzarse y él sonrió ufano; era consciente de la apariencia que debía de tener, pero no le importó, solo con ver la cara de bochorno de la joven Mackay se divirtió.

—¿Cómo…?

La dama palideció y se le bajaron todas sus ínfulas de soberbia. Con ganas de provocarla, él levantó las cejas con expresión traviesa.

—Aileen, te presento a Christopher Trevelyan, ¿recuerdas que te he hablado de él en muchas ocasiones?

—¿Tu amigo de Eton? ¿Ese que era nieto de un duque? —indagó con apuro.

—El mismo —respondió Chris con guasa, pero sin soltar la maleta—. Encantado, señorita Mackay, yo también me alegro de conocerla.

Christopher quiso hacer una reverencia graciosa, pero la chaqueta se le resbaló del hombro y acabó realizando un gesto extraño y algo amanerado que hizo reír a su amigo.

—Anda, ve a cambiarte de una vez —le advirtió Evan, tomó la maleta de su mano y se la entregó a uno de los lacayos que revoloteaban alrededor del carruaje bajando baúles.

Christopher no tenía la sensibilidad de su primo Sebastian, que captaba las emociones de las damas sin pretenderlo, pero él podía intuir cuándo le caía bien a la gente y, por la apariencia y rigidez de la espalda de la señorita Mackay, todo le indicaba que no le había gustado. Quizá saber que había hecho el ridículo tenía algo que ver.