NIÑO, MUERTO, EN LA ROSALEDA

El agente especial B. W. Molloy, ya retirado, cuenta la siguiente historia: Una mañana hallaron el cadáver de un niño en la rosaleda. Acababa de salir el sol. La noche anterior habían dado un concierto con motivo de la entrega de los Premios Nacionales de las Artes y las Letras, evento que se celebra todos los años en mayo. El cadáver lo descubrió Frank Calabrese, sesenta años de edad, el jardinero, que se había adelantado a su equipo para supervisar el montaje de la carpa donde se iba a celebrar el espectáculo. Había rocío en la hierba y el aire era fresco. La luz en el interior de la carpa era suave y llena de sombras. Lo que Calabrese vio bajo dos sillas plegables en una fila central en el lateral derecho de la carpa fue una pequeña zapatilla deportiva Nike que sobresalía de una envoltura similar a un sudario. Sin saber qué hacer, llamó al puesto de los marines.

En cuestión de segundos se personó el Servicio Secreto. Lo pusieron bajo vigilancia y establecieron contacto radiofónico con el FBI. Al mismo tiempo despertaron al presidente y activaron el sistema para la evacuación de emergencia de la Casa Blanca, de modo que en un corto plazo de tiempo, por separado, abandonaron el lugar tanto él como su familia, los invitados de aquella velada y el personal residente en la zona.

La unidad antibombas del FBI escaneó el sudario y lo retiró del cadáver. El cuerpo era de un niño blanco de unos cinco o seis años. No había explosivos. Una vez fotografiado, lo cubrieron de nuevo, lo metieron en una bolsa de plástico y se lo llevaron en el maletero de un coche anónimo de la agencia.

Tras dar el visto bueno a las salas públicas y los jardines de la Casa Blanca, se permitió regresar al presidente y sus allegados. También se franqueó la entrada a los trabajadores que se habían quedado en la puerta con su camión y en cuestión de horas, una vez retirados todos los adornos de la ceremonia de la noche anterior, los jardines de la Casa Blanca lucían inmaculados bajo el sol de media mañana.


A las siete y media de esa misma mañana el agente Molloy, un veterano que llevaba veinticuatro años en el FBI y que trabajaba en la Sección de Investigación Criminal, se había reunido con el director de la sede de Washington.

Tú eres es el agente especial encargado de este caso, le dijo su jefe. Pide cualquier cosa que necesites. Como te podrás imaginar, están todos lívidos con esto.

Y así, a los pocos meses de haberse jubilado, a Molloy le tocó llevar un caso de máxima prioridad. La escasa repercusión del suceso era lo de menos. No había un sitio en el mundo más protegido que el complejo de la Casa Blanca, pero alguien había logrado burlar los sistemas de protección, alguien aparentemente capaz de pasear a un niño muerto envuelto en una sábana había atravesado una densa red de vigilancia humana y electrónica.

Se enfrentaba a varios asuntos delicados. En primer lugar, pretendía que todo el personal que estaba de guardia la noche anterior, tanto los militares como los agentes del servicio secreto, dieran cuenta de sus acciones. Quería tenerlo todo diagramado. Los agentes a quienes encargó esta tarea se miraron entre ellos y luego lo miraron a él.

Lo sé, lo sé, les dijo Molloy. Ellos tienen sus procedimientos, nosotros tenemos los nuestros. Venga. A ello.

La jefa de relaciones públicas de la Casa Blanca procuró a Molloy la lista de invitados de la víspera. Trescientas cincuenta personas habían sido invitadas al concierto: los premiados, sus familias, sus editores, distribuidores y productores, los personajes de la cultura, la lista vip de Washington, los miembros del Congreso. También estaban los músicos de la orquesta, los proveedores y la prensa. Serían unos quinientos nombres, cuyos números de la Seguridad Social habría que comprobar. Llamó a su jefe y consiguió los refuerzos necesarios. Si era preciso, habría que tirar de los expedientes de turno. Esperaba que una buena investigación le permitiera reducir los interrogatorios a una fracción mínima de los asistentes.

Tras poner todo esto en marcha, Molloy mandó llamar al jardinero a su despacho. Calabrese era un hombre sencillo y estaba sorprendido por la enorme reacción que había desencadenado su descubrimiento. Había trabajado toda su vida como funcionario al servicio del gobierno y llevaba décadas sin tener un roce con la Casa Blanca. Era viudo que vivía solo. Tenía una hija casada, una abogada que trabajaba en el Departamento del Tesoro.

Vi la zapatilla y punto, dijo. No toqué nada. Ni las sillas, ni nada.

¿Las sillas se cambiaron de sitio?

¿Cómo?

Si se sacaron de la fila.

No, no estaban en fila, contestó. Y la zapatilla se veía de lejos. Es un niño, ¿no?, preguntó. Un niño muerto.

¿Quien se lo ha dicho?

No hacía falta que me lo dijera nadie. Menuda historia. El niño envuelto en la tela blanca, como un capullo. Eso es lo que pensé al verlo. Un capullo

Calabrese no tenía nada más que aportar. Molloy le pidió que no hablara del asunto con nadie y ya lo había enviado a esperar un coche para volver a la Casa Blanca cuando recibió una llamada de un tal Peter Herrick, subsecretario adjunto de la Oficina de Asuntos Internos de la Casa Blanca, diciendo que el jardinero debía ser retenido en régimen de incomunicación, en virtud de las disposiciones de los estatutos antiterroristas, hasta que todos los entresijos de la investigación se hubieran resuelto a plena satisfacción del presidente. En breve recibiría la autorización formal de la oficina del fiscal general del Estado.

Molloy notó cómo se le tensaba la garganta.

En mi opinión es un error, dijo.

Tenemos que silenciar este asunto, dijo Herrick. Nadie salvo el presidente conoce el motivo de la alerta de esta mañana. Si se trata de de un acto terrorista de algún tipo, no debe hacerse público.

Sin lugar a dudas, dijo Molloy, pero cuando se sepa que Calabrese ha desaparecido acabaremos teniendo que contestar a más preguntas de las necesarias. Su hija es una abogada del Departamento del Tesoro.

Me mantendré en contacto con usted, dijo Herrick.

Molloy dice que fue al cortarse la línea cuando se le ocurrió plantearse por qué el departamento de la Casa Blanca encargado del tema era la Oficina de Asuntos Internos.


Al mediodía le llamó el forense. El muchacho llevaba muerto entre cuarenta y ocho y sesenta horas. No había señales de abuso ni lesiones graves. La muerte había sido por causas naturales.

Molloy fue al laboratorio para verlo por sí mismo. El cuerpo estaba en posición supina, con los brazos paralelos al torso y las manos hechas un puño. Alrededor del cuello llevaba una cuerdecilla de la que colgaba un broncodilatador. Tenía la boca abierta. El rostro parecía saludable. Los párpados no cubrían del todo los ojos saltones. El pequeño parecía tener el pecho inflado, como si quisiera hacerse pasar por Charles Atlas.3 El pelo oscuro era algo más largo de lo normal. Molloy pensó que el niño podría ser hispano.

No hay juego sucio, dijo el forense. Es un caso de obstrucción respiratoria. La tráquea se le contrajo y se cerró.

¿Por qué?

El niño tenía asma. Y de la peor, status asmaticus. Llega un momento en que no hay antiinflamatorios ni dilatadores capaces de controlarlo. Al no poder eliminar el dióxido de carbono, sólo podría sobrevivir con un respirador. Y supongo que donde estaba no había ninguno disponible.

Las prendas del niño estaban selladas en bolsas de plástico: camiseta, pantalones vaqueros, calzoncillos. Ropa de Gap. Sin etiquetas de identificación. Junto con el sudario y las Nike, todavía no habían acabado de analizar la ropa. Esperaba que descubrieran algo, aunque no sabía el qué. Tal vez una identificación del lote que indicara el origen del envío.

A las ocho de la mañana del día siguiente, Molloy volvió a la rosaleda y se quedó mirando la Casa Blanca desde el lugar donde había estado el escenario de la orquesta. A unos veinte metros de distancia, en diagonal, había unas estacas unidas con una cinta, que mostraban la posición del cuerpo. Se preguntó en qué momento podrían haber llevado a la carpa un cuerpo envuelto sin que lo viera ninguno de los cientos de personas que trabajaban allí antes de que el jardinero llegara a la mañana siguiente. Podría ser que lo hubieran trasladado después del concierto, cuando la gente ya se había marchado y las luces estaban apagadas, pero ése era un escenario que no quería contemplar. Implicaba dirigir la investigación hacia personas no obligadas a abandonar el recinto concluida la velada.


Durante los días siguientes se empleó un número considerable de personas en la misión de identificar al niño. Una vez que supieran quién era, la cuestión de quién lo había llevado al jardín de la Casa Blanca empezaría a responderse sola. Mientras tanto los agentes le llamaban N.P., las siglas de Niño Póstumo. Fotos en mano, bucearon en archivos de menores desaparecidos, visitaron las secciones de pediatría de los hospitales infantiles y entrevistaron a varios neumólogos en Washington D. C., Virginia y Maryland. No descubrieron nada interesante. En el Banco Nacional de Datos del FBI no había secuestros de niños que coincidieran con su descripción. A medida que la mesa de Molloy se iba llenando de pilas de papel, recuerda haberse planteado en qué momento aquellas investigaciones, que acabarían dando que hablar, llamarían la atención de algún investigador privado con buen olfato

A fin de cumplir con las directivas que fomentaban la cooperación interinstitucional, Molloy convocó una reunión para informar a un enviado del Servicio Secreto, un experto en seguridad electrónica asignado a la Agencia Nacional de Seguridad, y a un psicólogo asesor de la CIA cuya especialidad eran las prácticas terroristas.

Molloy no conocía a ninguno de los dos.

No tengo mucho tiempo, dijo antes de ponerles al día de los últimos acontecimientos.

El del Servicio Secreto, un hombre que rondaba los cuarenta y que sin duda iba al gimnasio, estaba sentado muy recto en su silla, con un traje que parecía hecho a la medida de su musculatura.

A ver, dijo con una sonrisa gélida. Entonces, ¿estamos limpios? preguntó.

De momento sí, dijo Molloy.

El experto electrónico de la ANS dijo que se podía hacer una revisión del sistema, pero que el sistema tenía un programa de autocontrol.

Envía un electrocardiograma donde se vería algo en caso de haberlo, dijo. Así que ya lo sabríamos.

Los técnicos de su propio equipo le habían dicho a Molloy eso mismo.

El psicólogo apoyó la barbilla en la palma de una mano y frunció el ceño.

Entonces ¿diría usted que esto es una acción simbólica, agente Molloy?

Diría que sí

Si piensa que este asunto está ventilado, le recuerdo que el 11-S tuvo un fuerte componente simbólico. Podría tener la tentación de invocar los años sesenta como precedente histórico, cuando teníamos a esos activistas antinucleares haciendo uso indebido de propiedades gubernamentales y bañando en sangre las viviendas de los fabricantes de misiles y demás. En aquel entonces parecía interesarles más la propaganda que el causar auténticos destrozos. Pero no era así. Esos tipos eran auténticos hippies americanos. Se la estaban jugando, literalmente. Cumplieron penas de cárcel. No se limitaron a entrar, a soltar la tarjeta de visita y a largarse. Pero esto es completamente distinto. Bastante más siniestro.

¿Más siniestro tipo qué?, dijo Molloy.

Tipo advertencia. Tipo «hemos hecho esto para que veáis de lo que somos capaces».

Entonces ¿un niño muerto no significa nada concreto?, dijo Molloy. ¿No es más que una tarjeta de visita?

Bueno, lo trajeron de algún sitio, eso sí, dijo el consultor. Parece una movida árabe.

¿Seguimos sin identificarlo?, preguntó el del Servicio Secreto.

No hay nada.

¿Ningún dato étnico?

Nada. Un niño blanco. Podría ser cualquier cosa.

Entonces puede ser del sitio donde más nos odian, dijo el psicólogo. Puede ser un niño musulmán.


Cuando ya llevaban dos semanas de investigación se produjo el primer avance cuando John Felsheimer, comandante de la policía del distrito de Washington D. C., llamó a Molloy y lo invitó a tomar una cerveza al salir del trabajo. Habían coincidido en varios casos a lo largo de sus carreras profesionales y aunque no eran amigos en el sentido literal de la palabra, se tenían mucho respeto profesional. También los unía el hecho de pertenecer a la misma generación y de ser ambos hombres de familia con nietos.

Tras ponerse al día uno al otro con las anécdotas de turno, Felsheimer se sacó una carta del bolsillo del pecho y se disculpó por no haber sabido hasta esa mañana, por un comentario casual en la oficina, que el FBI estaba investigando una desaparición. Dijo que la carta la habían dejado en su comisaría la semana anterior. Sin firma ni fecha, consistía en una sola página con una frase escrita en ordenador: «Le interesará saber que han hallado a un niño, muerto, en la rosaleda».

Felsheimer le explicó a Molloy que lo que tenía en la mano era una fotocopia, porque la carta original se la había quedado la Casa Blanca. La habían metido en un sobre y la habían llevado a la oficina gubernamental encargada de tratar con la policía de Washington D. C. Pero el asunto había sido desviado a la Oficina de Asuntos Internos, cosa que a Felsheimer le extrañó. Un subsecretario adjunto, un tal Peter Herrick, le había atendido, diciendo que le extrañaba que la policía se tomara en serio un burdo anónimo. Pero a continuación Herrick había dicho que tenía intención de conservarla.

Mientras se tomaba la segunda cerveza, Felsheimer recordó la conversación:

¿Así que entonces no había nada en la rosaleda?

No, yo no he dicho eso, comandante Felsheimer. Lo que había era un animal.

¿Un animal?

Sí, un mapache. El FBI le hizo los análisis de rigor. Se murió de rabia. Debió de colarse allí buscando un sitio donde morir.

Tenemos pocos casos de rabia en la Ciudad Federal.4

Bueno, son cosas que pasan. Para curarnos en salud le hicimos pruebas al perro presidencial, y a los hijos del personal de la Casa Blanca y demás, pero todos dieron negativo. Un bicho que se murió y punto. Fin de la historia.

Ya me contarás, Brian, dijo Felsheimer al agente Molloy al cabo de unos segundos. ¿He hecho mal en sumar dos y dos? ¿En esto anda ahora metido el FB? ¿Estáis intentando identificar a un niño muerto?

Molloy se lo pensó durante unos minutos. Luego asintió con la cabeza.

¿Y el niño apareció donde decía la carta?, preguntó Felsheimer.

John, por el bien de los dos, tengo que pedirte que me jures guardar silencio, dijo Molloy. Es información clasificada.

Felsheimer se sacó otra carta del bolsillo.

Por supuesto, te doy mi palabra, Brian, dijo, pero has hecho bien en sincerarte conmigo. Aquí tienes una carta que llegó esta mañana dirigida al comandante del distrito, o sea, yo. Cuando me enteré de que este caso lo llevas tú decidí no volver a la Casa Blanca.

El texto de la carta era exactamente el mismo que el de la primera. Escrito con un ordenador, en letra Times Roman, cuerpo catorce. Y sin firmar. Pero a diferencia de la primera, esta carta había llegado por correo. Y el sobre tenía un matasellos de Houston.


Molloy no tuvo remordimientos por haber asumido —tras leer el informe de laboratorio que situaba la muerte entre cuarenta y ocho y sesenta horas antes de que el cuerpo fuese examinado— que el niño había vivido y recibido tratamiento médico en Washington D. C., en Virginia o en Maryland. Llamó al jefe de la oficina del FBI en Houston, a quien había conocido en sus tiempos de estudiante, y le pidió las necrológicas pagadas en todos los periódicos de Texas para el mes de mayo.

Y ya que estamos mete también los de Luisiana, le dijo Molloy.

Como te conozco pondré esto lo primero en mi lista de prioridades, le dijo el director.

Haces bien, le dijo Molloy.

Hizo entrar a su secretaria y le pidió que hiciera una búsqueda informática en la lista de invitados a los Premios Nacionales de las Artes y las Letras para sacar todos los nombres con dirección de Texas.

¿La lista actual?, preguntó ella. La hemos reducido a menos de un centenar.

La lista original, le dijo Molloy.

Recostado en su silla, meditó sobre la mente de la persona o personas que andaba buscando. Habían querido hacer el asunto público. ¿Por qué entonces no habían dado un soplo a la prensa? ¿Por qué no lo habían convertido en un rumor de ésos que se multiplican en segundos por Internet? Sólo una carta entregada a una comisaría local y, tras una falta de reacción, una carta enviada por correo, esta vez casi como un recordatorio al comandante de policía. Qué curioso acudir a la autoridad cuando era precisamente la autoridad lo que se había subvertido. Pero había algo más, algo más… la presunción de poder trazar una línea entre los poderes que podrían considerarse dignos de confianza, como la policía local, y los que se tenían por poco fiables, como el FBI donde trabajaba él. No cuadraba con la audacia de aquel acto extraño que la persona que lo había cometido tuviera un saludable respeto por la ley. En un primer momento Molloy se planteó la posibilidad de estar tratando con ecoterroristas, pero había empezado a intuir la emocionante presencia de un aficionado tras aquel asunto.


Ya era hora de tener una reunión con el enlace de la Casa Blanca, Peter Herrick. Molloy se encontró con un joven rubio de pelo ralo, de ésos que llevan camisas de Turnbull & Asser con puños dobles. Herrick había sido un pez gordo como director regional de la última campaña electoral, uno de los hombres del presidente. Molloy llevaba años cruzándose con personajes parecidos. Iban y venían, pero, como si se tratara de una algo genético, todos compartían cierto grado de condescendencia con los funcionarios federales que le echaban horas al trabajo.

Les vino a ver John Felsheimer, dijo Molloy.

¿Quién?

Policía de Washington D. C. Tengo entendido que usted le tomó declaración.

Supongo que sí.

Póngame al día, dijo Molloy.

Primero siéntese, agente Molloy, dijo Hendrick. Hay cosas que todavía no sabe.

La retención de pruebas es un delito imputable, incluso para los empleados de la Casa Blanca.

Tal vez haya sido algo sobreprotector. Se lo soltaré todo. Pero usted entenderá que no podamos permitirnos tener ninguna filtración. Sería típico del partido contrario, aprovechar algo así para beneficiarse políticamente. Tienen tan poco a su favor… Y éste es el tipo de rareza que le interesa a la gente…

¿Qué cosas no sé todavía?

¿Cómo?

Me ha dicho que hay cosas que aún no sé.

Ya, me refería a la situación política en general, dijo Hendrick. Me pregunto por qué no hemos escuchado su hipótesis de trabajo. Supongo que la tiene, ¿no? ¿No le parece que era de esperar, algo así de repugnante, por parte de un grupo de gente como ésta? Les cuadra dedicarse a profanar un pedazo de tierra sagrada. Y tampoco es que pretenda que los artistas ni los escritores muestren su gratitud al país en que viven. Son todos antiamericanos por instinto.

Una hipótesis puede limitar una investigación y encaminarla en la dirección equivocada, dijo Molloy.

Un buen sitio son las fundas de los instrumentos musicales. Ese niño habría cabido en la caja de un violonchelo o de una tuba.

El programa tenía música de Stephen Foster y de George Gershwin, dijo Molloy. Ni Stephen Foster ni George Gershwin tienen tubas.

Era por poner un ejemplo.

Las fundas las dejan en el hotel. Los instrumentos se revisan en el autobús.

Había escritores presentes cuyos libros son un ataque contra nuestro país, pintores cuyos cuadros no querría usted que vieran sus hijos. Nos lo tenemos ganado por aprobar esos programas socialistas llenos de subvenciones.

Molloy se levantó.

Admiro la claridad de sus ideas, subsecretario adjunto de Asuntos Internos Herrick. Si tiene usted alguna otra idea útil, póngase en contacto con mi oficina. Entre tanto, espero que me haga llegar esa carta.


Molloy sabía que, como prueba, la carta era inútil. Estaría escrita en papel barato, igual que la que tenía en su poder, y encima estaría muy manoseada, pero tenía que hacerse valer. Estos políticos no se fiaban de nadie. Molloy era todo menos un progre, pero detestaba las interferencias políticas en un caso.

Se animó esa misma tarde cuando uno de sus agentes le mostró un informe de personas desaparecidas tomado de la página web de la policía interestatal: Frank Calabrese, viudo de sesenta años. La denuncia la había presentado Ann Calabrese-Cole, su hija. Molloy sonrió y le pidió a su secretaria que cuando recibiera una llamada de la Oficina de Asuntos Internos dijera que él había salido.

Ya iba reuniendo los expedientes. Cerca de treinta de los invitados habían sido fichados por la policía. Se puso a trabajar. Al cabo de un rato levantó la vista y se dio cuenta de que las ventanas de su oficina estaban oscuras. Encendió la luz de su mesa y siguió leyendo, pero con una creciente sensación de malestar: había editores y marchantes que se habían manifestado contra la Guerra de Vietnam. Un dramaturgo que en 1980 se había reunido con una delegación de escritores soviéticos de visita en el país. Profesores universitarios que se habían negado a firmar juramentos de lealtad. Gente que había participado en el movimiento de los derechos civiles. Un abogado que había defendido a unos sacerdotes del movimiento Sanctuary.5 Un profesor de Estudios del Cercano Oriente en George Mason. Un cantautor que había obtenido un premio varios años antes… Cuando sólo llevaba la mitad del montón ya sabía que era inútil, como si pudiera oír la voz que había escrito «le interesará saber que han hallado a un niño, muerto, en la rosaleda». Aquella voz no pertenecía a ninguna de las personas que salían en los expedientes. Todas esas personas, fuera por el motivo que fuera, eran rebeldes por naturaleza. En cambio la voz que le parecía estar escuchando aquí era la de una persona circunspecta que estaba cumpliendo sin aspavientos con un deber desagradable. Sospechaba que era una mujer.


Cuando llegó a la oficina a la mañana siguiente, a Molloy le entregaron un disco comprimido de 250 MB enviado por FedEx desde Houston. Se lo dio a un joven agente experto en informática de quien sospechaba que en algún momento se había planteado una carrera delictiva como hacker. Le hubiera ido muy bien, por cierto. En una hora consiguió reunir todos los avisos publicados sobre niños de doce años o menores que hubieran muerto en alguna ciudad o condado de Texas y Luisiana durante el mes de mayo, y luego una lista depurada por ciudades y condados de las muertes de niños varones en el sur de Texas y en el suroeste de Luisiana, y, afinando aún más, una lista final de todas las muertes de hombres jóvenes en el sur de Texas y en el suroeste de Luisiana que hubiesen ocurrido en un plazo de setenta y dos horas tras el concierto de la rosaleda.

Molloy suspiró y comenzó con la lista final. Primero buscó la edad y eliminaba a los niños de más de siete años. Luego eliminó los nombres que asociaba con niños de raza negra. De los nombres restantes leyó con detenimiento las sencillas expresiones de dolor: amado hijo de… vivo en nuestros corazones… compañero de clase… apartado de nosotros… en el seno de Jesús… No sintió nada semejante a la satisfacción, sino más bien algo parecido a la desilusión, al dar con lo que sabía que había estado buscando. En el Daily Record de Beauregard, Texas, un niño llamado Roberto Guzmán, de seis años, había sido recordado en tres obituarios pagados: por sus padres, por su tropa de los Scouts, y, crucialmente, por una persona no identificada que había escrito «descansa en paz, Roberto Guzmán, aunque no fue Dios quien te hizo esto».


Molloy le pidió a su secretaria que se encargara de los trámites para el viaje correspondiente, entre otros reservar un vuelo a Houston al día siguiente y alquilar un coche en el aeropuerto. Tenía un montón de papeleo pendiente porque las entrevistas de los agentes seguían llegando, pero decidió echar otro vistazo al cadáver. Le parecía recordar un pequeño lunar marrón en la mejilla del niño. De las primeras fotos con flash no había ninguna buena. Requisó una Sony Cyber-shot y se fue al depósito.

El niño no estaba allí.

Atónito, Molloy preguntó al encargado, que no sabía nada del asunto.

No fue en mi turno, se justificó.

Pues alguien se lo ha llevado, dijo Molloy. Lleváis un libro de registros, ¿no? Es imposible que los cuerpos entren y salgan de aquí volando.

Todo tuyo, le dijo el encargado.

Molloy no encontró allí ninguna indicación escrita de que el cuerpo de un niño se hubiera recibido o expedido.

Sin más dilación llamó a su jefe inmediato. Éste le dijo que fuera a verlo.


Debes entender, Brian, que esto que te voy a comunicar es una decisión política, dijo su jefe. Así se le ha hecho saber al director que, a regañadientes, ha decidido aceptarla.

¿Qué decisión política?

La investigación se da por terminada.

Ya, dijo Molloy. ¿Dónde está el niño? Estoy bastante seguro de que lo tengo identificado.

Creo que no me has oído bien. No hay niño. No había ningún cuerpo en la rosaleda. Nunca sucedió.

¿Y dónde lo van a enterrar?

¿Dónde? Donde nadie pueda hacerles preguntas, donde nadie pueda verlos a las dos de la mañana.

Los dos hombres se miraron en silencio durante varios segundos.

Les dio un ataque de pánico, dijo el jefe.

No me digas.

Nunca debieron haber detenido al jardinero que encontró el cuerpo.

Desde luego.

Alguien se lo contó a su hija, la que trabaja en el Departamento del Tesoro. Así que le hicieron jurar que guardaría el secreto, lo soltaron y contaron que lo habían retenido como testigo en caso clasificado. Pero también le dijeron a ella que le habían detectado síntomas de demencia. Así que si él dice algo…

Eso es una auténtica bajeza.

No era sólo eso. El Post está metiendo la nariz. Alguien les ha mandado una carta.

Desde Texas.

Pues sí. ¿Cómo lo sabes?

Te puedo contar lo que pone en la carta, dijo Molloy.


Cuando el agente Molloy volvió a su oficina, estaba furibundo. Se sentó ante su mesa y, con el antebrazo, echó la pila de papeles al suelo. Desde el primer momento había habido una clara voluntad de obstrucción. Se notaba que había una mano negra moviendo los hilos de todo el asunto. Por un lado querían respuestas, y ¿por qué no iban a quererlas, dado el intolerable quebranto de la seguridad? Por otro lado, no querían saber nada. Era posible que hubieran hecho su propia investigación paralela o que lo hubieran sabido todo desde el principio. ¿Sabido qué? ¿Y era tan terrible como para ocultarlo?

Siempre que Molloy necesitaba refrescarse las ideas, se iba a dar un paseo. Recuerda cómo, al llegar a Washington siendo un joven aprendiz de agente, se le saltaban las lágrimas ante la grandeza de la capital. Pero enseguida se convirtió en el telón de fondo de su vida, un escenario aceptado y apenas percibido que ahora, sin embargo, le parecía el paisaje urbano más extraño jamás visto. Clásico, blanco y monumental, no se parecía a ninguna otra ciudad de Estados Unidos. Era la fantasía de alguien que había pensado cómo debe de ser un gobierno augusto. En casi cualquier día de la semana, el Mall estaba inundado de inocentes recién llegados. Los creyentes. Los gobernados. En esta ocasión Molloy paseó por las calles comerciales de la zona federal, donde las filas de ventanas oscuras entre las columnas de los edificios con peanas sugerían una transacción nacional ajena al entendimiento de la ciudadanía común.


Al volver a su despacho Molloy rebuscó entre los papeles que había tirado por el suelo, hasta dar con la lista de invitados de la ceremonia de premios. Cuando la revisó, comprobó que, efectivamente, no había ningún residente en Texas. Entonces pensó que si aquella noche el presidente invitó a una serie de amigos personales a dormir en la Casa Blanca, quizá éstos no se hallaran en esa lista. Sus buenos amigos eran generosos simpatizantes del partido, tempranos contribuyentes a su carrera presidencial y adinerados líderes de su grupo social. A estos amigos se los instalaba arriba, en el segundo piso, en el dormitorio Lincoln o al otro lado del pasillo, en la suite destinada a los visitantes de las casas reales.

Molloy dejó un recado a la encargada de relaciones públicas de la Casa Blanca. Al caer la tarde ella no le había devuelto la llamada. Esto significaba que quizá no estuviera tan loco. Como todo el mundo en Washington, él se sabía los nombres de los personajes del momento. Un par de ellos tenían cargos en el gabinete, otros habían sido nombrados embajadores, por lo que quedaban descartados.

Pero una o dos de las carteras, quizá las más importantes, estaban en manos de compinches presidenciales.

Siguiendo una corazonada, llamó a la torre de los controladores en Dulles. Para obtener la información tendría que aparecer en persona, con sus credenciales del FBI, pero no le importaba concederles algo de ventaja. Molloy quería saber de cualquier avión privado o vuelo especial contratado para salir de Dulles hacia cualquier parte de Texas en la mañana siguiente a la velada de la entrega de premios.

Salió hacia el aeropuerto en plena hora punta. Estaba cansado y de mal humor. Su esposa estaría sentada en casa, esperando a que apareciera a cenar, demasiado acostumbrada a aquella vida, tras tantos años, como para hacerle algún reproche, pero se animó cuando un controlador amable con una camisa blanca y una corbata corporativa le entregó una lista muy corta. Un solo avión cumplía con los requisitos de su investigación: un DC-8 propiedad de la Utilicon Corporation, la empresa eléctrica del suroeste del país, con sede en Beauregard, Texas.


Tenía pendiente tomarse unas vacaciones, así que anunció que estaría varios días ausente y se sacó un billete a Houston. Mirando las nubes desde el avión se preguntó por los motivos de aquel viaje. Durante los años que llevaba trabajando había estado involucrado en muchos casos que habían acaparado los titulares de la prensa, quizá más de los que le correspondían, pero en los últimos dos años le había parecido que su personaje profesional empezaba a desgastarse, y con él la identidad especial que le conferían la placa, las menciones, el respeto de sus compañeros, la emoción de saber lo que estaba pasando realmente y también, tenía que admitirlo, la peculiar sensación de superioridad que tenía como miembro responsable, cortés y bien vestido de una agencia policial de élite, en ocasiones obligada a cometer algún asesinato. En sus comienzos, se indignaba cuando se criticaba al FBI en la prensa; ahora era más prudente, estaba menos a la defensiva. Pensó que todo eso era en realidad una forma instintiva de prepararse para la jubilación.

¿Cómo se sentiría cuando todo esto hubiera terminado? ¿Había desperdiciado su vida asociándose tan estrechamente a una institución? ¿Acaso era uno de esos hombres incapaces de funcionar sin ciertas ataduras? Sospechaba que varios de sus colegas habían aprovechado la profesión de agente federal para protegerse a sí mismos, en vez de para proteger a los demás. Fueran cuales fueran sus motivos, el hecho era que se había pasado la vida luchando contra la conducta desviada y sólo en muy escasas ocasiones se había planteado que pudiera ser justificable.

Salió del aeropuerto en un coche alquilado. Beauregard estaba aproximadamente a una hora en dirección este. Se veía a lo lejos, a muchos kilómetros de distancia, confundido con el color ocre del cielo.

Al llegar a las afueras de la ciudad, salió de la autopista y tomó una carretera de cuatro carriles que pasaba ante una serie de plantas petroquímicas, tanques de petróleo y solares pedregosos que en otro tiempo fueron arrozales.

El centro de Beauregard parecía haberse separado de los alrededores: un núcleo de rascacielos con despachos acristalados, un par de hoteles de ladrillo bien conservados que lucían la bandera estatal, grandes almacenes de marcas conocidas, y, bien visible en el centro, la torre de Utilicon, un edificio de planta triangular cubierto de espejos.

Molloy no se detuvo allí, sino que atravesó los barrios residenciales donde los árboles importados daban sombra al césped, hasta que, tras cruzar las vías del ferrocarril, siguió dando botes sobre calles llenas de baches flanqueadas por bodegas, lavanderías, parques infantiles con columpios y casas de campo con jardines protegidos por vallas metálicas.


Se detuvo al llegar a la Iglesia de la Virgen Bendita. Era un modesto edificio de madera, cosa poco frecuente en un templo católico. El sacerdote, el padre Mendoza, un hombre más joven que Molloy, delgado, con una barba canosa, le explicó que la capilla la construyeron unos emigrantes alemanes en el siglo XIX. «Sus descendientes viven en urbanizaciones con servicios de vigilancia», añadió con una sonrisa irónica.

Se sentaron en el porche de la rectoría, a la sombra.

Es usted consciente de que no puedo decir nada, ¿verdad?, le dijo el cura.

Lo entiendo, dijo Molloy.

Pues sí, Juan y Rita Guzmán son feligreses de mi comunidad. Son personas honradas, que pertenecen a una familia virtuosa, trabajadora, unida. Tengo que hablar con ellos.

Eso puede ser difícil. Ahora están detenidos. Tal vez pueda usted ayudarme. ¿Qué ha podido llevar al INS6 a actuar así?

—No tengo ni idea. Yo me dedico a otras cosas.

—Le diré que el niño había recibido la extremaunción. En misa. Todo completo, desde eso hasta un entierro con escrupuloso respeto del rito católico, dijo Molloy atento a la respuesta.

Por desgracia, el duelo y el dolor de la pérdida dejan a las personas en un estado de extrema debilidad, le dijo el padre. A veces el consuelo de la Iglesia y la fe en Cristo no logran llegar a lo más profundo del corazón del creyente, incluso del más fiel. ¿Es usted católico, señor Molloy?

No tanto como antes.

Ésta es una congregación modesta, dijo el sacerdote. Son trabajadores que viven a duras penas en el mejor de los casos. Aman a su Virgen. Pero bastante tienen con aprender a ser estadounidenses.


El bungaló de los Guzmán era como cualquier otra casa de la calle salvo por el pequeño césped delantero, que estaba verde, no agostado. Tenía un seto a modo de valla y una hilera bien cuidada de flores silvestres, de ésas que la señora Johnson, la ex primera dama, eligió para las medianas de las carreteras de Texas.

El interior de la casa estaba a oscuras, con las cortinas echadas. Una anciana corpulenta vestida de negro y una niña de unos doce años vigilaban a Molloy mientras él miraba a su alrededor.

En la sala de estar, la foto de un niño en edad escolar era la pieza central de un santuario improvisado sobre una mesa que había en un rincón: Roberto Guzmán vivo, con una sonrisa enorme y un pequeño lunar marrón en la mejilla. La imagen estaba apoyada en un cuenco de flores colocado entre dos velas. En la pared del fondo había un crucifijo de madera tallada.

Molloy miró a la chica: su hermana mayor, con los mismos grandes ojos oscuros, pero sin las profundas ojeras que tenía Roberto debajo.

Con la imagen del niño muerto en la cabeza, el agente especial Molloy sintió la vergüenza que se siente al ver algo indebido. Murmuró un pésame apenas audible.

La anciana dijo algo en español.

La niña dijo: Mi abuela pregunta dónde está su Juan, dónde está su niño.

No lo sé, dijo Molloy.

La anciana habló de nuevo agitando el puño. La chica intentó razonar con ella.

¿Qué dice?, preguntó Molloy.

Es tonta, dijo la niña. La odio cuando se pone así.

La niña se echó a llorar

Dice que el diablo vino a nuestra familia disfrazado de señorita7 y que se llevó a mi mamá y a mi papá al infierno.

Las dos mujeres, la anciana y la joven, lloraban a la vez.

Molloy atravesó la pequeña cocina y abrió la puerta trasera. Bajo el sol brumoso había un jardín cuidado con macizos de flores bordeados de ladrillos, arbustos, pequeños árboles esculpidos, un césped tan perfecto como el de un campo de golf y un pequeño estanque con rocalla. Era una composición muy lograda, bellísima.

La chica lo había seguido.

¿El señor Guzmán es jardinero?, dijo Molloy.

Sí, para el señor Stevens.

¿Stevens, el presidente de la compañía eléctrica?

¿Cuál es la compañía eléctrica?

Utilicon.

Sí, claro, la Utilicon —dijo la niña, con las mejillas empapadas en lágrimas.

Antes de irse, Molloy tomó un número de teléfono que alguien había apuntado en un cuaderno junto al teléfono de la pared. La tinta estaba descolorida. Era el del médico.8


Encontró la Biblioteca Municipal de Beauregard y leyó el currículo de Glenn Stevens en el Quién es quién de la ciudad. Era un artículo largo. Las centrales nucleares y las fábricas de carbón de Utilicon proporcionaban energía a cinco estados, pero a Molloy le interesaban más los datos personales: Stevens, de sesenta y tres años, era viudo. Tenía una hija, Christina.

Molloy se metió en su coche y se encaminó hacia la finca de Stevens, donde lo dejó entrar el vigilante de la puerta. Un serpenteante camino de varios centenares de metros acababa en los escalones de la entrada.


Creí que este tema estaba zanjado, dijo Glenn Stevens al entrar en la sala.

Molloy se levantó. El hombre medía más de dos metros. Tenía un tupé rubio canoso, piel sonrosada y una voz profunda. Llevaba pantalones de algodón blanco, un jersey de cachemira de color amarillo pálido y mocasines sin calcetines.

Sólo se trata de atar unos cabos sueltos, dijo Molloy, que llevaba veinte minutos esperando ser recibido.

La biblioteca de Stevens tenía artesonados de nogal. Enormes butacas de cuero y relucientes mesas de refectorio con los principales periódicos y revistas dispuestos en filas ordenadas. Las puertas acristaladas daban a una terraza de piedra con árboles en macetas y unas balaustradas adornadas con flores blancas que parecían de papel.

Pero los escasos libros que poblaban las estanterías (la Historia de la filosofía de los Durant, las obras completas de Winston Churchill, las memorias de Richard Nixon y Henry Kissinger, y los viejos éxitos del Book of the Month Club) no estaban a la altura de aquel entorno.

No sabía que el FBI estuviera metido en esto, dijo Stevens. Nadie me lo había dicho.

Molloy estaba a punto de responder cuando entró por la puerta un joven con un traje milrayas y un maletín en la mano.

He tardado lo menos posible, dijo enjugándose la frente.

Pensé que sería mejor contar con un abogado, dijo Glenn Stevens sentándose en un sillón de cuero.


Lo curioso es que nos habían dicho que el FBI daba el caso por cerrado.

Es cierto, dijo Molloy. El caso no sólo está cerrado, sino que jamás existió.

Entenderá usted que el señor Stevens jamás haría nada que pudiera comprometer al presidente, a quien admira más que a nadie en el mundo. Como tampoco haría nada que pudiera dañar el gran cargo que ocupa.

Lo entiendo, dijo Molloy.

El señor Stevens fue uno de los primeros partidarios del presidente. Pero es más que eso, porque los dos hombres son viejos amigos. El presidente trata al señor Stevens casi como a un hermano.

También lo entiendo, dijo Molloy.

Y con el tacto, la bondad y la compasión que lo caracterizan, el presidente ha asegurado al señor Stevens que nada de los sucedido tiene importancia ni afecta a su relación.

Molloy asintió.

Así pues, ¿por qué ha venido usted?, dijo el abogado.

Esto es un asunto de familia, intervino Stevens. Y por doloroso que pueda ser, personalmente, para mí, no es más que eso. Si el presidente lo entiende, ¿por qué no lo entiende el maldito FBI?

Señor Stevens, entendemos que se trata de un tema familiar, dijo Molloy. Se ha clasificado y cerrado como tal. Nadie está construyendo un caso aquí. Pero hay que entender que se produjo una violación grave de la seguridad que pone en cuestión no sólo los métodos del FBI, sino también los del Servicio Secreto. Tenemos que asegurarnos de que algo así jamás vuelva a suceder porque la próxima vez podría no ser un asunto de familia. No estaríamos cumpliendo con nuestro deber si fuésemos tan descuidados con la seguridad del presidente como lo es él mismo.

Entonces, ¿qué quiere usted?

Me gustaría entrevistar a la señorita Christina Stevens.

¡Por supuesto que no, señor Stevens!, dijo el abogado.

Señor, no nos interesan sus motivos, los porqués o los para qués, dijo Molloy con una sonrisa zalamera, pero ella logró hacer algo que yo, como profesional, tengo que admirar. Sólo quiero saber cómo lo hizo, cómo esta joven ha conseguido sin ayuda de nadie sacar los colores a los mejores profesionales de este negocio. Ya sé que para usted ha sido difícil, pero, si se valora simplemente como una hazaña, es impresionante, ¿no le parece?

Ella traicionó mi confianza, dijo Stevens con voz ronca.

El señor Stevens quiere decir que su hija no es la de siempre…, dijo el abogado.

Mire, señor, seguro que ella hizo lo que usted dice, terció Molloy, pero habrá una investigación interna de nuestros procedimientos. Y estoy seguro de que usted sabe cómo funcionamos los hombres de la agencia. Tenemos que salvar el culo.


Una vez fuera de la casa, en el sendero de grava que partía de las escaleras de la entrada, el abogado dio a Molloy su tarjeta.

De ahora en adelante, con cualquier cosa que surja acuda a mí directamente, dijo. No más visitas intempestivas, agente Molloy. ¿De acuerdo?

¿Dónde está ese sitio?, le preguntó Molloy.

¿Conoce Houston?

No muy bien.

Cuando llegue, llámelos y lo llevarán. No es ningún misterio, que lo sepa.

¿El qué ?

Lo que hizo Chrissie Stevens. En cuanto la vea lo entenderá a la primera.

El abogado sonreía mientras el coche de Molloy se alejaba.


Molloy pasó la noche en el Marriott de Houston; pidió comida al servicio de habitaciones y vio la CNN. Le caía bien el director local del FBI, pero no quería darle explicaciones. Lo que hizo fue llamar a una persona de Washington, a una amiga de sus tiempos de soltero, una antigua periodista de moda en el Post que, gracias a sus ascensos conyugales, se había convertido en una poderosa anfitriona de Georgetown.

La chica tiene un historial de cuidado, Molloy, le dijo ella. ¿No es un poco tarde para la crisis de los cincuenta?

Sé que serás discreta, dijo Molloy.

Chrissie Stevens es una excéntrica. A los catorce años ya se lo montaba con un ángel del infierno. Luego descubrió la religión, el zen para más señas, y se pasó un par de años en Katmandú, en un ashram apestoso. ¡Ah!, y vivió un año en Milán con un jugador de polo italiano hasta que lo abandonó, o él la abandonó a ella. ¿Quieres más?

Sí, por favor.

Ha estado más de una vez desintoxicándose en la Betty Ford. O eso se rumorea, al menos. ¿Te cuento mi teoría?

Cuéntamela.

Ella vive para recompensar a papá por la buena vida que le ha dado. Vamos, que su auténtica pasión puede ser él, porque son una pareja muy especial, Glenn y su hija Chrissie. Pero ¿sabes lo más curioso de esta historia?

No.

Que si te toca Chrissie enfrente en una cena has de reconocer que es una mujer espectacular. Una vestal sin un signo de envejecimiento. Brian, tiene la piel más bonita que te puedas imaginar. Ya quisiera yo tener esa tez. ¡Fíjate tú qué cosas!


El número de teléfono que Molloy había encontrado en la cocina de los Guzmán correspondía a la consulta de un neumólogo, un tal Leighton, uno de los tres socios de una clínica que estaba a pocas cuadras del gran centro médico de Texas General. La sala de espera estaba llena, atestada de andadores y sillas de ruedas: mujeres con niños en el regazo y ancianos, tanto negros como blancos, agarrados a sus inhaladores. Casi todos los ojos se alzaban hacia alguna de las tres televisiones colgadas en la pared, aunque el sonido lo tapaba un coro de respiraciones asmáticas y llantos de niños. Era un mundo de ojos hundidos en cavidades huecas.

Una enfermera, que se había puesto pálida al ver sus credenciales, hizo esperar a Molloy en una sala. Se sentó en una silla junto a una estantería metálica blanca cargada de frascos y cajas de guantes de goma. En la pared de enfrente había un diagrama laminado en cuatro colores de los pulmones y los bronquios humanos. En una esquina, al otro lado de la camilla, una máquina cuadrada adornada con un tubo flexible y una máscara. Nada fuera de lugar, todo impecable.

El doctor Leighton entró igualmente inmaculado con bata blanca, camisa azul y corbata. Parecía algo rígido, pero era la clásica actitud profesional realzada por unas gafas de montura metálica. Al apoyarse en el alféizar de una ventana con los brazos cruzados parecía tan radiante que costaba imaginarlo atendiendo toda la mañana a una multitud de personas con problemas respiratorios. Molloy le hizo un comentario sobre lo llena que estaba la sala de espera.

Bueno, la contaminación ha sido peor de lo habitual. Si cargas un día de verano con óxido de nitrógeno, los teléfonos se iluminan.

Quería preguntarle sobre el niño Guzmán que murió la semana pasada, dijo Molloy. Tengo entendido que era su paciente.

¿Estoy obligado a hablar con usted?

No, señor, contestó Molloy. ¿Conoce usted a una tal Christina o Chrissie Stevens?

El médico guardó silencio durante unos segundos. Suspiró.

¿Qué quiere que le diga? Mejor dicho, ¿qué le gustaría oír? El niño sufrió muchísimo. En días como éste no se le permitía ir al colegio. Hizo todo lo posible por ser valiente, por controlar el pánico, como si le pareciera poco viril. Era un gran chico. Cuanto más asustado estaba, más procuraba sonreír. Cuando le dio el último ataque me lo trajeron aquí, Chrissie, el cura y el padre del niño, lo conecté a la máquina de respiración artificial. Pero no pude revertirlo. Se me murió. Roberto no necesitaba un respirador, necesitaba otro planeta.


Chrissie Stevens estaba ingresada en el Instituto Eisley Helmut, un sanatorio para los muy ricos.

Molloy la encontró en el enorme salón soleado que había a la derecha del vestíbulo. Estaba en un sofá, sentada sobre sus piernas dobladas y con las sandalias en la alfombra. Le sorprendió que fuese una persona tan pequeña. Una joven con el cuerpo de un chico preadolescente, muy delgada, con una melena rubia con raya en medio. Tenía el codo apoyado en el brazo del sofá y la barbilla acunada en la mano y parecía estar pensando en Molloy mientras lo miraba fijamente.

¿Pero los del FBI no ibais siempre de dos en dos?, dijo con una sonrisa lánguida.

No siempre, dijo Molloy.

Tras ella, como atento a recibir una orden suya, había un marine muy joven con su uniforme verde oliva, sin duda demasiado grueso para el calor que hacía. Tenía el típico pelo rapado y plano por arriba, la clásica postura marcial, las correas y galones de rigor. Parecía un cartel de reclutamiento.

Éste es mi amigo el cabo Tom Furman.

Cuando el cabo le puso una mano sobre el hombro, ella levantó un brazo y se la apretó.

Tom está de visita, dijo ella. Acaba de llegar en avión.

¿Dónde estás destinado?, preguntó Molloy.

Cuando él no respondió, Chrissie Stevens dijo:

Se lo puedes contar. Venga, que no te va a pasar nada. Ya está pactado.

Estoy en la Casa Blanca.

¡Anda!, dijo Molloy. Pues menudo chollo. ¿Has tenido suerte en el sorteo o es un puesto reservado a personas excepcionales?

Sí, señor, dijo el muchacho. Supongo que nos eligen, señor.

En fin, en fin, dijo Chrissie Stevens. ¿Qué tal si nos sentamos todos?

Acércale una silla al agente Molloy y tú siéntate a mi lado, le dijo al marine mientras daba palmaditas en el cojín del sofá.

Los dos hombres se sentaron como se les había indicado. Molloy no tenía previsto que Chrissie Stevens fuese una belleza sureña. Pero era precisamente eso. Sus propias hijas, mujeres sin pretensiones sofisticadas, la habrían detestado nada más verla.

Era sorprendentemente atractiva, muy pálida, con pómulos altos y ojos grises. Pero lo hipnótico era su voz. Eso era lo que producía el efecto de virgen vestal. Hablaba con una cadencia sureña casi infantil y al bajar los ojos sus largas pestañas rubias los cubrían como un velo. Era como si tuviera que examinar en su cabeza todo lo que iba diciendo para asegurarse de que estaba en lo correcto y la imagen de etéreo recato era abrumadora.

No estoy aquí por voluntad propia, agente Molloy, dijo Chrissie. Al parecer he hecho algo cuya única explicación posible es que he perdido el juicio. Si eso es cierto, ¿qué otras preguntas se pueden hacer?

Se me ocurren algunas, dijo Molloy.

Aunque no se está tan mal aquí, dijo ella dirigiéndose al cabo. Te ceban y te dan una pastilla con la que todo te da igual. Y se quedan vigilando hasta que te ven tragarla. Ahora mismo estoy totalmente dopada. ¿Me patina la lengua al hablar? Pero ¿qué más da? ¿Qué hay de malo en pasarte la vida entera soñando?, dijo ella con su sonrisa triste. No es tan horrible, ¿verdad?

¿Sabe que los padres del niño pueden ser deportados?, dijo Molloy.

Era evidente que no lo sabía.

Pero creo que eso podría evitarse, dijo él. Creo que hay una manera de lograr que eso no suceda.

Ella se quedó en silencio. Luego murmuró algo que él no consiguió oír.

Perdón, dijo él, ¿cómo dice?

Depórteme a mí, agente Molloy, dijo ella. Mándeme donde quiera. Mándeme a la Isla del Diablo. Estoy dispuesta. No quiero tener más vínculos con este lugar. Es decir, ¿por qué aquí y no en otro sitio? Da igual, es todo igual de horrible.

Molloy esperó a que siguiera.

¡Por Dios!, dijo ella. Es que siempre ganan, ¿no? Son muy hábiles. Las cosas no han salido como pensábamos porque somos unos aficionados, pero incluso si lo hubiéramos logrado, supongo que habrían sabido cómo manejar la situación. Se me ocurrió que tal vez pudiera redimirlos, ponerlos de nuevo en circulación entre nosotros. Sería como un tratamiento de choque si sentían la conexión, incluso aunque fuese sólo durante un momento. ¿No está bien recordarles a los señores que dirigen las cosas que todo esto tiene algo que ver con ellos? Eso es lo único que quería. ¡Qué redención para la pequeña Chrissie conseguir que se pusieran rojos de vergüenza! Por supuesto, sé que no son culpables de que el hijo de nuestro jardinero naciera con asma. Y que tampoco han obligado a su familia a vivir donde el aire huele a neumáticos quemados. Y sé que papá y sus exaltados amigos no tienen un carácter violento ni levantarían la mano contra un niño. Pero son, sabes, unos caballeros programados. ¿Me equivoco al incluirlo a usted, agente Molloy? ¿Acaso no es usted también un caballero programado?

¿Programado en qué sentido?

Programado para ganar. Y que le den por culo al mundo.

Su querido cabo alargó el brazo y le dio la mano.

¿Usted qué opina?, preguntó Chrissie Stevens. ¿Tiene sentido lo que digo o soy la deshonra familiar que me considera mi padre?

Los dos contemplaban a Molloy. Formaban una hermosa pareja.

¿Quiere tomar algo, agente Molloy?, dijo ella. Si toca esa campana de ahí le traen un té.


De vuelta en su despacho de Washington, Molloy decidió poner al día los casos que había abandonado cuando entró la llamada sobre el niño muerto en la rosaleda. Uno de los casos, una posible querella por corrupción, era apasionante, pero al sentarse ante su mesa se puso a pensar en otra cosa. Su despacho era un cubículo con paredes de vidrio. Daba a una sala central llena de escritorios alineados donde los auxiliares y los agentes menos veteranos trabajaban sin parar. Le llegaba el agradable zumbido de la energía oficinesca, de los teléfonos sonando y la gente resolviendo rápidamente sus asuntos, pero Molloy no pudo evitar la sensación de estar mirando a una habitación llena de niños. A decir verdad, quienes estaban allí fuera eran al menos veinte años más jóvenes que él. Más jóvenes, más delgados, más vigorosos.

Esto es lo que hizo. Llamó a Peter Herrick a la Oficina de Asuntos Internos de la Casa Blanca y le dijo en voz baja, pero con toda claridad, que si el INS no dejaba en libertad a los padres del niño muerto y les permitía regresar a casa, él, Molloy, se encargaría de que todos los estadounidenses que veían la televisión o leían la prensa supiesen exactamente lo que había sucedido.

Después se sentó delante del ordenador y escribió una carta de dimisión.

Lo último que hizo antes de apagar las luces y volver a casa con su esposa fue escribir a mano una carta dirigida a los padres de Roberto Guzmán. Les decía que la tumba de Roberto tal vez fuese anónima, pero que sus restos descansaban en el Cementerio Nacional de Arlington entre los de muchos otros que habían muerto por su país.