Aileen tardó en subir a su habitación. Encontró a su tía con su padre, prácticamente en el vestíbulo, y pasaron a una de las salas de visitas. Era la que había sido la preferida de su madre, y su padre solía darle bastante uso. Tía Gwen se lamentaba de la muerte del viejo Bell, su vecino y abuelo de su mejor amiga, y aseguró que iría a darle el pésame a la familia en cuanto se repusiera del viaje.
Cuando recibieron la noticia de la muerte del señor Bell estaban muy lejos para acudir al sepelio a tiempo. Tanto ella como su tía habían lamentado mucho aquel hecho. Los Bell y los Mackay tenían una relación muy estrecha. No solo eran vecinos y amigos, sino que compartían la desgracia de haber perdido a la vez a las madres de las chicas.
Al momento, sus hermanos entraron en la sala y bromearon con ella por haber confundido al invitado de la casa con un mozo de cuadras. Aquellas chanzas a su costa hicieron que le cayera mal al instante, porque si él había intuido quién era ella podía haberla sacado de dudas diciendo quién era él. Tenía la impresión de que se había burlado al ser condescendiente con ella. ¡Y ni siquiera la conocía!
—Ha sido algo incómodo, la verdad —confesó. «Es un descarado», pensó en realidad.
—A mí me ha resultado divertido, reconoce que venías enfadada —refutó su tía.
Sonrió tensa, más valía no decir nada más al respecto, se sentía avergonzada.
Sabía que Evan había invitado a su amigo en otra ocasión, ella estaba en uno de los largos viajes con su tía. No entendía por qué lo había vuelto a invitar. Aunque, conociéndolo, con seguridad eran muy iguales y tan libertino como su hermano. No como el señor Culpepper, a quien había conocido en Bath y era muy atento y galante. No lo había visto revolotear entre las damas en ninguna de las fiestas y veladas en las que habían coincidido y había gozado de su compañía en distintas ocasiones. La había impresionado con su altruismo. En vez de estar en los salones de Londres, disfrutando de la temporada, había decidido acompañar a su madre y a su tía mientras estas disfrutaban de las aguas termales del balneario.
Cuando se marcharon, todo perdió interés para ella. Se dio cuenta de lo aburrido del viaje y quiso volver a casa. Llevaban mucho tiempo fuera y estaba agotada. Además, el señor Culpepper le había dicho que quería visitar Edimburgo antes del verano, tenía proyectados unos negocios y quería comprobar su viabilidad, y le había pedido permiso para escribirla y visitarla. Estaba ansiosa por recibir noticias suyas. Él no había disimulado el interés por ella y aún se emocionaba al recordar su aliento en su oído cuando le hablaba de forma más cercana.
Después de conversar con su padre y hermanos unos minutos, Aileen subió a su habitación. Se sentó en su escritorio y tomó una pequeña octavilla para enviar una nota a su querida amiga Iona. Quería comunicarle su regreso y la invitó a tomar el té, aquella misma tarde.
A la hora del almuerzo estaba nerviosa porque encontraría en la mesa al invitado, pero se sorprendió al descubrir que en el comedor solamente estaban su padre y tía Gwendoline.
—¿Y mis hermanos?
—Tenían una comida de negocios en el club. Me han pedido que los disculpes —respondió su padre y añadió—: Bueno, cuéntame ¿cómo os ha ido por Bath? Me han dicho que has hecho una nueva amistad.
Sonrió, su tía ya había hablado más de la cuenta, la miró con cierta censura divertida y tomó asiento. Esta le dijo que, al no poder descansar, había decidido acudir a casa de los Bell. Iona se extrañó de no verla, pero le había confirmado que acudiría a tomar el té con ella. Aileen se disculpó, fruto del cansancio se había quedado adormilada sobre la cama, tras escribir y pedir a la doncella que enviaran la nota. Antes de que el lacayo le sirviera, tía Gwen empezó a comentar su viaje y a hablar de temas que hubiera preferido que se callara.
—En resumen: ha sido muy agradable. Diría que esta vez las aguas me han sentado realmente bien. Y nuestra Aileen se ha echado un pretendiente.
—¡Tía! —se quejó—. No es ningún pretendiente. El señor Culpepper es un amigo.
—Las mujeres no tienen amigos, querida —replicó su tía, y lo tomó como una reprimenda.
—Es un joven muy atento, Sean, de buena familia y con mano para los negocios, su tía lo avala porque será su heredero. Y lo más interesante es que él no ha ocultado su interés por Aileen y… ya que hablamos de pretendientes… —tía Gwen bebió de su copa y Aileen la imitó, con la extraña impresión de que lo que dijera no iba a agradarle mucho. Le gustaba tomar sus propias decisiones sin que la empujaran a ello—. Han pasado ya cinco años desde que nuestra querida Kenna nos dejó. Creo que Aileen está preparada para buscar un marido. El señor Culpepper podría ser un candidato, aunque estoy convencida de que ella puede aspirar a algo mejor.
—¡Tía! —exclamó de nuevo—. Esto es inaudito. ¿Qué le ocurre al señor Culpepper?
—Nada, pero hay más peces en el mar, querida. Y si hay competencia, eso puede motivarlo a que se decida a hacer más rápido su proposición. Aunque no sé, quizá nos demoramos mucho en Bath y debimos ir a Londres y pasar allí la temporada.
—No lo había pensado —se justificó su padre—. Kenna era la que lo tenía todo planeado.
—Bueno, no nos pongamos tristes —murmuró tía Gwen.
—No me gustaría que os volvierais a marchar —aseguró el señor Mackay—. Además, en Edimburgo también hay muy buenos partidos.
—No sé qué prisa os ha entrado.
—No hay prisa, querida, pero tampoco querrás ser una solterona, ¿no es así?
—Por supuesto que no, pero…
Se quedó sin argumentos. Ella tenía una idea romántica del matrimonio y el señor Culpepper encajaba en ella. Sin embargo, no iba a comentarlo en aquel momento. Esperaba con ansia que él le escribiera, solo así sabría si su interés no había decaído. Por suerte, tía Gwen y su padre empezaron a hablar de otro tema: en unos días se celebraba una fiesta en la que estarían invitados las mejores familias de Edimburgo.
Cuando se encontró con Iona, todo el pesar y malhumor que la habían atormentado aquella mañana se le evaporó. Adoraba a su amiga, para ella era como una hermana.
Iona Bell y ella eran amigas desde que eran niñas y compartían el doloroso momento de haber perdido a sus madres el mismo día. Hecho que las había unido más si cabía.
La rueda del carruaje en el que viajaban se salió y el cochero perdió el dominio del coche, cayeron por un terraplén encontrando la muerte al instante, ellas y el conductor. Había sido un episodio muy triste ya que ambas mujeres, amigas también desde la infancia, querían darles una sorpresa y habían ido a comprar las telas para que la modista les confeccionase un vestido y regresaban a casa con ellas. Aunque contaban con dieciséis años les habían dado permiso e iban a asistir a su primera fiesta social, la celebración en casa de los Bell del cumpleaños del abuelo de Iona.
Aquella fiesta nunca se celebró y ambas amigas tardaron en entrar en sociedad.
—Has estado fuera meses —se quejó esta. Ambas estaban cogidas de las manos y se contemplaban mutuamente, con una sonrisa llena de afecto pintada en el rostro—. Pero por fin has llegado. Tengo que contarte muchas cosas.
Se desenlazaron y tomaron asiento en un sofá.
—Yo también. —Aileen quiso hablarle de Culpepper, en ninguna de sus cartas se había atrevido a hacerlo, pero antes se interesó por su familia. Aunque habían mantenido correspondencia y envió sus condolencias muy pronto, lo más considerado era preguntarle cómo llevaban la muerte del abuelo.
—Todos estamos bien y papá ha hecho las paces con tía Megan. Ella y el primo Jeremy nos visitan a menudo.
—Oh, querida, cuánto me alegro, ¿Y cómo están?
Aileen sabía por su amiga, y por lo que de niña había escuchado a su madre y a las criadas, las penurias que había pasado su tía. Megan Bell se había fugado muy jovencita con su enamorado y se habían casado en secreto. Acto que levantó las iras del padre, que la repudió, pero sus desgracias no fueron esas. El esposo, una vez supo que no obtendría el dinero que esperaba a través de la boda, dejó de ser encantador para ser mezquino. Con el tiempo empezó a beber y a maltratarla, a ella y al hijo que tuvieron. Había sido cruel con ambos hasta el día de su muerte, en un incendio que él mismo había provocado y en el que casi muere toda la familia.
—Jeremy culpa al abuelo de las desgracias que padecieron tanto su madre como él. Dice que le retiró el apoyo cuando más lo necesitaba y no le falta razón. Cuando ella fue a pedir ayuda a la familia, por el maltrato de su esposo, el abuelo fue muy duro. Le dijo que ella había escogido libremente a aquel hombre y tenía que vivir con él. Si la hubiera apoyado se habría separado —explicó Iona y tras un suspiro añadió—: Fue tan triste, Aileen. Llegó a culparlo hasta del incendio, como si el abuelo o mi padre hubieran tenido algo que ver. Se quejó de que solo recibieron migajas. Y después de estar sin hablarse, no sé ni desde cuándo, mi padre, mi tía y Jeremy empezaron a hacerlo, pero para pelear por la herencia... Pero el amigo de Evan fue un buen mediador y consiguió que hicieran las paces.
—¿El amigo de mi hermano ayudó?
—Sí, ha congeniado muy bien con Jeremy. Creo que después del incendio se cerró mucho y se convirtió en alguien taciturno. Era un muchacho y quedó marcado. Aquello debió cambiarlo. Es desconfiado y un poco rarito. Esconde sus heridas con pelucas y trajes muy vistosos. —Iona bajó la voz y añadió—: Las criadas dicen que es de los que miran más a los hombres que a las mujeres, pero lo mismo es porque a ellas no las mira. —Iona rio, luego prosiguió con un tono más serio—: No sé si él tendrá esas inclinaciones ni si el señor Trevelyan las conoce, al menos parecen no importarle. Lo trata de un modo muy normal y eso ha hecho que se haya vuelto más sociable, si hasta van a las mismas fiestas.
Aileen no sabía mucho de cómo eran las relaciones entre hombres y mujeres. Por alguna extraña razón le vino a la mente una de sus últimas lecturas: un texto de Platón donde en una reunión entre amigos, un amante de Sócrates, el gran filósofo griego, le recriminaba algunas cosas. Aquello la hizo pensar en que quizás el señor Trevelyan y el primo de Iona compartían intereses, pero le pareció de mal gusto comentarlo.
Tras aquella conversación, Iona le comentó cómo se sentía: un poco sola y con la convicción de que nunca se casaría. Sería una solterona que cuidaría siempre de su padre. Ella sabía el motivo de su desilusión: estaba enamorada de su hermano y este parecía no haberse dado cuenta. Después de aquella triste confesión se sintió incómoda hablándole del señor Culpepper y pensó que ya se lo diría en otro momento.
***
Christopher desayunaba con Evan y Anderson, como otras mañanas después de salir a cabalgar. Aunque aquel día las chanzas entre ellos eran más comedidas, quizás se debía a la presencia en la mesa de la pequeña de la familia, la señorita Mackay.
—Me ha dicho Iona que su padre ha hecho las paces con su tía. Que el estirado de su primo ya no los acusa de robarles —comentó Aileen.
—Sí, toda una hazaña, cuyo mérito es de Christopher —afirmó Anderson.
—No fue nada —murmuró mientras tomaba un bollo y lo untaba con miel—, solo había que tener paciencia y explicarle las cosas.
—Ese lo que quería es que se las explicarás tú —bromeó Evan.
Rieron con malicia.
—No negaré que es pomposo, pero no tiene un carácter tan desagradable como quiere aparentar. Da igual si la cicatrices están en el alma o en la piel, cada cual trata de esconderlas como puede y eso se nota en la forma de ser —refutó—. Ese hombre es muy sensible y lo pasó mal en su infancia. Eso marca a cualquiera.
—¿Lo sabe por experiencia? —intervino Aileen, indolente.
Todos la miraron con sorpresa, él mismo le clavó los ojos y tardó en responder.
—¿Acaso le parezco insensible? —Dejó pasar unos segundos y continuó—: Para su información le diré que simplemente lo sé. Mi infancia fue feliz, pero mi primo mayor sufrió mucho. Se volvió taciturno, distante, y se fue a la guerra con el único deseo de que lo mataran allí.
—¿Murió? —preguntó ella, y parecía avergonzada.
—Casi, pero tuvo suerte —respondió Christopher sin retirar sus ojos de ella, luego mudó de expresión y añadió con un tono vivaz—: Ahora es un hombre felizmente casado. Ya lo dijo Virgilio: El amor conquista todas las cosas…
—Démosle paso al amor. —Evan completó la cita, que habían aprendido en la escuela.
—Algo tendrá el amor que hace feliz al desdichado —añadió Christopher con sorna y miró a su amigo—. Aunque algunos traten de huir de él como de una mala enfermedad.
Anderson soltó una carcajada, pero Evan lo retó con la mirada, lo que provocó que él también riera. La señorita Mackay se sumó con una sonrisa que a Chris le pareció forzada, pero se sumó un triunfo.
Una de las doncellas entró en el salón y se le acercó con una jarra de café, expresamente hecho para él, compartió con ella una sonrisa de agradecimiento, pero la señorita Mackay no debió entenderla así, porque fue incisiva.
—Volviendo a Jeremy, al señor Thompson-Bell, me parece bien que lo defienda, pero quizá no sabe la vergüenza que ese hombre hizo pasar a la familia.
—No, no lo sé.
—Abandonó a su prometida, a la que se acercó con sonrisas falsas, y tuvo el valor de alegar que era fea y de aspecto monjil. Y él, siempre con esa peluca … —Era injusta, y Chris intuyó que ella lo sabía. Hasta él sabía aquel incidente del incendio, donde el fuego le había quemado la zona alta de la espalda y la parte baja de la cabellera al caerle un tronco encima mientras ayudaba a su madre a salir de la casa. Tuvo la impresión de que ella lo que quería era ganar la conversación a cualquier precio.
—¿Ah, aquella señorita con la que querían que se casara? —inquirió como si acabara de recordar el asunto. Thompson-Bell le había comentado lo que había ocurrido. La propia joven le había implorado que la rechazara, porque lo que anhelaba era servir a Dios.
Evan y Anderson se echaron a reír.
—Hermanita, muy agraciada no era, pero creo que esa fue la primera excusa que se le ocurrió —señaló Evan—. Era muy joven y sus madres los habían comprometido cuando eran niños y se dice que fue algo de mutuo acuerdo. Pero es cierto que él no estuvo muy lúcido en sus explicaciones.
—¡Pero ella entró en un convento! —exclamó Aileen con enojo.
—Al mismo del que había salido —concluyó Anderson.
Los tres jóvenes se miraron con complicidad.
—¿Usted también es de los que sonríen a las damas y les susurra al oído, pero no se compromete con ninguna? —atacó Aileen sin querer perder la conversación.
—Bueno. —Christopher se aclaró la voz y la miró con intensidad—. Sé que un día tendré que casarme, como todos los aquí presentes. Quizá usted lo haga antes que yo —señaló con sarcasmo—, pero de momento, si no le importa, disfrutaré de mi soltería… como me plazca.
—Lo imaginaba. Es un libertino, como Evan. Seguro que tiene varias amantes, una para cada rato.
—¡Aileen…! —Evan soltó una carcajada, pero así y todo la censuró—: ¿Se puede saber qué te ocurre esta mañana? ¿Es por ese pretendiente que tienes?
—¿Co… cómo sabes tú eso?
—Tía Gwen nos lo ha contado. —Y como si Evan tuviera que poner al corriente a los otros, añadió—: Es un galán que han conocido en Bath y por lo visto se ha interesado por nuestra hermana. Aunque creo que el interés es mutuo.
Christopher no dejó pasar la ocasión.
—Ve, seguro que a usted también le han susurrado palabras dulces al oído.
—Es un atrevido y un descarado. Como decía: un libertino —contestó Aileen molesta.
—¡Aileen! Basta, eres tú quien lo ha provocado… y tú, amigo, recuerda que es nuestra hermana. —Evan quiso parecer serio, pero a medida que avanzaba en su diatriba la voz le salía más entrecortada por la risa. Parecía divertirse con la conversación y al final soltó entre carcajadas—: Libertino.
Christopher sabía por qué su amigo se reía y se burlaba de él al llamarlo libertino, como la señorita Mackay afirmaba. No había querido nada con ninguna mujer desde que estaba por aquellas tierras. El asunto de Nora lo había vuelto más prudente y, aunque en un principio pensó que debía de aprovechar sus últimos meses antes de entrar en un matrimonio de conveniencia, y disfrutar en los brazos de mujeres que le agradaran, se había propuesto analizar desde la distancia a posibles candidatas a esposa. El único problema era que les sacaba pegas a todas.
Sonrió a su amigo.
—No importa, no me agravia —se defendió Christopher. Luego se dirigió a ella y respondió con voz calmada—. Le pido disculpas, señorita. —Podía haberse quedado callado, pero no lo hizo—. ¿Sabe? Quizá no ha pensado que hay mujeres que también engañan, pero es igual, dejémoslo ahí. —Hizo un silencio, no quería ofenderla y se dio cuenta de que le divertía aquella conversación, tanto o más que a su amigo, por eso trató de confundirla—. En lo que a mí me concierne le diré que no me interesan las mujeres para un rato, ni para varios.
—No es algo que me ataña si le gustan o no las mujeres.
—¡Aileen! ¿Se puede saber qué te ocurre? Pide disculpas ahora mismo —la censuró Anderson, muy serio. Ella lo miró, arrepentida, se había pasado en su comentario.
Christopher restó importancia con un gesto, no quería avergonzarla. Comprendió que la señorita Mackay quería ganar aquella batalla dialéctica y le cedió el triunfo, aunque pensara de él que era un libertino licencioso. A saber qué impresión tenía de él.
***
Después de aquella mañana, Aileen pensó que debía disculparse con el señor Trevelyan, pero no sabía qué decirle. Ni siquiera sabía por qué lo había atacado de aquella manera. ¡Santo Dios! Dijo de él que era un libertino y cuestionó su hombría. Una cosa era insultar a Evan, otra a su invitado. Sus hermanos la habían reprendido seriamente y se había hecho el propósito de enmendar sus malos modales, pero cuando encontró el valor para enfrentarlo, él le quitó importancia y le dijo que ya no recordaba aquellas palabras.
—No se arrepienta nunca de mostrar su opinión —le dijo y no había condescendencia en sus palabras—. Más vale pedir perdón que permiso, ¿no cree?
Lo miró sin saber qué contestar, solo fue capaz de dibujar una sonrisa en su rostro y él, tocando el ala de su sombrero, se despidió.
Iba vestido de forma impecable. Sin duda era un hombre que seguía los cánones de la moda masculina y combinaba los colores de su vestimenta con mucho gusto. Solo lo había visto una vez desaliñado, el día que se conocieron y, aun así —se reconoció a sí misma—, tenía el aura del David de Miguel Ángel. La camisa manchada se le pegaba al torso, musculoso y amplio, debido a la humedad, y aquella imagen la había perseguido en un sueño.
Mientras él se dirigía hacia el gabinete donde, con seguridad, lo esperaba su hermano, lo contempló y pensó que debía tener la misma altura que Evan, casi un metro noventa. Tenía hombros anchos, los ojos azules de una tonalidad cercana al acero y el cabello castaño con unos rizos a la altura de la nuca. Se preguntó si sería tan espeso como aparentaba, luego se censuró, ¿qué hacía ella preguntándose tal cosa?
Se dio media vuelta, confusa al percibir que él la había sonreído al mirarla por encima de su hombro antes de doblar la esquina del corredor. Se sintió tan tonta que prometió mostrarse más segura ante él.
Se olvidó pronto de aquel encuentro. Estaba con su tía en la salita, ambas leían un diario en silencio, cuando un lacayo entró con una carta sobre una bandejita y se la entregó. Su tía la miró, expectante, a la espera de que le dijese quién se la enviaba y no supo reprimir que era del señor Culpepper. Tía Gwen sonrió complacida y ella sin dilación se levantó y le pidió disculpas. Necesitaba leer aquella misiva en intimidad.
Se refugió en su alcoba y tuvo que ojearla dos veces porque, la primera vez que la leyó, su ánimo se agitó tanto que apenas dio sentido a sus palabras. Al acabar, presionó el papel contra su pecho y repitió al aire la frase que le había paralizado el corazón.
—«Si me hubiera atrevido a besarla…». ¡Dios santo! Dice que no quería asustarme con su ímpetu.
La carta consistía en unas pocas líneas, en las que le decía que acudiría a la fiesta que daba lady Russell —una de la viudas más populares de la ciudad que ocupaba su ocioso tiempo en dar fiestas; por suerte su familia solía contarse entre sus invitados— y donde esperaba encontrarla. El señor Culpepper no escondía sus sentimientos y concluía su epístola, esperanzado en poder verla y hablarle a solas.
—Voy a verlo mañana. ¡Mañana!
Se dejó caer sobre su cama y se dedicó a fantasear con una conversación ficticia en la que él le decía que la amaba.
No supo el rato que estuvo allí tumbada pensando en cómo se le declaraba. El sonido de unos nudillos que llamaban a su puerta la sorprendió. Se incorporó de golpe y, sentada a los pies de la cama, dio paso. Era una de las sirvientas de la casa.
—La señorita Bell la espera en el jardín, señorita.
—Enseguida bajo.
Dio un salto y se acercó al tocador. Se retocó el recogido, un moño bajo del que se escapaban algunos rizos. Cogió la misiva, la dobló en varios pliegues y la escondió en su pecho. Quería enseñársela a su amiga.
Al llegar al jardín encontró a Iona hablando con Evan y el señor Trevelyan. Ellos jugaban al ajedrez bajo una carpa e Iona se había sentado con ellos y les servían, en aquel momento, una limonada. Aquello la contrarió, quería conversar con su amiga a solas y hablarle del señor Culpepper. Se sentía mal por no habérselo dicho nada más encontrarse tras su regreso
—¿Le apetece un vaso de limonada? —le preguntó el señor Trevelyan que, a pesar de que ella ya se había sentado, seguía de pie. Al contrario que su hermano, quien observaba el tablero con pericia—. Está fresca.
—Sí, gracias.
El señor Trevelyan le ofreció un vaso y ella, al cogerlo, rozó sin querer los dedos del hombre. No llevaba guantes, él tampoco, y sintió un escalofrío. Disimuló al llevarse la bebida a los labios. Dio un largo sorbo y preguntó por hablar.
—¿Quién gana?
—¿Quién va a ganar, hermanita? —respondió Evan con los ojos clavados en las piezas que su contrincante almacenaba bajo el tablero.
—Creo que el señor Trevelyan le está dando una paliza —anunció Iona—. Por fin te veo un buen contrincante, Evan Mackay.
—¿Juega al ajedrez, señorita Bell? —preguntó el amigo.
—Sí, pero solo he ganado una vez a Evan y a Aileen creo que nunca. Por eso me alegra verle jugar. Es desesperante ver ganar siempre a los mismos.
Evan cortó la conversación.
—¡Jaque! —Movió su alfil y amenazó al rey contrario.
—¡No! —gritó Aileen.
Christopher se sonrió, ella había captado rápido la estrategia. Si Evan le hacía jaque con el alfil dejaba desprotegida a la reina negra, él podía ganársela con su torre, proteger su rey a la vez y hacer jaque mate. Evan acababa de perder la partida.
Al darse cuenta, su hermano dejó caer al rey negro.
—Me ha engañado tu caballo.
—Te has distraído con la dama —señaló Christopher y Evan soltó una carcajada.
Aileen conocía a su hermano y no iba a quedarse sin la posibilidad de una revancha, algo que ocurrió tal y como había imaginado y, sin tenerlas en cuenta, comenzó a colocar de nuevo las piezas en el tablero.
—Vamos, Iona, demos un paseo. —Se levantó y, al hacerlo, también se pusieron en pie los caballeros. Su amiga fue más lenta, parecía a gusto allí, aunque Evan ni la miraba. Tiró de su brazo y comenzaron a caminar, cuando estuvieron a una distancia prudencial, Aileen le susurró.
—Me ha escrito el señor Culpepper.
—¿Quién es el señor Culpepper? —indagó su amiga, extrañada.
Aileen sonrió.
—Tengo que contarte algunas cosas.
Tomaron asiento en la glorieta. Desde su posición podía ver a su hermano y al señor Trevelyan enfrascados en su partida, estaba convencida de que con la distancia no podían escucharla, así que habló con libertad. Le contó cómo se habían conocido en Bath, cómo ella presentía que la cortejaba, aunque nunca le había dicho una palabra al respecto, pero ella notaba su interés. Al final concluyó:
—En su carta dice que deseó besarme…
Su amiga tomó el pliego que le ofrecía, y leyó voraz. La vio llevarse la mano al pecho y suspirar.