El caso es que el Bronx es un barrio con sus colinas y sus valles, pero esto no lo notas si vives allí. Lo que ves es la imagen que tienes del sitio al que vas, y los escaparates polvorientos de las tiendas al pasar por delante en tu coche, y kilómetro tras kilómetro de viejos edificios de apartamentos con seis pisos de altura, y los autobuses que logras esquivar y los escalones con frases escritas en tiza y los parques sin hojas en los árboles. De vez en cuando descubres, en las zonas donde el asfalto se ha desgastado, el brillo de algo parecido a la huella de un pie descalzo en el zapato agujereado de una vieja ranura de tranvía. Pero sólo te fijas en las colinas si eres un viejo que parece balancearse entre su bolsa de la compra y su bastón; o si eres un huérfano. Y me refiero a un huérfano en concreto, que hace estos viajes con regularidad, atento a la altura de cada colina y a la profundidad de cada valle; y que espera encontrar una calle concreta en el valle que hay bajo el tren elevado de la Tercera Avenida. Es una ruidosa calle comercial llena de carritos y puestos callejeros, que parece fluir como un río entre los huertos más fértiles de la tierra: puestos de frutas y hortalizas con naranjas y manzanas, uvas, ciruelas y peras, melocotones, tomates, todos apilados formando pirámides; y racimos de apio amontonados en cajas de madera y mazorcas con sus hojas verdes y cestones con treinta kilos de patatas y unos pimientos verdes muy grandes, deformes. Tiendas de lácteos abiertas a la calle con quesos envueltos en redes colgadas del techo. Carnicerías limpias y veneradas donde sólo se ven los ahumados porque unas puertas enormes protegen la carne buena, suculenta y fresca; las puertas de metal blanco están al fondo y al cerrarlas hacen mucho ruido, y el carnicero lleva un sombrero de lana y un jersey debajo del uniforme blanco. Tiendas de variantes con arenques y tinajas de aceitunas y barriles de pepinillos y bandejas de frutos secos y tarros de frutas escarchadas y serrín en el suelo. Y tiendas con peces vivos nadando en peceras hasta que el pescadero los saca del agua con una red en forma de manopla, los agarra por las branquias, los suelta con un chasquido sobre el bloque de madera, cosa que los aturde, y les corta la cabeza: filetones de pescado envuelto en el papel encerado que corta de un rollo enorme. Y alineados junto al bordillo los vendedores ambulantes muestran desde sus carritos pares de zapatos atados por los cordones o nubes de sedosa ropa interior de señora o anfiteatros en miniatura hechos con carretes de hilo y paquetes de agujas y alfileres y botones y cintas de todos los colores del arco iris. Y la vida sale a gritos de los puestos, de las calles, de las escaleras de incendios de los pisos altos; son los gritos de la supervivencia: los comerciantes de la libre empresa desplumando a sus clientes junto al río cercano, atronador, lleno de remolinos lentos, de escollos, peligroso. Por estos bajíos traicioneros los niños deben caminar atentos; pueden acabar aplastados entre las mujeres gordas que acarrean fardos o enzarzados entre los listones del paraguas de algún anciano rencoroso. Mientras el niño va olisqueando vidas ajenas al pasar ante las casas del barrio, distinguiendo el olor de las naranjas del de los quesos, los pollos, el pescado y los zapatos nuevos hechos con materiales baratos, debe vigilar con pericia lo que tiene detrás y lo que tiene delante. Solo lleva seis o siete años en este planeta, pero ya es víctima de los chicos mayores (negros, irlandeses, italianos) que acechan, merodean y pinchan, invisibles como las agujas de zurcir; de los policías; del encargado de vigilar a los niños que hacen novillos; del Castigo, que le tira de las orejas para arrastrarle de vuelta al orfanato que está a varias colinas de distancia, a varios valles profundos (muy profundos) de distancia, con ascensos y descensos demasiado empinados, demasiado angostos para unos zapatos de goma tan pequeños, para unos calcetines tan caídos, desmadejados. Y si tiene suerte el niño habrá logrado birlar un tallo de apio o una naranja antes de emprender el regreso. O una ciruela cuyo hueso guarda en la boca hasta dejarlo tan pelado y seco como una piedra. Tal vez se deshaga de él cuando el Profesor vaya a buscarle para darle golpes en los hombros, en la cabeza, en la espalda, con el libro de oraciones, con el libro de la sabiduría; él también es huérfano, un huérfano barbudo adulto que lleva sotana por voluntad propia, para ocultar su ira y su falsa piedad. Después la Señora de los Servicios Sociales se hará cargo del niño y le secará las lágrimas y le abrazará con sus brazos regordetes y su olor no le resultará desagradable al niño mientras ella le pone una mano en la nuca y lo sienta en su regazo y no le dice al niño que él podrá escaparse todas las semanas del año, pero que esa calle abundante y fértil que ha descubierto hoy, ese continente recién hallado por casualidad, es la calle donde siempre le buscan y siempre le encuentran porque siempre va allí y a ningún otro lugar. ¿Por qué?, podría preguntarse ella, sentada con él en aquel edificio con paredes de azulejos verdes y techos marrones. ¿Por qué siempre allí? Ay Mamá Mamá porque tengo hambre. Pasarán años hasta que un día, en una de sus escapadas por las colinas del Bronx, el niño camine en dirección opuesta y no logren encontrarlo para encerrarlo de nuevo. A partir de entonces ya podrá recorrerse todas las calles del mundo que tengan un mercado. Mientras tanto, el Profesor y la Señora de los Servicios Sociales hacen cábalas con su suerte, pasando de la penuria a la holgura, de la holgura a la penuria, como si su vida fuera la vieja pelota de voleibol medio muerta con la que les dejaban jugar en el patio del colegio. Pues bien, mis canciones consisten en tres cosas: las palabras, la música y la actitud. Y de las tres la más incomprendida es la actitud. Es decir, ciertos críticos creen que en esta canción hablo de la Vida o de América o de la Nimiedad del Orgasmo o de alguna maldita historia parecida, pero no, estoy hablando del lugar donde me crié, el Orfanato: Agón bailaba al son de una tonadilla Mísero tocaba el violín Estas actuaciones son A beneficio del Orfanato Niños sin papá Abandonados por sus mamás en la puerta Ovacionemos a Agón Y los violines de Mísero Sonarán todas las noches menos el miércoles Para poder bailar al son de una melodía o dos Cuando al fin abandones estos portales Otros ocuparán tu lugar
Me preguntan cómo logré llegar. El caso es que no hay una ruta infalible, no hay ninguna autopista que llegue hasta allí. Tampoco hay ningún atajo, como el de Moisés y su tropilla de seguidores, que en cuanto llegaron, se les cerró el mar a sus espaldas. Nadie que les siguiera hubiera logrado volver a pasar por el mismo lugar. Pero eso nunca lo sabrás si escuchas a la gente contarte cómo se llega o decirte que es indispensable hacer esto o lo otro, como si hubiera un camino asfaltado. Los que se saben el camino son los que nunca llegan. Lo que yo hice fue viajar a tope, así es como lo logré. Missy, en cambio, lo consiguió con una canción. Pero dejadme que os cuente lo de mi etapa étnica, cuando todavía era un novato en esto. No fui a ver a Woody. Ya había conseguido todo lo que Woody podía ofrecerme. Busqué cobijo bajo la fornida sombra azul-negra de John Malcolm, que vivía en su granja al este de Tennessee. Cuando llegué allí, el viejo John se estaba cocinando la cena. El sol se estaba ocultando tras las colinas, naranja y rosa en el cielo de poniente y sentados en el porche de John, tumbados en su jardín, jugando con sus perros, mirándose las botas y bebiendo el agua potable de su pozo, había un buen montón de aspirantes a guitarrista, todos iguales que yo. Así que me tocó reírme de mí mismo, con todo mi orgullo noble y mi soledad desastrada, con todos mis devaneos apasionados y mis leyendas piadosas. Era evidente que esos chicos estaban esperando a que el maestro les dijera la palabra adecuada. Era evidente que esperaban verle sacar la guitarra y sentarse en los escalones del porche y pedirles que tocaran con él. Cosa que no hizo. Terminó de cenar y se metió en su camioneta y se fue al pueblo a jugar al billar. Y saber lo que esperaban de él era fácil porque todos queríamos lo mismo. Pero tanto si John cantaba como si no, tanto si nos escuchaba como si no, daba igual. A nadie le iba a servir de nada, lo uno ni lo otro. Y por muy sucios que llevaras los vaqueros o polvorientas que llevaras las botas o sucio y enredado que llevaras el pelo, nunca podrías ser John Malcolm. Él, a todas éstas, iba afeitado, limpio y bien vestido. Y cuando se marchó, la poca música que había oído yo allí ese día la podía haber escuchado sin salir de MacDougal Street. Y así fue cómo se acabó mi etapa étnica. Cuando se habla de «conseguirlo» se habla de una generación que brota como una nueva estación del año. Se habla de una nación atestada de gente ansiosa de alimento espiritual. Pero vosotros, amigos míos, de lo que habláis es de ese restaurante abierto toda la noche al que vais para ver a esa persona capaz de serviros una buena dosis de emoción. Nadie mejor para eso que un buen cocinero de comida rápida: mucha grasa, y en un plato sucio; pero deprisa y bien caliente. Y eso es lo que trata esta canción. Esso Texaco Gulf y Shell La autopista al infierno, ya ves Una parada en el restaurante, lo contaré El cocinero fulminante te alimenta bien
. La canción pone a prueba al cocinero de comida rápida, que no aparece salvo cuando la camarera le canta los pedidos que recibe. Y cada pedido que canta la camarera es más complicado que el anterior, y más difícil de cumplir. Desde algo tan simple como «dame uno con anillo», que es un café y un donut, hasta «ponme la tierra antes de Colón», que es un gofre; hasta «píntame las rayas, córtame la hierba y ponme un succotash1 vía satélite», que es el espagueti especial, pero con verduras en vez de ensalada. Entonces entra un cliente y pregunta por Dios, pide un dios, y la camarera se acerca al mostrador y grita al cocinero: «¡Blanco y centeno, pero sin pan! Disculpe, señor, el cocinero ha muerto».
Dejé de cantar igual que los demás cuando dejé de cantar las canciones de los demás. Tardé poco en saber quién soy. Y quien venga después tardará todavía menos. Las r. p. m. se aceleran. Pero cuando empecé a cantar mis propias canciones pensé que, como eran mías, no las podía cantar nadie más. Y entonces una noche de verano apareció en el Gran Festival una persona de la que nadie había oído hablar y se puso a cantar mi canción dedicada a los líderes del mundo. El caso es que yo ese tema lo canto lento sobre un ritmo rápido y lo hago como si estuviera cantando desde una alcantarilla. Vamos, que lo escupo. Pero Missy se quedó ahí de pie con los brazos caídos a los lados y, alzando la mirada sobre las cabezas de la gente del público, la cantó a capela, como una advertencia nacional cargada de dolor, como el sermón más desgarrador y puro de la toda historia de la iglesia. Con esa voz suya. Recuerda ese fuego que al sol lo hiela Recuerda esa luz que convierte al hombre en piedra Recuerda a aquél que tocó el mundo como una campana Recuerda que se desangró y que en el infierno se quemaba
. Todas las virtudes de Missy, fueran las que fueran, le brotaron al final de esa canción: una voz simple, pura, insólitamente simple y pura, perteneciente a una chica simple y pura con una túnica sencilla y un pelo liso tan rubio que parecía casi blanco. Lo importante para Missy (convicción que mantendrá hasta el día que se muera) era el esfuerzo: una canción era una oportunidad, no una actuación musical. Y eso se notaba en la canción: el esfuerzo y el éxito consiguiente. Y esa voz suya. Nos estaba diciendo: sé quién soy y ahora vosotros también sabéis quién soy. Y para todas aquellas personas aturdidas y deslumbradas que había en aquel parque, yo no era precisamente la gran atracción del verano, pero ella añadió una dimensión nueva a mi presencia. Y cuando salí al escenario el público estaba preparado para oírme. El desasosiego de su voz, su misterio, todavía se percibían en aquel parque, así que me tocó apropiarme de ella, para ayudarles a olvidarla, pero me movía en un terreno desconocido y durante aquella larga noche de trabajo, tras la actuación triunfal sólo sucedieron dos cosas: Missy y joven Bathgate. Tardé mucho en poder echarle en cara su proeza. Estar bajo la luz cegadora de los focos y recibir tanta admiración te destroza los tímpanos. Al final de la noche, cuando subimos todos al escenario para despedirnos, me sorprendí a mí mismo al darle la mano a Missy, y aquello desencadenó la ovación más atronadora de toda la noche. Y nos fuimos como el que no quiere la cosa y cuando llegamos a unas sillas que había a un lado del parque se sentó en una de ellas, tiritando, intentando contener los respingos con sus manos temblorosas. Estaba helada y tenía un cuerpo pequeño, más pequeño de lo que parecía. Toda ella era más pequeña y delgada de lo que parecía bajo los focos, una chica con las rodillas juntas, intentando con sus manos huesudas de piel azulada que le dejara de temblar la cabeza cubierta de pelo dorado casi blanco. Y sus frágiles hombros se estremecían una y otra vez y entonces le dije algo, pero no consiguió alzar la cabeza para mirarme. Decidí portarme como un policía bueno, convencido de era el momento y el lugar para postularse como protector de aquella chica, cuando de repente el señor John Malcolm se materializó a nuestro lado, agarrado al mástil de su guitarra con su manaza carnosa azul-negra y bajo las potentes luces su viejo rostro azul-negro parece triste y desconcertado y con esa profunda voz suave que canta como el agua John Malcolm dice tengo sesenta y un años a mis espaldas y sé de dónde vengo, vengo del campo. Lo que no sé es de dónde venís vosotros, de dónde venís la gente joven porque habéis llegado tan deprisa que ni me he enterado.
Y para los aficionados a los grandes historias de amor verdadero, como mis madres institucionales, que revolvían las ollas de sopa mientras la radio les contaba sus cuentos diurnos preferidos, sólo quiero recordarles que así fue como nos conocimos Missy y yo, en un escenario delante de veinte mil personas, y que los dos nos habíamos oído cantar uno al otro antes de habernos dicho ni hola. Nacemos con algo comparable a un sentido corporal o una especie de dimensión añadida a los demás sentidos, que es la certeza de que si decidimos acudir a un lugar en un momento determinado, otros decidirán acudir allí también. Es un poder, y una emoción extraña, rara y posesiva, como una imposición espiritual que traza los contornos. Cómo posicionarse ante esa fuerza era una lucha constante para Missy, por lo que me sumé a ella. Porque se puede decidir acudir gratuitamente a algún lugar, por ejemplo, porque sea un sitio digno y pequeño y destartalado donde nadie te espera. Y llevarlo a cabo reduce tu caché en el mercado, salvo si el devenir histórico pasa forzosamente por ti y todo lo que haces resulta ser correcto, incluso lo que hagas para perder puntos. Y entonces te acusarán de mojigatería (cosa que a ella le sucedía a menudo) y así la próxima vez que te ofrezcan ir a cantar a un sitio digno, pequeño y destartalado, tu postura debe ser una pizca más definida, concisa, en cuanto al compromiso adquirido. Te conviertes en una bolsa de nervios triturados cuando la historia decide regalarte el mundo. En mi caso, lo supero con la convicción de que hay que soltar la canción y seguir adelante. Esto se lo oculté porque estaba absorto con el tacto de su mejilla, como la piel de una flor. Y el pelo cayéndole sobre sus hombros, y una pelusilla como la luz del sol dibujada a lápiz en la curva de su espalda. Pero a sus ojos redondos claros grises graves, tenía que hablarles de integridad porque la conversación era importante. Todo era importante: sentarse en un banco del parque tanto como hacer el amor, leer un libro tanto como cantar en un estadio lleno de gente. Cuando empezó a vislumbrar lo profundamente distintos que éramos, me llamó perezoso. Aquello tenía muy poco que ver con el maldito lugar mental donde estaba yo en aquel momento. Ella reunió a sus acólitos y se fue sin mí, tal vez aprovechando su largo viaje para reflexionar sobre el significado de perezoso, como cuando te tocas una muela dolorida con la punta de la lengua y el dolor parece ocupar el mundo entero. Pero yo iba muy por delante de ella: una vez que estuvimos en Londres, pasando un buen rato en el Soho con nuestros hermanos ingleses, fuimos a un restaurante italiano de esos que son como una bodega, y nos pusimos a beber vino tinto y a comer fetuchinis, a recibir a un tropel de gente famosa que no conocíamos, pero habíamos oído hablar de sus libros o visto sus películas y ellos nos llamaban por nuestros nombres de pila (no importa cómo has llegado allí porque todos están en el mismo club y comparten un número de teléfono mundial que no sale en la guía), y tal vez fueran las carcajadas de autosatisfacción o la inanidad que existe en las cimas del mundo, o tal vez fuera el color de las paredes, pero el caso es que ella me dijo de pronto, Billy me tengo que ir a casa. Llamé a un taxi, pero al decir casa se refería al viaje de vuelta, así que nos subimos a un avión y volvimos a Nueva York, pero al llegar volvió a decir que quería volver a casa, así que alquilé un coche y conduje durante toda la noche hasta llegar a Columbus, Ohio. El caso es que yo no conocía aquella ciudad, pero he vuelto desde entonces y es una capital de estado donde en los restaurantes te ponen de acompañamiento un plato de ensalada de frutas sobre unas hojas de lechuga aderezado con una pizca de mayonesa. A las siete y media de la mañana paré el coche en una casa prefabricada con un poco de césped verde delante donde había un aspersor de cromo cubierto de rocío. Carrie Mae nos estaba esperando ante la puerta abierta con el delantal puesto y nos bastó cruzar una mirada para iniciar una enemistad para toda la vida, mientras la delgada chica rubia nos pasaba sigilosamente por delante y entraba en casa. Mamá Carrie, dijo Missy desde dentro, te presento al gran Billy Bathgate, que se ha pasado toda la noche conduciendo para traerme a casa. ¡Qué resistencia! Billy, ésta es la señora Carrie Mae Wilson, que es como mi madre. Supongo que Billy querrá desayunar, Mamá Carrie. Y entramos en una casa pequeña y limpia con una moqueta verdeazulada de pared a pared y relucientes muebles de madera de arca, reproducciones de Van Gogh en la pared, de ésos con los trazos de pintura hechos por ordenador, un espejo dorado con un águila americana dorada encima de la chimenea y sobre un reluciente taburete de madera junto a silla Morris había un montoncillo de revistas National Geographic. La casa donde Missy se había criado, ni más ni menos. Me lavé las manos y la cara en el baño de invitados y me senté en pequeño cenador de la cocina, mientras Carry Mae preparaba masa de las tortitas con aspecto furibundo. De reojo, lanzaba miradas a mis botas de cordones y mi chaqueta de ante. Arriba se oía una ducha. Carrie Mae sabía que estaba esperando a que ella iniciara la conversación, así que se puso a hablar y así supe que su furia no era preocupante porque ella conocía bien a su niña y sabía que su niña era capaz de cuidar de sí misma, lo que la indignaba era mi vestimenta, sencillamente, porque era pretenciosa y eso denotaba egoísmo. Aquella sabia anciana negra era mi enemiga automática. Sabía, mucho antes que Missy, que lo nuestro no podría ser. Me enteré de que había un padre, un ingeniero de obras públicas que montaba conductos de agua y sistemas de alcantarillado y que a veces se pasaba semanas fuera de casa, y que era un buen hombre y un buen padre que quería a su hija y estaba orgulloso de ella. Y de repente Carrie Mae dejó de hablar. Porque se oía una voz cantando arriba y por un momento pensé que era Missy, hasta que me di cuenta de que era su tocadiscos y que una de esas sopranos de ópera estaba cantando algo tremendo, como Richard Strauss, algo cada vez más dramático, una salvajada alemana. Y entonces me di cuenta de que me había equivocado porque era Missy la que estaba cantando arriba, cantando la campanuda grabación de memoria, nota por nota. Con algo de exageración, diría yo, debida a su amor por la música. Cómo cantaba aquella chica de delgadez elemental, con pechos como frutas pequeñas y con una caja torácica que se podría romper con las manos. Bajó unos minutos después y los cálidos aromas del desayuno me habían dado sueño y se me había pasado el efecto de la aspirina y ella entró vestida como una alumna de instituto descalza con un camisón largo de cuello redondo y se sentó ante su zumo de naranja recién hecho y sus tortitas y su vaso de leche y me lanzó una reposada sonrisa de sosegado reconocimiento, tan magnífica que nunca la he olvidado ni la olvidaré; era una sonrisa encantadora sin trucos ni secretos, símbolo de la amable y sincera cortesía que anidaba en su pétreo corazón. Porque cuando a Missy se le torcían las cosas tenía un sitio adonde ir, en cualquier momento del día o de la noche, en verano o invierno, sabiendo que allí le darían de comer caliente y le tendrían una cama lista. Eso sí que nos diferenciaba al uno del otro. Lo que ocurrió después fue que ella y yo grabamos un disco, juntos. La canción no es del todo desconocida, «El blues de la teoría de la bala única», y fue una de las pocas veces que nos juntamos en nuestros viajes profesionales y que grabamos juntos; y se hicieron muchas tomas y lo intentamos de muchas maneras y finalmente nos pusimos los dos delante de un micrófono y nos dimos la mano y cerramos los ojos y cantamos, como si la proximidad física pudiera hacer coincidir nuestras voces. Pero no fue así. Nuestras voces no funcionaban juntas. Así que me lo tomé como una señal. La voz diaria de Missy era la voz de una chica normal sin el menor asomo de lo inmensa que era como cantante. En cambio mi voz diaria se convierte en mi voz de cantante con apenas una ligera intensificación de actitud. Y en esa relación distinta con nuestras voces interpretativas correspondientes, leí nuestro futuro. Pero recuerdo cosas de ella que todavía me producen ternura. Por ejemplo, al principio creí que su modo de cantar era producto de su miedo; como le aterraba subirse a un escenario pensé que el trémolo de esa gran voz embrujada era el sonido de su miedo. Pero me había equivocado. Resultó que ella era físicamente delicada y tenía que descansar a un rato todos los días, la fuerza se le veía en el aplomo y en el espíritu y en la claridad de ideas y la determinación, pero sólo era una chica larguirucha que estaba en los huesos y que se ponía un pañuelo en la garganta si le tocaba cantar un día de calor y hacía brisa. Y que no veía ninguna contradicción entre sus razonables recetas de sentido común para el jodido mundo en que vivimos y su fe secreta en la existencia de unos seres místicos, de unos poderes sin nombre que habitaban los guijarros y las piedras, las nubes del cielo y a veces su rostro en el espejo. Que le encantaba apostar a que yo era incapaz de hacerla reír, y siempre perdía. Que se alegraba de haber ganado tanto dinero, pero le preocupaba que pudiera comprometerla. Que le gustaba cómo lo hacíamos, a nuestra manera, con serenidad y sin concesiones. Que le gustaba bailar temas con mucho ritmo. Que la gente le mandaba los libros que habían escrito, que ella no leía jamás. Que por un tiempo, mientras escribí las canciones que a ella le gustaban, me reverenció. Que tal vez me equivoque al pensar que iba muy por delante de ella en cuanto al conocimiento de nuestra relación porque quizá para ella perezoso aludía a lo que había visto por el túnel de mis ojos, atisbando el insondable fondo marino de mi alma turbia donde mis canciones esperaban como peces eléctricos. Y hay otra cosa que también es cierta: después de haberse puesto a mi altura y cuando a ninguno de los dos nos quedaba un secreto por contar y cuando el asunto se acabó; después de que ella supiera que no había nada que yo no estuviera dispuesto a intentar y ningún camino que me negara a recorrer; la llamé un par de veces y vino. Cuando yo me harté por fin de toda la maquinaria ruidosa de ser Billy, cuando todos los de alrededor y el mundo entero parecían estármela jugando, no sólo los mánagers y los contables, no sólo los ejércitos de periodistas y publicistas y fabricantes de camisetas que viven de ti porque viven de vender la noción de éxito, sino cuando las limaduras de hierro de las entretelas de la historia parecían estarse cebando conmigo. Y cuando las cosas se pusieron así de mal se vino conmigo a mi escondite y me dejó convencerla de que éramos las dos últimas personas con vida en la tierra. Y juntos encontramos un poco de aire para respirar y lo respiramos. Y juntos pusimos nombres inventados a las hierbas que nos íbamos encontrando y a los arbustos y a las bayas. Y nos enamoramos de nuestros rostros con las distintas luces de la mañana y la tarde. Y nos alimentábamos de galletas y fruta en almíbar nos íbamos a la cama temprano. Y nuestra vida se resumía así: Pares e impares en el jardín de la suma Y pasábamos los días comiendo fruta Desde manzanas caquis melocotones y ciruelas Hasta la amarga corteza verde de la sandía Y mi dama y yo hicimos cosas sombrías Con intención de sumar puntos para la humanidad Pero los impares suman pares y los pares al cielo van Y Dios está loco de atar
Si a un hombre le quitas la capacidad de sentir, acabará inventando sus propias sensaciones: si le quitas la vista y el oído y no le dejas oler y ni tocar nada, verá, oirá, olerá y sentirá lo que su mente imagine. Esto demuestra que nacemos condenados a la soledad, que nacemos con hambre de mundo y sin poder compartir esa hambre, y que nuestro corazón rebosa soledad y que esa soledad inunda el mundo, y lo empapa hasta que la primavera de los corazones solitarios se queda sin sangre y entonces ese río nuestro se seca. Y en mi sueño sale el corazón pálido desangrado de Missy tras haber hecho su camino y soltando sus últimas gotas de sangre sobre la arena de aquella playa del sur; y el viento de mis horas de vigilia limpia y seca la arena, pero todas las noche las manchas oscuras salen otra vez, justo en el mismo sitio donde estaban antes. Porque mi sueño se basa en hechos y los hechos no pueden eliminarse por mucho que soñemos. En todo el país nadie mayor de treinta años la creyó cuando ella habló en público. Pero yo sabía que ella no mentía nunca, que no fue entonces cuando mintió. Que no mintió cuando apareció en la televisión del país donde estábamos en guerra, que no mintió cuando lloró por los tres hombres asesinados en Misisipi, que no mintió en la iglesia de Birmingham ni en el Mall de Washington DC. Pero un día la policía da con ella cuando ha salido a dar un paseo por un camino rural con una anciana negra. Y paran el coche para hacerle unas preguntas. Y ella les dice: Vamos a la playa. Queremos respirar un poco de aire fresco. Y todos los liberales serios del país dijeron que quizá fuera una falsa santurrona y una farsante, pero que esa frase denota una astucia genial; fue capaz de decirle eso a un agente de policía estando a ciento ochenta kilómetros del océano más cercano. Los tiempos de las manifestaciones ya pasaron, pero ha comenzado una nueva era y haremos una marcha hacia el mar en honor a esa anciana dama negra. Pero lo cierto es que Missy quería decir justo lo que dijo, con esas mismas palabras, pues una vez dicho lo asumió como intención. Y esa anciana negra era Carrie Mae, que le había cantado en la cuna todos los blues que ella cantaría después; que la había criado en Columbus, Ohio; y que había vuelto a su casa en Carolina del Sur para pasar allí sus últimos días. Y Missy fue a visitar a Carrie Mae y por eso estaban dando un paseo por una carretera rural, la anciana con un buen vestido negro de Saks Fifth Avenue y con una sombrilla apoyada en el hombro y calzada con un par de zapatos ortopédicos de cuarenta y cinco dólares, agarrada del brazo de Missy, que llevaba camisa y vaqueros y sandalias y gafas de sol, las dos dando un caluroso paseo por aquel camino polvoriento hasta que fue precisamente el coche de policía lo que levantó una polvareda. Y Missy dice delante de los agentes, Mamá Carrie, qué maravilla cuando podamos oler la brisa del mar y sentarnos en la fresca arena mojada y remojarnos los pies en ese frío y envolvente océano sin fin. Y respirar un aire que tenga algo de respirable. Y la anciana, que conoce a su Missy desde que nació, desde el momento en que salió del cuerpo de su verdadera madre que moriría poco después, sonríe y dice: Muy bien. Y finge como Missy y en ese momento cree como ella que eso es lo que realmente van a hacer. Porque es un día de calor y el aire casi no se puede respirar, como Carrie Mae sabe bien porque tiene asma, un asma grave de por vida. Y los policías la oyen decirlo y luego las ven a las dos sonreírse la una a la otra, a la anciana Carrie Mae y a la famosa activista blanca, dos amigas felices y cariñosas, y deciden tomárselo mal. Y llaman al sheriff por radio lo convierten en una infracción y cuando el reportero de AP se acerca en coche manda el asunto a la redacción y se convierte en una noticia; y a la mañana siguiente, cuando las mujeres salen de la cárcel y se presentan ante el juez, la intención de que la anciana respire mejor ya es una verdad categórica para Missy porque no hay nadie más tozuda que ella, que tiene la tozudez espiritual de una santa. Tomó un taxi local para ir a la granja de la anciana y en su casa de ladrillo rojo llenó de ropa una bolsa grande de esas de lavandería y volvió a la ciudad y las dos se encaminaron hacia el este de la ciudad, agarradas del brazo, listas para pasarse el verano paseando por donde les diera la gana. Pero su caminata no se convirtió en una marcha hasta la mañana siguiente, cuando veinticinco seminaristas de Columbia, Carolina del Sur, se bajaron de un autobús y las siguieron. Y aquello no se convirtió en una manifestación hasta que se les empezó a unir gente que venía del oeste y el norte del país. Y aquello no fue un motín hasta varios días después, cuando cinco mil personas se abrían paso con parsimonia y firmeza entre los patriotas bebedores de cerveza, que les tiraban las botellas vacías. Y una de ellas la lanzaron de vuelta. Que es justo lo que habían estado esperando los policías, con sus cascos, sus gafas de sol y sus carabinas. Pero como yo no estaba allí, me imagino caminando hacia Missy, que está de pie ante el mar como Venus a punto regresar al océano, y le toco suavemente el hombro y ella se vuelve y me sonríe su adorable sonrisa de reconocimiento y me susurra las palabras de una canción que yo le escribo mentalmente: ¿Qué te parece, Billy? Dime lo que parece, Billy. Y alzo una mano, que es la señal para que una bala de carabina se le clave en la garganta, y tiro a Missy al suelo de un empujón y derramo su voz por la arena salvo esa parte de la voz que tiñe de rojo el oleaje blanco y regresa al océano azul. Y éste es mi sueño sobre una amiga muerta. En la vida real todo eran acordes mayores en la vida de Missy: nada disminuido, nada desafinado, ningún bemol menor, ningún medio tono desequilibrado. ¿Qué tipo de música era ésa? Era música para oír por la mañana muy temprano. Suena bien hasta que esas sombras de la noche empiezan a deslizarse sobre la tierra como las manazas oscuras de Dios, cuidado que las manazas oscuras de Dios os van a agarrar del cuello, niños. Y cuando notas esas manos es cuando cantas. Cuando Dios te acogota es el momento de cantar. Así que escuchad bien lo que os digo: cuando ella hablaba se representaba a sí misma con sinceridad. Era al cantar cuando mentía. Y fue la mentira lo que le dio esa voz, la voz más auténtica y pura de todo este mundo perplejo, esa misteriosa voz más potente y más dulce que la del mismísimo Cristo. Escúchala: es tan verdaderamente perfecta, que parece estar cruda en su pureza. ¿Y no canta con una tristeza tremenda? ¿Y no canta esos himnos baptistas de blues con más sentimiento y más profundidad que nadie? Pues su música es de color azul noche, el azul de la sombra de Dios, y por eso fue cuando Missy mintió porque ella nunca confesó llevar dentro aquella sombra divina.
Y así llegamos a mi canción más reciente, esta balada de W.C. Fields. Cuando me senté no tenía intención de escribirla, sino de liberar la presión que me oprimía el pecho de una manera controlada, sacándola por los dedos, y esta canción fue lo que me salió. Sucedió tan rápido que ni siquiera tuve tiempo para componer la música, sólo las palabras y el ritmo. Y por eso tiene forma de canción pedestre, que me guía por el submundo de las masas soñadoras, donde habita el demonio regordete de la verdad, el señor W.C. Fields, que con su sucio sombrero de copa, con su decadente urbanidad, con su ebria personalidad ornamentada, preside como un Oficial en Jefe la tecnología de nuestras almas. Y el cantante no quiere esto, no le gusta, así que comienza la canción ordenando al Sr. Fields que se marche: Fuera de mi ventana, Sr. W.C. Fields Fuera de este lugar tan bonito, Sr. W.C. Fields Fuera de mi ventana, Sr. W.C. Fields Me está tapando la vista con su fea cara
. Pero el payaso no se quiere marchar, al parecer, porque ha tomado al cantante de la mano y se lo lleva por la ventana hacia el gran paisaje del inframundo que parece tan bonito al asomarse desde la ventana del refugio y le está enseñando lo que es en realidad. Y ve los burbujeantes pozos sulfurosos de las intenciones y las montañas calcáreas de los ideales y las enormes llanuras de ceniza gris que llegan hasta donde le alcanza la vista, que son las cenizas de la inocencia atravesadas por ríos de sangre. Y todos los hombres que ve están ciegos y corren en círculos, sin poder dar golpes con un bastón para guiarse. Y un vendaval pestilente castiga a las gentes y les supura la piel y les quema los ojos y el pelo, y es el vendaval que levanta el Sr. W.C. Fields al despotricar. Pero lo peor que ve allí es una pareja de ancianos ajenos a toda la miseria, una hermosa chica rubia y un chico que han envejecido juntos y son una pareja de mediana edad, dos personas que se han querido y que han vivido uno dentro del otro toda la vida, compartiendo la alegría y la comodidad, y que ahora están sentados uno junto al otro, riendo inmunes a su entorno, como carcajeándose de su espantosa senilidad. Y cuando el cantante regresa a su ventana y comprueba que el paisaje está tan bonito y verde como siempre, comprende quién es el señor W.C. Fields y dice: Algún día dejaremos de reírnos de usted, Sr. Fields De su nariz bulbosa y su terrible ansiedad. De su sed y sus culadas de borracho, Sr. Fields. De su amargada y torpe santidad
. Y el señor Fields saca una botella y bufa sobre dos vasos para quitarles el polvo y los frota con la manga sucia de su elegante chaqueta y nos sirve una copa a cada uno y me dice: Bébetelo todo, bébetelo todo, muchacho. Y dales una buena patada a los niños en Navidad. Te voy a regalar mi taco de billar torcido, Billy. Porque tú sabes en qué consiste este juego