BEBÉ WILSON

Empecé a salir con ella sabiendo que estaba loca y necesitada de amor. Sabía que no era una decisión sensata, pero estaba acostumbrado a que alguien me solucionara la vida. Me llegaron al alma su dulce sonrisa enamorada y sus ojos claros. Ese pelo castaño liso del que no se ocupaba, salvo para lavarlo. Y llevaba vestidos largos de algodón y andaba descalza por el centro de la ciudad. Karen. Había pasado un año entero. Y ahora había tenido la ocurrencia de hacer esto.

Vino y me lo ofreció enrollado en una manta.

¿De dónde lo has sacado?, le pregunté.

Lester, es nuestro bebé, me dijo. Se llama Jesu, porque es un niño que parece español. Será un chico moreno, melancólico y con caderas estrechas, como tú.

El niño aún tenía la cara roja del esfuerzo que había hecho para nacer y el pelo le brillaba como si le hubieran puesto pomada y unos pequeños ojos oscuros que parecían estar luchando por ver algo. En la muñeca llevaba una pulsera de plástico.

No quiero tocarlo, le dije. Devuélvelo al hospital.

¡Qué bobo eres!, dijo ella sonriendo mientras lo mecía en sus brazos. No es difícil abrazar a un niño querido.

No, Karen, me refiero a que lo devuelvas al hospital donde lo robaste.

Eso no puedo hacerlo, Lester. Sería incapaz de hacer algo así. Es mi niño recién nacido, mi cosita pequeña a la que su mamá quiere tanto que te lo doy para que sea tu hijo.

Y me sonrió con esa sonrisa suya del país de los sueños.

Movía los hombros de un lado a otro mientras le cantaba, aunque los brazos diminutos parecían estar dando respingos o saludando, pero ella no parecía darse cuenta. En el centro de los paños que le cubrían había una gota de sangre seca.

Miré el reloj. Era sólo mediodía. Si hubiera sido un día razonable, Karen tendría que estar en Nature’s Basket haciendo sus arreglos florales.

Entré en la habitación y me puse los vaqueros y una camisa limpia. Me mojé el pelo, me peiné y fui a la cocina a abrirme una cerveza.

En Crenshaw había dos hospitales, el privado, que estaba en el centro, y el del condado, que estaba a las afueras. ¿Qué más daba el hospital donde hubiera robado el niño? Podría haber sido en cualquiera de los dos. Otra posibilidad era llevarlo a la comisaría directamente, aunque eso no fuera lo más inteligente. O podría bajar, meterme en el Durango y marcharme.

En lugar de hacer una de estas cosas y convertirme por fin en una persona que toma decisiones ejecutivas, me convencí de que no sería bueno sacar bruscamente a una mujer de un estado mental tan feliz como peligroso, así que volví a intentar convencerla, como si se pudiera hacer entrar en razón a alguien que nunca estuvo demasiado cuerda para empezar y que ahora estaba totalmente desprovista de sus facultades mentales.

Esto está mal, Karen. No se puede ir por ahí robando bebés.

Pero este bebé es mío, me dijo mirándole la cara al niño. Nuestro bebé, quiero decir, Lester. Tuyo y mío. Lo he parido yo y tú lo concebiste.

Me acerqué al sofá donde ella se había sentado y volví a mirar la pulsera de plástico donde ponía «Bebé Wilson».

Yo no me llamo Wilson y tú tampoco te llamas Wilson, le dije.

Es un simple error administrativo. Jesu es el fruto de nuestro amor, Lester. Es el vínculo indisoluble con que Dios ha bendecido nuestra unión. Esto es cosa de Dios. Ya nunca podremos separarnos, porque ahora somos una familia.

Y me miró con sus ojos claros deslumbrados.

Jesu, si de verdad era él, lloraba soltando grititos y giraba la cabeza a un lado y a otro con la boca abierta y movía mucho las manos diminutas.

Siempre supe que ella me acabaría metiendo en un lío. Le había quitado importancia a su costumbre de traerme regalos robados porque eran cosas pequeñas sin valor. Un camisón bordado mexicano, aunque a mí me gusta dormir sin nada, una pinza de plata para sujetar billetes en forma de ele, por Lester, como si yo fuera un abogado de la ciudad, o una caja de música antigua, ¡por el amor de Dios!, que interpreta «Columbia, la joya del océano»2 como si alguien quisiera escucharla más de una vez. Cosas totalmente inadecuadas en caso de que fuera yo la persona para quien ella las robaba, con lo mucho que me costaba ganar bastante dinero para poder comer caliente en casa.

Karen se abrió la blusa y se puso el bebé al pecho. Por lo que pude ver, no le había cambiado de tamaño y, por supuesto, no tenía ni rastro de leche.

Me senté a su lado y señalé el mando de la televisión: dibujos animados, una reposición, un programa infantil, una reposición, un documental de naturaleza, un predicador y, por fin, encontré el telediario local. Como cabía esperar, no les había llegado la noticia todavía.


Karen, le dije, ahora mismo vuelvo. Me metí en el coche y me fui al centro, al restaurante Bluebird. Era la hora de comer, estaba hasta los topes y Brenda no parecía estar de buen humor, pero al ver la expresión de mis ojos, se tomó un descanso para salir a la puerta de atrás a fumar un pitillo. Le conté toda la historia.

Brenda sacudía la cabeza mientras la iba oyendo.

Lester, me dijo, tienes el cerebro en las pelotas. Así eres y así serás siempre.

Maldita sea, Brenda, esto no es nada que haya hecho yo, entiéndeme. ¿Te parece bonito decirme una cosa así en este momento?

Ella me miraba con los ojos entornados tras una nube de humo.

Le dije:

Antes no te importaba que tuviera el cerebro ahí, si no recuerdo mal.

Brenda no se parece a Karen en nada. Más robusta de cuerpo y alma como hecha a medida para la clientela del Bluebird, enfundada en su uniforme azul claro con el Brenda cosido en el bolsillo sobre el pecho.

¿Te has parado a pensar que el secuestro es un delito federal? me dijo. ¿Sabes que si a ese niño le pasa algo, los dos, sí, los dos, así que no me digas que no, vais a acabar…? En fin, que ahora no recuerdo si en este estado lo hacen con silla eléctrica o con un pinchazo, porque Alicia en el País de las Maravillas acabará en un manicomio, pero tú, por haberla ayudado y alentado, adiós, Charlie.

Sentí un retortijón de tripas, allí de pie al sol, con los cubos de basura del Bluebird en pleno hedor.

Ella apagó el cigarrillo con el pie, me tomó del brazo y me llevó hacia el aparcamiento.

Mira, Lester, lo primero que hay que hacer es ir al Kmart y comprar leche infantil, creo que ahora ya la venden directamente en un biberón de plástico. Sigue las instrucciones y alimenta a ese bebé para que no se muera, cosa que sucederá con toda seguridad si tú no intervienes. Y, ya que estás, hazte con un buen montón de pañales, ahora vienen con tiras ajustables, un par de pijamas o tres y un gorrito para abrigarle la cabeza, dijo alzando la vista hacia el cielo. Han dicho que va a refrescar. Y compra todo lo que veas en la sección infantil que pienses que te puede venir bien. ¿Está claro?

Asentí.

Y, luego, si resulta que no has matado a ese niño, vas y se lo devuelves a sus padres legítimos como sea, en cuanto puedas, y luego te encargas de que tu querida poetisa que vive en las nubes cargue con las culpas que le corresponden. ¿Me estás oyendo?

Asentí.

Brenda me abrió la puerta y me acompañó hasta el coche.

Y una cosa, Lester, me dijo cuando ya estaba sentado frente al volante. Si esta noche me entero por la tele de que no has logrado resolver este asunto, seré yo quien llame a la policía. ¿Te ha quedado claro?

Gracias, Brenda.

Cerró la puerta de mi coche de un portazo.

Y ni se te pase por la cabeza intentar volver a verme, Lester, cabrón, dijo.


Una vez hecho todo lo que Brenda me había dicho en cuanto a alimentación y salud, se calmaron los ánimos. No quería asustar a Karen por nada del mundo, así que me propuse ayudarla en todo lo posible. Cuando volví de la tienda, parecía haber empezado a darse cuenta de que a un bebé hay que cuidarlo. Estaba tan agradecida que me dio un abrazo y yo fingí estar tan preocupado por el niño como si fuera verdaderamente nuestro.

¿Verdad que es una monada de criatura?, dijo Karen. Parece como si nos conociera. ¡Ay, qué ricura! Mira la carita que tiene. ¡Sin duda es el bebé más bonito que he visto en mi vida!

Pasado el momento, con la casa en silencio y Karen y bebé Wilson dormidos en nuestra cama, tocaba ponerse a pensar. Me puse las noticias de las cinco para saber cómo iba el asunto.

Vaya. El jefe de la policía de Crenshaw diciendo que todo el departamento de policía de Crenshaw se hallaba en estado de alerta y desplegado por la ciudad para encontrar al niño y detener al secuestrador o secuestradores. También habían llamado al FBI.

¡Anda ya!, dije. Es que mi chica, Karen, está un poco loca. No hay por qué preocuparse, no somos secuestradores, ¡hombre!

La mujer a la que buscaban para interrogarla tenía unos veinte años, aspecto joven, raza blanca, un metro setenta, complexión delgada, pelo castaño y liso. Llevaba un ramo de flores al entrar y, cuando se le acercó una enfermera, dijo ser amiga de la señora Wilson.

¿Mi Karen era capaz de portarse con semejante frialdad?

Detrás del comisario había un empleado de hospital con gesto preocupado y, a su lado, como era previsible, la enfermera en cuestión, llorosa ahora por haber dado la espalda a la desconocida para buscar un florero.

Entonces un médico se acercó al micrófono y dijo que quien tuviera el bebé debía recordar que le habían dejado una herida abierta al cortarle el cordón umbilical. Debía mantenerse limpia y curarse con un medicamento antibacteriano y taparse con un vendaje fresco al menos una vez al día.

Bueno, eso ya lo sabía. Lo había descubierto por mi cuenta. Había encontrado una pomada antibiótica en el botiquín que compré cuando me hice una brecha en la frente y sé que hay que lavarse las manos antes de usarla. No soy imbécil. El médico dijo que al bebé se lo debía lavar con una esponja, sin meterlo en la bañera, hasta que la herida sanara. Eso también lo habría averiguado por mí mismo.

Un periodista le preguntó si se había recibido una nota pidiendo un rescate. Eso sí que me enfureció.

¡Pues claro que no, so idiota!, dije. ¿Por quién nos has tomado?

No tenemos nota de rescate. Todavía no, dijo el jefe de policía haciendo hincapié en el «todavía no», cosa que me ofendió aún más.

Entonces volvimos al estudio de televisión con el presentador de noticias guapo. Dijo que la señora Wilson, la madre, estaba sedada. Citó al señor Wilson, el padre, que decía que no lo entendía, que no eran gente de dinero, que él era un perito contable que trabajaba para ganarse la vida como todo el mundo.

Ya había visto bastante. Desperté a Karen y la metí en el Durango con el bebé y con toda la parafernalia de Kmart.

¿Pero qué pasa, Lester?, dijo Karen, que todavía estaba medio dormida. ¿Vamos a algún sitio?

Por un momento pareció asustada hasta que le puse a bebé Wilson entre los brazos. Volví a entrar en casa apresuradamente y saqué algo de ropa y cosas de aseo para nosotros dos. Luego volví a entrar corriendo otra vez y apagué las luces y cerré la puerta con llave.

Podía imaginarlos apareciendo de pronto por la carretera y por los bosques que rodeaban la casa al mismo tiempo. Vivíamos en una calle sin salida al final de un camino de tierra. Conduje hasta la carretera. Desde allí había un kilómetro y medio hasta la autopista. Entré en dirección este como para ir a Nevada, aunque no pensara ir necesariamente allí, sólo quería alejarme de la ciudad. Me sentía más seguro en la carretera aunque esperase ver aparecer un coche de policía en el retrovisor en cualquier momento.

Brenda no me preocupaba porque sabía que se lo pensaría dos veces antes de hablar, pero me parecía evidente que la policía, a poco inteligente que fuera, iría a hablar con todas las floristerías de la ciudad. Si eran los mejores agentes de Crenshaw, probablemente atarían cabos al descubrir que una empleada de Nature’s Basket llamada Karen Robileaux, de veintiséis años, no se había presentado a trabajar, pero ya no me bastaban los cálculos de probabilidades, entre otras cosas porque el FBI iba a intervenir en el caso, así que el porcentaje estaría ahora a su favor en un sesenta a cuarenta y, si lograran identificar a Karen, no podríamos proceder a la devolución anónima del bebé. Y si se plantaran en nuestra puerta antes de que yo tuviera la oportunidad de entregarlo voluntariamente, cosa que parecía probable, no habría ninguna circunstancia atenuante que un juez pudiera tener en cuenta.

Así que debíamos largarnos.


Al salir de casa, me había llevado también el bolso de Karen. Por supuesto era un diseño indio, de punto, con asa larga, cubierto de líneas en zigzag, seccionado como un mapa en tonos arena, óxido y agua. Ella no llevaba dentro lo que suelen llevar las mujeres en sus bolsos; nada de pintalabios ni polveras ni fundas de plástico para tampones ni esas cosas normales. Karen llevaba unas flores secas desmenuzadas y un paquete de pañuelos de papel y las llaves de casa y una edición barata de un libro sobre el Consejo Intergaláctico, una especie de ONU universal de civilizaciones avanzadas que al parecer intentaba enviar mensajes de paz a la Tierra. No era un libro de ficción, según me había contado Karen, que estaba pensando en hacerse representante del Consejo en la Tierra. Y dos dólares arrugados y un puñado de monedas.

Karen, ¿no tienes dinero? ¿No te han pagado esta semana?

¡Ah! Se me había olvidado. Sí, Lester, espera, dijo rebuscando en el bolsillo de su vestido. Y me dio el sobre con su paga.

Dentro estaban sus ciento veinte. Yo llevaba treinta y cinco en mi cartera. Mal asunto. Había para gasolina, comida y una noche en un motel.

Tras un par de horas en la carretera estaba empezando a tranquilizarme. Pensé que, pese a todo, no estaba enfadado con Karen. Dado su estado mental, no se la podía hacer responsable de nada. En todo caso, el culpable era yo por no haber sabido reaccionar en cuanto ella entró por la puerta con el niño. Y ahí estaba, tan confiada, sentada a mi lado con bebé Wilson en los brazos y los ojos fijos en la carretera. Ni siquiera me había preguntado adónde íbamos, tampoco podría habérselo dicho. El motor del coche parecía calmarlo a él también porque iba tranquilo en su regazo. Me invadió una sensación extraña, algo así como el orgullo del propietario, que tal vez podría comparar ahora con quedarse dormido al volante. ¡Por Dios!, menos mal que me desperté a tiempo.

Ya había anochecido, todo era desierto alrededor, la carretera plana y recta. Karen abrió la ventana y se asomó para ver las estrellas. Tuve que frenar para que a bebé Wilson no le diera el viento frío en la cara. Estiré el brazo hacia el asiento trasero y rebusqué con la mano alrededor hasta dar con el paquete de pañales. Saqué uno y le dije a Karen que lo usara como gorrillo para abrigar al niño.

—Los bebés no se ponen enfermos durante los tres primeros meses de su vida —dijo Karen—. Ni virus ni nada. Llegan directamente con un seguro que les hace Dios y que dura exactamente tres meses. ¿Sabías eso, Lester?

Pero hizo lo que le había pedido.

A medianoche conseguí tenernos a los tres metidos en un Days Inn a las afueras de Dopple City, Nevada. Así que sin tener una idea clara de nuestro destino, aquél resultó ser el lugar donde yo, inconscientemente, había querido ir.

Para cenar compré una hamburguesa, patatas fritas, alitas de pollo, un batido y, para Karen, una ensalada verde. Ella solo bebía agua. La dejé sentada en una de las camas dobles, dándole el biberón al niño. Salí a fumar y luego me subí otra vez al todoterreno.

Conocía Dopple. Era un pueblo que soñaba con ser ciudad, pero que consistía en una estación de tren y una fila de concesionarios de coches. Con eso no bastaba. De noche cualquiera podía descubrir dónde estaba Main Street simplemente con ir hacia el trozo de cielo iluminado.

Me decidí por Fortunato’s. Un casino atendido por mujeres con diminutas pajaritas negras, camisas blancas, chalecos negros y pantalones de culo apretado, un intento de darle a la ciudad un toque de elegancia. Campanas, alguien cantando con un karaoke, el ruido de fondo de un sitio de perdedores. Un sitio mafiosillo barato jugando a ser Las Vegas con un bar desprovisto y máquinas del año de la polca. Y olía, por cierto, como si hubiera un establo o una vaquería en la parte trasera.

En el baño de hombres, sobre cuyo suelo empapado algún borracho había echado la pota, me peiné cuidadosamente. Al acabar salí, me senté a la mesa de cinco dólares que me pareció más convincente y compré cincuenta dólares en fichas. Una pequeña crupier rubia con un jefe de turno justo detrás. Había cuatro barajas en el zapato, pero mi sistema no es contar las cartas. Me conformo con apostar modestamente sentado junto a un profesional del juego con una gran torre de fichas delante. Uno de esos tipos profesionales que hablan demasiado y se vuelven cada vez que ganan para ver si han reunido la audiencia que creen merecer.

En ningún momento miré a la crupier, pero de vez en cuando sonreía para mis adentros. Estaba muy tranquilo. Cuando doblaba la apuesta, si el jefe de turno se había trasladado a otra mesa, dejaba una ficha en la mesa para ella. Ella no me miraba, pero asentía mínimamente con la cabeza y sonreía sin un motivo aparente. Boca diminuta pero bien formada. Surgió una corriente de simpatía entre nosotros. No es que estuviéramos haciendo trampas, era más bien un coqueteo a través de las cartas. Cosas que pasan. Al cabo de media hora parecía haber usado el borde de su mano regordeta para apartar una de las torres de fichas del jugador forrado y deslizarla hacia mí. En ese momento me levanté porque se suponía que aquello era una diversión, nada más. Prolongarlo habría sido poco elegante, habría estropeado todo el juego entre nosotros. Le dejé veinte a ella y me llevé unos ciento veinticinco dólares limpios.

Había un trecho corto hasta la parte mexicana de la ciudad. Estaba oscuro, tranquilo, pocas farolas. Aparqué junto a la acera, bajé la ventanilla, encendí un pitillo y me quedé allí sentado fumando hasta que se acercó un chico. No tendría más de trece o catorce años. Asomó la cabeza para verme bien. Cuando le dije lo que quería comprar se fue a la parte delantera de mi coche y miró la matrícula de California. Luego desapareció por una esquina de la calle y unos minutos después una mujer que podría haber sido su madre se plantó junto a la ventana abierta de mi coche. Era corpulenta, guapetona, con la cara algo ancha y un vestido negro algo apretado, pero parecía cansada o harta. Pedía ciento cincuenta por un lote de seis, decía que era barato, eso debía reconocerlo, pero le dije con toda sinceridad que sólo tenía ciento veinticinco. Ella se quejó en español, pero luego asintió y al final me fui de allí con dos visas, dos mastercards y dos amex, una de ellas de oro.

Si aquello no eran decisiones ejecutivas, ¿qué son las decisiones ejecutivas? Cuando volví al motel estaba casi orgulloso de mí mismo. Karen se había quedado dormida con el brazo alrededor del bebé. Tenía la falda subida hasta la cadera. Era una chica rara y tal vez fuera incluso una especie de bruja joven, pero tenía las piernas más deliciosas y el trasero con las dos medialunas mejor torneadas que un hombre pudiera contemplar en su vida. Yo también estaba cansado y decidí esperar hasta el día siguiente. Validé uno de mis carnés de conducir, practiqué mi firma y me dormí en la otra cama pensando en la grandeza de este país.


Por supuesto, el problema seguía siendo infernal por absurdo que fuera mi estado de ánimo. ¿Cómo iba a conseguir apartar al pequeño de Karen sin volverla más loca de lo que ya estaba? Y, en caso de lograr hacerlo, ¿cómo podría esquivar a la policía mientras hallaba el modo de entregarlo a sus verdaderos padres? Y, por último, ¿cómo mantener a Karen fuera de los tribunales de justicia y de los periódicos que la retratarían como una persona digna del odio público, cosa que por supuesto harían conmigo también?

Y, claro, por la mañana, ella estaba tan ocupada con el bebé que para mí no tenía tiempo. Ni ganas. Todo era Jesu esto y Jesu aquello, un torrente de amor que ella soltaba sin que nada fluyera en mi dirección. Me mandó a comprar más víveres, tan poco atenta a mis sentimientos que ni siquiera tuvo la necesidad de explicar que el bebé la estaba dejando sin fuerzas, como si fuese una verdadera madre recuperándose del parto. Daba por hecho que yo lo iba a saber viendo sus movimientos, el ademán de llevarse una mano al esternón mientras se paraba a pensar, el modo como soplaba por la comisura de la boca para quitarse un mechón de pelo que le había caído encima del ojo porque tenía las dos manos ocupadas en cambiar el pañal al niño…

Es extraño lo distinta que puede ser la misma mujer en momentos distintos, incluso una loca necesitada de amor como Karen, lunáticamente obsesionada conmigo desde el primer momento en que se fijó en mí cuando entré en Nature’s Basket para comprar unas flores y mandarlas a Illinois, porque era el cumpleaños de mi madre. Ella era una chica guapa descalza bajo un vestido largo, parecía recién nacida de la tierra, envuelta en ese olor húmedo que se nota al entrar en una floristería. Karen me miró como si se hubiera quedado sin habla. Se metió el pelo tras las orejas y dijo que le gustaba que yo estuviera tan pendiente de mi madre. No le quité la ilusión. La dejé seguir pensándolo cuando, por el contrario, los veinticinco dólares que pagué por el ramo de flores eran una inversión que pensaba recuperar multiplicada por diez o por veinte cuando fuera a ver a la vieja tras dejar pasar un lapso de tiempo apropiado.

Así que después de volver con donuts y café, un yogur para Karen y esto y aquello de la farmacia, comienza a llover en Dopple City. Rayos y truenos, una improbable tormenta primaveral, ¿Y qué se le ocurre a ella sino llevarse al bebé Wilson tras el Days Inn atravesando el simulacro despoblado de jardín hasta llegar a la tierra del desierto, riendo y abrazando al pobre niño y levantando el rostro hacia el cielo para beber el agua de lluvia, sin hacer caso a lo que yo le digo y apartándome cuando intento que se ponga a cubierto? Hasta que la lluvia cesa tan repentinamente como llegó y Karen sigue ahí de pie con el pelo mojado como si se acabara de duchar y entonces dice «Mira, mi querido niño, ¿ves lo que está haciendo Dios?». Y a mí me dice «Tú también, Lester. Espera y verás, cuando acabe, donde los riachuelos dejan su huella. Ten los ojos bien abiertos, que es la pura magia del desierto lo que estás a punto de ver».

Y se refería a esas flores silvestres del desierto que se apresuran a florecer en cuanto la lluvia las estimula lo más mínimo, cosa que sucedió: pequeños pueblos de crestas azules y amarillas y blancas con pétalos y tazas diminutas en los declives, arracimados cerca de la tierra como si no quisieran arriesgarse a crecer demasiado lejos de ella, flores que de hecho no ves abrirse, aunque tengas la impresión de que han estado siempre ahí, sin que te hayas fijado en ellas.

Y, para quien disfrute de estas cosas, fue bastante bonito, pero el niño aún no veía nada, pese a que parecía mirar a su alrededor, bajo la mano que ella sostenía sobre su cabeza como un paraguas y, por un momento, tuve la ridícula sensación de notar una comunicación real entre ellos, entre aquella chica medio loca y aquel bebé robado de dos o tres días, al verlos haciendo el bobo bajo el sol, en el desierto florecido tras el Days Inn.


Los dejé allí, fui a buscar las llaves del Durango y salí a la autopista hasta llegar a un sitio de coches de segunda mano. Quería salir de Dopple City lo antes posible. Mi teoría era que había que mantenerse en movimiento y nada más. Además, no quería pagar un día más por la habitación del motel, así que teníamos que marcharnos antes de las doce del mediodía.

El Durango lo teníamos registrado a nombre de los dos, aunque lo habíamos comprado con los ahorros de Karen, a decir verdad, pero bajo mi influencia, he de añadir, ya que siempre tuve la marca Durango en alta estima.

Lo compramos usado pero en un estado razonable, con sólo ochenta mil kilómetros encima a los que yo había sumado otros treinta y dos mil, pero los neumáticos delanteros estaban casi nuevos, eso es lo que le expliqué al chico de la tienda de coches de segunda mano, inútilmente, ya que él sólo estaba dispuesto a darme setecientos cincuenta por el coche, seiscientos si lo quería en efectivo. Acepté los seiscientos. Era un ladrón bajo y rechoncho con una camisa blanca y una corbata de lazo, pero no me hizo demasiadas preguntas mientras desatornillaba las matrículas, que me entregó al acabar.

Su ayudante me acercó al alquiler de coches Southwest, a un kilómetro y medio de allí, y allí usé mi Amex Gold para hacerme con una furgoneta Windstar cuyo mayor atributo, por no decir el único, era la matrícula de Nevada.

Fue en aquella triste y reluciente furgoneta nueva, en la que en circunstancias normales no me habría dejado ver ni muerto, donde metí a mi esposa falsa y a mi hijo falso para poner rumbo al oeste, en dirección a California. No tenía ni idea de qué hacer, pero íbamos bien disfrazados en nuestro vehículo americano con el pequeño bebé adorablemente dormido en la silla para niños que le había comprado. Karen acarició la tapicería. Estaba encantada con los reposavasos de cada asiento. Aceptó la Windstar sin hacer preguntas, como hacía con cualquier misterioso movimiento por mi parte. Mi sensación general sobre la situación empezó a cambiar: tenía dinero en el bolsillo y algo de orgullo en el corazón, porque a Karen le encantaba el coche nuevo. Puso la radio y allí estábamos, yendo hacia el oeste con el sol detrás y ese gran tema de Patsy Cline, «Sweet Dreams of You», y Karen lanzándome una mirada entre divertida y astuta, extrañamente cuerda, que casi me hizo desviarme hacia el carril opuesto mientras cantábamos con Patsy «sé que esta noche debería poderte odiar en vez de soñar contigo sin parar».


Debo admitir que tuve una idea que ni había considerado ni se me había pasado por la imaginación hasta entonces: seguir la corriente de todo aquello, considerar la locura de mi chica como si fuera la mía propia y dejarme llevar por ella, como había hecho antes de que todo esto sucediera. ¿Por qué no? Bebé Wilson ya tenía un cierto carácter que me resultaba agradable. Lloraba sólo cuando no le quedaba más remedio y parecía pensativo la mayor parte del tiempo, si es que eso era posible, con toda su atención puesta en el mundo nuevo donde se hallaba, como si, al verlo todo borroso, intentase compensar ese fallo escuchando con mucho cuidado. Y aunque Karen me dijo que lo que yo había tomado por una sonrisa mientras me miraba era, de hecho, un poco de indigestión, me habría costado no devolverle la sonrisa. Karen parecía haber adquirido ese amor sabio que adquieren las mujeres desde el mismo instante en que se conviertan en madres, como si las hormonas o las sustancias químicas maternas, fueran las que fueran, hubieran empezado a operar en su interior desde el momento en que saliera tranquilamente de aquel hospital con el bebé recién nacido de otra mujer en sus brazos.

En cuanto a los Wilson, no sabía nada de ellos, salvo que el señor Wilson era contable, lo que no parecía presagiar una vida muy emocionante para este chico, que ya había visto, sin llegar a cumplir una semana de edad, dos estados y una extrañísima lluvia que rara vez ven quienes no viven en el desierto. Su bella madre putativa y legalmente chiflada había recogido una pequeña flor azul que le había puesto en la mano diminuta, cuyos dedos la habían agarrado al instante, de forma automática, por supuesto, pero aún se aferraban a ella aunque fuera profundamente dormido en su silla cuando cruzamos la frontera estatal y entramos en California.

Y todo esto, con el sol iluminando la carretera que teníamos por delante, como un camino dorado, me hizo tener la revelación de una nueva vida para mí, una vida a la que nunca había aspirado hasta entonces: yo sería el marido de alguien y el padre de alguien, un hombre de fiar, con un trabajo a tiempo completo, capaz de ganarse un lugar en el mundo para sí mismo y su familia, de manera que cuando muriera le llorarían tristemente y rezarían por su alma para agradecerle el amor y la vida respetable que él les había dado.


Un boletín especial de la radio fue como un chorro de agua fría en la cara: los padres del bebé Wilson habían recibido una carta pidiendo un rescate.

Estábamos a unos ciento sesenta kilómetros al este de Crenshaw. Paré el coche junto al arcén.

Los detalles de la carta no se habían divulgado, pero se pensaba que los Wilson tenían intención de satisfacer las exigencias del secuestrador.

¡Maldita sea!

¿Qué pasa, Lester?

¡Esto es increíble!

Golpeé el volante. El bebé se despertó y empezó a llorar. Karen se volvió, le desabrochó de la silla y lo levantó por encima del asiento, abrazándolo como si quisiera protegerlo de mí.

¡Lester, nos estás asustando!

¿No te sorprende la maldad que hay en este mundo? ¿Que haya unos asquerosos capaces de engañar a esa pobre gente para aprovecharse de su sufrimiento?

Ella se quedó callada unos minutos. Luego dijo Sí, creo que hay maldad en este mundo, pero también creo que la gente puede ser redimida. La voz se le enturbió. Apenas pudo terminar la frase. Empezó a mecer al niño en sus brazos y enseguida se le saltaron las lágrimas, con lo que ya tenía yo a los dos dando berridos.

Me bajé de la camioneta, encendí un cigarrillo y me puse a pasear de un lado a otro por la hierba. Pasó un coche a toda velocidad, haciendo estremecer a nuestra camioneta. Luego pasó otro. Ojalá hubiera ido yo en uno de esos coches. Había unos matojos de alguna hortaliza verde pegados al suelo tras la valla y parecían formar una línea de muchos kilómetros. Ojalá hubiera sido yo el campesino que vivía aquí, en mitad de la nada, cultivando en silencio su lucrativa cosecha, fuera la que fuera, espinacas o coliflor o alguna otra maldita verdura indigesta. Hubiera querido ser cualquiera menos yo y estar en cualquier lugar menos allí donde estaba. ¿Qué podía hacer yo, dadas las circunstancias?

Le indiqué por señas que bajara la ventanilla.

¿Se te ha ocurrido pensar, Karen, que eres tú quien les ha dado esa oportunidad?

Mis estrategias diplomáticas se desvanecieron. Toda la rabia que tenía reprimida se desparramó en cascada sobre esta chica patética y triste que mecía al bebé en sus brazos. Sus pálidos ojos enrojecidos se agrandaron conforme las lágrimas le rodaban por las mejillas.

Sí, has provocado algo realmente grandioso, ¿lo sabías?, le dije. Has instigado a otros a hacer el mal, Karen Robileaux. Y no sólo a ese asqueroso o a esos asquerosos. Supongamos que realmente estuvieran en posesión del bebé. ¿Sería conveniente para la seguridad del bebé hacer público por todo el país que hay una carta pidiendo un rescate? Por supuesto que no. ¿Cómo va el asqueroso a fiarse de ellos ahora, de los pobres padres, si piensa que han contado a todo el mundo el contenido de su carta? ¿Cómo reaccionarías tú, dadas las circunstancias, si no pudieras confiar en que los padres negociarán sin llamar a la policía, al FBI y a los medios de comunicación? ¡Me refiero a esta maldita emisora de Los Ángeles! ¡Sí, Los Ángeles! Les importa una mierda si el bebé aparece muerto o no. Sólo quieren que la gente los escuche para poder vender su publicidad. Están felices de traicionar un secreto tan delicado. ¡Están orgullosos de ser tan buenos periodistas! ¡Así que el mal viaja en todas las direcciones, Karen, como las ondas de radio desde una antena!

Él no le puede hacer nada a este bebé, sollozó. Ninguno de ellos puede. Este bebé no lo tiene él. Lo tengo yo, dijo besando fervorosamente al niño en las mejillas, en la cabeza, en todos los sitios que estaban sin cubrir.

Bueno, tal vez no, dije más tranquilo, pero ¿eso cómo lo saben los Wilson? Él ya les habrá estafado cuando descubran que se trata de un timador y un ladrón y que ellos son quién sabe cuántos miles de dólares más pobres. Y no sólo eso, dije pensando en voz alta. Ahora todo el mundo piensa que tienes un cómplice, un cómplice masculino, porque ninguna mujer que roba un niño sola lo hace para pedir un rescate.

Karen abrió la puerta, salió de la camioneta, me dio al bebé Wilson y se alejó de la carretera hasta llegar a un árbol y se levantó el vestido y se puso en cuclillas para hacer pis.

No lo había tenido en brazos hasta entonces. Era un hombrecillo caliente. El corazón le latía con fuerza y se retorcía para ver quién lo sostenía. Y había dejado de llorar.

Cuando Karen regresó, recuperó al bebé Wilson, subió a la furgoneta y se quedó ahí sentada, mirando al frente con el ceño fruncido. Ella también había dejado de llorar. Era como si estuviera esperando a que el coche se moviera, como si realmente no necesitara un conductor que se sentara a su lado y metiera la llave en el contacto.


Al cabo de unos kilómetros, me detuve a las afueras de un pueblo, en una gasolinera con una tienda. Compré unas botellas de agua y le di una a Karen a modo de ofrenda de paz. Sin mirarme, la aceptó. Compré los periódicos que tenían, uno local, otro de Los Ángeles y el último de San Diego. En todos aparecía la historia y derrochaban emoción. Cada artículo venía con un retrato robot de la policía, alguien que se parecía a Karen pero con las orejas más grandes y la boca más fina y los ojos trasplantados de otra persona. Por una parte no se parecía nada y, por otra, se parecía demasiado para poder estar tranquilos.

Tiré los periódicos a una papelera. No había necesidad de mostrarle nada para convencerla de nada. En lo que a mí se refería, ella no tenía voz en el asunto. Seguimos adelante y aquello resultó ser un pueblo grande y pulcro, con buenos árboles dando sombra a las calles y con las tiendas bien puestas, para no ofender a los ojos. No había nadie a la vista, como si todos los vecinos, incluida la policía, estuvieran echando la siesta.

Entonces fue cuando tuve la idea: si la historia estaba en todos los periódicos, si la noticia se sabía en todo el maldito estado, ¿qué importaba dónde dejáramos al bebé Wilson? Y pensé ¿por qué no dejarlo aquí? Y, si no es ahora, ¿cuándo?

Miré a derecha e izquierda mientras me iba parando en cada esquina, hasta que vi algo similar a lo que buscaba, una bonita iglesia de estuco blanco con un techo de tejas rojas tipo barril. Era una iglesia católica tan cuidada como todo lo demás en aquella ciudad. En el campanario de estuco había un relieve de Cristo en la cruz. No logro recordar el santo que daba nombre a la iglesia y también el nombre de la ciudad se me escapa porque fue un momento de tan intensa fatalidad que los detalles del lugar permanecen en mi mente apenas como impresiones corporales. Recuerdo el sol dándome en el cuello mientras llevaba la silla del coche por las asas como una bolsa de viaje portátil para el bebé. Y después de que Karen hubiera pasado allí un par de minutos, recuerdo las instrucciones que le di de antemano, mientras estábamos en la camioneta con el motor en marcha en un aparcamiento perfectamente organizado y aunque teníamos puesto el aire acondicionado, noté el sudor que me caía por el esternón.

Era muy curioso que ella pareciera estar tan dispuesta como yo, como si en algún lugar, en algún momento, no sabía cuándo ni cómo, hubiéramos hecho contacto magnético. Como si nunca hubiera sucedido nada contrario al hecho de estar los dos en nuestro sano juicio y sincronizados en el pensamiento. Así que experimenté una sensación de extrañeza al darme cuenta, mirándola, de que estaba enamorado de Karen Robileaux. La amaba. La sensación simplemente se apoderó de mí, una increíble catarata de alegría desbordante que se arremolinó en mi garganta y parecía querer salir por los ojos. Estaba enamorado de ella. Su fragilidad era fortaleza. Su rareza era mística. Y fue aún más extraño escuchar en mi mente, por fin, lo que ella me había estado diciendo una y otra vez antes de suceder todo esto, que me adoraba y que me quería de todas las maneras que las personas relacionan con el amor. Era una unión que debía de ser cierta si daba tanto miedo. Por supuesto que no le dije nada, yo no me declaré. Tampoco tenía por qué hacerlo. Ella lo sabía. Nuestra intimidad estaba en el hecho de conspirar juntos mientras ella atendía a lo que yo le estaba diciendo mirándome con sus pálidos ojos de loba, tanto que, cuando ella se bajó del coche y subió por las escaleras de la iglesia, me pregunté si esto no habría sido realmente su plan y si me había llevado a este momento como yo creía haberla llevado a ella, porque recuerdo que su único problema era técnico, cuando uno habría esperado una resistencia mucho mayor.

Lester, dijo. No sé las palabras adecuadas para confesar.

Tranquila, le dije. Sólo tienes que ir allí y sentarte en esa caja que tienen. La tienen a la vista, a un lado. No tienes que ser católica para que te escuchen. Cuando te oiga, el sacerdote se sentará al otro lado de la celosía y entonces le dices que quieres confesar algo. Y te escuchará y nunca contará tu secreto a nadie, porque quedará entre los dos. Y tú no tienes que santiguarte ni nada, él te dirá lo que tienes que hacer si tú se lo planteas como si estuvieras pidiéndole consejo. Quiero decir que ya sabes lo que te va a decir. Y le darás las gracias y lo harás sinceramente, tal vez agradezcas también a Dios que haya personas que se ganen la vida haciendo eso.

¿Y qué hará entonces?

Pues mira, estoy convencido de que los sacerdotes leen los periódicos y ven la televisión como todo el mundo, así que sabrá de qué bebé le estás hablando. Te dirá ¿y dónde está el bebé Wilson ahora? Y tú dirás padre, el bebé está aquí. Lo encontrará en su bolsa de viaje junto a la puerta principal. Y en una bolsa de papel están su leche y los pañales y un tubo de antibiótico para el ombligo.

Y, cuando él se levante y eche a correr por el pasillo, sales sigilosamente por la puerta lateral y llegas aquí donde estamos aparcados.

Karen es una mujer valiente. Siempre ha sido valiente y nunca mostró tanto valor como en aquel momento. Entró allí con la falda siguiendo el vaivén de sus encantadoras caderas y el pelo también balanceándose de lado a lado y atado en una cola de caballo dada la solemnidad de la ocasión. Y, por la misma razón, calzaba un par de sandalias, en vez de ir descalza como solía.

Pero antes de respirar hondo y bajarse de la Windstar, se quedó con el bebé en los brazos y le acarició la cabecita y deslizó la punta de los dedos por su pelo negro mientras él la miraba impasible hasta que ella apartó la mirada. Y entonces Karen me lo entregó con delicadeza, como una amiga de la madre a quien se ha concedido el breve privilegio de tener en brazos al hijo de otra mujer.


Aquel día, ya de regreso, lo pasó dormida en el asiento trasero, acurrucada con las manos debajo de la barbilla. Decidí ir hacia el norte, manteniéndome fuera de las autopistas la mayor parte del tiempo. Al caer la noche entré en un motel y ella fue derecha del coche a la cama, donde se metió bajo las sábanas y volvió a dormirse inmediatamente. Para evitar la posibilidad de que se despertara a ver la televisión, la desconecté y doble el enchufe antes de ir al restaurante para ver la televisión que tenían en la barra. El señor y la señora Wilson salían abrazando a su bebé y riendo entre lágrimas. No eran un matrimonio joven, los dos eran más bien corpulentos y la panza del señor Wilson me hizo pensar que nunca debía dejarme llevar de esa manera. Y resultó que tenían otros seis niños de distintos tamaños que se colocaron alrededor del sofá y miraron a la cámara con la que reconocí como la misma quietud inexpresiva del propio bebé Wilson.

Mientras tanto, un locutor contaba la historia de la devolución y citaba al señor Wilson diciendo que él y su esposa estaban tan felices que habían perdonado a quien hubiera secuestrado a su hijo, pero antes de poder soltar un suspiro de alivio, la cámara enfocó a la agente del FBI encargada de la investigación, que dijo que iban a continuar con la búsqueda porque, independientemente de los resultados, se había cometido un delito federal y en ningún caso dependía de los Wilson decidir si se debía enjuiciar o no. Y luego otra toma del retrato robot de Karen.

En la tienda de regalos compré un par de gafas de sol y una gorra de béisbol de los Angels. Nos levantamos al amanecer y nos marchamos. Mientras cruzábamos California, Karen no se quitó las gafas y llevó la gorra con el pelo metido dentro. Usé las tarjetas de crédito con moderación, nunca más de una vez cada una hasta llegar a la última, que me atreví a usar en un par de ocasiones, pero después la tiré a la basura porque no quería tentar a la suerte y, al final, nos quedamos con nuestros mermados fondos en efectivo.

En San Francisco aparqué a Karen en una sala de cine y me fui a Noe Street para ver si Fran aún vivía allí. Estaba en casa. Al abrir la puerta dijo ¡caramba, vaya sorpresa!

Fran no era de las que guardan rencor. Era una espléndida cantante que se ganaba la vida en los clubes. Tenía una compañera de piso, una mujer mayor de aspecto fibroso, que tuvo el tacto de excusarse para hacer un recado, probablemente en su bar preferido. Pasé en casa de Frannie casi las dos horas que dura una película y luego ella me acompañó al cajero automático de un supermercado. Al marcharme juré que le pagaría su generosidad al completo. Supe que no me había creído, porque se echó a reír de buen corazón y dijo que tiempo al tiempo y, al volverme para despedirme con la mano antes de doblar la esquina la vi sonreír mientras sacudía la cabeza.

Justo antes de llegar a la frontera de Oregón, quité las matrículas de Nevada del Windstar y las sustituí por las antiguas de California del Durango.

En Seattle tomamos el transbordador a Canadá y fuimos de pie junto a la barandilla envueltos en la niebla gris y verde de aquel día, con las sirenas sonando sobre el agua y el olor a mar y las gaviotas apareciendo y desapareciendo en la mala visibilidad. A Karen le gustaba esta parte del viaje. Había una nueva paz entre nosotros y ella me agarraba el brazo con las dos manos como una ferviente esposa.

En el hotel de Vancouver volvimos a hacer el amor como en nuestros primeros días juntos y aquello fue pura acción. Ella parecía haber cobrado una nueva vida, pensé al reflexionar sobre nuestros últimos meses juntos, cuando ella había estado más alejada de mí de lo que habría querido admitir.

Al igual que todas las ciudades de Canadá que yo he visto, Vancouver está reluciente de limpia: edificios de oficinas de cristal del color del cielo, el puerto lleno de yates y lanchas con sus banderas al viento, el centro de la ciudad sin basura de ningún tipo por las calles, todo el mundo yendo a lo suyo para no molestar a nadie. No es un sitio donde apetezca instalarse mucho tiempo, pero se encuentran cosas si se busca bien y me topé con un hombre metido en el negocio de importación-exportación que se comprometió a quitarme la Windstar de encima y, si estaba dispuesto a darme tres mil dólares americanos por ella, era porque iba a sacarse al menos diez en el otro extremo.

Luego le compré a Karen un anillo de compromiso de ópalo y un anillo de boda por mil dólares canadienses, aunque no nos casamos legalmente hasta que nos acomodamos en esta ciudad de Alaska donde a ella no la conocen como Karen Robileaux sino como la señora Lester Romanowski. Lo cierto es que, dada su condición, ella apenas pasea por la ciudad, por lo que casi nadie la conoce, pero prefiere quedarse ahí arriba en nuestra cabaña alquilada y se ocupa del jardín y cocina cosas ricas, no sólo para mí sino para ella, ya que ella está comiendo para dos, mientras que yo estoy trabajando abajo, al nivel del mar, entre las montañas y la costa, donde se amontona la ciudad.

Tengo varios trabajos. Uno consiste en fregar ollas y sartenes en un restaurante pretencioso que hay cerca de la frontera, donde el menú de hamburguesas gigantes está escrito en pizarras y el camarero tiene una barba roja y lleva una camisa de leñador con las mangas enrolladas y el suelo está cubierto de serrín. También conduzco un autobús escolar a primera hora y a media tarde. Otro trabajo, cuando me toca, es la cadena de limpieza donde se maneja el pescado de los barcos, un trabajo pesado y peligroso por lo resbaladizo del entorno que requiere llevar un delantal de goma y guantes y botas hasta la cadera y darse una ducha y ponerse un buen desodorante al acabar el turno.

Justo ahora me ha salido un buen trabajo para el fin de semana. Me pongo un divertido disfraz de oso y doy la bienvenida a los pasajeros de los cruceros según van bajando por la pasarela. Lo hago porque a) nadie me reconoce con ese ridículo traje y b) me da la oportunidad de acercarme a los barcos sin llamar la atención sobre mi persona. Bailo con las damas un poco y las hago reír al posar con ellas para la fotografía que inmortalizará su histórica visita a Alaska.

En mi día libre, Karen y yo hemos encontrado un lugar donde ver a los osos pescar en los bajíos para procurarse su cena de salmón. En el bosque hay un montón de pájaros ocupados y, por la noche, alrededor de nuestra cabaña susurran animales que no me levanto de la cama para identificar. Todas las mañanas vemos entre las copas de los árboles el águila calva que vive en lo alto de la ladera y que disfruta dejándose aupar por las corrientes térmicas.

Por una razón u otra, la mayoría de las personas que viven aquí no acaban de encajar en los otros estados, así que nadie hace demasiadas preguntas. Todos los individuos a quienes he conocido aquí suelen actuar como si tuvieran grandes planes, lo que sin duda me conviene. Estoy empezando a pensar que mi gran plan tendrá algo que ver con esos cruceros. Navegan a diario y luego dejan que sus cascos interminables descansen en el muelle. Los turistas bajan en cascada por las pasarelas e inundan las calles. Son, junto con el pescado, lo que mantiene viva la economía de esta región, pero buena parte del dinero se queda a bordo, en las mesas de juego, así que estoy pensando que quizá pueda hacerme pasar por un pasajero, hacer un crucero nocturno hasta la siguiente escala y volver rico al día siguiente. No sé, el modus operandi está ahí, es sólo cuestión de tiempo descubrirlo.

Karen me abraza cuando llego a casa y siempre tiene una buena cena preparada y se sienta a la mesa con la barbilla en la mano y me mira mientras como. Por supuesto, alaba al hombre nuevo en que me he convertido y, al ser una persona que no ha estado exenta de sus propias ideas audaces, sabe que estoy alerta y listo para captar la inspiración, pero no tiene la mente para nada salvo el bebé que crece en su interior. Estos días tiene una sonrisa satisfecha, mi joven esposa. Nadie que la vea por primera vez pensaría que pudiera no estar cuerda. Anoche dijo que espera que no me importe haberlo decidido sin consultarlo, pero que se ha acostumbrado al nombre de Jesu y así es como se llamará.