6

Porter
Día 1 – 7:31

 

 

 

Porter aparcó su Charger pegado al bordillo frente al 1.547 de Dearborn Parkway y alzó la vista hacia la gran mansión de piedra. A su lado, Nash ponía fin a una llamada de teléfono.

—Era el capitán. Quiere que vayamos para allá.

—Lo haremos.

—Ha sido bastante insistente.

—El CM estaba a punto de enviar aquí por correo la cajita. El tiempo corre, y no tenemos el suficiente para volver ahora mismo al cuartel general —‌dijo Porter—. No tardaremos mucho. Es importante que vayamos por delante en esto.

—¿CM? ¿De verdad lo vas a usar?

—El CM, el Hombre Mono, el Cuarto Mono... Me da igual cómo llamemos a ese chalado de los cojones.

Nash miraba por la ventanilla.

—Vaya pedazo de casa. ¿Aquí vive sólo una familia?

Porter asintió.

—Arthur Talbot, su mujer, una hija adolescente de su primer matrimonio, probablemente uno o dos perros pequeños que no dejarán de ladrar, y una criada, o cinco.

—Lo he comprobado con Personas Desaparecidas, y Talbot no ha llamado para informar de nadie —‌dijo Nash. Se bajaron del coche y empezaron a subir los escalones de piedra—. ¿Cómo quieres que hagamos esto?

—Rápido —‌dijo Porter mientras tocaba el timbre.

Nash bajó la voz.

—¿Mujer o hija?

—¿Qué?

—La oreja. ¿Crees que es de la mujer o de la hija?

Porter estaba a punto de responder cuando se abrió la puerta un par de centímetros, sujeta por una cadena de seguridad. Una mujer hispana no más alta del metro cincuenta les lanzaba una fría mirada con sus ojos marrones.

—¿En qué puedo ayudarlos?

—¿Están el señor o la señora Talbot?

Los ojos de la mujer iban de Porter a Nash y vuelta a empezar.

—Un momento.*

Cerró la puerta.

—Me juego la pasta por la hija —‌dijo Nash.

Porter bajó la mirada a su móvil.

—Se llama Carnegie.

—¿Carnegie? ¿Estás de coña?

—Nunca entenderé a los ricos.

Cuando se volvió a abrir la puerta, una mujer rubia de cuarenta y pocos años se encontraba en el umbral. Vestía un jersey beige y unos pantalones de sport negros y ajustados. Llevaba el pelo recogido en una coleta suelta. Atractiva, pensó Porter.

—¿Señora Talbot?

La mujer sonrió con cortesía.

—Sí. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

La hispana apareció detrás de ella, observando desde el otro extremo del vestíbulo.

—Soy el detective Porter, y éste es el detective Nash. Somos de la Metropolitana de Chicago. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?

Desapareció su sonrisa.

—¿Qué es lo que ha hecho?

—¿Disculpe?

—La puñetera hijita de mi marido. Me encantaría pasar una sola semana sin el drama de sus robos en las tiendas, sin que se lleve el coche de alguien sin pedírselo para darse una vuelta o sin emborracharse en el parque con esas amiguitas suyas que son tan fulanas como ella. Ya puestos, podría ponerle un café gratis a todo agente de las fuerzas del orden que se deje caer por aquí, ya que la mitad de ustedes viene con regularidad también. —‌Retrocedió para apartarse de la puerta, que se abrió a su espalda y les dejó ver la entrada, escasamente amueblada—. Adelante, pasen.

Porter y Nash la siguieron al interior. Los techos abovedados eran altos, y en el centro había una lámpara de araña que despedía destellos de cristal. Sam combatió el impulso de quitarse los zapatos antes de pisar el mármol blanco y pulido.

La señora Talbot se volvió hacia la criada.

—Miranda, por favor, tenga la amabilidad de traernos un poco de té y unos bagels..., a menos que estos agentes prefieran unos dónuts, ¿no? —‌Dijo esto último con el rastro de una sonrisa.

Ah, el sentido del humor de los ricos, pensó Porter.

—Estamos bien, señora.

No había nada que una mujer blanca y rica odiase más que oír que la llamasen...

—Por favor, llámeme Patricia.

La siguieron a través del vestíbulo, por el pasillo, y entraron en una biblioteca grande. Los suelos de madera encerada brillaban con la luz de primera hora de la mañana y estaban salpicados de pecas de sol que proyectaba el cristal de la lámpara de araña suspendida sobre una chimenea grande de piedra. La mujer señaló un sofá en el centro de la habitación. Porter y Nash tomaron asiento. Ella se acomodó en un sillón excesivamente mullido y de aspecto confortable con una otomana, frente a ellos, y alargó la mano hacia una taza de té que había en la mesilla a su lado. Un ejemplar de la edición matinal del Tribune aguardaba intacto.

—Justo la semana pasada se metió una sobredosis de algún disparate, y tuve que ir yo al centro a recogerla, a urgencias, en plena noche. Sus cariñosísimas amiguitas la habían dejado allí cuando se desmayó en alguna discoteca. La soltaron en un banco enfrente del hospital. ¿Se lo imaginan? Arty estaba fuera trabajando, y me tocó a mí traerla de vuelta antes de que él regresara a casa, porque nadie quiere contrariarlo. Mejor que la madrastra lo limpie todo y que haga como si no hubiera pasado nada.

La criada regresó con una bandeja grande de plata. La dejó sobre la mesa, delante de ellos, sirvió dos tazas de té de una botella de boca ancha y le entregó una a Nash y la otra a Porter. Había dos platos. Uno contenía un simple bagel tostado y el otro un dónut de chocolate.

—Yo aún no he superado los estereotipos —‌dijo Nash al alargar la mano hacia el dónut.

—No era necesario —‌dijo Porter.

—Bobadas. Disfrútenlo —‌respondió Patricia.

—¿Dónde está su marido ahora, señora Talbot? ¿Está en casa?

—Se ha ido esta mañana temprano a jugar al golf en Wheaton.

Nash se inclinó hacia delante.

—Eso está a una hora de aquí, más o menos.

Porter alargó la mano hacia una taza de té, tomó un sorbo lento y la volvió a dejar en la bandeja.

—¿Y su hija?

—Hijastra.

—Hijastra —‌corrigió Porter.

La señora Talbot frunció el ceño.

—¿Qué les parece si me cuentan en qué tipo de lío se ha metido? Entonces podré decidir si debo dejarles que hablen directamente con ella o si tengo que llamar a uno de nuestros abogados.

—¿Está aquí, entonces?

Se le abrieron los ojos de par en par por un instante. Se rellenó la taza, alcanzó dos terrones de azúcar con la mano y los dejó caer en su té, lo removió y bebió. Retorcía los dedos en torno a la taza caliente.

—Estaba profundamente dormida en su cuarto. Lo ha estado toda la noche. La he visto hace unos minutos, preparándose para ir a clase.

Porter y Nash cruzaron una mirada.

—¿Podemos verla?

—¿Qué ha hecho?

—Estamos siguiendo una pista en una investigación, señora Talbot. Si su hijastra está aquí ahora mismo, no hay nada de lo que preocuparse. Nos marcharemos. Si no está... —‌Porter no quería aterrorizarla de manera innecesaria—. Si no está, podría haber algún motivo de preocupación.

—No es necesario encubrirla —‌le explicó Nash—. Sólo necesitamos saber que está a salvo.

La mujer le daba vueltas a la taza en la mano.

—¿Miranda? ¿Le importaría ir a buscar a Carnegie, por favor?

La criada abrió la boca, valoró lo que estaba a punto de decir y se lo pensó mejor. Porter la observó mientras se daba la vuelta y salía de la biblioteca, cruzaba el pasillo y subía por la escalera que ascendía por la pared opuesta.

Nash le dio un toque con el codo, y Porter se dio la vuelta y siguió la mirada de su compañero hasta una fotografía enmarcada en la repisa de la chimenea. Una niña rubia vestida para montar junto a un caballo zaino. Se levantó y se acercó a la foto.

—¿Es ésta su hijastra?

La señora Talbot asintió.

—Hace cuatro años. Cumplió los doce un mes antes de esa foto. Llegó la primera.

Porter estaba mirándole el pelo. El Cuarto Mono sólo había matado a una rubia hasta entonces; todas las demás habían sido morenas.

—¿Patricia? ¿Qué está pasando?

Se dieron la vuelta.

De pie, en el umbral de la puerta, había una adolescente vestida con una camiseta de Mötley Crüe, una bata blanca y zapatillas de andar por casa. Llevaba el cabello rubio de punta.

—Por favor, no me llames Patricia —‌le dijo la señora Talbot con brusquedad.

—Perdón, madre.

—Carnegie, estos caballeros son de la Metropolitana de Chicago.

La chica se quedó pálida.

—¿Qué hace aquí la policía, Patricia?

Porter y Nash no les quitaban ojo a sus orejas. A ambas orejas. Justo donde debían estar.