Capítulo 5

Christopher no podía creer lo que la señorita Mackay acababa de decirle, y necesitó controlar todos los músculos de su cara para parecer que aquella propuesta no lo sorprendía, ni escandalizaba… y mucho menos que le encantaba.

¿Aquella dulce dama pensaba besarse con el petimetre de Culpepper?

¡Ja! ¡Eso estaba por ver!

Había sido una locura ver cómo le caía el cabello por los hombros y se posaba por encima de sus senos. Tuvo que controlar el instinto que le nacía de tocar aquellas guedejas que se asemejaban a la seda rojiza, de estrujarla contra él y devorarla, para que supiera que no tenía que enamorar a nadie; por lo menos a nadie más. Al escuchar sus palabras, necesitó hacer acopio de toda la serenidad que poseía, que era bien poca, y aplicarse como si aquello no lo inmutara.

Desde que ella lo había besado, y él había respondido con un ardor que jamás había imaginado que experimentaría con una joven inocente, se sentía preso de un hechizo y cavilaba sobre las formas más insensatas de llevarla a un rincón oscuro y volver a beber la miel de sus labios. Quizá estaba enfermo, nunca había sentido aquella agitación en su cuerpo, pero también tenía que reconocer que desde aquella noche miraba a la hermana de su amigo con otros ojos. Si en un primer momento sus sensaciones lo habían perturbado, con el pasar de los días había descubierto que era tontamente feliz solo con estar a su lado. Aunque ella no se lo había puesto fácil.

Habían sido unos días de verdadera tortura, saber que estaban en la misma habitación y ella no se dignaba siquiera a mirarlo, a conversar con él o devolverle los saludos. Y lo más extraordinario era que nadie se hubiera dado cuenta de cómo ella lo evitaba.

En aquel instante, el hecho de estar tan cerca de la mujer que le había robado el sueño con un simple beso había vuelto torpes sus dedos, que no eran capaces de deshacer un simple nudo. Podría haber rasgado la cinta, como ella pretendía, pero entonces habría perdido el privilegio de su cercanía. Oler el perfume que desprendía su piel, una base de jazmín con algún otro aroma que no era capaz de distinguir, lo tenía embrujado. Y lo peor era que no se reconocía.

Por suerte, durante los primeros minutos, Aileen se dedicó a ignorarlo, como si no estuviera a tan solo un paso de ella y eso hizo que no se diera cuenta de lo que llegaba a abrumarlo su cercanía. Por fortuna —debía agradecérselo al cielo—, el señor Culpepper no podía ser más zoquete y se mostraba como un crío temeroso ante la posibilidad de la picadura de una abeja. Se censuró el pensamiento, había personas que habían muerto por culpa de aquel insecto. Pero el hombre, entre los estornudos por el polen y sus movimientos erráticos, no podía hacer más el ridículo.

¿Cómo podía estar la señorita Mackay prendada de semejante lechuguino?

¿Y qué le ocurría a él? Desde que ella lo había besado, sentía que su mundo se había reducido a esa mujer. Un beso, un simple beso, y había rendido todas sus defensas.

Esa impresión lo tenía tan asombrado como molesto. Si alguien se lo hubiera mencionado habría dicho que deliraba.

El señor Culpepper, acompañado por la señora Dougall, había salido de la rosaleda. Quedarse a solas con la señorita Mackay no había sido tan buena idea como le pareció en un principio. Pero aquella proposición que le había hecho lo había dejado sin aliento.

Ella lo miró a los ojos, estaba ruborizada, pero así y todo le dijo en un susurro.

—¿Me ayudará?

Tras pensar con frialdad que no iba a desaprovechar aquella ocasión para besarla a su antojo, se dio cuenta de que la dama estaba un poco confundida en cuanto a su persona y a sus gustos e inclinaciones… amorosas, pero decidió que eso era una ventaja de la que iba a sacar partido.

«Mejor pedir disculpas que pedir permiso», se dijo para sí ante la posibilidad que se abría ante sus ojos. Desde la noche en la que ella lo había besado no pensaba en otra cosa que unir de nuevo sus labios, ¿qué tonto iba a decir que no a aquella propuesta?

—Lo haré —aceptó—. Pero debe entender que será una simple ayuda de la que nadie debe enterarse, ¿me entiende? —inquirió con seriedad, como si hablaran de una decisión empresarial.

—¿A quién iba a decírselo?

—A la señorita Bell, por ejemplo.

—Es mi amiga.

Cierto, era su amiga, una amiga que estaba seguro de que la sacaría de dudas. Debía revisar su imagen en el espejo, pero estaba convencido de que su virilidad se marcaba en su porte tanto como en su voz y sus actos. ¿De dónde habría sacado la señorita Mackay aquella idea sobre él?

—A nadie, o no la ayudaré. Ha de pensar en mí. —Christopher hizo un silencio, como si le costara continuar sus palabras, luego tragó saliva y añadió—: Piense que para mí es un reto, ir en contra de... de unos deseos muy distintos.

Que Dios lo perdonara por negar su hombría, pero sin decir demasiado ella podría hacerse su propia idea, como suponía que ya se había hecho por algún malentendido. Ya se lo explicaría más adelante. Con seguridad se reirían de ese episodio.

Ella pareció tener claro sus deseos y respondió con entusiasmo:

—De acuerdo. ¿Empezamos esta tarde?

—La buscaré…

—No, lo espero en la sala que hay en el tercer piso, ahí no va nunca nadie. Es una especie de almacén de muebles y cuadros que no se usan.

Salieron de la rosaleda con una cita secreta. La tía Gwen apareció en la entrada, venía a buscarlos.

—Lo siento, querida, el señor Culpepper se ha marchado. La verdad es que su oreja izquierda no tenía buena pinta. Me ha dicho que irá a la fiesta de los Bell.

—Pero si falta más de una semana —se quejó con fastidio—. ¿No piensa venir antes?

—Quizá sea mejor así —intervino Christopher—. Lo más seguro es que necesite algo de reposo.

Hizo un gesto teatral con la mano sobre su propia oreja, como si esta creciese de volumen y eso generó las risas de tía Gwen.

—Es cierto, muchacho, pobre hombre. No le espera una buena tarde.

A la señorita Mackay no debió parecerle tan gracioso porque aligeró el paso y entró en la casa, golpeando el sombrero en su muslo y dejándolos en la terraza.

Él también se disculpó, había recibido una carta de Alexander y quería contestar a su hermano; además, tenía que pensar en su plan.

***

Aileen entró nerviosa en la sala de la tercera planta. Vio la sombra masculina cerca del ventanal que, con seguridad, él mismo había abierto para que entrara la brisa. Un par de candelabros estaban situados en el suelo, alejados de la corriente. La luz daba una sensación de penumbra indecente. Se sintió inquieta, pero estaba decidida a aprender el arte de la seducción. Si supiera que había un libro que explicara aquellas cosas lo habría leído, pero, si lo había, no dudaba de que la existencia de tal manual no sería algo dirigido a la lectura de una señorita. Se imaginó al párroco de la catedral de Saint Giles, la Gran Iglesia de Edimburgo, condenándola al infierno por haber posado sus ojos en semejantes letras.

—Oh, veo que ya ha llegado, ¿hace mucho que espera? —Él sonrió y Aileen barrió con la mirada la estancia y los muebles. No es que fueran muchos y estuvieran amontonados, no. Era una sala amplia con dos sofás, un par de armarios, una cómoda y sillas, bastantes sillas. Ya en vida de su madre servía para guardar los muebles que quedaban en desuso y acababan con el tiempo hechos leña o en la carreta de alguno de los sirvientes porque podrían darles utilidad. A su padre no le gustaba el desorden y hacía mucho tiempo que se había deshecho de la mayoría de las cosas, pero en aquellos armarios se guardaba ropa y enseres que habían sido de su madre. Aileen se estrujó una mano contra la otra y comenzó a hablar—: Aquí jugábamos mis hermanos y yo a escondernos. En vida de mamá esto estaba lleno de tesoros. Imagínese unos niños sobreexcitados con baúles llenos de ropas y objetos de viajes que jamás tuvieron un lugar donde exponerse. Aquí inventábamos que éramos corsarios y esas cosas que mamá guardaba eran los tesoros incautados a otros piratas. Ahora solo son viejos recuerdos y trastos de los que papá nunca se deshará… Este sofá, por ejemplo, era del ajuar de mi madre. Es bonito, ¿verdad? Lo tapizaron con telas traídas de oriente y… Oh, creo que estoy hablando demasiado, por favor diga algo para que me calle y no me sienta tan estúpida.

—Me gusta escucharla… ¿Así que jugaba a piratas? Yo también, con mis primos; las chicas siempre acababan cautivas. Hasta que se rebelaron —rio.

—¿Tiene muchos primos? Evan dice que son bastantes.

—Pues sí, somos diez, y tengo un hermano gemelo, Alexander.

—¿Hay otro como usted?

—Sí, bastante igualito —volvió a reír él—, aunque en realidad todos los primos nos parecemos mucho.

—¡Santo Dios!

Verlos en comitiva debía de ser todo un espectáculo, tenía que reconocer que como hombre era muy atractivo, no quería pensar cómo serían los otros. Lástima que… que… bueno, era una lástima.

Ella se abanicó con una mano y él se echó a reír. Algo que Aileen agradeció ante su comportamiento coqueto.

—Hoy mismo he recibido una carta suya —siguió él—. Me explica que mi primo, el pintor, va a realizar una exposición. Se ha prometido y no dudo de que se case muy pronto.

—Debe ser extraordinario tener un artista en la familia —dijo ella.

El rio.

—Pues sí, nos ha retratado a todos, es muy bueno, pero los que se ganaron mi admiración fueron Henry y Jared, por irse a la guerra y conseguir que no los mataran —bromeó, y ella supo que era para quitarle importancia—. Yo nunca haré nada tan extraordinario, soy un simple abogado que trabaja con su tío.

—No creo que tenga nada de simple y seguro que a su manera ayuda a mucha gente.

Él la miró con una sonrisa y Aileen pensó que era la primera conversación natural que mantenían. Se dio cuenta de que se había relajado con ella y compartir confidencias le había hecho hacerse una idea de él muy distinta a la que tenía desde un principio.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —indagó Aileen con curiosidad.

—Por supuesto.

—¿Ha besado alguna vez a una chica? Bueno a otra… quiero decir.

Él se llevó la mano a la frente y se echó el pelo hacia atrás.

—Sí, sí lo he hecho. Pero un caballero no habla de esas cosas… Solo le diré que es algo placentero.

—Claro, claro… Pero… no me gustaría forzarlo a nada, ni que se sienta obligado.

—¿Por qué iba a sentirme obligado? Un beso es un beso. A mí me gusta darlos y, por supuesto, recibirlos. Uno puede imaginarse lo que quiera mientras está preso de su hechizo.

Aileen supuso que tenía razón, ella era ignorante en aquellos menesteres, lo propio de lo que se esperaba de una señorita decente, pero la tentación de un beso siempre le había llamado la atención. Sin embargo, que él insinuara que mientras se besaba se podía tener el pensamiento en otra parte, o en otra persona, no le gustó mucho. ¿Cómo iba a estar segura de que Culpepper pensaba en ella y no en otra cuando se besaran? Caviló y dedujo que quizá esa pregunta tenía que esperar. Pero indagó otra cosa.

—Y… ¿cómo va a enseñarme? —preguntó curiosa.

—He pensado que tenemos que ir por partes. Primero algunas nociones: No debe ser impulsiva, tiene que dejar que sea el caballero quien dé el primer paso. Al menos que crea que lo da. Es muy satisfactorio que la dama participe y que sea impetuosa y apasionada, pero algunos caballeros se asustan si es la dama la que toma la iniciativa. —Él se encogió de hombros, como si fuera una obviedad y ella pensó que, como en tantas cosas, la mujer no podía mostrar lo que deseaba o le gustaba, pero quizá tenía razón y era eso lo que había asustado a Culpepper—. Además, hay que tener cuidado con lo que se provoca. ¿No querrá que su reputación salga dañada?

—No, no, por supuesto.

Él continuó con la teoría de su primera lección.

—Cuando la besen, responda con entusiasmo. Si le agrada, claro. Una mujer puede intuir cuándo va a ser besada y, si no lo desea, huya de la situación y, por supuesto, no aliente al caballero. El deseo es un arma poderosa.

Ella quiso saltarse toda aquella palabrería e ir a lo que le interesaba.

—Pero ¿qué tengo que hacer para que él me haga más caso? ¿Para que el señor Culpepper quiera besarme?

Él la miró en silencio y luego, moviendo el peso de su cuerpo de un pie a otro, indagó:

—¿Cómo me seduciría a mí?

—¿A usted?

—Sí, a mí, y por favor sea buena alumna. Acérquese un poco más, así no hablamos tan alto.

—Claro, no me había dado cuenta. —Había cerrado la puerta, estaba a unos diez pasos de él y acortó la distancia; así y todo, él se aproximó más, si estiraba el brazo podía tocarlo—. Esto…

Aileen pensó en que era su oportunidad de aprender a seducir y aunque el señor Trevelyan era guapo a rabiar y había descubierto algo de él que la inquietaba, no podía negarse que le agradaba que la ayudara. Estaba segura con él. Ella se llevaría su secreto a la tumba y estaba convencida de que él también guardaría el suyo.

***

Christopher la incitó a que lo sedujera y por unos instantes pensó que ella se iba a mostrar reservada, pero la señorita Mackay tenía una idea en la cabeza y no era timorata. Se movió un poco, lo miró a los ojos, aunque con el rostro encendido por la vergüenza, luego se tocó el moño por la parte baja y rozó con dos dedos el lateral del cuello, los deslizó como si subieran y bajaran, sin un rumbo fijo. Luego acabó resiguiendo el borde cuadrado del escote del vestido, muy despacio, casi hasta rozar su clavícula. Christopher tuvo que apoyarse, con disimulo, en el brazo del sofá que tenía a su lado, para no tambalearse. Aquella mujer era puro fuego con un solo gesto. Sus ojos verdes brillaban en la penumbra y si él hubiera sido un canalla la habría seducido para poseerla allí mismo. Pero si algo tenía era control de sus emociones, y eso jamás iba a ocurrir si ella no lo deseaba con el mismo ahínco que él, claro. Además, era Aileen Mackay, la hermana de su mejor amigo, y si daba un paso como aquel tenía que estar muy seguro de lo que quería de ella. Y todavía tenía que analizar qué significaba la señorita Mackay para él.

Ella, metida en el papel, se le acercó un poco más y con un susurro que se le clavó en el alma, le preguntó.

—¿Así?

Necesitó aclararse la voz con un carraspeo y al ver que ella cerraba los ojos y fruncía los labios, en un claro gesto para que él la besara, la cogió por la cintura para romper el momento. Si se dejaba llevar iba a comerle los labios con fiereza. Tomó su otra mano y se colocó como si fuera a bailar un vals.

—Lo hace muy bien… pero recuerde lo que le he dicho, no tenga prisa. Ahora imagine que está bailando, en mitad de un salón, ¿qué haría?

—¿Eh…? —Ella pareció salir de una ensoñación—. No sé, sonreiría.

—Sí, pero debe hacerlo con la vista puesta en el caballero. —Christopher la condujo por aquella estancia como si sonara música de Hayden y murmuró muy cerca de sus labios—. Lo mira a los ojos unos segundos, sin decir nada y luego puede morderse el labio inferior o refrescarse los labios con mucha delicadeza, como si los humedeciera y los deja un poco entreabiertos, todo eso sin dejar de observarlo.

Aileen repitió cada una de las acciones que él le relataba, mientras él la hacía girar y sin darse cuenta la acercaba a su cuerpo, ella se quedó enganchada a su mirada y Christopher creyó morir cuando ella se le acercó unos milímetros más.

—Pero no puedo besarlo en mitad de un salón.

—Y si es un caballero, él tampoco lo haría. Pero seguro que gana su atención y recuerde que debe mostrarse segura, que lleva el control.

—¿Y si me pide salir al jardín?

—¿Usted querrá salir al jardín?

—Yo quiero que me bese.

—Imagínese que está en el jardín, y él la besa. Así, por ejemplo...

Christopher se detuvo, como si la música cesara y, sin darle tiempo a pensar, rozó sus labios con los suyos como si fueran las alas de una mariposa, la tentó con la punta de la lengua y luego bajó por su mandíbula y repartió pequeños besos hasta subir por el cuello y soplar bajo el lóbulo de la oreja. Oyó los suspiros que ella dejaba escapar y notó como temblaba y se pegaba a su cuerpo con abandono, buscando esas caricias que parecían gustarle. Se congratuló, pero tuvo que hacer acopio de toda la cordura del mundo para separarse de ella con indolencia, mirarla a los ojos y decirle en un murmullo.

—Es tarde, mañana seguimos.

—¿Cómo…? —preguntó ella medio desmadejada.

—He de marcharme, Evan me estará buscando. ¿Le parece bien mañana aquí a la misma hora?

—Sí, sí… pero, yo… yo pensé que... qué me diría algo más, no sé… ¿qué pasa entre un hombre y una mujer, después de los besos?

Se le acercó mucho y susurró en su oído.

—Cuando hay deseo puede pasar cualquier cosa, siempre que los dos lo anhelen.

Dio unos pasos para poner distancia, por su seguridad. Temía atraparla en sus brazos y devorar su boca, como deseaba hacer.

—Esta noche cuando esté en la cama piense en su enamorado y observe su cuerpo, este le dirá muchas cosas.

—¿Mi cuerpo?

—Cuéntemelo mañana, ¿de acuerdo? Y sea buena hasta entonces.

—Usted también…