Capítulo 3

Christopher seguía con un ojo los movimientos de las piezas de su amigo, mientras el otro, sin querer, se le iba a la glorieta que se encontraba en medio del jardín, donde la señorita Mackay compartía confidencias con su amiga.

Le había parecido que ella le entregaba una nota y la señorita Bell la leía con avidez. Le intrigó su contenido, imaginó que podría ser la carta de un enamorado.

—¡No te distraigas! —exigió Evan.

Movió un peón, por mover cualquier pieza.

—¿La señorita Bell está prometida?

Aquello debió exasperar a su amigo porque tenía una pieza en la mano y se le cayó al tablero.

—¿Te interesa?

—Es bonita.

Evan emitió un sonido gutural, medio afirmación, medio ronroneo herido.

—Sabe conversar y eso se agradece —añadió Christopher.

—Sí, es inteligente. Aileen no podría tener una amiga más fiel —añadió Evan, concentrado en la partida; él volvió a mirar a la glorieta, pero su amigo llamó su atención—. Mueve.

—Mañana bailaré con ella, me gustaría conocerla mejor —soltó jocoso y Evan lo miró con los ojos muy abiertos. Lo provocó, a la vez que hacía un movimiento con el caballo—. Dices que es inteligente, me intrigas. Nunca te he escuchado decir eso de una mujer, es tu mejor halago.

—Tú has dicho que es bonita. Yo hubiera dicho que es bella, con una belleza más serena que la de Aileen.

—Ya sabemos que tú hablas mejor que yo. Y sobre tu hermana, he de decir que tiene una hermosura exuberante, pero un carácter combativo.

Rieron.

—No la hubiera definido mejor —se carcajeó Evan. Luego modificó el tono e inquirió, concentrado en la partida, como si el tema no le interesara—. ¿Acaso piensas cortejarla? A la señorita Bell, quiero decir. ¿Se te acaba el tiempo y por eso te has fijado en ella?

—Puede ser, nunca se sabe con quién congeniarás.

—No creo que sea tu tipo. Además, Iona jamás abandonará a su padre, ni estas tierras.

—Estás muy seguro.

Evan efectuó su jugada y le comió un peón, estratégico, con su caballo.

—Te toca.

Christopher observó la partida, había hecho movimientos inadecuados e iba a tener que sacrificar a su reina, maldijo para sí; se había distraído demasiado. En tres movimientos perdió el rey.

Estiró la mano y estrechó la de su amigo. La mantuvo agarrada a la vez que le dijo.

—Bailaré con la señorita Bell solo por darte celos.

—¿Celos? ¿Pero qué dices? Vamos… Has perdido al ajedrez, a ver qué tal se te da la esgrima.

A Christopher la esgrima también se le dio de pena, no era su día. Tras el combate se dirigió a su habitación. En la escalera tropezó con algo, al agacharse a cogerlo se dio cuenta de que era un trozo de papel bastante plegado. Su sorpresa aumentó al comprobar que era una carta y, sobre todo, al leer lo que en ella había escrito.

«Una prosa con muy poco estilo, señor Culpepper», censuró para sí.

¿Así que aquel petimetre pretendía besar a Aileen? A la señorita Mackay, se corrigió. Se preguntó: si él hubiera pasado semanas con una joven que le agradaba hasta el punto de querer besarla, ¿habría esperado a escribirle una carta para decírselo o habría actuado?

«¡Por supuesto que la habrías besado!».

«Antes pedir perdón que permiso».

Se rio para sí mismo, pero oyó que alguien se acercaba con pasos apresurados y eso le hizo ser precavido.

—Señor Trevelyan. —Era la señorita Mackay, dobló aquella nota con presteza, tal y como la había encontrado, antes de volverse hacia ella. Le pareció que estaba inquieta, miraba al suelo de reojo, como si buscara algo, no dudó el qué. Ella disimuló, sin duda no esperaba encontrarlo allí; se fijó en sus ropas—. Veo que le gusta la esgrima. ¿A usted también le resulta irritable que Evan gane en todos los juegos?

No iba a desmentirla, su amigo exasperaba a cualquiera.

Christopher observó cómo ella volvía su mirada hacia el suelo, con un gesto velado. Podría haberla mortificado al enseñarle el arrugado papel que tenía en el interior de su puño, pero decidió que no iba a hacerlo. Sin que ella se diera cuenta lo tiró al suelo y lo pisó con la bota, con un movimiento que simuló cambiar el peso de su cuerpo de un pie a otro, para mirarla de frente.

—Pronto le caeré mejor —afirmó muy serio—, ya tenemos algo en común, pero guardaré su secreto.

Sin añadir nada más dio un paso atrás y con un gesto se despidió de ella. Subió la escalera despacio, mientras que por el rabillo del ojo contemplaba los gestos de la señorita Mackay. Se percató de que ella reparaba en el papel que había en el suelo y se agachaba a recogerlo.

Mientras entraba en su habitación se preguntó qué extraño placer lo había motivado a disfrutar de aquel instante.

***

La fiesta de lady Russell estaba muy concurrida y Aileen paseaba junto a Iona por la orilla del salón, con un refresco en la mano, cuando de repente un caballero la interceptó.

—Señorita Mackay, no sabe el placer que me da encontrarla aquí.

—Oh, señor Culpepper, encantada de verlo de nuevo. Y su madre y su tía ¿han venido también? —Aileen ojeó el salón como si las buscase, él sonrió y negó con la cabeza, luego tomó su mano y le besó el dorso.

El sonido de un carraspeo le hizo darse cuenta de que Iona seguía a su lado.

—Le presento a mi amiga, la señorita Iona Bell. —Miró a su amiga con una sonrisa cómplice y añadió—: Él es el señor Ulrich Culpepper.

—¿Bell? —preguntó él, curioso y sorprendido—. ¿No estará emparentada con los Bell de las minas de carbón cercanas a Lochore Meadows?

—Pues sí, son de mi familia.

—Doblemente encantado de conocerla, señorita Bell —bromeó él, con una reverencia teatral—. Resulta que he estado hablando de negocios con el señor Thompson-Bell. ¿Es su hermano?

—Es mi primo, pero si quiere hablar en serio de negocios deberá hacerlo con papá.

—Gran consejo, lo tendré en cuenta.

Para fastidio de Aileen, Evan, Anderson y el señor Trevelyan se les acercaron y no tuvo más remedio que presentarlos. Por suerte la música sonó y el señor Culpepper se dirigió a ella con gran entusiasmo.

—¿Me concedería el honor de bailar conmigo, señorita Mackay?

—Oh, sí, estoy encantada.

Le ofreció su mano a la vez que escuchaba cómo Evan atropellaba al señor Trevelyan, quien parecía que iba a decir algo, y le pedía el baile a Iona. Su amiga aceptó, como hacía siempre, y salieron tras ellos a la zona donde otras parejas se colocaban en posición para ejecutar la pieza. No le pasó desapercibido el gesto que su hermano hizo a su amigo, como si le ganara la partida.

Aileen no quiso que nada enturbiara aquel instante tan deseado por ella. Se concentró en su pareja, pero este parecía todavía interesado en otros temas. Le incomodó su asombro porque Iona y ella fueran amigas y, sobre todo, que sus primeras palabras se centraran en ella.

—Ya me había parecido al hablar con el señor Thompson-Bell que era reacio a algunas cuestiones —Aileen sonrió sin saber qué decir—. ¿Entonces su amiga es la heredera de los Bell?

—Junto al señor Thompson-Bell —matizó—. Pero de momento es el señor Bell el cabeza de familia y espero que dure muchos años.

—Sí, claro, claro… Y, este señor Trevelyan ¿es el pintor o al que nuestro rey hizo vizconde? —preguntó con guasa. Aileen, sin ser consciente, miró hacia la orilla del salón, donde él se había quedado con Anderson. Este se había separado un poco y el señor Thompson-Bell había ocupado su lugar y hablaba animadamente con el amigo de su hermano, pero de repente pareció tener prisa, le palmeó el hombro y se despidió con alguna confidencia. Estaba absorta con la escena y sin darse cuenta su mirada se cruzó un segundo con la de Trevelyan y se ruborizó al sentirse descubierta observándolo. El señor Culpepper seguía hablando sin percatarse de que ella se había abstraído—. De los primos dos eran militares, pero lo han dejado y tienen título ¿será alguno de ellos? No sé, son tantos. El duque estará orgulloso con tanto heredero de repuesto.

Aileen sabía por su hermano que los Trevelyan eran una familia influyente en Londres, y que el duque era alguien muy respetado. Le llamó la atención el interés que mostraba Culpepper, aunque no le agradó el tono en el que hablaba. Por alguna razón se sintió en la obligación de aclararle quién era el amigo de su hermano.

—Pues le diré que el señor Christopher Trevelyan no es ninguno de ellos, es abogado y economista. Es un invitado de mi casa y es muy amigo de mi hermano Evan.

Aileen empezaba a cansarse de que la conversación girara por otros derroteros y no por los que a ella le interesaban. Así que tras un silencio fue directa.

—Recibí su carta.

Entonces él la miró con intensidad y se quedó callado.

***

Christopher miraba hacia el salón de baile, le parecía que la señorita Mackay no disfrutaba mucho de la conversación con aquel lechuguino. De repente sus ojos se quedaron enganchados un segundo. La había pillado mirándolo, pero ella cortó muy rápido el contacto.

Anderson regresó a su lado y le preguntó a quién miraba con tanta fijeza. No podía decir que a su hermana, por lo que inventó algo convincente.

—He pensado que en este salón habrá alguna dama interesante como para evaluar si encajaría en mi familia y como futura esposa.

Anderson lo miró con los ojos muy abiertos y tiró de su brazo.

—Deja eso para otro momento. Vamos, va a empezar una partida de cartas de lo más interesante. He conseguido que nos dejen entrar como observadores.

Christopher lo siguió y tuvo que obligarse a no mirar por encima de su hombro hacia la pista, otra vez.

La sala de juego estaba bastante concurrida; muchos hombres, sobre todo casados, ocupaban las mesas repletas de jugadores y de naipes. Anderson siguió hasta cruzar un arco protegido por gruesos cortinajes y allí encontró una única mesa dispuesta para cuatro jugadores; alrededor de ella había unos pocos espectadores. En el centro se acumulaba una pequeña fortuna entre monedas de oro y plata; incluso papel moneda en billetes, varios relojes de oro y un documento de lo que imaginó alguna propiedad.

El humo de los cigarros se acumulaba y el único sonido que se escuchaba era el de las monedas cuando se unían a las del montón central.

Tras echar un vistazo y permanecer allí el tiempo de una copa, y ver a uno de aquellos caballeros hacerse con el pequeño botín, Christopher quiso marcharse.

—Yo voy a regresar al salón —susurró a Anderson, este lo miró extrañado y él contestó con humor—: Recuerda que debo buscar candidata a esposa y aquí no la encontraré.

—Si no te importa, me quedo —le avisó el hermano de su amigo.

Christopher se despidió y salió de la zona privada de juego. Tuvo la impresión de que la antesala, donde había otras mesas con jugadores, estaba más concurrida que cuando entró. Vio a Thompson-Bell en una de ellas y parecía estar en buena racha.

Salió de la sala de juego, cruzó una pequeña salita que tenía los ventanales abiertos, sin duda para que la brisa refrescara el ambiente, entró en un corredor y se dirigió al salón principal. Pero su avance se vio interrumpido.

De repente una joven lo agarró de la chaqueta y se abalanzó sobre él. Apenas tuvo tiempo de percibir de quién se trataba, aunque un único segundo le bastó para descubrirlo. No tuvo tiempo a reaccionar y se dejó llevar por el instante cuando notó la boca femenina sobre la suya.

Tras la sorpresa, se dio cuenta de que era una dulce fresa que no pensaba despreciar. Hizo verdaderos esfuerzos por sostenerla y no caer los dos al suelo. La joven lo había empujado contra el umbral de una puerta y, por cómo movía los labios sobre los suyos, tuvo la impresión de que nunca la habían besado. Así que la agarró con fuerza por la cintura, la elevó un poco del suelo y, sin separarse de ella, empujó la puerta que los protegía y entró en la pequeña sala, cerrando tras de sí.

Con cuidado y sin soltarla, la apoyó en el suelo y sobre el tabique que los separaba del corredor, tanteó la cerradura para girar la llave y que nadie los descubriera. La joven no sabía besar, pero no por ello cejaba en su empeño. Debió parar aquella locura al percibir en su cerebro la representación de la imagen de la dama, pero el aroma que le inundaba las fosas nasales no le dejaba pensar con claridad. Sintió que la sangre le bullía y en vez de cortar aquel disparatado encuentro, profundizó el beso con un ímpetu que no se conocía.

La ciñó más a la cintura y ella se apretó a él con descaro a la vez que respondía a aquel beso con ardor. Ella aprendía rápido y lo estaba volviendo loco, no podía más que besarla con una pasión arrolladora, sin atreverse a acariciarla y despertarla de aquel hechizo. Los pequeños ronroneos que escuchó que salían de la garganta de la dama lo encendieron un grado más y pensó que iba a ir al infierno, pero quería disfrutar de aquel instante como si fuera el último de su vida.

Ni siquiera cuando alguien pretendió entrar en la sala y notó que empujaban la puerta sin éxito, separaron sus cuerpos. Ella aceptaba el peso de él sobre ella y con abandono había subido los brazos y los había cruzado alrededor de su cuello.

Nunca había vivido una locura como aquella y, que él recordara, tampoco había sentido un manjar, como lo era aquella boca, encajar tan bien en la suya. La enseñó a besar solo con el roce de su lengua y ella fue una aprendiza audaz que fue a su encuentro con deleite y ansia. Necesitaba beber más, saciarse como si estuviera sediento en mitad del desierto.

Al fin notó que ella demoraba el ritmo de su envite y fue aflojando su agarre. En su cabeza empezaron a surgir las palabras que le diría.

Al despegar los labios de la joven dibujó una sonrisa en su rostro. Jamás habría imaginado que la señorita Mackay se sintiera atraída por él y diera aquel paso, pero algo fallaba, porque ella lo miró horrorizada y le dio un sonoro bofetón.

—No… No esperaba este comportamiento de usted, señor Trevelyan —se lamentó con la mano en el pecho. Notó que la angustia la dominaba y casi le costaba respirar.

—Respire… —le advirtió, frotándose la mejilla dolorida.

—¡Es usted un aprovechado! —Al instante ella se revolvió y trató de salir de allí, pero, aunque la llave estaba echada, él apoyó su mano en la puerta para impedírselo.

—¿Aprovechado? Pero si ha sido usted…

—¿Yo? ¿Qué se ha creído? ¿Será desvergonzado? Yo jamás lo besaría.

Ante su estupefacción, Aileen consiguió abrir la puerta y salió de allí como alma que lleva el diablo. Christopher no pudo ser tan rápido, tuvo que sentarse, su corazón latía tan agitado que creyó que podía salirse por la boca.

—¿Qué demonios te ha pasado? —se preguntó con asombro y sin entenderse.

Miró a su alrededor, la luz de la luna llena entraba por los ventanales, y se dio cuenta de que estaba en una sala de música. Necesitó un buen rato para calmarse. La combativa señorita Mackay lo había excitado y en su mente, en vez de surgir una palabra de reproche por el encuentro, solo imaginó cómo podría repetirlo.