Cuando Betty me dijo que esa noche se iba con Walter John Harmon, no me inmuté o, al menos, eso me pareció, pero ella me miró a los ojos y debió de ver algo: una ligera pérdida de vitalidad, un momentáneo apagamiento de la expresión. Y comprendió que, pese a todas mis horas de estudio y mis denodados esfuerzos, el séptimo logro todavía no estaba a mi alcance.
Queridísimo mío, dijo ella, no te desanimes. Para los hombres es más difícil. Walter John Harmon lo sabe y elogia tu lucha. Puedes ir a verlo si lo deseas, es prerrogativa de los maridos.
No, dije, estoy bien.
Cuando ella se fue, salí a pasear por los prados bajo la luz crepuscular. Éste es un paisaje hermoso, un amplio valle ondulado con arroyos y charcas naturales y sin ninguna luz terrestre que eclipse las estrellas o las luces en movimiento de los aviones a reacción entre ellas. Aquí es donde se asentará la Ciudad Santa. La comunidad ha reunido en sólo dos años las parcelas de este valle. Llevé algún que otro caso de derecho inmobiliario allá en Charlotte y me enorgullece decir que mi participación en esta hazaña no ha sido pequeña. Raya en el milagro que Walter John Harmon, con la naturalidad que le es propia, haya atraído a su profecía a tantos de nosotros. Y que hayamos entregado todo lo que poseemos, no a él, sino a la exigencia que llega a través de él. No somos idiotas. No somos víctimas de una secta. En muchas partes se ríen de nosotros por seguir como si fuera un profeta de Dios a un mecánico al que en la adolescencia encarcelaron por robo de coches, pero este hombre bendito ha revolucionado nuestras vidas. Desde el primer momento que estuve en su presencia sentí determinación en mi alma. De pronto todo se hallaba en orden. Yo era quien era. Es difícil de explicar. Vi oscurecerse el mundo exterior, como en el negativo de una película, pero yo estaba en la luz. Y en sus ojos pareció establecerse que la bendición había recaído en mí. Walter tiene unos ojos de color azul claro tan hundidos bajo el puente de las cejas que los iris quedan tapados en su parte superior, como medias lunas. Es casi una mirada escalofriante la que sientes posada en ti, tan delicada como serlo pueda algo no de este mundo sino inefable, expresión de Dios, como la mirada de un animal.
Fui consciente, pues, del fallo en mí cuando esa noche Betty fue emplazada para la purificación. Walter está a un nivel por encima de la lujuria. Eso es obvio, ya que todas las esposas, incluso las menos agraciadas, participan de su comunión. Su ministerio anula las fornicaciones de la sociedad secular. Betty y yo, por ejemplo, hicimos el amor muchas veces antes de casarnos. Y los niños de la comunidad, los niños de blanco, criaturas que no han conocido el pecado carnal, no están autorizados a mirar a Walter John Harmon, por miedo a que él infunda en ellos un estado de confusión. Son las preciadas criaturas vírgenes, niños y niñas, cuyo canto proporciona tal júbilo a Walter. Él no les habla, por supuesto, sino que sonríe y cierra esos extraordinarios ojos de los que caen las lágrimas como lluvia por el cristal de una ventana.
Betty y yo conocimos la existencia de Walter John Harmon a través de Internet. De pronto me encontré leyendo un blog de alguien, cómo llegué ahí es algo que no recuerdo. Ahora lo veo como Su primera llamada, ya que en este mundo obra de Dios no hay nada que carezca de significación. Llamé a Betty y ella vino a mi despacho y, juntos, leímos acerca del extraordinario suceso del tornado ocurrido el año anterior en la localidad de Fremont, al oeste de Kansas. Navegué abriendo varios vínculos: todos eran de esa población y todos contaban la misma historia. Accedí a los archivos de la prensa regional y confirmé que por esas fechas se habían producido sucesivos tornados a lo largo y ancho del estado y que uno especialmente destructivo embistió Fremont de pleno, pero, aparte de eso, ningún artículo recogía el hecho clave. Ni siquiera el Sun-Ledger de Fremont contenía una crónica de ese episodio inexplicable del ciclón que atravesó el centro del pueblo, levantando coches en el aire, haciendo añicos los escaparates de las tiendas, arrancando las casas de sus cimientos y, entre otros desastres, incendiando la gasolina y el aceite encharcados en el suelo del taller mecánico de la gasolinera Getty situada en la esquina de las calles Railroad y Division, donde Walter John Harmon trabajaba.
He reconstruido en mi cabeza una versión de lo que ocurrió, a partir de los blogs y de lo que después hemos oído contar a los vecinos del pueblo que presenciaron tal o cual momento concreto y que siguieron a Walter en su ministerio y son ahora patriarcas de la comunidad. Nadie ha podido convencer al propio Walter John Harmon para que escriba un testimonio, ni él ha permitido que se escriba nada en forma documental. No es hora de eso, dice. Y luego Quizá nunca sea hora, porque el día que flaqueemos y nos apartemos del camino, entonces será la hora. De hecho, en la comunidad no se escribe nada. Los ideales, los imperativos, las misiones y las obligaciones se transmiten de viva voz y, una vez expresados por el profeta, se comunican y recuerdan con la oración diaria. Los milagros del tornado se conservan en nuestra imaginación y hablamos de ellos entre nosotros durante nuestra jornada laboral o en las reuniones sociales para que, con el paso de los años, haya consenso acerca de la verdad íntima y la autoridad de ésta sea incuestionable.
Cuando él estaba allí junto al charco de fuego, se elevaron y giraron en el interior del embudo negro primero las puertas del garaje y luego el techo y las paredes desplomadas. Sólo Walter John Harmon permaneció donde estaba y luego inició un lento ascenso, de pie como estaba, y giró con un giro lento, sereno y en silencio, los brazos abiertos de par en par en medio de la estridencia negra, con los objetos de nuestras vidas arremolinándose en el remolino por encima de él: guardabarros de coche y máquinas de la lavandería, sombreros y abrigos y pantalones, mesas, colchones, platos y cuchillos y tenedores, televisores y ordenadores, todos malévolamente vivos en el aullido negro. Y de pronto un niño voló hasta el brazo izquierdo de Walter John Harmon y otro cayó en su brazo derecho y él los sostuvo firmemente y descendió al suelo allí donde antes estaba. Y entonces el temido viento que corta la respiración desapareció, dispersándose a sí mismo con su fuerza. Y los campos en los aledaños del pueblo quedaron salpicados de muertos y moribundos en medio de sus posesiones. En cambio, el charco de fuego en el garaje Getty no era más que un círculo de cemento ennegrecido y el sol lucía como si nunca hubiese habido tornado y las madres de aquellos dos niños se acercaron corriendo y los encontraron magullados y sangrantes y llorosos pero vivos. Sólo entonces empezó Walter John Harmon a respirar de nuevo, pese a permanecer donde estaba, incapaz de moverse como si se hallara en trance, hasta que se desplomó y perdió el conocimiento.
Todo esto consta en el consenso. Otros elementos del milagro aún son objeto de debate en la comunidad y supongo que se encuentran en el apartado de historias apócrifas. Uno de los patriarcas, Ansel Bernes, antes dueño de una tienda de ropa, afirma que siete farolas de mercurio del paseo del barrio comercial de Fremont se encendieron y permanecieron encendidas durante el tornado. Esto no puedo aceptarlo plenamente. Según el Sun-Ledger, el apagón en Fremont fue total. La compañía local tardó dos días en devolver el suministro a todo el pueblo.
Cuando llegamos aquí, Betty y yo llevábamos doce años casados, sin el fruto de los hijos. Uno de los atractivos de la comunidad es que somos todos padres de todos los niños. Mientras que los adultos viven en sus propias zonas claramente delimitadas, como en el mundo exterior, los niños conviven juntos en la casa principal. En la actualidad somos ciento diez, con un tesoro humano de setenta y ocho niños, de edades comprendidas entre los dos y los quince años.
Salvo por la casa principal, en su día fue un retiro para monjas ancianas de la fe católica, a la que añadimos un ala nueva, todos los edificios de la comunidad fueron construidos por los miembros conforme a las indicaciones de Walter John Harmon. Para las casas de los adultos exigió estructuras cuadradas, en forma de caja, con tejado a dos aguas, cada una con dos apartamentos de dos habitaciones. Su propia residencia es un poco más amplia, con mansarda en el tejado, lo que le da cierto aspecto de granero. Todos los edificios del complejo están pintados de blanco; no se permiten colores en el exterior ni en el interior. No puede haber elementos metálicos: los marcos de las ventanas son de madera, el agua se acarrea a mano desde los pozos, no hay tuberías interiores y las duchas comunales, las de los hombres y las de las mujeres, están instaladas improvisadamente en tiendas de campaña. Walter John Harmon ha dicho Elogiamos lo temporal, valoramos lo transitorio, ya que no puede existir comparación con lo que vendrá que no sea un acto irreverente.
Pero en la sala de trabajo del ala nueva de la casa principal tenemos ordenadores, faxes, fotocopiadoras y demás, alimentados por un generador de gasolina situado detrás del edificio, aunque nos proponemos pasar a las placas solares en cuanto sea oportuno. También hay archivadores metálicos. Todo ello por dispensa, ya que, lamentablemente, nos vemos obligados a mantener trato con el mundo exterior. Hacemos frente a los desafíos jurídicos de los funcionarios del estado y el condado y debemos responder a los pleitos privados interpuestos por parientes desconsiderados u oportunistas de algunos miembros de nuestra familia, pero sólo los abogados de la comunidad y el patriarca Rafael Altman, nuestro director financiero y censor jurado de cuentas, sus contables y las administrativas podemos entrar en ese espacio. Tres somos abogados y, después de las oraciones matutinas, vamos a trabajar como cualquier otro. Por dispensa, poseemos los atributos de la profesión jurídica: trajes, camisas, corbatas, zapatos brillantes, que nos ponemos para aquellas ocasiones en las que debemos reunirnos con nuestros homólogos en el mundo exterior. Nos llevan en carreta hasta la verja al pie del camino pavimentado a unos tres kilómetros de distancia. Allí podemos elegir entre tres todoterrenos aparcados, aunque nunca el Hummer. El Hummer se reserva para Walter John Harmon. Él no hace proselitismo, pero sí programa reuniones espirituales en el exterior. O asiste a conferencias ecuménicas o conferencias eruditas sobre tal o cual tema religioso o social. Nunca lo invitan a participar, pero su presencia es ya de por sí bastante elocuente, allí sentado en silencio entre el público con su túnica, la cabeza gacha, la cara casi oculta tras el pelo caído y las manos entrelazadas bajo el mentón.
A la mañana siguiente, Betty regresó temprano, con ella entró el sol por la puerta y yo la recibí con un abrazo. Y fue un abrazo sincero: me encanta ver su cara por la mañana. Es muy rubia y sale del sueño con las mejillas arreboladas como un niño y sus ojos de color avellana enseguida están alertas al día. Se mantiene tan ágil y en forma como cuando jugaba al jóquey sobre hierba en la universidad. Si la miras con atención, unas minúsculas arrugas irradian de las comisuras de sus ojos, pero para mí eso la hace aún más atractiva. Su cabello conserva el color del trigo y aún lo lleva corto, como cuando la conocí, y todavía tiene ese andar elástico y esa energía característica suya con la que hace todas las cosas.
Rezamos juntos y luego tomamos el pan y el té, conversando todo el rato. Betty prestaba a la comunidad el servicio de maestra en el parvulario y me hablaba de sus planes para ese día. Yo me sentía mejor. Era un amanecer hermoso y una membrana blanca cubría la hierba aquí y allá. Experimenté una renovada confianza en mis propios sentimientos.
De repente las imágenes carnales más siniestras cobraron forma en mi cabeza. Quise hablar pero me faltó el aire.
¿Qué, Jim? ¿Qué te pasa?
Betty me cogió la mano. Cerré los ojos hasta que las imágenes desaparecieron y pude respirar otra vez.
Ay, querido mío, dijo ella. Al fin y al cabo, anoche no fue la primera vez. ¿Y acaso han cambiado nuestras vidas? Te aseguro que no es una experiencia humana normal con ninguno de los resultados normales.
No quiero oír nada al respecto. No me es necesario oír nada.
Es un sacramento, ni más ni menos. Es como cuando el sacerdote ponía la oblea en nuestra lengua.
Alcé la mano. Betty me miró con expresión inquisitiva, como en otros tiempos, un pájaro hermoso con la cabeza ladeada, preguntándose quién podía ser yo.
¿Sabes?, dijo, he tenido que contárselo a Walter John Harmon. Deberías ir a verlo. Fíjate en la expresión de tus labios, tan severa, tan iracunda.
No tendrías que habérselo contado, respondí.
Reconocí una obligación.
Fuera, bajo el sol, inhalé el aire dulce del valle e intenté calmarme. Todo alrededor era la visión de una vida serena. Somos la gente más apacible. En la comunidad nunca se oye una discusión subida de tono ni se ve una manifestación pública de mal genio. Nuestros niños nunca se pelean, ni se dan empujones, ni se apandillan en dañinas camarillas como hacen los niños. La muselina con que nos vestimos, símbolo de nuestro común sacerdocio, apacigua el corazón. Las oraciones que pronunciamos, los alimentos que cultivamos para nosotros en nuestros campos, nos proporcionan una satisfacción inmensa y reiterada.
Betty me siguió. Por favor, Jim, dijo, debes hablar con él. Te recibirá.
¿Sí? Y si me eximen de mi trabajo, si me veo privado de libertad, ¿quién nos representará en el caso?
¿Qué caso?
No estás autorizada a saberlo, pero es vital, créeme.
Entonces no te privará de libertad.
¿Cómo lo sabes? Yo no soy un patriarca, pero tengo permiso para cruzar la verja. ¿Y eso no presupone el séptimo?
¿Por qué tenía que defenderme?
Por favor, dije, no quiero seguir hablando de esto.
Betty me dio la espalda y sentí su frialdad. Me asaltó la idea maníaca de que las purificaciones no serían para mí un problema si ya no amase a mi mujer.
En nuestra cena, al final del día, me pidió que hiciera algo, una tarea menor que yo habría hecho sin que me lo pidiera, pero su tono me pareció imperioso.
¿Hasta qué punto mi trabajo jurídico en el mundo exterior me apartaba de la toma de conciencia profética ofrecida por Walter John Harmon? ¿No tenía yo un pie dentro y un pie fuera? ¿Y acaso no era ése mi Imperativo? Él mismo decía que los logros más elevados eran escurridizos, difíciles y, como si tuvieran personalidades propias, propensos a engañarnos con simulacros de sí mismos. Verse privado de libertad no era, pues, un hecho vergonzoso. Quizá por mi propio bien debería haberlo solicitado, pero ¿acaso entonces no habría antepuesto mis propias necesidades a las de la comunidad? ¿Y no sería eso renunciar al sexto logro?
A la mañana siguiente, antes del trabajo, fui a rezar al tabernáculo.
Nuestro tabernáculo no es más que un cobertizo. Se halla en el extremo más alto del jardín que bordea el manzanar. Sobre una mesa de madera construida por nosotros mismos y sin adornos ni nada que la cubra, hay una piedra blanca y una llave. Me arrodillé en la hierba bajo el sol con la cabeza agachada y las manos firmemente entrelazadas, pero aun mientras pronunciaba las oraciones, mi mente se escindió. Mientras articulaba las palabras, no hacía más que preguntarme ¿Acaso había yo acudido a la comunidad por las necesidades de mi propio corazón o me había engañado asumiendo como propias las convicciones de mi mujer? Tan graves eran las dudas que me asaltaban.
Cuando alcé la vista, Walter John Harmon estaba en el tabernáculo. No lo había visto acercarse. Tampoco él me miraba. Tenía la vista fija en el suelo, sin ver nada más que sus propios pensamientos.
Walter no pronuncia sermones porque, según sostiene, no somos una iglesia, somos una revelación en curso. Se presentaba en el tabernáculo sin previo aviso a cualquier hora del día, cualquier día de la semana, según se lo dictara el espíritu. En tales ocasiones, corre la voz y los miembros que pueden se apresuran a ir a escucharlo y aquéllos cuyo trabajo no se lo permite escucharán sus palabras más tarde, tal como quedan grabadas en la memoria de quienes asisten.
En ese momento, la gente se apresuró a venir. Como Walter John Harmon tiene muy poca voz, los patriarcas, llegado un momento, comprendieron claramente que debía introducirse una dispensa para el uso de un micrófono inalámbrico y un altavoz. Cuando estaba de pie en el tabernáculo con su pose característica, con las yemas de los dedos de una mano en contacto con la mesa de madera, y cuando empezó a hablar como habría hecho incluso si no hubiese nadie para escucharlo, llegó alguien con el altavoz y montó el micrófono en un soporte ante él. Incluso amplificada, la voz del profeta era poco más que un susurro. Así de grande era su retraimiento, ya que como él había dicho más de una vez, la suya era una profecía reticente. Él no la había buscado ni deseado. Antes de que Dios llegara a él en ese remolino, ni siquiera había pensado en la religión. En su juventud había llevado una vida de desenfreno y cometido muchas malas acciones, a su parecer quizá por eso había sido elegido: para demostrar la misteriosa grandeza de Dios.
Lo que Walter John Harmon dijo esa mañana fue algo de este tenor: en todas partes y en todo momento la numeración es la misma para todo el género humano. Eso es porque, en igual medida que la tierra y las estrellas, los números son expresión de Dios. Y así, mientras se suman y se restan y se dividen y se multiplican, mientras se combinan y se separan y dan un resultado, son siempre los mismos para la comprensión de los seres humanos, al margen de quiénes sean o qué lenguas hablen. Dios en forma numérica pesará la fruta en la báscula, medirá vuestra estatura, os indicará la resistencia de las piezas de vuestro motor y os dirá la distancia de vuestro viaje. Os ofrecerá números para seguir eternamente sin límite y a eso lo llamaremos infinito, porque la suma de nuestras matemáticas es Dios. Y cuando Jesús, el Hijo de Dios, murió por nuestros pecados, cargó con la infinitud de ellos porque Él era de Dios y podía morir por los pecados de los muertos y los vivos y los no nacidos de las generaciones venideras.
Un profeta no es el Hijo de Dios, un profeta es uno de vosotros, es un hombre corriente con remordimientos, como vosotros y, por tanto, sus números no son más infinitos que infinitos son los años de su vida. No puede morir por los pecados del género humano. Sólo puede esforzarse para eliminar el pecado de tal o cual alma, cargando con él y añadiéndolo a los suyos. Sean cuales sean vuestras faltas a ojos de Dios —vuestros deseos carnales, vuestra codicia, vuestro apego a lo indigno—, vuestro profeta mortal os libera de ello y carga con ello. Y lo hace hasta que el peso de los números lo entierra y es acogido en el infierno porque él es un mortal más y, al cargar con vuestros pecados, éstos pasan a ser suyos y es al infierno adonde irá, no a la diestra de Dios Padre sino con el demonio y el eterno tormento de las profundidades del infierno. «Sólo los adultos purificados por esta profecía se unirán a las criaturas vírgenes en la futura ciudad santa —dijo John Walter Harmon—. Y yo no estaré entre ellos.»
Estas palabras provocaron consternación. Como la transferencia del pecado era la clave de su doctrina, sabíamos que Walter corría el riesgo de quedar excluido de la ciudad santa. Habíamos hablado de ella en nuestras reuniones. La profecía era afín a Jesús, pero no era Jesús; la profecía era afín a Moisés, pero no era Moisés. No obstante, oírla expresada en términos matemáticos causó conmoción: la gente se puso en pie y lanzó exclamaciones, porque ahora Walter hablaba de algo tan incontestable como una suma, tan medible como un peso o un volumen y la realidad de una formulación tan contundente era casi excesiva para sobrellevarla.
No se alejó sino que nos miró con una leve sonrisa en los labios. ¿Insinuaba acaso que su aciago destino final era inminente? Esa mañana llevaba el pelo rubio y cano recogido en una coleta, con lo que no aparentaba los treinta y siete años que tenía. Y en ese momento sus ojos de color azul claro eran los de un joven ajeno a la tragedia de su vida. Mientras él aguardaba allí de pie, los miembros se fueron tranquilizando poco a poco gracias a su silencio. Nos acercamos a él, nos arrodillamos y le besamos la túnica. Tal vez yo fuera el único ese día que sintió que sus palabras eran una comunicación personal. Parecían responder a mis tormentos, como si habiendo intuido mi renuencia a pedirle consejo, Walter John Harmon hubiera elegido esa manera para recordarme su verdad y reforzar mi convicción, pero lo cierto era que siempre tenía ese efecto, ya que la fuerza de su palabra residía en la inquietante precisión con que podía aplicarse a lo que fuera que uno tuviese en la cabeza, incluso si no se había dado cuenta hasta ese momento.
Cuantos lo oyeron aquel día vieron la verdad de su profecía y la resolución y la paz de someterse a ella. Una vez más sentí el privilegio de los siete logros. Yo amaba a John Walter Harmon. ¿Cómo, pues, podía echar en cara a mi mujer su amor por él?
Al cabo de una semana, poco más o menos me vestí para el mundo exterior y cogí uno de nuestros todoterrenos para ir a los juzgados estatales de Granger, un viaje de unos noventa kilómetros. Ahora siempre que entraba en un juzgado sentía una gran inquietud, como un extranjero en tierra desconocida, pero habiendo revalidado el título para ejercer en tres estados contiguos y habiendo dedicado toda mi vida adulta a la práctica del derecho, también tenía la sensación profesional de que mi lugar estaba en edificios como esa vieja monstruosidad de piedra roja con sus cúpulas en los ángulos que dominaba la plaza del centro de la ciudad. Para mí representaba la arquitectura autóctona de mi pasado americano y, cuando subía por los peldaños desgastados y oía el ruido de mis propios tacones en el suelo del vestíbulo, debía recordarme que era un enviado del futuro a punto de dirigirse a los habitantes de las eras tenebrosas de la vida secular con su propio vocabulario.
Ese día tenía una vista con un juez de lo administrativo. El comisionado estatal de educación había emprendido acciones a fin de revocar a la comunidad el permiso para instruir a los niños en su propia escuela. Se sostenía que el incumplimiento de las leyes de alfabetización obligatoria para todos los niños conllevaba una revocación. No nos recibieron en un tribunal sino en una sala empleada sobre todo para confeccionar jurados en casos de agravios. Tenía amplios ventanales y estores de color verde oscuro bajados para proteger el interior del sol matutino. Representaban al estado tres abogados. El juez se hallaba tras otra mesa. Había sillas contra las paredes para los asistentes, todas ocupadas. Que yo supiera, no se había hecho anuncio público de la vista de esa mañana. Dos policías montaban guardia junto a la puerta.
El estado sostenía que, usando sólo el Apocalipsis para enseñar a nuestros niños a leer y escribir y prohibiéndoles después, por añadidura, leer nada más que el Apocalipsis y escribir nada que no fueran sus pasajes, incumplíamos las leyes de alfabetización. Se establecía una distinción entre educación y adoctrinamiento y se afirmaba que esto último, como lo aplicaba nuestra secta (me levanté para protestar ante esta etiqueta despectiva), contravenía la presunción de la alfabetización como proceso continuado, que generaba experiencias lectoras cada vez más amplias y acceso a información. En cambio, en nuestra pedagogía cerrada, donde un texto y sólo un texto era lo único que el niño leería, recitaría, entonaría o cantaría por siempre jamás, se negaba la presunción de proceso abierto de alfabetización. El niño aprendería el texto de memoria y lo repetiría de carrerilla sin mayor necesidad de aptitudes lingüísticas.
Aduje que la alfabetización carecía de esa presunción de proceso abierto —implicaba únicamente la capacidad de leer—, que los propios inspectores del estado, en su visita a nuestras clases de primero y segundo, habían quedado satisfechos por cómo se enseñaban los principios de la lectura y la escritura desde el punto de vista del reconocimiento de las palabras y la fonética, la ortografía y la gramática, y que, sólo al descubrir, en los cursos superiores, que el Apocalipsis era el único material de lectura de los niños, habían advertido dicha falta en la comunidad. Sin embargo, los niños, tal como les enseñamos nosotros, son de hecho capaces de leer cualquier cosa y están alfabetizados. Como dirigimos su lectura y contemplación al texto sagrado que es la base de nuestra fe y nuestra organización social, el comisionado vulneraría nuestro derecho a la libre expresión religiosa tal como se estipula en la Primera Enmienda. Toda religión enseña sus principios de generación en generación, afirmé. Y todo padre tiene el derecho a educar a su hijo conforme a su fe. Eso es lo que los padres de nuestra comunidad hacían y tenían derecho a hacer, en tanto que la acusación de alfabetización defectuosa suponía, en vista de lo apuntado, un intento de entrometerse en la práctica religiosa de una minoría que el comisionado no aprobaba.
El juez dictó la revocación de nuestro permiso pero simultáneamente declaró que, siendo sólidas las apelaciones, aplazaría la puesta en vigor de la orden para darnos tiempo a presentar una recusación. Eso era lo que yo preveía. Los abogados y yo nos estrechamos las manos y ahí se acabó.
Pero cuando me disponía a abandonar la sala me detuvo un miembro del público, un hombre de cierta edad con las manos nudosas y un bastón. Usted trabaja para el diablo, caballero, dijo. Vergüenza debería darle, vergüenza, vociferó a mis espaldas. Y, luego, en el pasillo, un periodista a quien reconocí apareció a mi lado, caminando a mi paso. Conque jugando la carta de la libertad de culto, ¿eh, letrado? Ya sabe que ahora se le echarán encima. Estudios, exámenes, grabaciones en vídeo, expedientes escolares. Proceso de descubrimiento.
Ha sido un placer verlo, dije.
En cualquier caso, ha ganado seis meses. Seis meses más para hacer lo que están haciendo. A no ser, claro está, que crucifiquen antes a su chico.
Cristo fue crucificado, contesté.
Ya, dijo el periodista, pero no por tener una cuenta en Suiza.
Sentí alivio al llegar al gran valle igual que un soldado siente alivio al llegar a sus propias líneas. Flotaba en el ambiente una sensación muy agradable de bulliciosa expectación por la inminencia del fin de semana: íbamos a celebrar un abrazo.
Era la ocasión mensual en que recibíamos a personas de fuera que habían oído hablar de nosotros y hecho averiguaciones o tal vez habían asistido a una de las reuniones de Walter John Harmon en el exterior y habían sentido entonces interés suficiente como para pasar el día con nosotros. Aparcaban ante la verja y los traían en un carromato de heno. En nuestros primeros tiempos no nos preocupaba la seguridad; ahora anotábamos los números de los carnés de conducir y pedíamos a los demás miembros de la familia su firma y su nombre.
La mañana de ese sábado de mayo llegaron unas veinticinco personas, muchas con niños, y los recibimos con sinceras sonrisas y café y pasteles bajo los dos robles. Yo no formaba parte de la Brigada de la Hospitalidad, pero Betty sí. Ella sabía conseguir que la gente se sintiera a gusto. Era guapa, compasiva, absolutamente irresistible, como yo bien sabía. De inmediato detectaba a las almas sensibles más necesitadas e iba directa a ellas. Naturalmente, todos los que aparecían por entonces eran necesitados o, de lo contrario, no habrían acudido. Pero algunos eran asustadizos o melancólicos o estaban tan al borde de la desesperación que mostraban un escepticismo grosero.
Al final, nadie podía resistir la calidez y la cordialidad de nuestro abrazo. Tratábamos a todos los recién llegados como amigos perdidos hacía mucho tiempo. Y había actividades suficientes para mantener entretenido a todo el mundo. Estaba el recorrido por las viviendas y la casa principal, donde los niños entonaban una canción. Y estaba la puesta de la túnica. Todos los invitados recibían la túnica de muselina para ponérsela encima de la ropa. Esto les divertía como les divertiría un juego, pero también los acercaba a nosotros en cuanto apariencia, así no nos veían tan ajenos. Se sacaban largas mesas de refectorio del taller de carpintería y los invitados ayudaban a poner los manteles y a servir los cuencos y las fuentes con los exquisitos alimentos: las empanadas de carne, las verduras de nuestros huertos, los panes de nuestro horno, las jarras de agua fresca del pozo y limonada casera. Todos los niños se sentaban juntos a sus mesas y todos los adultos a las suyas, allí, bajo el cálido sol. Se situaba a cada invitado entre dos miembros, con otro justo enfrente. Y nuestro patriarca Sherman Beasley, dotado por la naturaleza de una voz atronadora, se ponía en pie y bendecía la mesa antes de que todos atacaran la comida.
Era un día hermoso. Pude sentarme en mi sitio en el extremo de una de las largas mesas y olvidarme un rato de las amenazas a nuestra existencia y sentirme afortunado por estar allí bajo un cielo azul y disfrutar del sol en la cara como si fuera el calor de Dios.
La conversación era animada. Teníamos instrucciones de contestar a todas las preguntas de la manera más diplomática posible. No debíamos impartir doctrina ni teología; sólo los patriarcas estaban autorizados a eso.
Una joven tímida sentada a mi derecha me preguntó por qué no había visto perros en la comunidad. Aquella muchacha era poco atractiva físicamente, con gafas de lentes gruesas, y se sentaba en el banco como procurando ocupar el mínimo espacio posible. Esto viene a ser una granja grande, comentó con su voz débil, y yo nunca he estado en una granja donde no haya uno o dos perros.
Sólo le dije que los perros eran sucios.
Ella asintió y se detuvo a pensar un momento. Después de un sorbo de limonada, añadió Aquí todos son muy felices.
¿Eso te extraña?
Sí, un poco.
No pude evitar sonreír. Estamos con Walter John Harmon, dije.
Después del almuerzo llegó nuestra gran sorpresa. Nos llevamos a todos a la sección oeste, donde sobre unos cimientos ya colocados estaba construyéndose una casa para una pareja que acababa de hacer el juramento de entrada. El armazón ya estaba listo; tras sentarnos en la hierba para observar, los hombres nos levantamos y, siguiendo las instrucciones de los carpinteros, algunos nos pusimos a trabajar en el revestimiento del entablado exterior de las paredes, otros se subieron a las vigas del tejado para poner allí los tablones y los más diestros montaron las puertas y las ventanas. Naturalmente, ese día no se acabaría nada del interior, pero lo emocionante para nuestros invitados estribaba en ver a tantos de nosotros construyendo tan deprisa una casa. Era una lección sin palabras. En realidad, era una especie de actuación, porque habíamos construido una casa idéntica a ésa muchas veces y cada hombre sabía qué tenía que hacer y dónde iba cada clavo. Se creaba una música natural con los martillazos y el aserrado y los tirones y los gruñidos y oíamos las risas de nuestro público y los ocasionales aplausos de placer.
Al final, cuando estábamos todos de pie junto a la casa, el patriarca Manfred Jackson presentó un papel enrollado a los nuevos ocupantes de la planta baja, los Donaldson, una pareja canosa, los dos llorando cogidos de la mano. Cuando varios miembros abrazaron a los Donaldson y los llevaron a sentarse junto a ellos, el patriarca Jackson se volvió hacia los visitantes y explicó lo que acababan de presenciar: habían presenciado el tercer logro.
Manfred Jackson era nuestro único patriarca negro. Era una figura imponente, alto, de hombros tan rectos como un joven pese a pasar ya de los ochenta años. Tenía el pelo blanco y lucía la túnica de muselina como un rey. Con el tercer logro, explicó, estos comunicantes de la revelación en curso han renunciado a todas sus propiedades personales y entregado sus riquezas al profeta. El tercer logro es un importante paso, porque no es poca cosa abjurar de los falsos valores del mundo y salir de su inmundicia. El profeta nos enseña que hay siete pasos para ser dignos de Dios. Nuestro será el reino de los castos y los absueltos, porque todo lo que es nuestro, todo lo que poseemos, todo lo que pensamos, todo aquello de lo que creemos que no podemos prescindir, se lo entregamos al profeta para que sea su carga. Nos ha traído aquí para que vivamos lejos del clamor y las mentiras de los incrédulos. Vestimos esta muselina para declarar que estamos en transición. Vivimos en casas que se llevará el tornado de Dios. Manfred Jackson señaló el valle hacia donde descendería la ciudad santa: Aguardamos la gloria que no necesita sol, dijo.
Durante todo este tiempo, Walter John Harmon no se había dejado ver. Conforme avanzaba el día, los invitados volvían la cabeza a uno y otro lado preguntándose dónde estaba el hombre que los había atraído hasta allí. A media tarde, todos los actos organizados, el recital del coro, el paseo por la tierra sagrada y todo lo demás, habían concluido, de manera que los visitantes empezaron a pensar en marcharse. Habíamos recogido sus túnicas de muselina como dándoles permiso para irse. Estaban indecisos. Algunos de sus hijos jugaban aún con los nuestros. Los padres estaban atentos por si alguien hacía ademán de dirigirse hacia los carromatos de heno. Mientras tanto, los patriarcas y los miembros seguimos caminando con ellos y expresando nuestra satisfacción por su visita, desviándolos poco a poco hacia el tabernáculo. Sabíamos qué vendría a continuación, pero dejamos que fueran ellos quienes descubriesen por sí solos al profeta sentado allí en silencio junto a la mesa de madera. Un niño fue el primero en verlo y lo anunció a voces y fueron los niños quienes se echaron a correr por delante, seguidos por sus padres, un murmullo reverencial surgió de ellos cuando se congregaron lentamente en la hierba y contemplaron a Walter John Harmon.
Para mí, ése era siempre un momento emocionante, una culminación del abrazo del día. ¿Lo veis?, deseaba preguntar en voz alta, ¿lo veis?, con el pecho henchido de orgullo.
El profeta tenía por costumbre hablar a los visitantes, pero ese día permanecía absorto en sus reflexiones. Mantenía la vista baja. Estaba sentado en la silla un poco inclinado hacia delante, con los tobillos cruzados y las manos entrelazadas sobre el regazo. Iba descalzo. La gente se acomodó en la hierba esperando a que hablase, también los niños se callaron. Se unieron a nosotros cada vez más miembros y reinaba un silencio absoluto. La tierra estaba fresca. La luz del sol vespertino empezaba a proyectar sombras y una suave brisa soplaba sobre la hierba y agitaba el pelo del profeta. De pronto, Betty apareció a mi lado, se postró de rodillas, me cogió la mano y me la apretó.
Transcurrieron unos minutos. El profeta no decía nada. El silencio se alargó hasta disiparse nuestra sensación de incomodidad o expectativa y finalmente cobró significación. Me invadió una gran paz y escuché la brisa como si fuera un idioma, como si fuera el idioma del profeta. Cuando una nube se deslizó ante el sol, vi la sombra desplazarse por la tierra como si fuera la escritura del profeta. Era como si su silencio se transmutase en el idioma del mundo puro de Dios. Decía que todo iría bien. Decía que el sufrimiento cesaría. Decía que nuestros corazones sanarían.
Al prolongarse, el silencio se hizo tan insoportablemente hermoso que la gente empezó a sollozar. Alguien pasó junto a mí y se acercó al profeta, que seguía allí sentado en su soledad impasible. Era uno de los visitantes, una muchacha rubia y regordeta que no podía tener más de quince o dieciséis años. Se tendió ante Walter John Harmon y, acurrucándose en postura fetal, tocó los pies del profeta con la frente.
Entre las visitas de ese día, seis familias se comprometieron a entregar el diezmo para no residentes que se establecía en el primer logro, pero conforme seguía creciendo nuestra comunidad, en una especie de concatenación perversa, crecían también las atenciones de un mundo vengativo. Por desgracia, una de las inscritas en el abrazo era columnista de un periódico de Denver que debió de entrar con una identidad falsa. Describió los acontecimientos del día con relativa precisión —tal era su artería—, pero el tono del artículo era condescendiente, si no desdeñoso. Yo no podía entender por qué habría de querer una columnista viajar desde Denver, tan lejos, sólo para despreciarnos. La columna no podía considerarse difamatoria en sentido jurídico, pero me sentí personalmente traicionado al reconocer en la foto de la columnista a la joven poco atractiva de lentes gruesas que se había sentado a mi lado en la comida del mediodía y me había preguntado cómo era posible que todos fuéramos tan felices. Qué arteramente había actuado y qué animadversión albergaba en su insignificante ser.
En una reunión del comité directivo, los patriarcas dictaron el imperativo de que en adelante los abrazos mensuales debían restringirse a familias con hijos. A mí me pareció, en vista del gran número de necesitados de este mundo, que tal limitación era poco afortunada, pero la verdad era que empezábamos a sentirnos acosados. Con regularidad recibíamos acusaciones que no nos venían de nuevo, dado que las habíamos oído ya muchas veces —de parientes, amigos o contactos profesionales con el exterior—, como si necesitáramos ver la luz: vuestro profeta es un alcohólico. Abandonó a su mujer y su hijo. Se ha enriquecido a costa vuestra. ¿Cómo podía algo de esto haber sido una novedad para nosotros teniendo en cuenta que nuestro profeta era lo que habíamos sido todos nosotros? Mientras Walter John Harmon cargaba con nuestra maldad, nosotros habíamos renacido, librados ya de nuestras adicciones, nuestra concupiscencia y nuestra ilimitada codicia.
Su vida no escondía ningún secreto. Cada momento de ella era una confesión, pero el mundo exterior se invertía de manera tan oscura como el negativo de una fotografía y eso mismo pasaba con su lógica.
Cada caso de publicidad negativa parecía promover otra demanda o investigación de un tipo u otro. El patriarca Rafael Altman, nuestro censor jurado de cuentas, nos informó una mañana de que Hacienda había solicitado una orden judicial para exigir la presentación de los libros de la comunidad. Uno de nuestros abogados fue enviado para pedir un requerimiento cautelar. Quienes trabajábamos en el exterior nos reunimos en sesión extraordinaria con los patriarcas a fin de elaborar una estrategia global para hacer frente a un mundo cada vez más proclive a vulnerar nuestros derechos. En cuanto a la mala prensa, hasta entonces habíamos reaccionado con devoto silencio. Ahora, por el bien del profeta, decidimos que debíamos hablar claramente en su nombre, debíamos prestar testimonio. No haríamos proselitismo, pero responderíamos. Judson Berglund, un miembro ya en la franja alta de los logros que antes de instalarse con nosotros había tenido su propia agencia de relaciones públicas en California, recibió el imperativo de organizar esta campaña. Enseguida puso orden. Cuando un semanario de ámbito nacional cuestionó el milagro del tornado de Fremont, Kansas, Berglund se encargó de que publicasen el testimonio de los patriarcas en su sección de cartas al director. Reprodujimos audazmente una invectiva de un conocido enemigo de las sectas en nuestra página web, junto con las respuestas a modo de contrapeso de docenas de nuestros miembros. Y así sucesivamente.
Pero, como era propio de nosotros, contestábamos con paciencia, determinación y ánimo de perdón.
Walter John Harmon conservó su característico estoicismo ante los crecientes problemas, pero, a medida que se acercaba el final del verano y las hojas de los robles empezaban a cambiar de color, parecía cada vez más ensimismado, como el día del abrazo. Parecía irritarle que nada de lo que hacía pasara inadvertido, como si nuestra devoción lo agobiara. No obstante, Dios lo había elegido para no tener vida ni sentimientos privados y, por tanto, estábamos preocupados por él. Nuestra jubilosa vida de paz y reconciliación, el exultante conocimiento infundido en nuestro ser de que actuábamos con exquisita rectitud a ojos de Dios y la expectación presente en nuestros rezos ante el advenimiento a nuestra tierra verde de la ciudad santa de Dios, todo ello se vio de pronto ensombrecido a causa de la inquietud que sentíamos por el espíritu de su profeta. Cuando los niños cantaban, él no estaba atento. Daba largos paseos a solas por el recinto sagrado. Me pregunté si era posible que la carga de nuestros pecados fuera ya demasiado pesada para su alma mortal.
Lo que recuerdo ahora es a Walter John Harmon de pie con mi mujer, Betty, en el vergel que hay más allá del tabernáculo una tarde fría y gris de octubre. Nubarrones cargados de lluvia surcaban el cielo. Soplaba el viento. Los árboles del vergel sólo tenían tres o cuatro años; los manzanos, los perales y los melocotoneros no eran mucho más altos que un hombre. Ahora sólo daban fruta los manzanos y ese día gris y ventoso, mientras los alumnos de Betty correteaban de aquí para allá recogiendo manzanas caídas o alargando los brazos para desprenderlas de las ramas inferiores, observé a Betty tender una manzana a Walter John Harmon. Él le cogió la muñeca con la mano y se inclinó y mordió la manzana que ella sostenía. Luego la mordió ella y se quedaron mirándose a los ojos mientras masticaban. Después se abrazaron y sus túnicas, agitadas por el viento, se adhirieron a sus contornos y yo oí a los niños reír y los vi correr en círculo alrededor de mi mujer y Walter John Harmon abrazados.
Una mañana, pasados unos días, unos miembros que habían ido a rezar al tabernáculo repararon en una túnica abandonada en el suelo junto a la mesa. Era la de él, la del profeta. Lo supimos porque, para las ocasiones ceremoniales, no vestía muselina sino hilo. Y allí estaba como si la hubiera dejado caer a sus pies y se hubiera marchado. La llave seguía en la mesa, pero la piedra blanca estaba en el suelo. Los patriarcas fueron emplazados de inmediato para que examinaran el lugar. Los carpinteros plantaron estacas para acordonar la zona en torno al lugar a fin de que los miembros que se acercaban no alteraran nada.
Se intentó localizar a Walter John Harmon. Nunca nos habíamos atrevido a cruzar su puerta, pero se hallaba abierta. En el interior, todo estaba patas arriba. Botellas de bebidas alcohólicas vacías, platos rotos. No quedaba nada en el armario. Desde la verja, alguien informó de que el Hummer había desaparecido.
Al mediodía, interrumpidas todas las actividades, los patriarcas anunciaron a la estupefacta comunidad que Walter John Harmon ya no estaba entre nosotros. Se produjo un silencio absoluto. El patriarca Bob Bruce dijo que los patriarcas se reunirían en breve para tomar una decisión en cuanto al significado de la desaparición del profeta. Dirigió nuestras oraciones y luego nos instó a reanudar nuestras tareas. Los maestros debían llevarse otra vez a los niños a sus aulas. Mientras todos se dispersaban, un grupo de niños permaneció en el sitio, sin maestro que los guiara. Eran los alumnos de Betty. Sus colegas, perplejos, se llevaron a los niños de la mano. Todo el mundo estaba alterado, inquieto.
Yo habría podido decirles a todos que el profeta se había marchado cuando, la noche anterior, oí a Betty levantarse de la cama, vestirse y salir sigilosamente de la habitación. Agucé el oído y, poco después, en la oscuridad, oí a través de la noche despejada y fría el sonido lejano de un motor al encenderse, al revolucionarse.
Cuando se descubrió que el profeta se había marchado con mi mujer, me convocaron ante los patriarcas. Me invitaron a unirme a ellos en sus consejos. Tal vez creyeron que ellos no podían estar iluminados en igual medida que el marido cornudo. Tal vez creyeron que el marido era importante en otros sentidos. Sin duda, el desafío a la fe de los demás miembros podía ser mayor que el desafío a la mía y, si yo era capaz de superarlo y entonar las loas a Dios, ¿quién no las entonaría conmigo?
Fuera cual fuese su razonamiento, encontré solaz en su dispensa. Mi dolor personal quedó oculto. Por el bien de mi cordura, quería sacar determinación y fuerza de esa crisis, pero también comprendí con meridiana claridad y sin la menor emoción que, si veía la traición de Betty con ánimo de perdón y me concentraba en su significado más amplio, apaciguaría mi corazón y, al mismo tiempo, me presentaría ante los patriarcas como modelo de nuestros ideales. En una comunidad como la nuestra, la moneda de cambio moral podía cambiarse algún día por una función directiva.
Las conversaciones se prolongaron tres días. Yo hablé con creciente aplomo y debo admitir que mi participación en las deliberaciones no fue pequeña. Llegamos al siguiente consenso: Walter John Harmon había hecho lo que la naturaleza de su profecía había exigido y dispuesto previamente. No sólo nos había abandonado a nosotros, que lo habíamos amado y habíamos dependido de él, sino que, escapando con una de las esposas purificadas, había sembrado la duda sobre el principio central de su doctrina. ¿Qué más prueba necesitábamos de la verdad de su profecía que su total inmersión en el pecado y la deshonra? Era apasionante. El patriarca Al Samuels, un octogenario menudo y encorvado con la voz aflautada y cascada propia de los muy viejos, fue también el que mostró una inclinación más filosófica. Declaró que nos hallábamos ante la hermosa paradoja de una profecía realizándose por medio de su negación. El patriarca Fred Sanders, conocido y apreciado por su efusividad, se puso en pie y exclamó a voz en cuello ¡Gloria a Dios por nuestro bendito profeta! Todos nos levantamos y exclamamos ¡aleluya!
Pero mientras se digería todo esto, la comunidad había languidecido. Muchos lloraron y deambularon apáticamente. La gente se sentía incapaz de realizar su trabajo. Se convocaron sesiones extras de oración, pero la asistencia fue escasa. Y unos cuantos miembros, los pobres desdichados, incluso recogieron sus exiguas pertenencias y se marcharon camino abajo hacia la verja, sin atender las súplicas de nadie. Creo que fue así como corrió la voz sobre nuestra situación, por medio de nuestros desertores abatidos. No fue de gran ayuda que un noticiario mostrara en televisión una imagen de la comunidad desde un helicóptero que nos sobrevolaba mientras un locutor hablaba de nosotros como grupo colectivamente engañado, despojado de nuestro patrimonio y abandonado allí en la humillación y la pobreza en medio de la nada.
Había llegado el momento de actuar. Por consejo de Judson Berglund, que hasta entonces había llevado con eficacia nuestras relaciones públicas, se preparó una gran celebración, con música de nuestros músicos de cuerda y mesas de buena comida y una buena provisión de vino ceremonial. Se suspendieron los trabajos y las clases para que los miembros de la comunidad se reunieran y estuvieran juntos. Gracias a Dios, el tiempo se apaciguó y quedó uno de esos días de octubre en que el sol, a baja altura sobre el horizonte, proyecta una pátina dorada sobre la tierra. Aun así, la sensación de irresolución, de perplejidad, no nos abandonó por completo. La gente quería oír a los patriarcas. Advertí que algunos de los niños habían ido en busca de sus padres naturales y se aferraban a ellos.
Después del almuerzo, los músicos se retiraron y todo el mundo se congregó ante el tabernáculo. Los siete patriarcas se dispusieron en sillas de madera frente a los allí reunidos. Se levantaron a hablar uno por uno. Su declaración fue más o menos así: el profeta prácticamente nos había advertido de que esto ocurriría algún día, el profeta había dicho que él no se contaría entre los afortunados que residieran en la ciudad santa. El hecho de que se haya ido tan pronto es un golpe brutal para quienes lo amábamos, pero aún debemos amarlo más ahora. Ése es nuestro Imperativo. No podemos poner en duda lo que ha hecho, ya que no es más que su sacrificio final. Ha cargado con todos los pecados del mundo que nosotros habíamos acumulado y ha regresado con ellos al mundo a fin de que seamos rectos a los ojos de Dios. Tampoco debemos llorar su pérdida: si vivimos como hemos vivido y aprendemos como hemos aprendido, ¿acaso no seguirá entre nosotros allí donde esté? Por esta razón, de hoy en adelante, nosotros los patriarcas hablaremos con su voz, pronunciaremos sus palabras y pensaremos con sus ideas. Y la profecía que fue es la profecía que es, porque él tiró la piedra y aquí en la mesa está la llave que abrirá la puerta del Reino de Dios. Y cuando los cuatro jinetes vengan cabalgando por la tierra y las plagas se eleven del suelo como un miasma y el sol se vuelva negro y la luna rojo sangre, cuando tormentas de fuego envuelvan todas las ciudades y los guerreros nucleares del mundo se consuman mutuamente, el profeta estará con nosotros y, en medio de la carnicería y la devastación, nosotros quedaremos indemnes. Ya que Dios bajó a la tierra un día en forma de tornado, en forma de remolino que giró en torno a este hombre humilde, cuya bondad y talla moral sólo Dios vio para elegirlo como profeta suyo. Y nosotros que somos vuestros patriarcas lo vimos con nuestros propios ojos. Y os anunciamos que, cuando Dios vuelva a venir, no será un remolino, será la ciudad resplandeciente autoiluminada de su gloria y su paz, y nosotros que hemos vivido conforme a la profecía de John Walter Harmon recorreremos estos prados y residiremos allí eternamente.
La intervención de los patriarcas surtió efecto. Vi la determinación reafirmarse en las posturas y las expresiones faciales de los miembros. Muchos volvieron la mirada en dirección a mí. Me vi de pronto bañado en la gloria refleja de mi esposa infiel, elegida por Walter John Harmon para unirse a él en el pecado final, su traición a la comunidad.
Uno o dos días después, cuando una de las mujeres fue a la casa del profeta para limpiarla, vio algo debajo de una silla que inicialmente se había pasado por alto en medio de la agitación general: un lápiz.
Nuestro profeta nunca había querido que se escribiera nada.
El patriarca a quien se emplazó allí descubrió algo más: en la chimenea, medio enterradas entre las cenizas, había tres hojas de papel abarquilladas y un tanto chamuscadas en los bordes, pero milagrosamente intactas.
En dichas hojas, Walter John Harmon había dibujado los planos para la construcción de un muro en torno a nuestra comunidad. Había proporcionado bosquejos y medidas. La verja situada ahora junto a la carretera debía trasladarse hacia atrás y colocarse a unos ciento diez metros de nuestras casas. El muro debía ser de piedra, de tres codos de grosor y cuatro codos de altura. Las piedras se extraerían del prado y los arroyos y torrentes. Se unirían con una mezcla de cemento cuyas proporciones había indicado con toda precisión. Y, finalmente, para mayor misterio, la última hoja de instrucciones contenía al pie una frase críptica: este muro para cuando llegue la hora, eso decía.
Sin lugar a dudas, se trataba de un hallazgo de una magnitud inquietante. No planteaba más que preguntas. Un muro de piedra no concordaba con el ideal de impermanencia que había guiado todas nuestras construcciones previas. ¿Qué significaba eso? ¿Equivalía a un nuevo ideal? ¿Y cuándo llegaría esa hora? Pero había tirado los planos al fuego. ¿Por qué?
Sencillamente no sabíamos qué hacer respecto a esos planos. De no haber sido desechados, casi con toda seguridad habrían constituido una exigencia.
Las páginas se conservaron en una carpeta de plástico transparente y se guardaron en la caja fuerte de la oficina en espera de ulteriores estudios.
Entre tanto, debíamos resolver nuestra situación general. Nos habíamos quedado con muy poco capital circulante. Todos los patrimonios cedidos por los miembros se liquidaban por medio de una sucesión de fideicomisos y se ingresaban por sistema a nombre del profeta en varias cuentas numeradas de bancos suizos para protegerlas de incursiones legales. Él personalmente concedía sumas según las solicitaba nuestro patriarca financiero, Rafael Altman. Producíamos nuestra propia comida y nos vestíamos humildemente, pero estábamos atrasados en el pago del material para nuestro programa de construcción, que más o menos había continuado incesantemente con la llegada de nuevos miembros. Tal vez no tendríamos muchos más miembros nuevos durante un tiempo, pero sobre varias de nuestras parcelas en la tierra del valle donde debía asentarse la ciudad santa pesaba una gran hipoteca. Y si perdíamos siquiera uno de los pleitos civiles pendientes de resolución quedaríamos en una posición muy vulnerable.
A medida que transcurrían las semanas, se puso de manifiesto que teníamos por delante un invierno largo y frío de adversidades indecibles. Nuestro dispensario, con su único médico y dos enfermeras, atendía a un tropel de niños enfermos. Hubo varios casos de gripe. El patriarca Al Samuels sucumbió a una pulmonía y lo enterramos en el promontorio que había detrás del vergel. El hombrecillo encorvado de voz aflautada era muy querido y el hecho de que tuviera casi noventa años cuando falleció no sirvió de consuelo a la comunidad. Mi propia tristeza se vio paliada sólo un poco cuando los patriarcas supervivientes me elevaron a su compañía. Necesitamos sangre más joven, explicó el patriarca Sanders a la vez que me daba un apretón en el brazo. Te pasamos el testigo por decreto.
Ahora corre el mes de enero del nuevo año y escribo en secreto por las noches en la intimidad de mi casa. Quizá, como dice el profeta, la hora de la documentación llegue sólo cuando el mundo nos invada. Que así sea. Esto no tiene que ver con la pérdida de la fe: la mía es firme y no cede. Mi fe en Walter John Harmon y la verdad de su profecía no flaquea. Sí, digo a los escépticos, es del todo improbable que alguien tan inculto, desventurado e imperfecto como ese simple mecánico pueda haber concebido un culto tan inspirado. Y sólo el roce sagrado de Dios en su frente puede explicarlo.
La comunidad, enclavada en estos llanos nevados, es ahora más pequeña, pero por eso mismo está más unida y muestra más determinación y cada mañana nos reunimos para dar gracias a Dios por nuestro jubiloso descubrimiento de Él, pero el mundo es abrumador y, si no sobrevivimos, al menos este testimonio y otros que puedan escribirse guiarán a las futuras generaciones hacia nuestra fe.
Dadas las edades y los achaques de los patriarcas, ahora actúo como actúa el socio gerente de un bufete. Y Walter John Harmon ha venido a vivir en mí y hablará por medio de mi voz. He estudiado las tres hojas de sus planos y he tomado la decisión de que en los primeros días tras el deshielo enviaremos a nuestra gente a los prados santos a recoger las rocas y pedruscos para nuestro muro. Y uno de los miembros más nuevos, un coronel del ejército retirado a quien he entregado los planos, ha ido a medir el terreno. Dice que es asombroso que nuestro profeta no tuviera experiencia militar, porque, tal como están concebidos, estos parapetos aprovechan todas las ventajas del terreno y nos proporcionan posiciones para un fuego de enfilada devastador.
Nos asegura un campo de tiro despejado y libre de obstáculos.