JOLENE: UNA VIDA

Se casó con Mickey Holler cuando tenía quince años. Se casó con él para salir de su último hogar de adopción, donde su supuesto padre tonteaba con ella, la obligaba a tocársela, cosas así. Incluso antes de que le hubiera bajado la regla. Y a su madre adoptiva le gustaba pegarle en la cabeza sin motivo alguno. O por cualquier motivo. Así que se casó con Mickey. Y lo quería, eso era un extra. Y aquello era una experiencia nueva para ella. Su amor por él la animaba a mirarse en el espejo y arreglarse el pelo. Él, Mickey, tenía veinte años. En realidad, se llamaba Mervin, un chico encantador sin mucha cosa en la azotea, como ella descubrió en la primera cita. No le llegaba el talón de un pie al suelo y estaba mal de la vista, pero no era la clase de hombre que pone la mano encima a una mujer. Y cuando ella le decía que quería algo, como ir al cine o tomarse un bocadillo de queso a la plancha y un batido de chocolate, eso se convertía para él en el objetivo de su vida. Él la amaba, la amaba de verdad, aunque de eso sabía poco.

La cuestión era que ella había salido por fin de aquella casa e iba con una alianza al instituto South Sumter. Algunos de los chicos le decían obscenidades, pero las chicas la miraban con renovado respeto.

El tío de Mickey, Phil, los había acompañado al juzgado para actuar como padrino. Después de la ceremonia sonrió y dijo Bienvenida a la familia, Jolene, cielo, y le dio un gran abrazo que se prolongó quizá un poco demasiado. El tío Phil era como un padre para Mickey y lo tenía trabajando con él, al volante de uno de los camiones de su negocio de reparto de petróleo a domicilio. Mickey Holler era casi huérfano. Su verdadero padre estaba en el centro penitenciario del estado sin posibilidad de alcanzar la libertad condicional por la misma razón que su madre estaba en un cementerio detrás de la Primera Iglesia Baptista. Jolene preguntó a Mickey, ya se sentía autorizada por ser pariente, qué había hecho su madre para merecer semejante destino, pero él se alteró mucho al intentar hablar de todo aquello. Aquello sucedió cuando él contaba sólo doce años. Jolene tuvo que deducir por sí sola que el padre era un borracho chiflado que ya había hecho cosas malas con anterioridad, pero, en cualquier caso, ésa era la razón por la que Jolene vivía ahora con Mickey bajo el mismo techo que sus tíos Phil y Kay.

La tía Kay era listísima. Era subdirectora del banco Southern People’s Bank, situado en la plaza, justo enfrente del juzgado. Así que entre ella y el negocio del petróleo del tío Phil tenían una bonita casa con un jardín trasero, donde había una mesa de pícnic y dos hamacas entre los árboles.

Aunque daba al camino de acceso, a Jolene le gustaba la habitación que ocupaban Mickey y ella y hacía lo necesario para mantenerla limpia y ordenada, por más que Mickey dejara tirado su mono grasiento por el suelo. Jolene entendía la doble obligación de ser esposa e invitada. Como llegaba a casa del instituto antes de que los demás acabaran su jornada, procuraba ser de utilidad. Disponía de una hora poco más o menos para hacer sus deberes y luego iba a la cocina y preparaba algo para cenar todos.

A Jolene siempre le había gustado ir a clase, allí se sentía como en casa. Su asignatura preferida era Arte. Había dibujado desde tercero, cuando la clase hizo un mural de la Batalla de Gettysburg y ella dibujó una parte mayor que los demás. En esta etapa de su vida, como mujer casada, ahora que ya no estaba sola, no podía dedicarse mucho al arte, pero todavía se fijaba en las cosas. Tenía ella buen ojo para aquello que quiere ser dibujado. Mickey tenía el pecho blanco y lampiño con una clavícula que sobresalía de hombro a hombro como si fuera la bestia de carga de alguien. Y un cuello largo y una columna vertebral que ella podría haber usado para hacer sumas. Sin duda, él la quería —a veces lloraba de tanto como la quería—, pero eso era todo. Ella cumplió dieciséis años y Mickey le compró un salto de cama que eligió él mismo en los grandes almacenes Berman’s. Era tres tallas más grande que la suya. Jolene podía cambiarlo, por supuesto, pero la asaltó la inquietante idea de que, como mujer de Mickey, lo único que ocurriría en su vida era que acabaría ensanchándose hasta alcanzar esa talla. A él le gustaba observarla mientras ella hacía los deberes, detalle que la llevó a comprender que él, Mickey Holler, no tenía ambiciones. Nunca sería dueño de un negocio ni jugaría al golf los fines de semana como el tío Phil. Mickey era una persona que vivía al día. Ni siquiera hablaba de la posibilidad de comprar su propia casa ni de avanzar hacia algo que les permitiera vivir en una situación distinta. Ella podía pensar esto de él.

El tío Phil, alto, de mandíbula fuerte, mata de pelo negro lustroso que se peinaba con una especie de onda y voz grave, bromeaba con mucha seguridad en sí mismo… y unos ojos oscuros muy elocuentes: sí, el tío Phil era todo un hombre, de eso no cabía duda. Al principio, Jolene se ponía nerviosa cuando él la examinaba de arriba abajo o cuando le cantaba un verso de una famosa canción de amor, «¡Eres tan bella para mí!», y luego se echaba a reír para darle a entender que todo aquello eran sus chanzas de siempre. Estaba bronceado por el tiempo que pasaba al aire libre, en el campo de golf del condado, incluso la poca barriga que se le marcaba debajo del polo le quedaba bien. Lo importante en él era que disfrutaba de la vida y era popular: la mayoría de los amigos de la pareja venían de su parte, pero él y Kay compartían amistades.

No podía decirse que la tía Kay fuese el polo opuesto de Phil, pero ella no se andaba con frivolidades. Era una mujer formal que nunca se recostaba en el asiento descalza y, aunque amable y correcta con Jolene, habría preferido a todas luces disponer de la casa para ella sola ahora que Mickey tenía a alguien que cuidara de él. Jolene lo sabía, no hacía falta que se lo dijeran. Podría trabajar hasta dejarse la piel y la tía Kay seguiría sin quererla. La tía Kay era del Norte y se había trasladado al Sur por una oferta de trabajo. Ella y el tío Phil llevaban quince años casados. Lo llamaba Philip, detalle que Jolene veía como una manera de darse aires. Vestía trajes y medias, siempre, y blusas abotonadas hasta el cuello. No era guapa, pero se adivinaba qué había visto Phil en ella: sus fríos ojos de color azul muy claro, quizá, y el pelo rubio natural, también una silueta tan generosa que exigía el uso de una faja, jamás prescindía de ella.

Pero de pronto el tío Phil adquirió la costumbre de despertarlos por la mañana, entrando en su habitación sin llamar y anunciando con su voz grave «¡Hora de ir a trabajar, Mickey Holler!», mirando a la vez a Jolene mientras ella se tapaba con la sábana hasta la barbilla.

Jolene sabía que ese hombre hacía algo que no debía hacer con esa costumbre suya de despertarlos y la irritaba pero no sabía qué hacer al respecto. Mickey parecía no ver que su propio tío, el hermano de su difunta madre, le hubiera echado el ojo a ella, pero, al mismo tiempo, a Jolene le producía cierta excitación que un hombre de mundo se hubiera fijado en ella. Sabía que Phil, hombre apuesto y risueño de dientes blancos, debía de ser muy consciente de su efecto en las mujeres, así que procuraba no prestarle más atención que la que merecía en calidad de tío y jefe de su marido. Sin embargo, al vivir bajo el mismo techo, eso le resultó cada vez más difícil. Sin querer, pensaba en él. En su imaginación, Jolene se inventó una historia: que poco a poco, con el paso del tiempo, se ponía de manifiesto que el tío Phil y ella estaban hechos el uno para el otro. Que entre ellos nacía un acuerdo y se prolongaba durante unos años, posiblemente hasta que la tía Kay muriese o lo abandonase… eso no estaba muy claro en la imaginación de Jolene.

Pero el tío Phil no era de los que se andaban con sueños. Una tarde ella estaba fregando el suelo de la cocina en pantalón corto, arrodillada y con el trasero en alto, él había llegado a casa antes de hora, porque siendo como era su propio jefe, podía ir y venir a su antojo. Ella tarareaba «I Want to Hold Your Hand» y no lo oyó.

Phil se quedó de pie en la puerta observando cómo se movían sus nalgas con cada movimiento y, casi a la vez que ella se dio cuenta de que no estaba sola, él la levantó cogiéndola por la cintura, en esa misma posición arrodillada, y la llevó así al dormitorio, con el cepillo todavía en la mano.

Esa noche en su propia cama, Jolene olía aún el aftershave del tío Phil y sentía las pequeñas bolas de algodón de su colcha de felpilla entre los dedos cerrados. Estaba demasiado irritada incluso para los endebles asaltos de Mickey.

Y ése fue el principio. En toda la corta vida de Jolene nunca había sentido impaciencia por ver a alguien. Sin haber sido jamás la más lista de la clase, sí había sido siempre una estudiante aplicada y ella intentaba contenerse, pero su rendimiento escolar empezó a decaer siempre. A Phil le pasaba lo mismo: aquello era tan intenso y constante que ya no bromeaba con ella. Ambos se sentían iguales en su atracción magnética. Nunca les bastaba. Todos los días, mientras la tía Kay cuadraba sus números en el banco Southern People y Mickey, el pobre Mickey, recorría su ruta de reparto de petróleo, trazada por el tío Phil para llevarlo hasta los confines del pueblo y más allá.

En fin, la pasión entre personas sólo puede verse atajada por los legítimos esposos en torno a ellas y, al cabo de un mes o dos, todo el mundo lo supo y la crisis acudió a aporrear a la puerta del dormitorio clamando el nombre de ella y, entonces, de pronto, Mickey cabalgó a espaldas de Phil como un mono, le pegó en la cabeza sin dejar de llorar y Phil, en calzoncillos, bajo los puñetazos de Mickey, iba a trompicones por el salón comedor, hasta que por fin retrocedió con el pobre chico a cuestas hacia el gran televisor y lo incrustó contra la pantalla. Jolene, en sus posteriores reflexiones, cuando no tenía nada que hacer en la vida más que matar el tiempo, recordó todo: recordó el estallido del cristal del televisor, recordó lo mucho que la sorprendió ver lo delgadas que Phil tenía las piernas, también recordó que el sol que se filtraba por las persianas era intenso: los amantes ni siquiera habían caído en la cuenta de que las personas con un empleo habían vuelto a casa antes de lo esperado. No, en ese momento no había tiempo para pensar en nada. La tía Kay, agarrándola del cabello, la arrastró por la alfombra de pelo largo del pasillo hasta la cocina y, después de atravesar el suelo de falsas baldosas, la sacó por la puerta de la cocina, la echó a patadas escalera abajo y la dejó en la calle como si fuera el condenado gato de vete a saber quién, un condenado gato que encima no dejaba de maullar.

Jolene, en camisón, se quedó esperando en el límite de la propiedad, agachada entre los arbustos, con los brazos cruzados sobre los pechos. Se quedó esperando a que Phil saliera y se la llevara, pero no lo hizo. Fue Mickey quien abrió la puerta. Se plantó allí mirándola, en el silencio exterior, en el interior de la casa se oía vocerío y ruido de objetos rotos. Mickey tenía el pelo de punta y las gafas torcidas sobre la nariz. Jolene lo llamó. Lloraba, quería que él la perdonara y le dijera que no se preocupara, pero lo que hizo él, su Mickey, fue subirse a su furgoneta con su camisa ensangrentada y marcharse. Eso fue lo que Jolene acabó considerando el final del capítulo primero de la historia de su vida, porque Mickey se marchó al centro del puente del río Catawba, donde se detuvo y, con el motor todavía en marcha, saltó a aquel río rocoso y se mató.


Más de un vecino debió de verla errar por las calles, hasta que la recogió un coche patrulla que primero la llevó a urgencias, donde se comprobó que tenía bien las constantes vitales, aunque le enseñaron una parte del cuero cabelludo donde le habían arrancado un puñado de pelo rojo. Luego la dejaron en un motel al pie de la interestatal mientras las autoridades decidían qué hacer con ella. Era una rompehogares, pero también viuda, pero también menor de edad sin parientes vivos. Los padres adoptivos a quienes había abandonado para casarse con Mickey se negaron a asumir la menor responsabilidad sobre ella. Pasó el tiempo. Vio culebrones. Lloró. Una supervisora la vigilaba día y noche. Luego fue a entrevistarla un psiquiatra que trabajaba para el condado. Al día siguiente, la llevaron al juzgado, donde se celebró una vista en la que prestó testimonio el psiquiatra del condado, a quien ella había contado su historia con total sinceridad. Aquello la llenó de rabia, lo vio como la mayor traición de todos los tiempos, porque, por el informe que dio ese hombre, la remitieron al manicomio de menores, donde permanecería hasta ser una adulta razonable capaz de cuidar de sí misma.

Así que allí estaba ahora, atontada por las pastillas, amodorrada la mayor parte del día y la noche y, naturalmente, como pronto descubrió, aquél no era sitio para recobrar la cordura, si es que en algún momento la había perdido, pero no, no era así, le bastaba con mirar a los demás allí ingresados. Al cabo de unos dos meses en aquel infierno, una mañana le quitaron el vestido holgado gris de todos los días y le pusieron otro oscuro que aun siendo demasiado grande para ella sí era más reconocible como vestido, y le recogieron el pelo con un pasador y una vez más la llevaron al juzgado en una camioneta, aunque esta vez para que prestara declaración ella, sobre sus relaciones con el tío Phil, que estaba allí, en la mesa de la defensa, con un aspecto espantoso. Jolene no supo qué había cambiado en él hasta que cayó en la cuenta de que su cabello había perdido el brillo y, de hecho, lo tenía gris. Entonces comprendió que, durante todo el tiempo en que ella había estado tan impresionada, él se lo teñía. Encorvado por el aprieto en que se encontraba, ese hombre de mundo no la miró ni una sola vez. Algo de aquel sentimiento que había sentido por él surgió en ella y se enfadó consigo misma, pero no pudo evitarlo. Esperó a recibir cierto reconocimiento de su presencia, pero nada. La cosa era que la tía Kay lo había echado a patadas, él dormía en su despacho, su negocio se había ido a pique y ninguno de sus amigotes jugaba ya al golf con él.

Jolene había sido citada a fin de demostrar al juez que, a sus dieciséis años, era menor de edad para esas cosas, lo que convertía a Phil en culpable de haber mantenido relaciones sexuales con una menor. Se entabló toda una discusión jurídica, durante un minuto o dos, sobre el hecho probado de ser ella una mujer casada en ese momento, una mujer adúltera, en absoluto ajena a las cuestiones de la vida carnal, pero, por lo visto, ese argumento no cuajó. La dejaron ir y la llevaron de vuelta al manicomio y le pusieron de nuevo el vestido holgado gris y las zapatillas y ahí se acabó para ella el mundo real. Se enteró de que Phil cumplió dieciocho meses en el centro penitenciario del estado. No pudo sentir compasión por él, ella también estaba en su propia cárcel.

Jolene no pensaba mucho en Mickey, pero dibujaba su cara una y otra vez. Primero dibujaba lápidas en un cementerio y luego dibujaba la cara de él en esas lápidas. Eso le pareció un digno trabajo artístico. Cuanto más dibujaba a Mickey, más recordaba los detalles de cómo la había mirado la última tarde de su vida, pero reflejar todo aquello con ceras era difícil: sólo le daban ceras para dibujar, no los lápices de colores que había pedido.

Un día ocurrió algo bueno. Una de las chicas de la sala rompió el espejo del lavabo en el cuarto de baño y usó una esquirla para cortarse las venas. Eso en sí no fue bueno, desde luego, pero retiraron todos los espejos del baño y ninguna interna podía verse a no ser que se subiera a la cama justo cuando el sol estaba en el punto exacto de las ventanas que había detrás de la tela metálica. Así que Jolene emprendió un negocio de retratos. Dibujó la cara de una chica y pronto tuvo a todas haciendo cola para que las retratara. No tenían un espejo pero tenían a Jolene. Algunas no se parecían demasiado, pero eso a nadie le importaba porque en la mayoría de los casos quedaban mucho mejor que las originales. La señora Ames, la jefa de enfermeras, pensó que era una buena terapia para todas, así que Jolene recibió un juego de acuarelas con tres pinceles y un gran cuaderno de dibujo muy grueso y, cuando pasó la fiebre de los retratos, pintó todo lo demás: el pabellón, la sala de juegos, el jardín donde paseaban, las flores del arriate, la puesta de sol a través de la malla metálica, todo.

Pero como estaba tan cuerda como el que más, su desesperación por salir de allí era cada vez mayor. Pasado un año poco más o menos, llegó al mejor acuerdo posible con una de las auxiliares del turno de noche, una tal Cindy, mujer de rasgos afilados y tez cetrina pero que se comportaba de manera decente y se mostraba ruda pero amable con las internas. Jolene creía que Cindy, con tantas arrugas en sus cara correosa, debía de tener por lo menos cincuenta años. Le había echado el ojo a Jolene desde el principio. Le daba cigarrillos para fumar fuera, detrás de los contenedores, y entendía de peinados y maquillaje. Decía Roja —Jolene tenía el pelo rojo fresa, así que ése terminó siendo su apodo allí—, Roja, no te conviene taparte esas pecas. Quedan encantadoras en una chica como tú, le dan luz a tu cara. Y mira, si siempre llevas el pelo recogido hacia atrás en una coleta, el nacimiento retrocederá, así que te lo cortaremos un poco para que se te rice como quiera y enmarque tu dulce cara, estarás tan guapa como uno de tus retratos, ya verás.

A Cindy también le gustaban las pecas en los pechos de Jolene y no estaba tan mal ser amada por una mujer. No era su opción preferida, pero Jolene pensaba Una vez en marcha, da igual quién es o qué tiene: se siente el mismo pánico, al fin y al cabo, y en esos momentos somos ciegos. Y, en cualquier caso, el acuerdo era ése. Si bien para salir del manicomio accedió a vivir con Cindy en su propia casa, donde se acurrucaría a escondidas como una hija natural, aceptó con la idea de quedarse sólo hasta que pudiese escapar también de allí. Un par de chasquidos de cerraduras, y unos minutos escondida en un armario de material, el giro de otras llaves y el chirrido de una verja y Jolene salió a la libertad en el maletero del destartalado Corolla de Cindy. Aún fue más fácil, después de una noche, salir por la puerta de la calle de la casa de Cindy a plena luz del día cuando la mujer regresó al trabajo.

Jolene se hizo a la carretera. Quería salir a toda costa de aquel pueblo y de aquel condado. Contaba con casi cien dólares por la venta de las acuarelas. Hizo autoestop a ratos y a ratos viajó en autobús. Una pequeña maleta y su carácter la ayudaron a cruzar las fronteras de los estados. Trabajó en un todo a cien de Lexington y en una lavandería industrial de Memphis. Siempre había un albergue de la Asociación de Jóvenes Católicas para no meterse en líos. Y si bien tuvo que respirar hondo y venderse una o dos veces mientras cruzaba el país, aquello le sirvió para curtirse en interés de su propia protección. Para entonces tenía sólo diecisiete años, pero con ropa nueva tenía el porte de una mujer diez años mayor, de modo que nadie se daba cuenta de que dentro de la figura contoneante con sandalias de plataforma sólo había una niña asustada.

Así llegó a Phoenix, Arizona, una ciudad calurosa y llana en el desierto, pero con mucha gente acelerada que vivía pegada a su aire acondicionado.


Jolene agradecía que en el Oeste la sociedad fuese menos envarada, que nadie se preocupase mucho por saber a qué te dedicabas o quiénes eran tus padres y que casi todo el mundo a quien conocías fuese de otra parte. Al poco tiempo trabajaba en un restaurante de comida rápida, Dairy Queen, y tenía una íntima amiga, Kendra, una de sus compañeras de piso, una chica norteña de Akron, Ohio.

El Dairy Queen se encontraba en el límite de la vida urbana y, desde allí, por encima de unos almacenes, se veía el desierto llano con sus carreteras rectas y, a lo lejos, unos montes parduzcos. Tuvo que retrotraerse a su edad real para conseguir ese trabajo. Había que patinar sobre ruedas, aptitud que por suerte no había olvidado. Patinaba hacia los clientes con su pedido en una bandeja que enganchaba en la ventanilla del coche. Sólo cobraba el salario mínimo, pero algunos hombres dejaban buenas propinas; las mujeres ni un céntimo jamás. Y, en cualquier caso, eso no duraría, porque había un tipo guapo que iba allí todos los días. Tenía el pelo largo, una perilla rala y un aro en la oreja: parecía una estrella del rock. Además de vaqueros y botas, vestía camiseta de tirantes, de modo que se le veían los tatuajes que le cubrían los brazos de arriba abajo, los hombros y el pecho. Incluso llevaba una guitarra en la parte trasera de su Cadillac, un descapotable de color ciruela de 1965. Naturalmente, ella no hacía caso a sus ruegos, pero él siempre volvía y, si lo atendía otra chica, preguntaba dónde estaba Jolene. Y es que todas las chicas llevaban el nombre en una placa. Un día él se presentó allí y, cuando ella volvió con su pedido, lo encontró sentado en el respaldo del asiento delantero con una amplia sonrisa a pesar de faltarle una pala. Rasgueó la guitarra y dijo Escucha esto, Jolene, y le cantó una canción que había compuesto y, mientras cantaba, reía apreciativamente, como si cantara otro.

Jolene, Jolene, ¡qué mala es! No se deja ver conmigo en el Dairy Queen.

Jolene, Jolene, por favor, no seas mala. Tu nombre significa mucho para mí. Mi amor cosecharás en mí. Tengo tantas ganas de ver lo felices que podemos ser cuando seamos uno solo. Jolene, Jolene, mi Dairy Queen.

Bueno, ella ya sabía que era un tipo astuto, pero al menos se había tomado la molestia de ponerle cierta inventiva, ¿o no? La gente del coche contiguo se echó a reír y aplaudió y ella se sonrojó por debajo de las pecas, pero no pudo evitar reírse también. Y oyendo aquella voz suya no muy buena y aquella guitarra suya no del todo afinada, supo, naturalmente, que no era una estrella del rock. Su voz era estridente y a él no le importaba hacer el ridículo y eso a ella le gustó.

Aquel tipo era tatuador. Se llamaba Coco Leger, que se pronunciaba Leryey. Había nacido en Nueva Orleans y, a pesar de que su amiga Kendra se lo desaconsejó encarecidamente, el sábado siguiente Jolene salió con él a bailar. Ese tío es un sinvergüenza, dijo Kendra. Jolene pensó que quizá tuviera razón. Ahora bien, Kendra no tenía novio en ese momento. Y andaba criticando casi todo: el trabajo, la comida, las películas, los muebles del apartamento alquilado y quizá incluso la ciudad de Phoenix en su totalidad.

Así y todo, Jolene acudió a la cita y Coco se comportó casi como un caballero. Bailaba bien la música disco, quizá fuera un poco exhibicionista con sus movimientos pélvicos, pero tampoco había nada malo en ello. Coco Leger la hizo reír y no había tenido ningún motivo para reír en mucho tiempo.

Una cosa llevó a la otra. Primero tuvo que grabarse gratuitamente un pequeño corazón en el trasero y, al cabo de poco tiempo, trabajaba de aprendiz en el Instituto de Arte Corporal de Coco. Él le enseñó cómo se hacían las cosas y ella aprendió deprisa y al final empezó a atender a los clientes que querían tatuajes normales y baratos. Aquello era como dibujar con una aguja, un proceso lento, como utilizar sólo la punta del pincel, dando un toque cada vez. Coco quedó muy impresionado por la velocidad a la que aprendía. Dijo que era todo un descubrimiento. Despidió a la mujer que trabajaba para él y, después de una conversación seria, Jolene accedió a irse a vivir con él a su apartamento de dos habitaciones situado sobre la tienda, bueno, el estudio, como él lo llamaba.

Kendra, que seguía en el Dairy Queen, se quedó sentada viéndola hacer la maleta. Sé lo que ve en ti, Jolene, dijo. Tienes un tipín y todo en ti se mueve como debe incluso sin proponértelo. Gracias, Kendra. Tienes una piel clarísima, dijo Kendra. Y esa nariz respingona y una sonrisa cautivadora. Gracias, Kendra, repitió ella, y la abrazó, porque, si bien se sentía feliz por ella misma, también estaba triste por Kendra, cuya cara verdaderamente bonita casi ningún hombre vería tal como era porque era una chica robusta con grasa en los hombros y no patinaba con mucha gracia. Pero, prosiguió Kendra, no veo que ves tú en él. Ése es un hombre nacido para traicionar.

Aun así, Jolene no quería volver a patinar a cambio de propinas. Coco estaba enseñándole un oficio que se acomodaba a su talento, pero cuando pasadas apenas tres semanas Coco decidió que debían casarse, ella tuvo que reconocer para sí que no sabía nada de él, ni de su pasado ni de su familia. No sabía nada y, cuando le preguntó, él se limitó a reír y dijo Nena, soy un huérfano en la tormenta, igual que tú. No me apreciaban mucho en el sitio de donde soy, pero, por lo que me ha parecido ver, ni tú ni yo tenemos un pasado como para echar las campanas al vuelo, dijo, y la abrazó y la besó en el cuello. Lo que cuenta es el momento presente, susurró, también los momentos futuros que nos esperan.

Ella dijo para sus adentros el nombre Jolene Leger, pronunciado Leryey, y le pareció melodioso. Así que, después de otro juzgado y un ramillete en la mano y un vestido de flores hasta los tobillos y una botella de champán, terminó siendo Jolene Leger, otra vez una mujer casada. Volvieron al apartamento de dos habitaciones situado sobre la tienda y fumaron porros e hicieron el amor, cantándole Coco al ritmo de ella «Jolene Jolene es una máquina del amor» y, cuando él se durmió y empezó a roncar, ella se levantó y se acercó a la ventana y contempló la calle. Para entonces eran las tres de la madrugada, pero estaban encendidas todas las farolas y los semáforos funcionaban a pesar de no haber ni un solo ser humano. Bullía de actividad aquella calle vacía en su silencio, con los letreros de las tiendas brillando en todo su esplendor, los colores de neón en los escaparates, la lavandería, el puesto de cobro de cheques, el local de revelado en una hora y fotos de pasaporte, el quiosco, la cafetería, y la tintorería y los parquímetros que parecían de oro bajo la luz ambarina de las farolas. Aquello era el mundo en marcha y la gente parecía la última de sus necesidades o deseos.

De pronto se le ocurrió pensar que si afeitasen a Coco la perilla rala y pudiesen borrarle los tatuajes, si le quitasen las botas con alzas y le cortasen el pelo y quizá le pusiesen unas gafas sobre la nariz, no sería muy distinto de su primer marido, el difunto Mickey Holler, y se echó a llorar.

Durante un tiempo fue comprensiva con las costumbres de Coco y quiso creer las historias que él le contaba, pero cada vez le costaba más. Él se pasaba la mitad del tiempo fuera en su maldito coche, dejándola a ella al frente del negocio como si le trajera sin cuidado si perdían clientes. Él se quedaba todo el dinero. Jolene se dio cuenta de que trabajaba sin salario, cosa que sólo haría una esposa… ¿Quién si no aceptaría algo así? Aquello era una especie de esclavitud, ¿o no? Eso fue lo que Kendra dijo, sin el menor tacto, cuando fue a visitarla. Coco criticaba prácticamente todo lo que Jolene hacía o decía. Y, cuando necesitaba dinero para comida o cosas así, él apartaba de mala gana un billete o dos de su fajo cuidadosamente ordenado. Ella empezó a preguntarse de dónde sacaba todo ese dinero; desde luego, no salía del negocio de los tatuajes, que no era precisamente boyante en cuanto llegó el invierno frío y seco de Arizona. Y, cuando por fin entraba una mujer de aspecto aceptable, él no paraba de hacerle toda clase de insinuaciones, como si fueran las dos únicas personas en el local. Eso no me gusta nada, decía Jolene. Nada de nada. Te has casado con un guaperas, decía Coco. Hazte a la idea. Y, cuando Jolene se encontraba en el trance de tatuar una serpiente o un pez con bigote a un cachas y, como cabía esperar trabajando tan cerca, él se sobrepasaba con ella, lo único que se le ocurría decir a Coco cuando ella se quejaba era Eso es lo que hace girar el mundo. Ella lo pasaba mal todos los días. Las drogas que él vendía le exigían cada vez más tiempo y, cuando ella se lo echó en cara, él no lo negó. De hecho, dijo, era la única manera de mantener la tienda. Deberías saberlo sin necesidad de decírtelo, Jolene, ningún tatuador de este país sale adelante si no se lleva alguna otra cosa entre manos.

Un día paró un taxi delante de la tienda y entró una mujer con un bebé y una maleta. Era rubia, muy alta, incluso escultural y, aunque el letrero estaba claramente estampado en el escaparate, preguntó ¿Éste es el Instituto de Arte Corporal, propiedad de Coco Leger? Jolene asintió. Me gustaría verlo, por favor, dijo la mujer, dejando la maleta en el suelo y pasándose el bebé de un brazo al otro. Aparentaba unos treinta o treinta y cinco años y llevaba sombrero, una chaqueta de hilo, un vestido amarillo con medias y zapatos, cosa insólita en ese día invernal de Phoenix o, si a eso vamos, en cualquier estación del año, porque allí nunca se veía a nadie que no llevara vaqueros. Una sensación extraña asaltó a Jolene. Sintió que volvía a ser una niña. Estaba de nuevo en la infancia: sólo había jugado a ser adulta y no era la señora de Coco Leger más que en sus absurdos sueños. Aquello era una premonición. Volvió a mirar al bebé y en ese momento supo lo que no necesitaba que le dijeran. Tenía escrita su ascendencia en la minúscula cara. Sólo le faltaba una pequeña perilla.

¿Y tú eres?, preguntó Jolene. Soy Marin Leger, la esposa de ese hijo de la gran puta, respondió la mujer.

Como si fuera necesaria la confirmación, la ancha mano que sacó de debajo del trasero del bebé lucía una alianza de oro hincada en la carne de su anular.

He gastado hasta el último centavo que tenía en localizarlo y quiero verlo ya, en este mismo instante, dijo la mujer. Al instante, como si se hubiese invocado una magia poderosa, el Cadillac de Coco se detuvo junto a la acera, y quizá todas las desdichas de aquella mujer hubieran valido la pena sólo por ver la expresión de estupefacción en el rostro de Coco cuando se apeó del coche y vio a Marin Leger y ella lo vio a él al mismo tiempo a través del escaparate de la tienda, pero Coco, siendo como era, se recuperó en el acto. Se le iluminó la cara y la saludó con un gesto como si no pudiese estar más encantado. Y entró por la puerta con una sonrisa. Mira por dónde, dijo. ¡Mira tú por dónde!, dijo con los brazos abiertos. Como Marin Leger era más alta, en el abrazo, él aplastó la cara contra el bebé que ella tenía en los brazos y el pequeño empezó a berrear. Y cuando Coco retrocedió, soportó el fuerte bofetón que le dio la mujer en la mejilla con la mano libre.

A ver, cariño, tranquilízate, le dijo, tú tranquilízate. Todo tiene su explicación. Ven conmigo, tenemos que hablar, le dijo, como si siempre hubiese estado esperándola. Lo creas o no, es para mí un gran alivio verte, le dijo. No volvió a prestar la menor atención al niño en brazos de la mujer y, cuando cogió la bolsa de ella y la condujo a la puerta, se volvió atrás para mirar a Jolene y le dijo por la comisura de los labios que aguantara firme, que aguantara firme, y ya fuera abrió galantemente la puerta del coche a Marin Leger y la ayudó a sentarse con su bebé, y se marcharon en el Cadillac descapotable de color ciruela de 1965 en el que en otro tiempo iba diariamente a ver a Jolene mientras ella meneaba el culo con sus patines.

«Jolene, Jolene, del Dairy Queen, qué mala es, destrozó todos los aparatos…» Nunca en la vida había estado tan tranquila como cuando, serena y metódicamente, hizo añicos el Instituto de Arte Corporal Leger, volcando el autoclave, arrancando los carteles con las muestras, agarrando las pistolas de tatuar por los cables y estampándolas contra la pared de obra vista del fondo hasta reventarlas, desperdigando los portaagujas, derramando las tintas por el suelo, desprendiendo de la pared la vitrina con las joyas corporales de acero inoxidable 316L, rompiendo los libros sobre tatuajes del expositor giratorio. Hizo pedazos las sillas de director y lanzó un taburete metálico por la ventana de la puerta trasera. Subió al piso superior y, tomando conciencia de pronto por primera vez de que las habitaciones apestaban al repugnante cuerpo sin lavar de él, arrasó con todo lo que pudo, hizo jirones la ropa de cama, tiró por el suelo todo lo que había en el botiquín y arrancó las cortinas que ella misma había elegido para crear un ambiente más hogareño. Cogió una pila de ropa de ella y la metió en dos bolsas de papel y, cuando encontró en un estante del armario una caja de zapatos con una bolsa de plástico de cierre hermético que contenía otra bolsa llena de un polvo blanco que al contacto con el pulgar parecía levadura, la dejó donde estaba y, cuando volvió a bajar, arrambló con los pocos dólares que había en la caja, cogió el teléfono, dejó un mensaje muy preciso para el Departamento de Policía de Phoenix y, colocando el letrero VUELVO EN CINCO MINUTOS, cerró la tienda de un portazo y se marchó.

Seguía sin tener lágrimas en los ojos cuando fue a la casa de empeños, a dos manzanas de allí, y obtuvo quince dólares por su alianza nupcial. Aguardó ante la puerta de la agencia de viajes donde paraban los autobuses y no empezó a llorar hasta que se preguntó, por primera vez en mucho tiempo, quiénes podían haber sido sus padres y si aún vivían, como pensaba que debía de ser si al nacer ella eran tan jóvenes como para no poder hacer nada más que ponerle el nombre de Jolene y abandonarla para que las autoridades se hicieran cargo de ella.


En Las Vegas fue camarera en una cafetería hasta que reunió dinero suficiente para alisarse el pelo, que era lo que le dijo el director del Starlet Topless que debía hacer si quería un empleo. Así, si sacudía la cabeza al echarse hacia atrás cogida a la barra metálica, el pelo se le mecía sobre los hombros. Llevar un tanga y zapatos de tacón no era lo más cómodo del mundo, pero le cogió el tranquillo enseguida y ganó popularidad como la chica más menuda del local. También se ganó las simpatías de las otras chicas: la llamaban Baby y cuidaban de ella. Alquiló una habitación en el apartamento de un par de ellas. Incluso el gorila se mostró solícito desde que, mintiendo, dijo que estaba comprometida.

Cuando conoció a Sal, un hombre distinguido de pelo cano y cintura más bien ancha, fue a petición del director, que la llevó a una mesa del fondo. El hecho de que ese Sal prefiriese no sentarse a la barra para mirarle el culo le dio a entender que no era el clásico colgado que iba al Starlet. Era un caballero que, aun sin estar casado, tenía varios nietos. Las fotos de los pequeños fueron lo primero que le enseñó cuando ella subió a su suite en el ático en su primera cita. Eso muestra hasta qué punto el señor Sal Fontaine era un ciudadano probo. Ella se acercó a la ventana, desde donde se veía todo Las Vegas. Sal, hombre callado y de voz suave, no sólo era adorable, como ella descubrió al conocerlo, sino también muy respetado como fundador y propietario de Sal’s Line, con una oficina y baterías de teléfonos con operadoras que recibían llamadas de personas de todo el país interesadas en Sal’s Line para los asuntos más diversos, desde caballos hasta el próximo presidente. Sin ceremonias, porque así era él, le puso una gargantilla de diamantes en el cuello y le pidió que se instalara allí con él. Jolene no pudo dar crédito a su buena suerte: vivir con un hombre respetadísimo en la comunidad en la suite de seis habitaciones de un ático desde donde se veía todo Las Vegas. Tenía servicio de limpieza todas las mañanas. Podía encargar la cena al restaurante francés de la planta baja y se la servían en un carrito rodante que se convertía en mesa. Sal le compraba ropa, en la peluquería ella cargaba todo a cuenta de él y, cuando salían —él estaba siempre tan ocupado que eso no sucedía a menudo—, recibía un trato respetuoso por parte de quienes los saludaban y de los contactos profesionales de Sal, en su mayoría caballeros de la misma edad que él. Se sentía totalmente abrumada. Imaginaos, con semejante despliegue de culos y piernas largas en Las Vegas, ¡y la pequeña Jolene tratada como una princesa! Y no sólo eso, pues, además, disponía de tiempo para crear su propio negocio, basado en las tarjetas de felicitación que dibujaba ella misma, de estilo psicodélico, inspiradas a veces en su experiencia con el diseño de tatuajes, pero expresando siempre los sentimientos presentes en las relaciones familiares afectuosas que ella imaginaba, como si lo supiera todo al respecto.

Nunca pensó que llegaría a ser tan feliz. A Sal le gustaba que ella se subiera sobre él, le gustaba tenerla encima, y se trataban los dos con gran ternura y muchas caricias, en especial por parte de ella, desde luego, porque en el fondo de su cabeza anidaba siempre el miedo a que él se excediera en el esfuerzo. Y él hablaba en voz muy baja y se creía o fingía creer la historia de su vida, tanto las partes que ella se inventaba como las partes ciertas.

A medida que se acostumbraba a esa vida, llegó a la conclusión de que Sal Fontaine no entregaba nada de sí fácilmente. No era una cuestión de generosidad material. Nunca se confiaba a ella. Manifestaba una actitud distante, quizá incluso una melancolía que él, pese a su éxito, no podía cambiar. Si ella hacía preguntas, si mostraba curiosidad, se topaba con un muro. Sal se movía despacio, como si el aire ofreciera una resistencia que sólo a él afectara. Cuando sonreía, por más fundas en los dientes que llevara, era una sonrisa triste. Y tenía unos carrillos colgantes y unos ojos tristes de párpados caídos, más oscuros aún por las ojeras, muy azules. Tal vez no podía olvidar lo que había perdido, su antiguo país o su familia original, ¿cómo iba a saberlo ella?

Jolene le decía que lo quería y, en ese momento, así lo sentía. El resto del tiempo más o menos tendía a la indiferencia. El carácter contractual de su relación para ella estaba muy claro y empezó a sospechar que el respeto con que los amigos de Sal la trataban no se correspondía con el sentimiento que debían de expresar entre sí. Esa vida, en cuanto dejó de ser una novedad para ella, era como comer algodón de azúcar todo el día. Ahora lucía reflejos en la melena roja y lisa. Por las mañanas nadaba en la piscina olímpica del hotel con el pelo recogido en una sola trenza que avanzaba tras ella por el agua. Era esa tal Jolene que se ponía distintos conjuntos de estilo Las Vegas según la hora del día o la noche. Un día se vio a sí misma en el espejo de un probador de I. Magnin y la palabra que le vino a la cabeza fue «dura». ¿En qué momento había adquirido ese rictus en la boca y esa mirada pétrea de una Barbie de Las Vegas? Dios santo.

Una noche, mientras veían la televisión, Sal le dijo, sin venir a cuento, que no debía preocuparse, que sus necesidades estarían cubiertas, que él le dejaría las cosas resueltas. Gracias, cielo, dijo ella, sin saber exactamente ni cómo ni cuándo haría él eso, pero comprendiendo el significado básico, esto es, que se hallaba en una situación destinada a no durar. A la mañana siguiente llevó todos sus dibujos para las tarjetas de felicitación a una imprenta situada en las afueras de la ciudad y dedicó dos horas a tomar decisiones sobre el material que quería, el diseño, los tipos de letra, las cantidades que se imprimirían de cada una y demás. Era un negocio de verdad, pese a que no tenía ni la menor idea de quién distribuiría las tarjetas y menos aún de quién las compraría. Paso a paso, se dijo en el taxi de regreso a casa. Paso a paso.

Al cabo de una semana, sonó el teléfono justo cuando se levantaban y Sal le dijo que se vistiera rápidamente y fuera a desayunar a la cafetería porque iba a tener una reunión allí con unos hombres. Ella le respondió que no se preocupara, que se encerraría en el dormitorio con una taza de café y el Sun para no estorbar. No discutas, gritó él, y le tiró un vestido a la cara. Ella se quedó sin habla: Sal nunca le había levantado la voz. Mientras esperaba el ascensor, se abrieron las puertas y salieron ellos, los hombres con quienes iba a reunirse Sal. Jolene los vio y ellos la vieron a ella. Esos hombres eran dos y, como tantos hombres en Las Vegas, parecían no haber sentido nunca el sol en la cara.

Pero en la cafetería cayó en la cuenta. De pronto le entró una sensación de frío y se le revolvió el estómago. Corrió al lavabo y se sentó allí con un sudor frío. Se suponía que esas historias que una oía nunca irrumpían en la vida de una.

¿Cuánto tiempo pasó allí sentada? Cuando reunió valor para salir y luego para abandonar la cafetería y entrar en el vestíbulo, vio una ambulancia ante la entrada. Se detuvo entre la multitud allí congregada y vio las puertas del ascensor abiertas y a alguien tumbado en una camilla, transportado por el vestíbulo con una mascarilla de oxígeno en la cara y conectado a un gotero.

Enseguida todo el mundo coincidió en que aquel hombre era Sal Fontaine. Menos claro estaba qué le había ocurrido exactamente. Al final, un agente de policía que pasaba por ahí dijo que había sido un infarto. Un infarto.

Ella ni siquiera había cogido el bolso, sólo llevaba encima el vestido corto naranja estampado y las sandalias. Ni siquiera se había maquillado. Jolene no tenía nada, nada. Vio el nombre del hospital en la ambulancia cuando arrancó y decidió subir a la suite para cambiarse y acudir en taxi al hospital, pero no podía moverse. Subió por la escalera de caracol hasta el entresuelo y allí se sentó en un sillón con las manos entre las rodillas. Finalmente se armó de valor para regresar al ático. Si había sido un infarto, ¿qué hacían allí la policía y las cámaras de televisión? El mundo entero se agolpaba en el rellano y la puerta del apartamento estaba precintada con cinta amarilla y custodiada y todo quedaba fuera de su alcance: el señor Sal Fontaine, y toda su ropa, también su gargantilla de diamantes y el dinero que él le había ido dando.

Tenía más de mil dólares en el cajón de su mesilla de noche. Sabía que con el tiempo podría reclamarlos si estaba dispuesta a dejarse interrogar por la policía, pero nada de lo que pudiera sucederle sería tan malo como lo que le sucedería si asumía ese riesgo. Aun cuando no les dijera nada, ¿qué efecto tendría Sal’s Line en las posibilidades de que ella llegara a su decimonoveno cumpleaños que, casualmente, era al día siguiente? Él no estaba allí para decírselo.

Y así es como cambia la vida, igual que azota el rayo: en un instante lo que era ya no es lo que es y te encuentras sentado en una roca al borde del desierto, con la esperanza de que pase un autobús y se compadezca de ti antes de que te encuentren allí muerta como un animal cualquiera atropellado en el asfalto.


Al cabo de dos años, Jolene vivía sola en Tulsa, Oklahoma. Un camionero le había contado, en un restaurante de carretera del norte de Texas, donde ella servía mesas, que Tulsa era una ciudad próspera sin población suficiente para todos los puestos de trabajo. Había cogido una habitación en un hotel residencia para mujeres y encontrado un primer empleo, a media jornada, en la biblioteca pública, para colocar libros en las estanterías, y luego otro a jornada completa como recepcionista en una empresa que alquilaba equipos de extracción petrolífera. Hacía tiempo que no estaba con ningún hombre, pero eso tenía su lado bueno. Le sorprendió lo agradable que podía ser la vida cuando una estaba sola. Le gustaba cómo se sentía al pasear por la calle o sentarse tras un escritorio. Independiente. Sin ninguna exigencia en su interior. He madurado, se dijo. He madurado.

Para embolsarse unos dólares más, trabajaba al final de la jornada para un servicio de cáterin que la llamaba a veces. Tuvo que invertir en el uniforme —blusa blanca, pantalón negro y zapatos de salón negros—, pero cada vez que la llamaban ella ganaba sesenta dólares por tres horas. Llevaba el pelo recogido en una sola trenza que le caía por la espalda y mantenía la mirada baja como le habían indicado; aun así, consiguió ver a gran parte de la flor y nata de Tulsa.

Una noche servía champán en una bandeja en una fiesta privada cuando apareció ante ella un individuo de metro ochenta y pelo secado con secador. Un hombre atractivo y él lo sabía. Cogió una copa de champán, se la bebió, cogió otra y la siguió a la cocina. No le sonsacó nada salvo su nombre, pero la localizó a través de la empresa de cáterin y le mandó flores con una nota, firmada por Brad G. Benton, donde la invitaba a cenar. Jamás en su vida le había pasado algo así.

Se compró un vestido y fue a cenar con Brad G. Benton al club de campo, donde el mantel de hilo estaba almidonado y había copas de cristal y mullidas sillas de cuero rojo con tachones de latón. No recordaría qué comió aquella noche. Permaneció allí sentada y escuchó con las manos en el regazo. No tuvo que decir gran cosa; fue él quien habló la mayor parte del tiempo. Brad G. Benton no llegaba a los treinta y cinco años y ya era vicepresidente en una agencia de cambio y bolsa donde le daban una bonificación tras otra. No quería sólo llevársela a la cama. Dijo que, como Jesús había entrado en su corazón, para él el único buen sexo que quedaba era el sexo conyugal. Dijo Claro que para eso necesitas a alguien muy apreciado y especial, como tú, Jolene, y fijó una profunda mirada en los ojos de ella.

Al principio Jolene no se creyó qué él hablara en serio. Después de un par de citas más, comprendió que sí iba en serio. Pensaba que Brad G. Benton debía de estar loco. Por otro lado, estaban en la zona conocida como Cinturón de la Biblia; en su empleo de recepcionista, había visto a esa clase de personas supersinceras. Podían ser ricos y dedicarse a complejos negocios en todo el mundo, pero tenían auténtica fe en la palabra escrita de Dios, sin condiciones, añadidos ni salvedades. A juzgar por las apariencias, aquélla era una combinación excelente, aunque un poco extraña, como si tuvieran un pie en el consejo de dirección y otro en el cielo.

No sabes nada de mí, dijo Jolene en un esfuerzo por convencerse de su propia integridad. Espero saberlo todo pronto, respondió él desplegando una sonrisa amplia y atractiva que podría haber sido lasciva.

Se lo tenía muy creído el condenado. A ella casi le molestaba que él nunca albergara la menor duda sobre lo que ella iba a contestar. Insistió en que dejara su trabajo y se instalara en un hotel a su cargo hasta el día de la boda. Ah, ¿y cuándo será ese día?, preguntó ella en broma, pero él era un hombre fuera de control. El compromiso será en breve, respondió, poniéndole un anillo de diamantes en el dedo.

Al cabo de una semana contrajeron matrimonio en la capilla de la Primera Iglesia Metodista de Tulsa, una iglesia que parecía la catedral de Winchester. Brad G. Benton la llevó a vivir a su apartamento, un piso situado en un edificio nuevo que tenía piscina en el sótano y gimnasio en la última planta. Estaban a tal altura que veían toda la ciudad, aunque en Tulsa, Oklahoma, no había mucho que ver.

Así que una vez más había cambiado su fortuna y la pequeña Jolene era una joven esposa de la clase alta. Quería contarle a alguien este increíble giro en su vida, pero ¿a quién podía escribirle? ¿A quién? No tenía a nadie. En ese sentido, nada había cambiado, ella estaba tan sola como siempre había estado: Jolene era una forastera en tierra extraña.

Al principio las cosas fueron bien en el matrimonio, pese a que algunas de las ideas de Brad G. Benton no eran del agrado de Jolene. Era muy atlético y, tan pronto como se satisfacía en un orificio, le daba la vuelta para empezar por el otro. Además, no parecía prestar atención a la actividad artística de ella. Jolene se había comprado un caballete y había instalado un pequeño taller en lo que se había concebido como la habitación de la criada, porque la mujer india que guisaba y hacía la limpieza tenía su propia casa a la que volver cada noche. Pintaba allí y tensaba sus lienzos, iba a una clase de pintura figurativa una vez por semana donde había modelos de verdad. Le iba bien, su profesora la animaba mucho, pero Brad no veía nada de todo eso. Sencillamente no se fijaba: Brad estaba muy ocupado con su trabajo y sus sesiones de gimnasio y sus noches fuera y sus noches dentro de ella.

Resultó que Brad G. Benton provenía de una destacada familia de Tulsa. Ni un solo pariente había ido a la boda para dejarle a ella bien claro que la consideraban una muerta de hambre del Sur. Al principio ella no le concedió mayor importancia a ese gesto, pero veía en los periódicos las fotos de los miembros de aquella familia, agasajados en actos benéficos. Ponían su nombre a alas de edificios. Un día, cuando volvía después de ir de compras, miró por la ventana del taxi al pasar por delante de un bloque de oficinas de cristal con un cubo metálico gigantesco en equilibrio sobre uno de sus ángulos, de cara a la plaza, donde se leía BENTON INTERNATIONAL.

Le dijo a Brad Creía que, si no a mí, al menos te respetarían a ti. Pero él sólo se rio. Más que por sus ideales demócratas, como ella con el tiempo comprendería, él hacía cosas escandalosas porque uno de los objetivos de su vida era armar revuelo. Así captaba la atención de todos. Le encantaba dar que hablar. Brad era el espíritu de la contradicción. No se había integrado en la empresa familiar de los Benton como se esperaba de él —era un holding con negocios muy diversos entre manos— sino que se había independizado para dejar claro de qué madera estaba él hecho.

Jolene sabía que si ella quería demostrar algo a la familia Benton, si aspiraba a una mínima aceptación social en Tulsa, Oklahoma, tendría que ganárselo a pulso. Tendría que empezar a leer libros y apuntarse a uno o dos cursos de algo intelectual y, siendo paciente y manteniendo bien abiertos los ojos y los oídos, adoptar su estilo de vida, sus modales, sus formas de actuar y hablar de todos ellos. Además, asistiría a su iglesia. Por incontrolado que fuese, Brad era como su padre, lo que él llamaba un cristiano inquebrantable. Ése era el único lugar donde por fuerza debían de coincidir y, a Jolene no le cabía duda, entablar conversación. ¿Y cómo podría entonces la familia no dirigirle la palabra?

Curiosamente, estaba más guapa que nunca y Brad la llevaba una vez por semana a cenar al club de campo para lucirla. Para entonces, toda la ciudad conocía ya la historia de esta supuesta Cenicienta. Un escándalo más. A él le traía sin cuidado. A él no le preocupaba lo más mínimo, pero ella apenas se atrevía a mirar a los ojos a nadie. Una noche, sus suegros ocupaban otra mesa, a cierta distancia, con sus invitados, que parecían estar allí para servirlos en igual medida que los camareros. Brad hizo una seña —aquel gesto fue más bien como un saludo militar— y el padre asintió y reanudó la conversación.

Sin tener culpa de nada, Jolene se había metido en una situación que le amargaba la vida. No sabía qué le pasaba a aquella gente, pero ¿qué tenía ella que ver con todo aquello? Nada. Ella no contaba para nada.

Lo cierto era que ya aquella primera vez que Brad se acercó a ella en la fiesta le había parecido un bicho raro. Había entrado en la cocina, acechándola como un animal, cogiéndole la bandeja de copas vacías de las manos, y le había dicho que las pelirrojas olían distinto. Y se quedó allí olfateándola y diciendo Hummm…, sí, a leche caliente.


Después de nacer el bebé, cuando Brad G. Benton empezó a maltratarla, Jolene no pudo dejar de recordar esa primera impresión. Cualquier cosa lo sacaba de quicio. Llegó un punto en que ella no podía hacer nada, decir nada, sin que él se disparase. Empezó a pegarle, abofetearla en la cara, darle puñetazos. ¿Qué haces?, gritaba ella. ¡Para, para! Aquélla era su nueva forma de excitarse. Decía ¿Te gusta esto? ¿Te gusta? La molía a palos y luego la tiraba a la cama. Ella se acostumbró a vivir con el miedo a las palizas y al sexo contra su voluntad. Aún no sabía lo que le enseñarían en el centro de acogida: si pasa una sola vez, se acabó, te vas, pero por el momento intentaba hacer de tripas corazón. Brad G. Benton había estudiado en la universidad, procedía de una familia acaudalada y vestía bien y para Jolene era halagüeño que él se hubiera enamorado de ella, una mujer que ni siquiera había acabado la secundaria. Por otra parte, claro, las disculpas y las súplicas de perdón y las oraciones de los dos juntos en la iglesia y, por ese camino, poco a poco se convirtió en una esposa maltratada.

Sólo cuando se acabó todo, comprendió que el problema no era simplemente haber tenido el hijo; el problema eran los planes de ellos para ese hijo, los planes de la familia Benton para el niño de Jolene, su abejita de pezón. Aquel niño, al fin y al cabo, era su heredero. En cuanto se enteraron de que ella estaba embarazada, se pusieron manos a la obra. Y después del nacimiento, fueron contándole a Brad todo, poco a poco, a pequeñas dosis, le contaron todo lo que sus investigadores habían averiguado sobre la vida anterior de Jolene. Poco importó que ella hubiera intentado contar a Brad sus matrimonios, su vida en la carretera. Él nunca quiso saber nada, no tenía la menor curiosidad por ella, ninguna. Jolene había aparecido en Tulsa como una visión, la compañera sexual elegida por Dios para él, un virgen nueva y húmeda y resplandeciente de pelo rojo. Todas esas palizas eran lo que le habían contado y todas esas disculpas eran el residuo de su amor por ella. Se compadecía de él cuando podía, por lo crispado, lo desquiciado que estaba. Era como si los suyos estuvieran expulsando de las entrañas su naturaleza incontrolada, su elección de vida independiente, expulsándola como si del demonio se tratara. Esos padres poco a poco lo absorbían otra vez hacia su rectitud.

Un día Brad G. Benton apareció ante la puerta de su pequeño taller a una hora en que solía estar trabajando. Ella trazaba una cuadrícula en un lienzo tal como le habían enseñado. ¡Brad!, dijo sonriendo, pero no vio en sus ojos la menor señal de reconocimiento. De un puntapié apartó el taburete donde ella estaba sentada. Partió el caballete estampándoselo contra la rodilla, arrojó los lienzos contra la pared, arrancó los dibujos que ella había clavado allí y, luego, inmovilizándola en el suelo, le vació los tubos de pintura en la cara. Y, mientras estaba allí tirada, empezó a golpearla. Le asestó puñetazos en la cara, le asestó puñetazos en la garganta. Cuando se irguió, ella oyó su respiración, un llanto. Él se quedó un instante a su lado, le asestó un último puntapié en el costado y se marchó tal como había llegado.

Jolene se quedó allí tendida, gimiendo de dolor, incapaz de levantarse por el miedo y la conmoción hasta que se acordó de su bebé. Fue a rastras a la habitación del niño. La mujer cheroqui había oído todo y permanecía sentada junto a la cuna tapándose los ojos con la mano, pero el pequeño dormía plácidamente. Jolene se lavó la cara y, tras envolver a su abejita de pezón, se fue a rastras, con el pequeño en brazos, a ver a un médico. Le dijeron que tenía el pómulo fracturado, dos costillas rotas, contusiones en la garganta y un traumatismo renal. ¿Cómo ha ocurrido?, preguntó el médico. A ella le dio miedo decírselo y, además, el dolor no le permitía hablar, pero la enfermera de la consulta no necesitó explicación alguna. Anotó el nombre y la dirección de un centro de acogida y dijo Ve allí ahora mismo. Te pediré un taxi. Y fue así como, con su tesoro en brazos y sin nada más que lo que llevaba puesto, Jolene abandonó su matrimonio.

No soportaba estar en el centro de acogida, un lugar donde todas esas mujeres endebles buscaban su amistad, su compañía. Jolene se negaba incluso a asistir a las sesiones de grupo. Se quedaba sola y amamantaba a abejita de pezón.

El centro de acogida le facilitó el nombre de una abogada y ella pagó una provisión de fondos. Consígame un divorcio lo antes posible, dijo a la abogada. En cuanto al dinero, me da igual, aceptaré lo que me den. Lo único que quiero es marcharme de aquí y marcharme de Tulsa, Oklahoma. Y entonces esperó y esperó y no pasó nada. Absolutamente nada. Las cosas siguieron así un tiempo. Y un día Jolene se enteró, cuando apenas le quedaba nada en la libreta de ahorros, de que la abogada la había dejado plantada. Era una mujer de cierta edad que vestía trajes de milrayas y lucía enormes aros de bronce. Puede que esté arruinada, le dijo Jolene, pero Brad G. Benton está forrado y puedo pagarle después con la pensión compensatoria o la pensión alimenticia.

No me contó que había pasado por un reformatorio, dijo la abogada. Por no hablar de un matrimonio anterior sin anular con un traficante de drogas convicto.

Jolene se quedó tan atónita que no se le ocurrió preguntar cómo se había enterado la abogada si ella no se lo había dicho.

Se enfrentaba a un marido canalla que actuaba en su propio territorio. Qué otra cosa podía esperar, las cosas podrían ir a peor y así ocurrió. Si él sabía desde el principio dónde se había escondido y si hablaba de tu a todo el mundo en la ciudad, como seguramente trataría a los mismísimos agentes de policía que se presentaron una mañana para detenerla por el secuestro ilegal de su propio hijo, a quien le quitaron de los brazos y se llevaron en un coche patrulla, a la vez que Jolene, desde otro, miraba hacia atrás sin dejar de gritar, qué podría haber ella esperado.

No quiero saber qué es legal en este país y qué no lo es, dijo Jolene al abogado de oficio que le asignaron. ¿Sabe usted lo que es que le quiten a un hijo? Tendría que vivirlo usted mismo en su propia piel para saber que es algo peor que la muerte, porque, aunque una quiera matarse, no puede permitirse ese alivio al pensar que el bienestar de su hijo está en manos de un padre enfermo que nunca le ha sonreído y que ha tenido celos de él desde el día en que nació.

Mi bebé, decía en voz alta cuando estaba sola. Mi bebé.

El niño tenía la tez y la nariz respingona y el pelo rojo zanahoria de su madre. Mamaba de ella con un conocimiento innato de lo que se esperaba de él. Era una vida totalmente nueva entre sus brazos y, por primerísima vez, que ella recordara, tenía algo que deseaba. Ella era Jolene, la madre del niño y, a partir de ese momento, ya podía creer en Dios, que hasta entonces nunca le había parecido una de las realidades de la vida.

Y ahora tenía por delante una vista por el divorcio que Brad había solicitado. Y su miserable familia estaba allí al completo: resultaba que ahora que se libraba de ella y le echaba en cara su pasado, sí quería al pequeño. Contaban con todo, hasta con el último detalle, incluido el informe médico sobre la enfermedad de transmisión sexual que le había contagiado Coco, su vida en pecado e incluso la expulsión de un trimestre en el Instituto South Sumter por fumar hierba. Aquello era pan comido: el abogado de oficio, un pipiolo, no estaba a la altura y el juez, sin dar muchas vueltas, dictaminó que ella no era apta como madre y concedió a Brad G. Benton la guardia y custodia exclusiva de su abejita de pezón.

Para colmo, estando como estaba en plena lactancia y teniendo que extraerse la leche, debió de cometer algún error, porque acabó en el hospital con una infección de estafilococos que tuvieron que drenarle, como si la leche se le hubiera agriado y vuelto verde, pero tuvo ocasión de reflexionar. Analizó sus opciones. Podía matar a Brad G. Benton —sería relativamente sencillo comprar una pistola y esperarlo—, pero, en ese caso, la familia Benton criaría al bebé. ¿Qué sentido tendría entonces aquel crimen? Podía encontrar un empleo y ver al bebé una hora un domingo de cada dos, como dictaminaba el juez, y dejar que pasara el tiempo hasta que un día, aprovechando un momento en que nadie vigilara, pudiera secuestrarlo y huir, pero lo que pasó fue que en su primera visita, Brad estaba arriba en el gimnasio y una nueva mujer india enorme acompañaba a su abejita de pezón y la madre de Brad, una bruja, se plantó de espaldas a la puerta y no permitieron a Jolene cogerlo en brazos, sólo pudo sentarse al lado de la cuna y mirarlo mientras dormía. Y pensó Si me quedo en Tulsa por cumplir con el régimen de visitas, a medida que vaya creciendo me verá como un motivo de bochorno, como una pariente pobre, eso no puedo consentirlo.


Ahora Jolene trabaja en West Hollywood dibujando a tinta para una pequeña editorial de cómics, pero ellos no los llaman cómics sino novelas gráficas, quizá porque en su mayoría no tienen nada de cómico, todas son muy serias. La gente del trabajo le cae bien, son buenos compañeros y salen juntos a comer pizza, pero el lugar donde ella vive, un estudio cerca del mercado, es sagrado para ella. Allí no puede entrar nadie por buen amigo que sea. Tiene un pequeño aparato estéreo para oír sus cedés de Keith Jarrett y enciende una vela y bebe un poco de vino y sueña con sus propios planes. Piensa que algún día, cuando tenga más experiencia, escribirá una novela gráfica sobre ella misma, La vida de Jolene.

Tiene un dibujo al pastel que hizo una vez de su preciado bebé. ¡Tan adorable! Ése es el único retrato que tiene. A veces contempla el dibujo y luego mira su propia cara en el espejo y, como él ha heredado su tez y sus rasgos, intenta dibujarlo como podría ser a su edad actual, cuatro años y medio.

Sus amigos le dicen que podría dedicarse al cine, porque aunque tenga veinticinco años aparenta menos. Y les gusta la voz que le ha quedado por gentileza de su ex marido, que se le quiebra como a Janis Joplin. Y la sonrisa sesgada que, aunque ella no lo explique, se debe a una fractura de pómulo. Así que se ha hecho unas fotos y está enviándolas a representantes profesionales.

¿Y por qué no?, se dice Jolene. ¿No podría verla su hijo en la pantalla algún día? Y cuando ella volviera a Tulsa en su Rolls-Royce, él abriría la puerta y allí estaría su madre, una estrella de cine.