Christopher había recibido una carta de su madre. Esta se interesaba por cómo estaba. También le hablaba de la familia y nombraba a algunas jóvenes que se habían prometido en la temporada y otras que todavía no lo habían hecho y eran un buen partido para él.
De todo lo que le contaba lo que más apreció fue saber que Sebastian iba a casarse con la mujer de la que había estado enamorado desde hacía años. Un amor que estaba sentenciado desde el principio porque ella estaba a punto de desposarse con un barón. Sebastian no había podido olvidarla durante todo aquel tiempo. Por lo visto había regresado a Londres, viuda y con una hija. Y según le explicaba su madre, Violet era muy estimada por la familia, y la niña les había robado el corazón a todos; sobre todo a su abuelo.
Hasta aquel momento no había sido consciente de que había recibido cartas de su hermano y de sus primos, pero no de Sebastian. Intuyó que habría estado entretenido conquistando a la baronesa viuda y se alegró por él. Aquella mujer le había generado una enfermiza obsesión por pintarla. Algo que Christopher siempre había intuido que era la manera en la que su primo escondía el amor que sentía por ella.
Respondió a la misiva de su madre y le confirmó que no iba a echarse atrás en su palabra de casarse. Estaba dispuesto a que, si él no encontraba a una dama de su interés y agrado, aceptaría la que ella le buscase.
Al leer las letras que había escrito, Aileen se apareció en su mente:
«Una dama de mi interés y agrado…».
Su corazón dio un pequeño brinco.
Introdujo la pluma en el tintero y luego, al posarla sobre el papel, tuvo la impresión de que esta escribía sola. Necesitado de hablar con alguien de cómo se sentía, relató a su madre cómo había sido el encuentro con la pequeña de los Mackay. La describió con tanto entusiasmo que al releer la carta por última vez se dio cuenta de dos cosas:
La primera era que le había dicho a su progenitora que estaba dispuesto a casarse y le había pedido que ella le buscase a la candidata si él no encontraba ninguna. Sin embargo, la había encontrado, pero hasta aquel instante no lo sabía, y su madre se iba a dar cuenta nada más leer la misiva.
La segunda le resultó más dolorosa, la señorita Mackay no iba a ceder a sus encantos porque estaba enamorada del señor Culpepper.
¿No era aquello un tormento? Sobre todo después del juego que había iniciado con ella, y a cada tarde que pasaban juntos más le costaba resistirse.
Quizás había llegado el momento de regresar a casa.
Cerró la carta sin cambiar ni una coma. Su destino estaba escrito.
Miró su reloj de bolsillo, aún faltaban unas horas para su encuentro con Aileen.
«Aileen».
Pensar en ella le removía algo en el estómago y besarla era una pesadilla para su cordura, pero se conformó con la idea de que al menos eso podría guardar en lo más profundo de su alma cuando se marchara. Le gustaba, no podía negarlo; sin embargo, tenía que reconocer que no solo le gustaba, estaba secretamente enamorado. Aquel juego había resultado más peligroso de lo que en un principio pensó, jamás se le había ocurrido que perdería el corazón. Además, ¿y si lo descubrían? Si alguien llegaba a verlos en la habitación del tercer piso no iba a malinterpretar lo que allí ocurría. Podía pensar que él la había seducido y se aprovechaba de la joven. Le dolió entender que Evan podría odiarlo al creer que había abusado de su confianza y arruinado a su hermana. Aquello podía romper para siempre su amistad.
Por un instante que lo obligaran a casarse con ella, si creían que la había mancillado, no le pareció una tortura; luego puso cordura a su razonamiento. No quería perder a su amigo, tenía que ser sensato. Pero tampoco era capaz de dejar de pensar en ella, de acudir cada tarde a su encuentro, de perderse en sus labios. Quizá él también se había obsesionado con ella, como su primo lo había hecho con Violet, cuando la conoció. No conseguirla era el precio de aquel pensamiento circular, pero ¿y él? ¿Qué creía que iba a pasar con Aileen?
Ulrich Culpepper se le apareció en la mente. Aquel mequetrefe no se merecía a la señorita Mackay. ¿Qué hombre escribía una carta como él había escrito, para luego dejar a la dama llena de dudas? No era ajeno a que Aileen estaba llena de inseguridad con relación a Culpepper. Le dolía que sintiera que no lo atraía y que debía aprender el arte de la seducción para enamorarlo. Ella no lo necesitaba, un solo beso había bastado para que él cayera a sus pies, y ella solo pensaba en aquel lechuguino torpe, sin darse el valor que tenía.
Aquellos pensamientos le abrieron la mente sobre lo que significaba aquella mujer para él. Era su propia obsesión, como Sebastian había tenido la suya. Pero ella nunca lo amaría, jamás la conseguiría más allá de aquellos ratos placenteros, porque ella tenía en su mente y en su corazón a otro hombre.
Se sintió un miserable que mendigaba aquellos besos. Pero así y todo no faltó a su cita.
Cuando llegó a la sala del tercer piso Aileen ya lo esperaba.
—¡Aileen…! —exclamó, sorprendido.
Ella sonrió.
—Christopher… ¿Cómo está? No le veo buena cara.
Que ella apreciara su malestar le afectó, pero negó con énfasis.
—Nada, estoy perfectamente.
—Ya sé que le he pedido algo que le cuesta mucho, no sé si ha sido buena idea, yo…
Christopher se sentó junto a ella en el sofá, la miró a los ojos y fue sincero.
—Voy a confesarle algo, quizá le sorprenda o tal vez ya lo sepa.
Quería ser honesto, aunque no del todo, pero ella merecía saber que él debía marcharse, buscar una esposa y sentar la cabeza. No tenía por qué abrirle su corazón para que ella se lo rompiera un poco más.
—No tiene que darme explicaciones.
—Pero quiero dárselas.
—Luego, ahora déjeme practicar algo.
Ella puso dos dedos sobre sus labios y sinuosa se movió hasta quedar pegada a él, luego acercó sus labios a su cuello y lo besó como si fuera un roce de seda. Aguardó con todo el control del que fue capaz y la dejó experimentar. Ella posó la mano en su pecho, Christopher sintió que cien caballos cabalgaban dentro de él. Aileen lo miró con los ojos muy abiertos y él sonrió con una mueca divertida y musitó.
—¿Ve como sabe seducir a un hombre? Creo que ya no puedo enseñarle mucho más. Lo que le falta por aprender deberá…
Ella volvió a poner los dedos sobre sus labios y él los besos, como acto reflejo.
Estaba tan cerca de su boca que no tuvo que hacer ningún movimiento.
—Dijo que hay hombres que se asustan de que la mujer tome la iniciativa, pero usted no.
—No, yo no.
Sus labios prácticamente se rozaban. Aileen colocó la mano en su mejilla y lo besó. Lo besó con pasión e intensidad. La sintió removerse y con descaro la cogió y la sentó sobre sus rodillas. Ella entonces se acopló con más entusiasmo y aquel beso se convirtió en puro fuego.
Christopher aguantó unos segundos más hasta que sus manos cobraron vida y la acariciaron. Ella se agitó, pero no se separó de él. Se moría por bajar la boca hasta aquellos senos que se le pegaban al pecho y lo enloquecían, pero solo se permitió rozarlos al descubrir que a ella le gustaban aquellas caricias.
El momento se volvió una locura, Aileen acarició su torso y pasó sus brazos alrededor de su cuello, luego con los ojos cerrados besó su cuello. Al instante le deshizo el nudo del pañuelo para abrir su camisa un poco, y seguir con un reguero de pequeños besos incendiarios, pero el chaleco le impidió abrirla del todo. Él puso algo de cordura.
—Aileen, Aileen, cariño…
—Dios mío… Es que… es que… no puedo parar —gimió ella buscando de nuevo su boca y besándolo con intensidad. Él era esclavo de aquellos besos y la dejó llevar el control.
Cuando sintió sus suspiros la separó un poco y la miró a los ojos, y con dolor le preguntó:
—¿En quién piensas? ¿En Culpepper?
—¿En Ulrich? ¿Por qué…? —Aileen pareció salir de un sueño—. No, no… no creo que…. no sé en quién pensaba. ¿Y usted? ¿Acaso pensaba usted en Jeremy?
Ella se tapó la boca con una mano, señal de que había dicho aquello sin pensar y por un segundo él se quedó paralizado.
—¿En Jeremy? ¿Por qué voy a pensar en ese hombre? Pensaba en usted, en que me muero por tocarla y no quiero asustarla.
Aileen se levantó de un salto y se puso en pie, nerviosa.
—¿Pero no le gusta él? Yo… yo no sé qué pensar sobre eso —divagó—. Es pecado, ¿no? No, disculpe, no es de mi incumbencia.
Christopher se serenó, con ambas manos se echó el pelo hacia atrás y respiró profundo. Él había jugado a confundirla, ahora tenía que salir de aquel lío. La miró a los ojos, ella estaba frente a él, de pie como una diosa, y él sentado como si suplicara unas migajas de atención.
—Creo que tenemos que aclarar algunas cosas —confesó.
Ella asintió, abrazándose a sí misma.
Christopher se levantó y puso unos pasos de distancia.
—Tiene que disculparme si ha creído que yo… que a mí me gustan los hombres… —soltó de forma directa y sin tapujos—. No, rotundamente no.
—Pero… ¡Oh, Dios mío!
Aileen se tapó la cara y segundos después lo miró con vergüenza. No fue capaz de decir nada y salió corriendo.
Christopher necesitó unos minutos más antes de salir de aquella habitación. Presentía que todo se había ido al traste.
Encontró a su amigo en la biblioteca y cuando este le propuso salir a divertirse, no dudó en escapar de aquella casa. No soportaría ver a Aileen a la hora de la cena. Una noche de copas y juego sería más que suficiente para acallar su mente atormentada.
***
A la tarde siguiente Aileen pensó mucho si subir a la sala del tercer piso. Trataba de sacarse aquella idea de la cabeza, pero lo mismo concebía que jamás volvería a cruzar la palabra con Trevelyan, que intentaba averiguar por qué la había engañado de aquel modo. Después de lo sucedido no creía que él fuese a acudir, había rezado por no cruzárselo y agradeció no verlo ni en la cena de la noche anterior, ni en lo que iba de día. No tenía caso seguir con aquel juego de aprendiz, concluyó. Se sentía engañada. Además, era absurdo tener aquel dilema, él tampoco se presentaría.
Sin embargo, le rondaba algo en la cabeza y no podía deshacerse de ello.
Hiló de nuevo sus cavilaciones. Con lo aprendido se sentía muy preparada para cuando viera al señor Culpepper en la fiesta de los Bell. Para su fastidio, la velada musical en casa de lady Russell había sido cancelada por indisposición de la soprano que iba a cantar y aquello le había impedido ver a su pretendiente. Si no fuese imposible, habría culpado de ello a Trevelyan,
Suspiró, cuando viera a Ulrich ella actuaría de otro modo; había aprendido algunos trucos para llamar su atención, justo como quería. Ya no era inexperta y estaba convencida de que sabría atraerlo.
Aunque no era tan tonta como para no haberse dado cuenta de que su pretendiente estaba distraído. Quizás los negocios que quería emprender no le estaban saliendo como esperaba y ella no quería empujarlo a un compromiso, sino que él se sintiera lo suficientemente atraído y enamorado como para querer hablar con su padre.
De nuevo Trevelyan cruzó su mente. Se censuró. Aunque le apenaba dejar el juego con él, tenía que hacerlo, sobre todo después de cómo había acabado su último encuentro. Había descubierto que los besos y las caricias eran muy placenteras y no podía negar que, aunque el amigo de su hermano la había confundido, era irresistible y, no sabía muy bien por qué, pero en lo más íntimo de su ser quería perdonarlo.
Ni siquiera ella se entendía.
No quería, se dijo que no quería…
Al mirar el reloj vio que pasaban cinco minutos de la hora en la que solían encontrarse en su cita secreta y como si algo la empujara no pudo evitar subir al tercer piso y acercarse hasta la puerta. Estaba segura de que él no habría acudido, pero se equivocó. Estaba a punto de entrar en la sala cuando se dio cuenta de que él estaba sentado en el sofá, a la espera. Justo en el mismo lugar en el que se habían besado con tanta intensidad las últimas tardes. Se quedó allí, en el umbral, a sabiendas de que él no se había percatado de su presencia.
Desde la distancia lo observó sin ser vista. Christopher tamborileaba los dedos en su muslo, mientras con los de la otra mano se acariciaba los labios. Aquel gesto inocente la excitó y la turbó a partes iguales.
Era cierto que mientras lo había besado aquellas horas tan deliciosas había intentado pensar en Ulrich, pero solo lo probó la primera vez. Su imagen se había evaporado y se dejó llevar por la lujuria a la que Christopher la llevaba. Aquel hombre era irresistiblemente apasionado y ella siempre había notado que se retenía. No entendía cómo su mente quiso creer que no le gustaban las mujeres, cuando sus actos decían todo lo contrario y ella había caído en una telaraña de placer a su lado. Pero él no la había sacado de dudas, la había confundido en aquel aspecto y se sentía estúpida por haber creído tal cosa.
¿A quién quería engañar? La única culpable era ella misma. Le era más fácil suponerlo para no sentirse culpable por besarse con otro hombre, uno que ni siquiera le gustaba y, además, era el amigo de su hermano. Imaginarlo inofensivo acallaba su conciencia. Le hubiese gustado aprender más, pero le daba mucha vergüenza decírselo, aunque ahora que todo había terminado se alegraba de haberse mantenido callada en aquel aspecto.
No entendía qué hacía mirándolo, pero le gustaba hacerlo.
¿Se estaría volviendo loca? Tan pronto se decía una cosa: como que pensaba odiarlo el resto de sus días, como que se embobaba con su imagen.
Era un hombre muy atractivo y le molestó pensar que las mujeres en los bailes se giraban descaradas a mirarlo. Él estaba pensativo y se preguntó si sería ella el objeto de sus meditaciones, como él era de las suyas. Durante unos minutos lo contempló y luego se marchó.
Regresó a su habitación, se tumbó en el diván y cogió un libro para distraerse, pero no consiguió concentrarse, así que, cansada de leer el mismo párrafo varias veces, bajó al salón. Allí encontró a sus hermanos con el señor Trevelyan. Este leía el diario.
—Creí que habías salido con Iona —comentó Evan—. Tía Gwen te buscaba, dice que desapareces a esta hora por las tardes.
Miró de reojo a Christopher, pero este pareció no inmutarse y no despegó los ojos del diario.
—Pues estoy en mi habitación —replicó.
—¿Entonces no has invitado a Iona? —Evan chasqueó la lengua y le pareció que lo hacía con fastidio.
—No, he estado ocupada.
—Es raro que no haya venido, ¿no te parece? —insistió Evan con el tema. Ella pensó que tenía razón, pero sus preocupaciones eran otras.
—Estará liada con los preparativos de la fiesta en su casa.
Trevelyan dobló el diario y lo dejó sobre una mesita. Se levantó de su asiento y la miró con intensidad. Creyó que iba a decirle algo, pero él desvió la vista y se dirigió a su hermano.
—Evan, estoy en mi habitación, quiero escribir unas cartas. Avísame si decides salir.
Lo vio marcharse sin cruzar una palabra con ella, prácticamente la ignoró. Aquello le dolió como nunca imaginó que lo hiciera. En la puerta le cedió el paso a su tía que llegaba, y compartieron algunas palabras, pero no oyó qué se decían. Esta, al verla, se quejó de que no la encontraba y ella se excusó de un modo muy infantil. Bromeó con que la casa era grande y con seguridad mientras una estaba en una punta de la mansión, la otra estaría en la opuesta.
—Evan, veo a tu amigo abatido —señalo tía Gwen—. ¿Le ocurre algo?
—¿A Christopher? Que yo sepa no le pasa nada.
—Pues que Dios te conserve la vista, querido, tu amigo está triste. No entiendo este aferramiento a la soltería, casarse no es tan dramático.
—No me ha comentado nada, pero imagino que le preocupa el asunto.
Aileen miró a su tía y luego a su hermano, sin entender de qué hablaban. ¿Acaso Christopher iba a casarse? Sin pensarlo preguntó:
—¿Es que está prometido?
Su hermano negó con la cabeza
—Pero habláis de que tiene que casarse. —Sintió una ligera angustia que justificó con el calor de la habitación. ¿Por qué tenían las ventanas cerradas?
—Prometió a su familia buscar esposa cuando regresase a Londres —explicó Evan y como si el tema se hubiera agotado, aunque ella sentía mucha curiosidad, sus hermanos se enfrascaron en una conversación sobre créditos y asuntos del banco.
Tía Gwen se le acercó y la invitó a sentarse con ella.
—Querida, ¿qué tienes que decir sobre el señor Culpepper? ¿Te ha hecho alguna proposición?
—¿Habláis de Ulrich Culpepper? —La voz de su padre sonó casi a su espalda y temió el interrogatorio que se avecinaba. Agradeció que Trevelyan no estuviera—. Ha estado en el banco esta mañana.
—Oh, Sean —suspiró tía Gwen—. ¿Te ha pedido la mano de Aileen?
—¿La mano de Aileen? No, pero hemos hablado bastante. No creo que tarde en hacerlo. —Sonrió su padre al mirarla y le dijo—: Por lo visto quedó prendado de ti al conocerte en Bath.
—Ves, querida, él está interesado en ti y pronto se decidirá a pedir tu mano.
Aileen sonrió, feliz al escuchar aquello, pero siempre había pensado que tendría otra alegría burbujeando en su cuerpo al oírlo.
—¿Y qué quería, entonces? —se interesó Evan.
—Quería exponerme un negocio que quiere emprender, necesita socios y me ha estado tanteando.
—No ha pedido ningún crédito, ni siquiera tiene cuenta con nosotros —explicó Anderson.
—Bueno, desde hoy sí la tiene —respondió el señor Mackay con arrogancia—. Es astuto; dice que no quiere diversificar su dinero, lo tiene en el banco de Londres, aunque ha depositado una suma importante. Además, se ha ocupado de informarme de que es el único heredero de su tía. Tengo que investigar un poco.
Aileen sabía que su padre no hacía negocios con cualquiera, tenía que conocer bien a la persona para hacerlo y Culpepper no iba a ser el primero al que investigara. Estaba convencida de que se quedaría asombrado por su fortuna, según le había comentado tenía participaciones en varias empresas.
—¿Y el negocio te parece interesante? —preguntó Anderson.
—Sí, bastante. Quiere construir casas, pero que sea otro quien asuma el riesgo.
—El otro día estaba con el señor Bell, por lo visto esas tierras donde quiere construir están cerca de sus minas —informó ella—. Me lo dijo Iona.
Evan levantó la vista y frunció el ceño.
—Interesante —se limitó a decir su padre.
—Oh, papá, tienes que ayudarlo, prométeme que estudiarás ese negocio.
Aquella noche, Aileen se metió en la cama con la extraña sensación de que el señor Trevelyan la odiaba. Habían compartido mesa durante la cena y le pareció que él estaba fastidiado por tener que hacerlo, pero Evan había insistido en quedarse y salir más tarde. Sus hermanos y su padre conversaban distendidos, cuando Anderson bromeó con la visita del señor Culpepper al banco y mencionó que quizá sonaban campanas de boda. Quiso que la tierra se la tragara. Christopher le clavó una mirada tensa, ni siquiera se le movió un músculo del rostro, fueron unos segundo solamente, pero los suficientes para sentir toda su inquina. Para su tormento, él cogió su copa y la levantó en un disimulado brindis hacia ella. No había sonreído y aquello era lo que la mortificaba. Ni siquiera la idea de que Culpepper se había interesado en ella al hablar con su padre pudo quitarle aquella sensación.