Capítulo 4

Amanda llegó al instituto con la sensación de estar flotando en una nube. Ni en sus mejores sueños o pesadillas se hubiera imaginado la posibilidad de echar un polvo en el baño de un bar con un desconocido, y había pasado la mitad de la noche pensando en ello. No se arrepentía de lo que había hecho. Pero esa mañana, lo que entretenía su mente era la posibilidad de encontrarse en el instituto con su ex, ya que se había convertido en un inconveniente que tenía que sobrellevar. No podía dejarse arrastrar por lo que había pasado años atrás, porque era una mujer hecha y derecha muy por encima de esos miedos y preocupaciones.

—¡Eh! Esa Amanda. ¡La reina de los baños!

Belinda no parecía una profesora de Matemáticas responsable, sino una adolescente más, que acompañaba su frase con el movimiento del arquero tantas veces hecho por la propia jugadora en los partidos de fútbol y que su amiga había aprendido. Los chicos que pasaban a su lado la miraban como si estuviera loca, y la nueva profesora de Dibujo pensó que, con toda seguridad, ese hubiera sido el diagnóstico en cualquier psiquiátrico.

—¿Estás pirada? —preguntó muerta de la vergüenza—. Por si no te has dado cuenta, estamos en mitad del instituto.

—No pasa nada, tía. Estos críos ya están curados de espanto.

Resopló al escuchar el razonamiento de Belinda. Era una persona de fiar, pero tenía una mente algo infantil y desinhibida que, en circunstancias normales, era uno de sus encantos. Pero esta no era una circunstancia normal para la recién llegada, que quería causar una buena impresión en el instituto.

—Tengo que ir a clase.

—¿Estás nerviosa?

—Un poco.

—Pues no te preocupes. Los de bachillerato no muerden. Están revueltos por las hormonas y eso no ayuda, pero bueno…

Amanda no supo si ese podía ser un buen consejo, pero ya tendría tiempo de descubrirlo. Se despidió y continuó pasillo adelante hasta llegar a la clase que le correspondía. Los chicos revoloteaban en el interior del aula como abejas en un campo de flores y parecían más atentos a sus propios asuntos que a la nueva profesora que acababa de entrar.

—Buenos días.

Nada ocurrió. Los alumnos continuaron a lo suyo sin importarles que una persona adulta hubiera entrado en el recinto que creían de su propiedad.

—¡Buenos días!

Se sintió ignorada una vez más y pensó en lo que haría en el campo de fútbol si se encontrara en la misma situación con las niñas a las que daba clase dos tardes a la semana. Sin pensar muy bien en ello, se llevó dos dedos de cada mano a la boca y silbó con todo el aire que retenía en sus pulmones. El resultado fue inmediato. Todos los adolescentes se detuvieron al instante y se sentaron en sus respectivos asientos. Amanda sonrió, pero la sonrisa duró poco en su cara cuando, al darse la vuelta, vio que las clases estaban separadas del pasillo por una mampara de cristal y que varios chicos y un profesor la miraban desde la clase contigua con los ojos muy abiertos. Como si el karma volviera a hacer de la suyas y estuviera destinada a pasarlo mal, tuvo la mala suerte de que el profesor que impartía su clase en el aula cercana fuera el de Filosofía. La imagen de Gerard en el baño atravesó fugazmente su cerebro. Tanto Jesús como sus alumnos la observaban con curiosidad.

Intentó ignorar los rostros de todos los que la observaban y se volvió hacia su propia aula con la idea de comenzar a impartir su primera clase de Dibujo. Varios alumnos cuchicheaban y otros sonreían y la observaban con una mal disimulada admiración tras el silbido en el instituto.

—Bu… buenos días —saludó con un leve tartamudeo que desapareció en cuanto se centró en lo que debía explicar—. Me llamo Amanda Rubio y soy vuestra nueva profesora de Dibujo Técnico. He leído el temario y he visto que os habéis quedado en el sistema diédrico.

Esperó a que algún alumno asintiera y confirmara este hecho, pero ninguno de ellos se movió ni un centímetro. Lanzó al aire una pregunta para comprobar si habían aprovechado las clases anteriores.

—¿Alguien puede decirme cómo es la proyección horizontal de una recta paralela a la línea de tierra?

Silencio absoluto. La pregunta era de todo menos difícil y, antes de expresarla en voz alta, tuvo la certeza de que recibiría muchas manos en alto, pero no fue así. O los chicos eran tímidos o su conocimiento del Dibujo Técnico era más que deplorable. Para explicar lo que acababa de preguntar, abrió una carpeta, la colocó sobre la mesa y simuló un sistema diédrico con ella. Colocó un lápiz en paralelo a la mesa y comenzó a moverlo hacia abajo y luego en horizontal.

—¿Lo veis? Si la recta es paralela a la línea de tierra, tanto su proyección horizontal como la vertical también lo son. ¿Alguna pregunta?

Un chico de pelo largo y cazadora de cuero, que se mostraba visiblemente orgulloso con la prenda en clase, levantó la mano. Amanda respiró aliviada al comprobar que su explicación no estaba cayendo en saco roto. Lo señaló y le indicó con la cabeza que podía formular su pregunta.

—¿Podría enseñarme a silbar así?

Amanda apretó la mandíbula y respiró hondo para no enfadarse con un chico que acababa de erigirse como el gracioso de la clase. Aun así, no podía dejar que los alumnos se hicieran con su clase si ella podía evitarlo.

—Bueno, gracias a la simpatía de vuestro compañero, mañana tenéis que entregar los ejercicios de la lección cinco en un DIN A3 y pasados a tinta.

Se escucharon muchas protestas, pero la mayoría dirigidas al gracioso de turno que parecía que nunca había recibido una lección como aquella. Ella sabía, por las clases de fútbol, que lo que más odiaban las chicas del equipo era perjudicar a sus compañeras, y esa psicología parecía funcionar también en el instituto, aunque tuviera claro que esa camaradería no existía en una clase de bachillerato. El chaval de la cazadora de cuero agachó la cabeza y asumió las críticas de sus compañeros sin decir esta boca es mía.

La clase se desarrolló con el ritmo que ella había previsto, ya que los chicos no eran especialmente colaboradores. Ya encontraría la manera de empatizar con ellos para recibir el mismo trato. Una vez se hubieron marchado todos a la clase de Educación Física, se dejó caer en la silla, agachó la cabeza y la apoyó en la mesa como si le pesara más de la cuenta.

—¡Vaya! Tienes buenos pulmones.

Amanda levantó la cabeza y miró al profesor de Filosofía, que la observaba desde la puerta. Le sorprendió encontrarlo allí e intentó no darle importancia, pero no puedo evitar que la imagen de su hermano entre sus piernas la visitara en el peor momento. Se puso colorada e intentó que Jesús no se diera cuenta, pero la sonrisa traviesa de él le dio a entender que se había percatado de ese hecho.

—No estoy acostumbrada a dar clases y me he puesto de mala leche.

—Es normal. Yo me pego con la fotocopiadora y tú le silbas a los alumnos. Cada cual tiene lo suyo.

Intentó ver algún atisbo de maldad en ese comentario, pero él la contemplaba con rostro sereno y equilibrado que no mostraba la menor acritud.

—¿Te gusta dar clases de Filosofía? —preguntó sin venir demasiado a cuento.

El profesor entró en el aula, metió las manos en los bolsillos y se apoyó en el borde de la mesa. Carraspeó antes de responder como si necesitara aclararse la voz antes de soltar un buen discurso.

—Bueno, no es mi sueño dorado. Supongo que todos queremos inventar frases del tipo «pienso luego existo» o la de «el hombre es un lobo para el hombre», pero estamos en el siglo XXI y ya nadie parece necesitar una idea que provenga de un humano. Es el siglo de la tecnología.

Amanda meditó durante un instante antes de responder.

—No estoy de acuerdo. Todos mandamos frases como esas por las redes sociales y nos mola. Creo que necesitamos más filósofos y menos fotocopiadoras.

Jesús asintió ante la respuesta de su compañera y se incorporó para marcharse. Se detuvo en la puerta y allí se dio la vuelta.

—Supongo que todos necesitamos en nuestras vidas a un Schopenhauer y a un Schweinsteiger.

La profesora sonrió ante el comentario y, en cuanto él se hubo marchado, tomó su bolso y salió al pasillo con la idea de que debía haberle hablado a Jesús de su hermano, pero que algo en su interior se lo impedía.

Recorrió el pasillo hasta llegar a la sala de profesores y allí se sentó para descansar después de una clase que había sido de todo menos tranquila. Se llevó dos dedos al tabique nasal y apretó con fuerza para mitigar el dolor de cabeza que acababa de hacer acto de aparición.

—Buenos días, Amanda. ¿Podemos hablar?

Al escuchar la conocida voz, se sintió no solo agotada sino crispada. Carlos, el jefe de estudios, entró y se plantó delante de ella sin esperar la respuesta de su ex.

—Para mí también ha sido una sorpresa verte aquí después de lo que ocurrió. Necesito que sepas que siento haberme comportado como un auténtico necio.

Ella tragó saliva antes de hablar y dejó que sus pulmones se expandieran. No quería volver a remover el pasado y creyó que aquel podía ser un buen momento para pasar página y centrarse en su presente. Podría haberse ido sin intercambiar palabra alguna, pero tenía claro que no debía abrir una puerta sin haber cerrado la anterior.

—Me cuesta mucho perdonarte, porque me hiciste la vida imposible, pero somos dos personas adultas y creo que podemos trabajar los dos en el instituto sin problemas.

Carlos volvió a tenderle la mano. Ella se quedó mirándolo.

—¿Amigos?

Ella no pudo corresponder con ese gesto porque algo en su interior se lo impedía. Quizá fuera orgullo o dignidad, pero no quería tocar su mano.

—Nunca lo seremos, pero tampoco tiene sentido que seamos enemigos.

Ambos escucharon un carraspeo y se dieron la vuelta. Se encontraron con la directora que, seguida de un par de miembros de la junta, observaban la escena desde la entrada a la sala de profesores. Amanda no supo si los directivos habían escuchado su aclaración, pero sí tuvo claro que no había pasado desapercibida para la directora del instituto. Tanto Carlos como ella se pusieron en pie y dejaron la sala sin atreverse a mirar a los ojos a su jefa. Una vez en el pasillo, Carlos se volvió hacia ella y la sujetó con suavidad del brazo para que se detuviera.

—Lo siento, de verdad. Sé que me comporté como un cerdo y no puedo hacer nada para volver atrás en el tiempo.

—Ni yo quiero que lo hagas. Lo que pasó, pasó.

Carlos agachó la cabeza con la idea de dar lástima y ella se quedó esperando alguna lágrima o más palabras de arrepentimiento, pero nada ocurrió, por lo que dio media vuelta y se alejó del jefe de estudios sin la idea de volver la vista atrás. Necesitaba ignorarlo, y se le hacía difícil pasando unas cuantas horas al día en el mismo lugar donde él trabajaba, pero no le quedaba otra que intentarlo.

Amanda salió del instituto con la idea de tomar un poco de aire fresco. Había sido un comienzo de jornada demasiado intenso para su gusto y se sentía agotada. No necesitaba más buenas o malas noticias, pero la mejor de todas estaba por llegar. Su móvil emitió el pitido típico que siempre escuchaba cuando llegaba un mensaje de WhatsApp. Lo sacó del bolsillo, abrió la aplicación y leyó en voz alta.

—Lo de anoche fue espectacular. Me ha costado dormir. Cerraba los ojos y volvía a verte frente a mí. Necesito quedar contigo. Gerard.

Abrió la boca de par en par y tuvo que leer el mensaje tres veces para cerciorarse de que no estaba soñando. El rockero quería volver a verla. Gruñó por lo bajo al darse cuenta de que su amiga se había erigido, una vez más, en el adalid de las causas perdidas y le había dado su teléfono al cantante sin pedirle permiso. No sabía si tenía que darle las gracias o echarle la bronca, pero el daño ya estaba hecho y en su mano estaba la posibilidad de borrar el mensaje o de contestar. Casi al instante supo lo que tenía que hacer y cómo hacerlo.

«Juego al fútbol a las seis en el campo central de la universidad. Si quieres conocerme, esa es mi vida. Amanda.»

Sonrió con el mismo cinismo con el que lo hacía el profesor de Filosofía y hermano gemelo de su cita y apretó el botón de enviar. Sintió un cosquilleo en el vientre y supo que acababa de excitarse en la puerta del instituto.