8

Diario

 

 

 

Padre y madre tenían bastante relación con nuestros vecinos, Lisa y Simon Carter. Al niño de apenas once años que yo era en el verano en que ellos entraron a formar parte de nuestra maravillosa barriada, todos le parecían viejos a la luz de unos ojos que tan poco habían visto aún. Al echar la vista atrás, sin embargo, me percato de que padre y madre estaban en plena treintena, y no se me ocurre que los Carter fueran más de uno o dos años más jóvenes que mis padres. Tres como mucho. Quizá cuatro, pero dudo de que fueran más de cinco. Se trasladaron a la casa al lado de la nuestra, la única que había en nuestro extremo de la apacible calle.

¿He mencionado lo increíblemente hermosa que era mi madre?

Qué burdo por mi parte haber obviado tal detalle. Lloriqueo sobre cuestiones insignificantes y paso por alto trazar un cuadro que ilustre como es menester la narración que con tanta gentileza ha accedido usted a seguir conmigo.

Si pudiese meter la mano en este mamotreto y abofetearme por imbécil, le instaría a hacerlo. A veces divago, y es necesario un firme manotazo que vuelva a enhebrar mi pobre hilo.

¿Por dónde iba?

Madre.

Madre era hermosa.

Su cabello era de seda. Rubio, con mucho cuerpo, y reluciente, con la cantidad justa y precisa de un saludable brillo. Le caía a media altura de la espalda, esbelta, en un ondulado generoso. ¡Ah, y sus ojos! Eran del verde más vivo, esmeraldas encastradas en la perfecta porcelana de su piel.

No me avergüenza admitir que su figura atraía muchas miradas también. Corría a diario, y me aventuraría a decir que no tenía un gramo de grasa. Es probable que no pesara más de cincuenta kilos vestida, ni siquiera, y le llegaba a padre por el hombro, lo que le daría una estatura de metro sesenta y tres, o algo por el estilo.

Sentía pasión por los vestidos de verano con tirantes.

Madre se ponía aquellos vestidos en los días de mayor bochorno o en pleno invierno. No le daba la menor importancia al frío. Recuerdo un invierno en que la nieve acumulada por las ventiscas prácticamente llegaba hasta el alféizar de la ventana, y me la encontré tarareando feliz en la cocina con un vestido corto de tirantes, blanco y florido, que revoloteaba alrededor de su cuerpo. La señora Carter estaba sentada a la mesa de la cocina, feliz, con una taza caliente entre las manos, y madre le dijo que se ponía aquellos vestidos porque la hacían sentirse libre. Y prefería que fuesen cortos porque las piernas, le daba a ella la sensación, eran su mayor atractivo. Prosiguió contando lo mucho que le gustaban a padre, cómo las acariciaba, cómo disfrutaba con ellas sobre los hombros, o cuando le rodeaban...

Madre reparó en mí en ese instante y me dio permiso para marcharme.