EL ATRACO

Domingo por la tarde. Un vendedor ambulante en Battery Park: viste una túnica morada de cantor de coro y vende relojes. Con rastas, sonrisa amable, una presencia sacra. El negocio va bien.

Palomas torcaces abatiéndose por todas partes, el polvo de la ciudad en sus alas. Y el resplandor de la aceitosa bahía y una brisa otoñal de garganta abrigada como una mujer soplándome al oído.

A mis espaldas, el perfil urbano financiero del bajo Manhattan iluminado como una catedral insular, un religioplex, por efecto de la luz del sol.

Y aquí llega el trasbordador procedente de la isla de Ellis. Escorado a estribor, las tres cubiertas abarrotadas hasta las barandillas. Roza el muelle en una desdeñosa maniobra de atraque muy neoyorquina. Uf. Los maderos gimen, emiten chasquidos como detonaciones de arma. Un hombre en el paseo se echa a correr. ¿Cómo puedo sentirme solo en esta ciudad?

Los turistas descienden por la pasarela. Máquinas fotográficas, videocámaras y niños aturdidos sobre los hombros. Esta mañana, despreocupadas pamelas y gorras de béisbol: ésa es ahora su moda seria, muy poco afortunada.

Dios mío, el puerto de Nueva York tiene algo de agotado, como si el olor del mar fuera petróleo, como si los barcos fueran autobuses, como si todo el cielo fuera un garaje con calendarios de chicas en las paredes, los meses venideros ya hojeados y manoseados, con huellas de grasa negra.

Pero regresé a donde estaba el vendedor ambulante con la túnica de cantor de coro y le dije que me gustaba su aspecto. Le ofrecí un dólar si me dejaba ver la etiqueta. La sonrisa se desvanece.

¿Tú estás loco, tío?

Yo iba con mi vestimenta de paisano: vaqueros, cazadora de cuero sobre una camisa a cuadros sobre una camiseta. Ni siquiera el identificador cruciforme para enseñárselo.

Levanta la bandeja de relojes para ponerla fuera de mi alcance. Largo de aquí, tú y yo no tenemos nada de que hablar. Mira a izquierda y derecha mientras lo dice.

Y, luego, más adelante en mi paseo, en Astor Place, donde exponen su género en la acera sobre cortinas de ducha: tres de las túnicas moradas de la sacristía, bien plegadas y apiladas entre una copia del elepé Best of the Highwaymen y la autobiografía de George Sanders. Cogí una y le di la vuelta al cuello y allí estaba la etiqueta, Churchpew Crafts, y la marca de la lavandería del señor Chung. El vendedor ambulante, un joven mestizo solemne con esa cazoleta de pelo negro que suelen lucir los mestizos, pedía diez dólares por cada una. Me pareció un precio razonable.

Vienen de Senegal o del Caribe, quizá de Lima, San Salvador u Oaxaca y buscan un trozo de acera y se ponen a trabajar. Los pobres del mundo lamen nuestras costas, como la subida del nivel del mar por el calentamiento global. Recuerdo que, de camino al Machu Picchu, me detuve en la ciudad de Cuzco y vi las danzas y escuché las bandas de música callejeras. Cuando eché en falta la cámara, me dijeron que podría volver a comprarla a la mañana siguiente en la calle del mercado detrás de la catedral. Y, en efecto, a la mañana siguiente, allí estaban las mujeres de Cuzco, con sus ponchos tejidos de rojo y ocre, sus trenzas colgando de bombines negros, sus anchas cabezas olmecas sonriendo tímidamente. Daban salida a los objetos robados. Cielo santo, menudo cabreo cogí. Pero, allí rodeado de anglos que revolvían en los tenderetes como si buscaran a sus difuntos perdidos, ¿cómo, Señor mío, no iba a aceptar yo la justicia de la situación?

Como hice también en Astor Place, a la sombra del magnífico y voluminoso edificio de piedra rojiza y tejado abuhardillado de la universidad popular Cooper Union mientras los pájaros alzaban el vuelo en la plaza.

Una manzana al este, en Saint Mark’s, una tienda de beneficencia tenía los candelabros del altar que habían robado junto con las túnicas. Veinticinco dólares el par. Y ya que estaba allí, compré media docena de novelas negras de segunda mano en edición de bolsillo. Para aprender el oficio.

Miento, Señor, sólo leo esos condenados libracos cuando estoy deprimido. El detective de bolsillo nunca me falla: su caña y su anzuelo me sirven de consuelo. Sí, se pierde alguna que otra vida en una u otra página, pero el mundo de la novela de bolsillo es ordenado, delimitado, previsible en sus castigos, más de lo que puedo decir del Tuyo.

Sé que estás en esta película conmigo. Si Thomas Pemberton, doctor en teología, pierde la vida, la pierde aquí, ante su Dios vigilante. No sólo te sitúo presuntamente por encima de mi hombro, en el almidón anglicano de mi alzacuello, en las paredes de la casa parroquial o en la frescura de la piedra de la capilla que enmarca la puerta sino también en el cursor parpadeante…


Martes por la tarde. Lenox Hill para ver a mi enfermo terminal: ambulancias entrando marcha atrás en la zona de estacionamiento de urgencias, con sus pitidos y cegadoras luces estroboscópicas. Antes había letreros de SILENCIO en los alrededores de los hospitales. Los coches de los médicos aparcados en doble fila, los pacientes sujetos con correas a camillas aparcadas en doble fila en la acera, la fuerza laboral joven y elegante del Upper East Side saliendo en tropel del metro pasa por delante sin mirar. Mirando.

Ahora oscurece más temprano. Se encienden las luces en los edificios. Ojalá me dispusiera yo a subir a un elegante estudio y hubiera allí una joven elástica, recién llegada a casa de su interesante empleo, atenta al timbre para cuando yo llamase. Descorchando el vino, tarareando, sin ropa interior.

En el vestíbulo, una multitud estoica a punto ya para las horas de visita con bolsas y fardos y bebés retorciéndose en los regazos. Y esa profesión fruto de la plaga de nuestros tiempos, el guarda de seguridad, en distintas versiones indolentes.

La puerta de mi enfermo terminal marcada con un letrero de ZONA RESTRINGIDA. Abro, todo sonrisas.

¿Trae medicina, padre? ¿Va a curarme? Pues váyase a la puta mierda. A la puta mierda, no necesito sus gilipolleces.

Unos ojos enormes, eso es lo único que queda de él. Un hueso del brazo apunta el mando a distancia como una pistola y, allí, en el televisor colgado, la chica sonriente hace girar la enorme rueda.

Concluida mi visita pastoral de consuelo, recorro el pasillo, donde varios negros bien vestidos esperan frente a una habitación privada. Sostienen regalos en los brazos. Huelo cosas ajenas a un hospital. Los efluvios de una tarta de fruta todavía caliente. Sopas. Carnes recién asadas. Me pongo de puntillas. ¿Quién es ésa? A través de las flores, como un Gauguin, una mujer negra, atractiva, de complexión frágil, sentada en la cama. Con turbante. Regia. No alcanzo a oír sus palabras, pero sí su voz grave y melodiosa de oración y así siento que sabe de qué está hablando. Los hombres con los sombreros en las manos y las cabezas inclinadas. Las mujeres con pañuelos blancos. Al salir, se lo pregunto a la enfermera de la planta.

Hacemos lleno dos veces al día. Tenemos aquí a todo Sion. Lo único bueno desde que ingresó la hermana es que no tengo que hacer la compra para la cena. Ayer llevé a casa chuletas de cerdo al horno. No se imagina lo buenas que estaban.


Otra que tiene problemas con mis gilipolleces: la viuda cuyo nombre en clave es Moira. En su nuevo dúplex, desde donde se ve el cartel de Pepsi-Cola al otro lado del río, ha estado leyendo a Pagels sobre los orígenes del cristianismo.

Fue todo política, ¿no?, me pregunta.

Sí, le digo.

Y, por tanto, ahora tenemos lo que tenemos debido a quién ganó entonces, ¿no?

Bueno, sí, sin olvidarnos de la Reforma, supongo que sí.

Ella se reclina en las almohadas. ¿Todo es una ficción, pues, un invento?

Sí, digo, cogiéndola entre mis brazos. Y la verdad es que ha funcionado durante mucho tiempo.

Antes intentaba hacerla reír en los bailes del Spence. No podía entonces, no puedo ahora. Una melancólica con talento, esta Moira. Perder al marido, una desgracia más.

Pero era una de las pocas del antiguo grupo que no opinaba que yo estaba echando a perder mi vida.

Pelo castaño espeso y ondulado, con raya en medio. Ojos oscuros resplandecientes, un poco demasiado separados. Una silueta no muy habitual, con poco tono, gloria a Dios en las alturas.

Su lengua asoma por la comisura de los labios carnosos y lame una lágrima.

Y, después, Jesús, la sorprendente condolencia de su beso húmedo y salado.


Para el sermón: empezar con la escena en el hospital, esa gente buena y recta rezando junto a la cama de su párroca. La humildad de esas personas, su fe resplandeciendo como luz en torno a ellos, me despiertan tal anhelo… de compartir su inocencia.

Pero luego me pregunté ¿Por qué la fe debe basarse en la inocencia? ¿Acaso debe ser ciega? ¿Por qué debe partir de la necesidad de creer de la gente?

Damos todos tanta lástima en nuestro deseo de librarnos de la carga que estamos dispuestos a acogernos a la soberanía del cristianismo o, en realidad, de cualquier otra afirmación de la autoridad de Dios. La autoridad de Dios es una afirmación poderosa y nos reduce a todos, dondequiera que estemos en el mundo, cualquiera que sea nuestra tradición, a la gratitud del mendigo.

Así pues, ¿dónde ha de buscarse la verdad? ¿Quiénes son los elegidos que recorren dichosamente el verdadero camino hacia la Salvación…? ¿Y quiénes son los otros descarriados? ¿Podemos distinguirlos? ¿Lo sabemos? Creemos saberlo… Claro que creemos saberlo. Tenemos nuestras convicciones, pero ¿cómo diferenciamos nuestra verdad de la falsedad de otro, nosotros los poseedores de la fe verdadera, salvo por la historia que cultivamos? Nuestra historia de Dios. Pero, amigos míos, yo os pregunto ¿Es Dios una historia? ¿Podemos, examinando cada uno de nosotros nuestra fe, quiero decir, su centro puro, no sus formas de consuelo, no sus hábitos, no sus sacramentos rituales… podemos seguir creyendo en lo más hondo de nuestra fe que Dios es nuestra historia de Él? ¿Cómo ha incidido en nuestra historia, por ejemplo, la carnicería industrializada, la matanza terrorista del Holocausto urdida a nivel continental? ¿Nos atrevemos a preguntarlo? ¿Qué mortificación, qué ritual, qué práctica habría sido una respuesta cristiana acorde al Holocausto? ¿Algo que nos garantice que nuestra historia es verdad? ¿Algo tan demoledor a su manera como Auschwitz y Dachau: un exilio en masa, quizá? ¿El compromiso vitalicio de millones de cristianos de errar, marginados, por todo el mundo? ¿El abandono de tierras y ciudades en un radio de mil kilómetros en torno a cada campo de la muerte? No sé qué sería, pero sé que lo reconocería si lo viera. Si seguimos con nuestra historia, a ciegas, después de algo así, ¿no es por necedad más que por mera inocencia? ¿Y no es posiblemente una difamación, una profunda impiedad presuponer que esta historia ignorante nuestra contiene a Dios, que abarca a Dios, que circunscribe a Dios, el autor de todo lo que podemos concebir y todo lo que no podemos concebir… esta historia nuestra de Él? ¿De Ella? ¿De quién? ¡De qué en nombre de nuestra fe —¡de qué en nombre de Dios!— creemos que estamos hablando!


Almuerzo del miércoles.

En fin, padre, ha llegado a mis oídos que ha tenido otra de sus actuaciones portentosas.

¿De dónde saca la información, Charley? ¿De mi pequeño diácono o de mi maestro de coro?

Déjese de bromas.

No, en serio, a menos que haya puesto micrófonos en el altar, porque bien sabe Dios que allí no hay nadie más que nosotros, los cuatro gatos de siempre. Asígneme una parroquia en la parte alta de la ciudad, ¿qué me dice a eso? Una donde las vigas no tiemblen cada vez que pasa el metro. Asígneme uno de esos escaparates de Dios del centro adonde van los devotos ricos y famosos y ya verá lo que es una actuación portentosa.

Oiga, escuche, Pem, dice. Eso es impropio. Está haciendo y diciendo cosas que son… preocupantes desde un punto de vista eclesiástico.

Arruga la frente ante su pescado a la plancha como si se preguntase qué hace ahí. Su Pinot Grigio bien elegido abandonado impúdicamente mientras toma un sorbo de agua fría.

Dígame de qué debería hablar, Charley. Mis cinco feligreses son personas serias. O sea, ¿esto sólo es un problema para la teología judía? ¿La mormona? ¿La swedenborgiana?

Existe un lugar para la duda. Y no es el altar de Saint Timothy.

Es curioso que diga eso. La duda es el tema de mi sermón de la semana que viene: la idea es que en nuestros tiempos una persona religiosa no tiene más probabilidad de llevar una vida moral que un descreído. ¿Usted qué opina?

Se ha filtrado cierto tono, un orgullo intelectual, hay algo que no está bien…

Y es posible que nosotros, custodios de los textos sagrados, seamos en espíritu menos temerosos de Dios que el individuo secular medio en una democracia industrial moderna que ha aceptado discretamente las enseñanzas éticas y las ha instalado en sí mismo.

Deja el cuchillo y el tenedor, pone en orden sus pensamientos. Siempre ha sido usted muy suyo, Pem, y en otro tiempo sentí una admiración furtiva por la libertad que ha encontrado dentro de la disciplina de la Iglesia. Todos la sentíamos. Y en cierto modo ha pagado por ella, los dos lo sabemos. Por talento e inteligencia, por cómo brilló en Yale, usted tendría que haber sido mi obispo, pero, desde otro punto de vista, es más difícil hacer lo que yo hago: ser la autoridad que las personas como usted siempre ponen a prueba.

¿Las personas como yo?

Por favor, piénselo. El expediente empieza a ser demasiado voluminoso. Va camino de una revisión, de una denuncia eclesiástica. ¿Es eso lo que quiere?

Me desarma con la mirada de sus ojos azules. Una mata de pelo juvenil, ahora gris, cayéndole sobre la frente. De pronto su famosa sonrisa asoma en su cara y se desvanece al instante, ya que no ha sido más que la mueca de la distracción en una mente administrativa.

Lo que sé de esas cuestiones, Pem, lo sé bien. La autodestrucción no es un acto, ni siquiera una clase de acto. Es todo un hombre desintegrándose en todas direcciones, en los trescientos sesenta grados.

Amén, Charley. ¿No habrá tiempo para un café doble?


A ver, ese Tillich —Paulus Tillichus—, el viejo zorro, ¿cómo construye el sermón? Coge un texto y lo desmenuza hasta decir basta. Olfatea las palabras, las toquetea con las patas. ¿Qué es, si vamos al fondo de la cuestión, un demonio? ¿Decís que queréis salvaros? Pero ¿eso qué significa? Cuando en vuestras plegarias pedís la vida eterna, ¿a qué creéis que aspiráis? Paulus, el filólogo de Dios, el Merriam-Webster de los doctores en teología, ese pastor… alemán… Me encantaba. El suspense en que nos mantenía… oscilando al borde del secularismo, agitando los brazos desesperadamente. Como es natural, nos salvaba cada vez, nos arrancaba del abismo y, al final, salíamos bien librados, otra vez al lado de Jesús. Hasta el siguiente sermón, la siguiente lección. Porque si Dios ha de vivir, las palabras de la fe deben renovarse. Las palabras deben renacer.

Ay, cómo acudimos a él en bandada. Las vocaciones se dispararon.

Pero eso fue en otro tiempo y esto es ahora.

Hemos vuelto a la cristiandad, Paulus. La gente vuelve a nacer, no las palabras. Se ve en la televisión.


Viernes por la mañana. Dejándose guiar por su intuición, el detective de la teología llegó hasta el barrio de aprovisionamiento de los restaurantes en el Bowery, por debajo de Houston Street, donde se comercia con material de segunda mano: mesas de vapor, cámaras frigoríficas, parrillas, fregaderos, ollas, woks y bandejas distribuidoras de cubiertos. Detrás de la Taipei Trading Company estaba la antigua nevera a gas adquirida en fecha tan reciente como para llevar todavía la etiqueta con el precio, con la señal de la suela de mi zapato todavía en la puerta allí donde le daba una patada cuando no se quedaba cerrada. Y en uno de los expositores de la sección de vajillas de segunda mano, el juego de té de nuestra despensa, las piezas blancas con orla verde, regalo de nuestras queridas y ya desaparecidas damas auxiliadoras. Prácticamente puse yo el precio, Señor. Con entrega gratuita. Un robo.

Noche. Me acerco a Tompkins Square, encuentro a mi amigo en su banco.

Esto tiene que acabarse, le digo.

Vaya cabreo llevas.

¿Y tú cómo estarías?

No como los curas que yo conozco.

Creía que teníamos un acuerdo. Creía que había respeto mutuo.

Y así es. Siéntate.

Los gorriones se trabajan los bancos en el crepúsculo.

Ya te dije que estabas perdiendo el tiempo, pero he preguntado por ahí, como te prometí. Nadie de por aquí está mangando en Tim’s.

¿Nadie de por aquí?

Exacto.

¿Cómo estás tan seguro?

Esto es un territorio regulado.

¡Regulado! Eso tiene gracia.

¿Y ahora quién es el que no muestra respeto? Es mi parroquia de lo que hablamos. La Iglesia de la Dulce Visión. Ellos se apoyan en mí, ¿entiendes lo que digo? Se me conoce por mi compasión. Debe de tratarse de extranjeros, eso te lo aseguro.

En fin, demonios. Supongo que tienes razón.

Tranquilo. Abre el maletín. Ten, mi propia mezcla personal. De balde, relájate.

Gracias.

Prueba de mi afecto.


Lunes por la noche, táctica nueva. Esperé en el balcón con mi Supercentella Asustaosos de seis voltios. Si algo se movía, apretaría el botón y mi Supercentella iluminaría el altar a trescientos mil kilómetros por segundo: la misma velocidad de crucero que la del dedo de Dios.

Las luces de color ámbar para la prevención de la delincuencia instaladas en la calle convierten mi iglesia en un lugar perfecto para la práctica de la delincuencia a puerta cerrada. Insinuaciones de una especie de aire empañado en los espacios abovedados. Las figuras de las vidrieras amarilleándose en desvaída obsolescencia. ¿Cuántos años hace que esta iglesia es mi casa? Pero me bastó sentarme al fondo unas horas para comprender su imperturbable indiferencia. Cómo cruje un banco de roble. Cómo el paso de una sirena de la policía con su doble tono Doppler es como una crisis archivada ya en sus muros de piedra.

Y, entonces, Señor, lo confieso, me adormilé. El padre Brown nunca habría hecho algo así, pero se oyó un estrépito, como si a un camarero se le hubiera caído toda la carga de platos. Al oírlo, me espabilé en el acto. Un momento, pensé. En las iglesias no hay camareros: ¡ya están metiendo mano otra vez a la despensa! Había supuesto que irían a por el altar. Puse en movimiento mi enorme humanidad escalera abajo, sosteniendo en alto el Superhaz como una porra. «¡Clamo a Dios por Tommy, Inglaterra y san Tim!» ¿Cuánto tiempo llevaba dormido? Me detuve en el umbral de la puerta, encontré el interruptor y, por un instante, el único sentido operativo fue el sentido del olfato: hachís en esa despensa vacía. Olor corporal de hombre, pero también el aroma sanguíneo y penetrante de la hormona femenina. Y algo más, algo más. Quizá carmín o una piruleta.

Los armarios de la vajilla: algunos paneles de cristal hechos añicos, tazas y platitos rotos en el suelo, una taza todavía balanceándose.

Una corriente de aire frío. Habían salido por la puerta del callejón. Alguien desgarbado por allí fuera. Un grave sonido metálico se eleva desde mis zapatos. Alguien lanza un juramento. Soy yo, manipulando torpemente el condenado reflector. Dirijo el haz hacia fuera y veo una sombra que se eleva claramente, algo con ángulos rectos en el instante evanescente en que dobla la esquina.

Volví a todo correr a la iglesia y dejé que mi escasa luz iluminara el espacio. Detrás del altar, donde debería haber estado el gran crucifijo de latón, estaba ahora la sombra de Tu cruz, Señor, en la pintura sin deslucir resultado del mal gusto de mi predecesor.


Lo que dijo el detective auténtico: créame, padre, hace diez años que estoy en la comisaría de este distrito. Son capaces de mangar en una sinagoga por la… cómo se llama… la Torá. Porque está escrita a mano, no es un objeto producido en serie. Obtienen, como mínimo, cinco mil. Mientras que el precio de catálogo de su cruz por fuerza es cero. Nada. No es por faltarle al respeto, estamos prácticamente emparentados, yo soy católico, voy a misa, pero eso en la calle no es más que chatarra. ¡Cielo santo! ¡Qué panda de enfermos mentales!

Fue un error hablar con el Times. Un joven tan comprensivo. No entendí nada hasta que se llevaron la cruz, le expliqué. Creía que sólo eran unos drogatas que buscaban unos dólares. Tal vez ni ellos mismos lo entendían. ¿Estoy enfadado? No. Estoy acostumbrado a esto, estoy acostumbrado a que me roben. Cuando la diócesis me retiró el programa de comida para los desamparados y lo fusionó con uno que se organizaba en el otro lado de la ciudad, perdí a casi todos los feligreses. Aquello sí fue un atraco. Así que, incluso antes de que sucediera esto, yo ya había sido despojado. Esa gente, quienesquiera que sean, se ha apropiado del crucifijo. Al principio me molestó, pero, pensándolo mejor, quizá Jesucristo haya ido allá donde lo necesitan.

Suena el teléfono. Recibo la denuncia eclesiástica, pero también promesas de apoyo. También llaman algunos de los antiguos parroquianos, ahora amigos de mi querida esposa, a quienes mi vocabulario les parecía peculiar, como una interpretación de Mozart con instrumentos de época. Tommy Pemberton nos tocará unas cuantas devociones en su viola da gamba. Cuento novecientos más la calderilla. ¿He topado con un timo nuevo? Ya te digo, Señor, esta gente no se entera. ¿Qué tengo que hacer? ¿Poner una cerca? ¿Electrificarla?

Los periodistas de los telediarios pululan alrededor. Aporrean mi puerta. ¡Auxilio, auxilio! Levantaré la ventana de guillotina de detrás de este escritorio, saltaré ágilmente a los escombros del solar, pasaré por debajo de la ventana de Ecstatic Reps, donde la mujer de pantorrillas gruesas corre en la cinta, y desapareceré. Miles de gracias, sección metropolitana.


Trish daba una cena cuando llegué. El hombre del servicio de cáterin que me dejó entrar creyó que llegaba con retraso. Ahora que lo pienso, tenía la mirada al frente cuando pasé por el comedor… un milisegundo, ¿no?, pero vi todo: qué plata, el centro de flores sobre la mesa. Hoy toca la escalope de ternera. Château Latour en los decantadores de cristal Steuben. Menudo derroche. Están presentes dos de los aspirantes: el diplomático francés de la ONU y el gestor de fondos de inversión mobiliaria y niño prodigio. El francés tiene todas las de ganar. Los otros son simples comparsas. Es asombroso el ruido que pueden hacer diez personas alrededor de una mesa. Y, en el mismo milisegundo a la luz de las velas, la mirada de Trish por encima del borde de la copa que se lleva a los labios, esos pómulos, sus risueños ojos azules, la toca escarchada. Esa fracción de un instante de mi paso por la puerta fue lo único que necesitó desde el extremo opuesto de la mesa para ver lo que tenía que ver de mí, para entender, para saber por qué había vuelto a casa furtivamente, pero ¿no es espantoso que, después de haber terminado todo entre nosotros, las sinapsis sigan activándose coordinadamente? ¿Qué tienes que decir a eso, Señor? Con todos los problemas que tenemos contigo y ni siquiera hemos aclarado aún tus perversidades menores. Me refiero al aún saltarín instante portador de toda nuestra inteligencia. Y es esa misma biología, esa condenada y estúpida biología, la que actúa cuando, por más que me conmueva otra mujer, las yemas de mis dedos registran que ésa no es Trish.

Pero el comedor era lo de menos. Es un recorrido muy largo por el pasillo hasta la habitación de invitados cuando las chicas están en casa el fin de semana.

Estamos trabajando con la batería, Señor, se me ha olvidado el cargador. Y estoy agotado: perdóname.

kerido padre si kiere saber donde esta su cruz mire en 7531 calle 168 apto 2A donde el santero umbala lanza conchas marinas y sacrifica poyos

Ya, claro.

Querido señor Pemberton: Somos dos misioneros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día, mormones, asignados al Lower East Side de Nueva York… Ya basta.

Querido padre: Hemos leído acerca de sus problemas con esos extranjeros que se atreven a profanar la iglesia cristiana y mancillan al Dios Vivo. Para que no desespere, le diré que formo parte de un grupo de la cercana Nueva Jersey que se dedica a defender la República y el Sagrado nombre de Jesús de los intrusos allí donde surjan, incluido el gobierno federal. Y cuando digo defender digo defender: con destreza y pericia organizativa y lo único que esa gente entiende, El Arma, que es nuestra prerrogativa empuñar como americanos blancos libres…

Así se habla.

Bien, una acción de la que informar.

Ayer, lunes, me dejó un mensaje en el contestador un tal rabino Joshua Gruen, de la sinagoga Judaísmo Evolutivo, situada en la calle 98 Oeste: en interés mío debemos reunirnos lo antes posible. Hummm… Está claro que no es un chiflado de ésos. Le devuelvo la llamada. Cordial, pero se niega a contestar a ninguna pregunta por teléfono. Así que, vale, eso es lo que hacen los detectives, Señor, investigan. Parecía un joven serio, hablando de religioso a religioso… ¿Y yo de paisano o con alzacuello? Opto por el alzacuello.

La sinagoga, una casa de piedra roja entre West End y Riverside Drive. Una empinada escalinata de granito hasta la puerta. Deduzco que el Judaísmo Evolutivo incluye el aeróbic. Sospecha confirmada en cuanto me franquean el paso. Joshua, mi nuevo amigo, un hombre esbelto de un metro setenta y dos, con sudadera, vaqueros, zapatillas deportivas. Me da un firme apretón de manos. Unos treinta y dos, treinta y cuatro años, un buen mentón, una frente muy curva. Una kipá de punto sobre su pelo negro ondulado.

Me enseña su sinagoga: un salón y sala de estar reconvertido, con un arco en un extremo, una mesa alta para leer la Torá, estantes con libros de oraciones, unas cuantas hileras de sillas plegables y ya está.

Primera planta, me presenta a su mujer, que deja a su interlocutor telefónico en espera, se levanta de la mesa para estrecharme la mano, también ella rabina. Sarah Blumenthal, pantalón informal y blusa, sonrisa atractiva, pómulos salientes, sin maquillar —tampoco necesita nada de maquillaje—, pelo claro corto, peinado actual, gafas de abuela, ay, Señor. Esa rabina auxiliar del templo de Emanu-El. ¿Y qué pasaría si Trish se sacara el doctorado en Teología, vistiera el alzacuello, celebrara la eucaristía conmigo? Vale, ríete, pero, si me paro a pensarlo, no tiene gracia, ninguna gracia.

Segunda planta, conozco a sus hijos, niños de dos y cuatro años, en su hábitat natural de estanterías cuadradas de colores primarios llenas de peluches. Se aferran a su niñera guatemalteca morena, a quien me presentan también como miembro de la familia…

En el rellano de la segunda planta, en la pared del fondo, hay una escalerilla de hierro. Joshua Gruen asciende, abre una trampilla, sale al exterior.

Al cabo de un rato, aparece su cabeza recortada contra el cielo azul. Con una seña me indica que suba, a mí, el pobre Pem sin fuelle, en plena prueba de estrés y fascinado… tan resuelto a aparentar que no representa el menor esfuerzo que no puedo pensar en nada más.

Finalmente me hallo de pie en la azotea, entre los viejos bloques de apartamentos de West End y Riverside Drive que se yerguen a cada lado de esta manzana de tejados de piedra roja y chimeneas e intento recobrar el aliento y sonreír a la vez. El sol otoñal detrás de los edificios, la brisa ribereña del atardecer en la cara. Siento la euforia y el leve vértigo de estar en una azotea… y ni siquiera me pregunto —hasta que de repente capta mi atención la mirada perpleja y francamente inquisitiva del rabino, que quiere saber por qué pienso que me ha llevado allí arriba— por qué me ha llevado allí arriba. Metiéndose las manos en los bolsillos, señala con el mentón hacia el parapeto que da a la calle 98, donde, tendido en la azotea embreada, con el madero transversal exactamente paralelo a la fachada del edificio, el vertical apoyado contra el frontón de granito, yace el crucifijo de latón hueco de dos metros y medio de Saint Timothy’s, Iglesia Episcopal, bruñido y resplandeciente bajo el sol del otoño.

Supongo que supe que lo había encontrado desde el momento en que oí la voz del rabino en el contestador. Me agaché para examinarlo de cerca. Ahí están las viejas muescas y abolladuras. También algunas nuevas. No es una sola pieza, cosa que yo no sabía: los brazos están atornillados a la pieza vertical con sistema de mortaja y espiga. Lo levanto por el pie. No pesa mucho, pero está claro que es demasiada cruz para llevarla a cuestas por las estaciones de la línea IRT.


Casi estaba convencido de que había sido una nueva secta. Tú dejas que estas cosas pasen, Señor, que las ideas sobre Ti proliferen como un virus. Pensé Vale, vigilaré desde la acera de enfrente, los observaré mientras desmontan mi iglesia ladrillo a ladrillo. Quizá los ayude. Volverán a montarla en otra parte, como una iglesia popular o algo así. Una peculiar manifestación de su fe simple. Quizá me deje caer por allí, escuche el sermón de vez en cuando. Quizá aprenda algo…

Luego mi otra idea, reconozco que paranoica: la cruz acabaría como una instalación en el Soho. Uno de esos artistas locos… Basta con que espere unos meses, un año, miraré el escaparate de una galería y la veré allí, debidamente embellecida, una declaración. La gente allí de pie bebiendo vino blanco. Ésa era, pues, la versión secular. Creía que había cubierto todas las bases. Estoy conmocionado.


¿Cómo supo el rabino Joshua Gruen que eso estaba allí?

Una llamada anónima. Una voz de hombre. Hola, ¿rabino Gruen? Hay fuego en su azotea.

¿Fuego en la azotea?

Si los niños hubiesen estado en casa, los habría sacado y habría llamado a los bomberos. Como no estaban, cogí el extintor de la cocina y subí. Mi reacción no fue muy inteligente. No había fuego en la azotea, claro está, pero este edificio, por modesto que sea, es una sinagoga, un lugar para la oración y el estudio. Y, como usted ve, una familia judía ocupa las plantas superiores. ¿Se equivocaba, pues, quien hizo la llamada?

Se muerde el labio, sus ojos de color castaño oscuro fijos en los míos. Para él, es un símbolo execrable. Marca a fuego su sinagoga. La marca, piso a piso, a imagen de una iglesia cristiana. Quiero decirle que formo parte del Comité de Teología Ecuménica de la Hermandad Transreligiosa. Soy miembro de un Congreso Nacional de Cristianos y Judíos.

Esto es deplorable. De verdad que lo siento mucho.

Tampoco es que usted tenga la culpa.

Ya lo sé, digo, pero esta ciudad es más rara a cada minuto.

Los rabinos me ofrecen una taza de café. Nos sentamos en la cocina. Me muestro cercano a ellos: nuestras dos casas de adoración profanadas, todo el patrimonio judeocristiano envilecido.

Esa banda lleva meses cebándose en mí. Y, total, para lo que les han deparado sus esfuerzos, más les habría valido atracar una lavandería. Oiga, rabino…

Joshua.

Joshua. ¿Usted lee novelas negras?

Se aclara la garganta, se sonroja.

Sólo a todas horas, dice Sarah Blumenthal, sonriéndole.

Bien, pues unamos nuestras mentes. Tenemos aquí dos misterios.

¿Por qué dos?

Esa banda. No me puedo creer que su intención fuera, en última instancia, cometer un acto antisemita. No tienen intención alguna. Son unos insensatos. Son como niños adultos. No forman parte de este mundo. ¿Y han venido desde el Lower East Side hasta el Upper West Side? No, eso es pedirles demasiado.

¿Así que hay alguien más?

Debe de haberlo. Han pasado dos semanas largas. Alguien les quitó el crucifijo, eso si es que no lo encontraron en un contenedor. Veamos, la policía me dijo que no valía nada, pero si hay alguien que lo quiere, sí tiene valor, ¿no? Y es esta segunda persona quien actuó con una intención, quizá sean más, pero ¿cómo lo llevaron a la azotea? ¿Y nadie los vio, nadie los oyó?

Estaba metido en el caso, haciendo preguntas, ensanchando las aletas de la nariz. Me divertía. Ay, Señor, Señor, ¿debería haber sido detective? ¿Era ésa mi verdadera vocación?

Una mañana, Angelina, a quien creo que ha conocido con los niños, oyó ruidos en la azotea. Nosotros ya nos habíamos ido. Fue el día en que yo fui a ver a mi padre, dice Sarah, mirando a Joshua en busca de confirmación.

Y yo había salido a correr, añade Joshua.

El ruido no duró mucho y Angelina no le dio mayor importancia, pensó que debía de ser alguien que había venido a reparar algo. Supongo que subieron por una de las casas de la manzana. Las azoteas son colindantes.

¿Recorrió usted la manzana? ¿Llamó a los timbres de otras casas?

Joshua negó con la cabeza.

¿Y la policía?

Cruzaron una mirada. Por favor, dice Joshua. La congregación es nueva, apenas empieza a andar. Intentamos construir algo viable para hoy… teológica, colectivamente. Unas doce familias, sólo un comienzo. Un retoño. Lo último que queremos es que esto salga a la luz. No necesitamos esa clase de publicidad. Además, dice, eso es lo que quieren ellos, los que han hecho esto, sean quienes sean.

No aceptamos la etiqueta de víctimas, dice Sarah Blumenthal mirándome a los ojos.

Y ahora Te digo, Señor, aquí sentado en mi propio estudio, en este coro desnudo y ruinoso, que esta noche siento una lástima excepcional de mí mismo, porque no tengo una compañera como Sarah Blumenthal. No es lujuria, sabes que lo reconocería si lo fuera. No, pero pienso en lo pronto que me inspiró simpatía, en lo cómodo que me hizo sentir, en la naturalidad con que me acogieron ambos en circunstancias tan difíciles; hay en ellos, en los dos, tal frescura y honradez, es decir, estaban tan presentes en el momento, eran tan dueños de sí mismos, una joven pareja extraordinaria con una vida consagrada discretamente, un bastión familiar tan poderoso y, ay, Señor, qué afortunado es ese rabino, Joshua Gruen, por tener a una devota tan hermosa a su lado.

Fue Sarah, por lo visto, quien ató cabos. Él estaba allí buscando la manera de manejar el asunto y ella llegó de una conferencia en alguna parte y, cuando él le dijo lo que había en la azotea, ella se preguntó si no sería ése el crucifijo desaparecido sobre el que había leído en el periódico.

Yo no había leído el artículo y tuve mis dudas.

Pensaste que sencillamente era demasiado raro eso de tener ante tus narices una noticia aparecida en la prensa, dice Sarah.

Es verdad. Las noticias ocurren en otra parte. ¿Y darte cuenta de que sabes más de lo que sabe el periodista? Pero encontramos el artículo.

No me deja tirar nada, comenta Sarah.

Lo cual en este caso fue una suerte, dice el marido a la mujer.

Es como vivir en la Biblioteca del Congreso.

Así que, gracias a Sarah, ahora tenemos al legítimo dueño.

Ella me lanza una mirada, se ruboriza un poco. Se quita las gafas, la estudiosa, y se pellizca el caballete de la nariz. Le veo los ojos justo un segundo antes de que vuelva a ponerse las gafas. Miope, como una niña de la que me enamoré en primaria.

Estoy sumamente agradecido, digo a mis nuevos amigos. Esto es, aparte de todo lo demás, un mitzvá que han realizado. ¿Puedo llamar por teléfono? Voy a hacer venir una camioneta. Podemos desmontarlo, envolverlo y sacarlo por la puerta de la calle sin que nadie se entere.

Estoy dispuesto a compartir el coste.

Gracias, pero no será necesario. No necesito decírselo, pero de un tiempo a esta parte mi vida ha sido un infierno. Me gusta mucho este café, pero ¿no tendrán por casualidad algo de beber?

Sarah va a un armario empotrado. ¿Qué tal un whisky?

Joshua, suspirando, se recuesta en la silla. A mí también me vendrá bien un trago.


Situación actual: mi crucifijo desmontado y apilado como material de construcción detrás del altar. No estará montado y colgado a tiempo para el oficio del domingo. Da igual, puedo basar el sermón en eso. La sombra está allí, la sombra de la cruz en el ábside. Ofreceremos nuestras plegarias a Dios en nombre de su Hijo Indeleble, Jesucristo. No está mal, Pem, todavía puedes sacar esas cosas del sombrero cuando te lo propones.

Cómo he de entender esta extraña cultura nocturna de enfermos mentales furtivos, estos ladrones descerebrados de objetos sin valor que van riéndose por las calles, acarreando… ¿qué? ¡Lo que sea! Por los insípidos distritos del nihilismo urbano… su intelecto, su reconocimiento menguante y trémulo de algo que en su día tuvo un significado que ahora, entre risas, son incapaces de recordar. Dios santo, en eso ni siquiera hay sacrilegio. Un perro robando un hueso es más consciente de lo que se trae entre manos.

Una llamada de Joshua hace un momento.

Si vamos a actuar como detectives con esto, empecemos por lo que sabemos, ¿no es eso lo que hizo usted? Lo que yo sé, de lo que parto, es que ningún judío habría robado su crucifijo. No se le ocurriría. Ni siquiera sumido en lo más hondo de un estado de confusión inducido por la droga.

Probablemente, digo, preguntándome, ¿por qué Joshua considera necesario descartar esa posibilidad?

Pero como usted también dijo, un objeto así no tiene valor en la calle a menos que alguien lo quiera, entonces sí tiene valor.

Para un antisemita recalcitrante ya instalado allí, por ejemplo.

Sí, ésa es una posibilidad. Éste es un barrio variopinto. Puede haber gente a la que no le guste tener una sinagoga en su manzana. No tengo constancia de ello, pero no puede descartarse.

Ya.

Pero tampoco puede descartarse que… poner la cruz en mi azotea… En fin, eso es algo que podría haber organizado un fanático ultraortodoxo. Tampoco eso puede descartarse.

¡Santo cielo!

Tenemos nuestros extremistas, nuestros fundamentalistas, igual que ustedes. Para algunos, lo que Sarah y yo hacemos, este esfuerzo por rediseñar, revalidar nuestra fe… en fin, a sus ojos equivale a la apostasía. ¿Qué le parece mi teoría?

Muy generosa, Joshua, pero no me lo trago o, mejor dicho, me parece poco probable. ¿Por qué habría de ser así?

¿Recuerda esa voz que me avisó de que había fuego en la azotea? Es una manera de expresarse muy judía. Lógicamente, no lo sé con certeza, quizá esté equivocado, pero es una opción digna de tenerse en cuenta. Dígame, padre…

Tom…

Tom. Usted es un poco mayor que yo, ha visto más, ha pensado más en estas cosas. Ahora en el mundo, allí a donde mire, Dios pertenece a los atavistas. Y son muy vehementes, esos individuos, están muy seguros de sí mismos, ¡como si todo el conocimiento humano desde las Escrituras no fuera también revelación de Dios! Es decir, ¿acaso el tiempo es un bucle? ¿Tiene usted la misma sensación que yo? ¿La sensación de que todo parece en retroceso? ¿De que la civilización va marcha atrás?

Ay, mi querido rabino… ¿Y eso adónde nos lleva? Porque quizá eso sea la fe. Eso es lo que hace la fe. Mientras que yo empiezo a pensar que mantener en suspenso, en la irresolución, cualquier convicción firme sobre Dios o sobre una vida junto a Él después de la muerte, nos garantiza, de algún modo, que caminamos conforme a su Espíritu.


Lunes. Las puertas de la calle están cerradas con candado. En la cocina de la casa parroquial, retrepado en su silla y leyendo People, está el guarda de seguridad recién contratado, con su característica indolencia.

También me reconforta la mujer de Ecstatic Reps. Ahí está, como de costumbre, caminando sin avanzar, con los auriculares calados en la cabeza, sus grandes pantorrillas en las mallas ajustadas subiendo y bajando como rocas sisífeas. Cuando anochezca, la mujer se verá disgregada y salpicada por los verdes y azules lavanda tenues de las refracciones de la luz en el ventanal.

Todo está, pues, donde debe estar, el mundo está en orden. Se oye el tictac del reloj de pared. No tengo que preocuparme por nada, salvo de lo que voy a decir a los examinadores del obispo que determinarán el curso del resto de mi vida.

Esto es lo que diré para empezar:

Queridos colegas, lo que hoy han venido a examinar no es del orden de una crisis espiritual. Que eso quede claro. No me he quebrantado, venido abajo, quemado ni hundido. Cierto es que mi vida personal es una calamidad, mi iglesia es como una ruina de guerra y, como no soy de los que recurren a la terapia o a los grupos de apoyo, y Dios, como de costumbre, ha hecho caso omiso de mis comunicaciones (seamos sinceros, Señor, ni una carta, ni una postal), me siento un tanto aislado, la verdad. Incluso admito que desde hace unos pocos años, mejor dicho, bastantes años, no he sabido qué hacer en los momentos de desesperación salvo recorrer las calles. No obstante, mis ideas tienen contenido y, si bien algunas pueden resultarles alarmantes, les rogaría —sugeriría, recomendaría, aconsejaría—, les aconsejaría que las analizaran en relación con sus méritos, no como prueba del declive psicológico de una mente por la que en otro tiempo sintieron cierto respeto.

Hasta aquí bien, ¿no, Señor? Un poco como si lo dejara en sus manos. Tal vez un tanto susceptible. Al fin y al cabo, ¿qué podrían tener en mente? En orden de probabilidad: uno, una advertencia; dos, una amonestación formal; tres, la censura; cuatro, poco más o menos un mes en retiro terapéutico seguido de un nuevo destino brillantemente remoto en el que ya nunca se volverá a saber de mí; cinco, retiro anticipado con o sin prestaciones completas; seis, exclusión del sacerdocio; siete, la Gran Ex. ¡Qué demonios! Por cierto, Señor, ¿cuáles son esas «ideas con contenido» que les he prometido más arriba? La expresión me ha salido a bote pronto. Confío en que tú me ilumines. Además, con la poca atención que se presta hoy en día, no necesito el noventa y cinco, puedo salir del paso con sólo uno o dos. La cuestión es que, diga lo que diga, los alarmaré. En una iglesia no hay nada más tambaleante que su doctrina, por eso la protegen con sus vidas, es decir, el hecho mismo de poner la palabra que empieza por hache encima de la mesa… esa palabra, herejía, es un concepto jurídico, sólo eso. La conmoción se supone que es para Ti, pero la afrenta es para la legalidad sectaria. A ti un hereje no puede preocuparte más que alguien a quien la cooperativa de propietarios echa de un edificio por tocar el piano pasadas las diez de la noche. Así que te imploro, Señor, que no me dejes descolgarme con algo que no merezca más que una amonestación. Hazme salir con algo sonado. Háblame. Mándame un e-mail. En otro tiempo te oyeron hablar.

Tú Mismo eres una palabra, aunque algunos la consideraban impronunciable.

Se dice que eres La Palabra y no me cabe duda de que eres la Última Palabra.

Eres el Señor, nuestro Narrador, que redactó un texto a partir de la nada o al menos ésa es nuestra historia sobre Ti.

Así que aquí está Tu siervo, el reverendo doctor Thomas Pemberton, el ya casi expárroco de Saint Timothy, iglesia episcopal, dirigiéndose a Ti por medio de uno de Tus propios inventos, uno de Tus sistemas fonéticos de chasquidos y gruñidos, oclusiones glóticas y vibraciones.

¿No tendrás misericordia con él, con esta pobre alma atormentada en su nostalgia por Tu Único Hijo Engendrado? Ha fracasado en su preparación como detective, no ha resuelto nada.

¿Puede ir igualmente en pos de Ti? ¿De Dios? ¿Del Misterio?