Porter sabía poco de golf. No le atraía la idea de pasarse horas enteras dándole golpes a una pelotita blanca y persiguiéndola después. Aunque entendía su dificultad, no lo consideraba un deporte. El béisbol era un deporte. El fútbol americano era un deporte. Cualquier cosa a la que uno pudiese jugar con ochenta años, tirando de la botella de oxígeno y luciendo unos pantalones de pinzas en tonos pastel, jamás sería un deporte a su entender.
El restaurante, sin embargo, estaba bien. Dos años antes había llevado a Heather al Club de Golf de Chicago por su aniversario, y se pidió el filete más caro que jamás había probado. Heather pidió langosta, y se pasó varias semanas diciendo maravillas de ella. El sueldo de un policía no daba para mucho, pero cualquier cosa que la hiciera feliz era un gasto que merecía la pena.
Detuvo el Charger ante el edificio grande del club y le entregó las llaves al aparcacoches.
—No te lo lleves muy lejos. No tardaremos mucho.
Habían escapado de la climatología. A pesar de la apariencia neblinosa del cielo, las nubes negras de tormenta se habían detenido sobre la ciudad.
El vestíbulo era grande y estaba bien amueblado. Varios miembros se habían congregado alrededor de una chimenea en el extremo opuesto, con vistas al exuberante recorrido tras unas puertas acristaladas. Sus voces resonaban en el suelo de mármol y el revestimiento de caoba de las paredes.
Nash soltó un silbido tenue.
—Si te pillo pidiendo dinero, te hago esperar en el coche.
—Según avanza el día, más lamento no haberme puesto un traje mejor —reconoció Nash—. Esto es otro mundo comparado con los sitios adonde nosotros vamos a dar bolas.
—¿Es que juegas?
—La última vez que agarré un palo de golf no fui capaz de pasar del molino de viento. Esto de aquí es golf de verdad, y yo no tengo paciencia para eso —respondió Nash.
Había una joven sentada ante el mostrador en la zona central del vestíbulo. Levantó la vista de su portátil y sonrió.
—Buenos días, caballeros. Bienvenidos al Club de Golf de Chicago. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
Detrás del blanco deslumbrante de su sonrisa, Porter pudo sentir cómo los evaluaba. No les había preguntado si tenían reserva, y dudaba de que hubiera sido un despiste. Sacó la placa y se la enseñó.
—Estamos buscando a Arthur Talbot. Su mujer nos ha dicho que ha venido hoy a jugar.
La sonrisa de la joven desapareció cuando sus ojos se desplazaron veloces desde la placa hacia Porter y después a Nash. Cogió el teléfono del mostrador y marcó una extensión, habló en voz baja y colgó.
—Por favor, tomen asiento. Estarán con ustedes en un segundo. —Hizo un gesto hacia un sofá en el rincón opuesto.
—Estamos perfectamente, gracias —le dijo Porter.
De nuevo la sonrisa. Volvió con el ordenador; sus dedos esbeltos, de manicura, brincaban de tecla en tecla.
Porter miró su reloj. Casi las nueve de la mañana.
Un hombre de cincuenta y tantos entró en el vestíbulo procedente de una puerta a su izquierda. Llevaba el pelo, moteado de canas, bien peinado hacia atrás, y el traje, azul oscuro, perfectamente planchado. Al acercarse, extendió la mano hacia Porter.
—Detective. Me dicen que ha venido a ver al señor Talbot, ¿correcto? —Una mano blanda. A ese apretón, el padre de Porter lo llamaba «un pez muerto»—. Soy Douglas Prescott, director gerente.
Porter le mostró fugazmente la placa.
—Yo soy el detective Porter, y éste es el detective Nash, de la Metropolitana de Chicago. Es extremadamente urgente. ¿Sabe dónde podemos encontrar al señor Talbot?
La joven rubia los estaba observando. Cuando Prescott la miró, regresó con el ordenador. La mirada del gerente volvió sobre Porter.
—Creo que el grupo del señor Talbot tenía la salida del primer hoyo a las siete y media, así que están ahí fuera, en pleno recorrido. Serán ustedes muy bien recibidos si desean esperarle. Encontrarán un buen desayuno de cortesía en el comedor. Si les gustan los puros, nuestra cava es de primera.
—Esto no puede esperar.
Prescott frunció el ceño.
—No interrumpimos a nuestros invitados mientras juegan, caballeros.
—Ah, ¿no lo hacemos? —dijo Nash.
—No, no lo hacemos —insistió Prescott.
Porter puso los ojos en blanco. ¿Por qué parecía que todo el mundo se estuviese desviviendo con tal de ponerles las cosas difíciles?
—Señor Prescott, no tenemos tiempo ni paciencia para esto. Tal y como yo lo veo, tiene usted dos opciones. O nos lleva con el señor Talbot, o mi compañero le detendrá a usted por obstrucción, lo esposará a ese mostrador y se pondrá a llamar a Talbot a gritos hasta que él venga a nosotros. Le he visto hacerlo, y menudo vozarrón que tiene. Usted decide, pero yo, sinceramente, creo que la opción A acabará alterando menos su negocio.
La recepcionista reprimió una carcajada.
Prescott le lanzó una mirada de furia, se acercó más a ellos y bajó la voz.
—El señor Talbot es un donante destacado y amigo personal de su jefe, el alcalde. Jugaron juntos hace apenas dos semanas. No creo que a ninguno de los dos le haga feliz saber que dos agentes estaban dispuestos a emborronar el currículo de la Metropolitana de Chicago con amenazas a ciudadanos que se limitan a hacer su trabajo. Si le llamase ahora mismo y le contase que están ustedes aquí, listos para montar una escena, no dudaría en referirlos a su abogado antes de valorar siquiera la posibilidad de dedicar un instante a hablar con ustedes.
Nash sacó las esposas del cinto.
—Sam, voy a detener a este capullo. Quiero ver cómo se las arregla en el trullo rodeado de yonquis de crack y de pandilleros. Estoy seguro de que la señorita... —bajó la mirada a la chapa con el nombre de la joven rubia— Piper estará más que dispuesta a ayudarnos.
A Prescott se le enrojeció la cara.
—Respire hondo y piense bien en lo siguiente que va a decir, señor Prescott —le advirtió Porter.
Prescott elevó la mirada al techo y se volvió hacia la señorita Piper.
—¿Dónde está el grupo del señor Talbot ahora?
Señaló su monitor con un dedo lacado en rosa.
—Acaban de llegar al hoyo seis.
—¿Tienen cámaras? —preguntó Nash.
La joven hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Nuestros carritos de golf están equipados con rastreadores GPS. Nos permite detectar los atascos y mantener un movimiento eficiente en todas las partidas.
—Así que, si alguien juega demasiado lento, ¿lo sacan del recorrido y lo ponen en las distancias para los críos?
—No es tan drástico. Podríamos enviarles a un profesional que les dé unos cuantos consejos, que los ayuden a avanzar al ritmo de los demás —le explicó.
—¿Puede llevarnos hasta allí?
La joven miró a Prescott, que levantó ambas manos en señal de derrota.
—Vete.
La señorita Piper cogió el bolso de debajo del mostrador y les señaló un pasillo en el extremo oeste del edificio.
—Por aquí, caballeros.
Un momento después, bajaban por un camino de adoquines montados en un carrito de golf. La señorita Piper iba al volante, con Porter a su lado y Nash en un pequeño banco detrás de ellos. Soltó una maldición cuando cogieron un bache que le hizo dar un bote en el asiento.
Porter se metió las manos en los bolsillos. Hacía frío allí fuera, a cielo abierto.
—Les pido disculpas por mi jefe. Puede ser un poquito... —Hizo una pausa, buscando la palabra exacta—. Un poquito zafio en ocasiones.
—¿Qué cuernos es ser zafio? —preguntó Nash.
—Alguien a quien no invitarías a tu despedida de soltero —dijo Porter.
Nash soltó una risita.
—No tengo pensado llevar a nadie al altar de manera inmediata, a menos que la señorita Piper tenga alguna amiga que busque un funcionario que gane un triste sueldo por llevarse un tiro de forma habitual. Tengo también por costumbre las jornadas laborales bien largas y empinar el codo un pelín más de lo que estoy dispuesto a admitir delante de alguien a quien acabo de conocer.
Porter se volvió hacia la señorita Piper.
—No le haga caso, señorita. No tiene usted ninguna obligación legal de juntar a los miembros de las fuerzas del orden con amigas atractivas.
La joven miró por el retrovisor.
—Tiene pinta de ser bastante buen partido, detective. Les daré un toque a mis compañeras de la hermandad en cuanto vuelva al mostrador de recepción.
—Se lo agradeceré mucho —dijo Nash.
Porter no pudo evitar maravillarse ante el paisaje. La hierba corta y lustrosa, ni una hoja, ni una brizna fuera de sitio. Unos estanques minúsculos salpicaban el recorrido a ambos lados del sendero del carrito. Grandes robles se alzaban y se asomaban a los costados de la calle del hoyo, y sus ramas protegían a los jugadores del sol y del viento.
—Ahí están. —La señorita Piper hizo un gesto con la barbilla para señalar a un grupo de cuatro hombres que se encontraban de pie alrededor de algo semejante a una fuente alta y delgada.
—¿Qué es esa cosa? —preguntó Nash.
—¿Qué cosa?
La señorita Piper sonrió.
—Eso, caballeros, es un limpiador de bolas.
Nash se dio un masaje en la sien y cerró los ojos.
—Son tantos los chistes que me acaban de venir a la cabeza que hasta me duele.
La señorita Piper se detuvo detrás del carrito de Talbot y bloqueó el freno.
—¿Quieren que los espere?
Porter sonrió.
—Eso estaría muy bien, gracias.
Nash se bajó de un salto de la parte de atrás.
—Me pido delante para la vuelta. El gallinero es todo tuyo.
Porter se acercó a los cuatro hombres que se estaban preparando para salir del tee y les mostró la placa.
—Buenos días, caballeros. Soy el detective Sam Porter de la Metropolitana de Chicago. Éste es mi compañero, el detective Nash. Lamento interrumpir su partida, pero tenemos una situación que, simplemente, no podía esperar. ¿Quién de ustedes es Arthur Talbot?
Un hombre alto de cincuenta y pocos años, pelo corto y salpicado de canas ladeó la cabeza ligeramente y ofreció lo que a Nash le gustaba llamar «una sonrisa de político».
—Yo soy Arthur Talbot.
Porter bajó la voz.
—¿Podemos hablar un momento a solas con usted?
Talbot iba vestido con un cortavientos marrón sobre una camisa blanca de golf, cinturón marrón y pantalones caqui. Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No es necesario, detective. Estos señores son mis socios. No les oculto ningún secreto.
El hombre más mayor a su izquierda se subió por la nariz las gafas de montura metálica y mitigó los efectos de la leve brisa sobre lo que parecía un prometedor comienzo de una calva escondida bajo el cabello de un lado. La mirada inquieta no se apartaba de Porter.
—Podemos seguir jugando, Arty. Ya nos alcanzarás si necesitas un minuto.
Talbot alzó una mano y lo silenció.
—¿Qué puedo hacer por ustedes, detective?
—Me suena mucho su cara —le dijo Nash al hombre que estaba a la derecha de Talbot.
Porter también lo había pensado, pero no era capaz de ubicarlo. Metro ochenta y tres, aproximadamente. Cabello denso y oscuro. En forma. Cuarenta y tantos.
—Louis Fischman. Nos conocimos hace unos años. Ustedes trabajaban en el caso de Elle Borton, y yo estaba en la oficina del fiscal del distrito. Ahora estoy en el sector privado.
Talbot frunció el ceño.
—Elle Borton. ¿De qué me suena ese nombre?
—Fue una de las víctimas del Cuarto Mono, ¿verdad? —intervino el tercer hombre. Se había puesto a toquetear el limpiador de bolas.
Porter asintió.
—La segunda.
—Exacto.
—Ese puto cabrón —masculló el hombre de las gafas—. ¿Alguna pista?
—Quizá se lo haya llevado por delante el transporte público esta mañana —dijo Nash.
—¿El transporte público? ¿Es que un taxista se lo ha entregado a la policía? —preguntó Fischman.
Porter lo negó con la cabeza y se lo explicó.
—¿Y ustedes creen que es el Cuarto Mono?
—Tiene pinta.
Arthur Talbot frunció el ceño.
—¿Por qué han venido hasta aquí a verme?
Porter respiró hondo. Odiaba aquella parte de su trabajo.
—Creemos que el hombre que ha muerto intentaba cruzar la calle para llegar a un buzón de correos.
—Oh.
—El paquete llevaba la dirección de su casa, señor Talbot.
Se quedó lívido. Igual que la mayoría de la gente en Chicago, estaba al tanto del modus operandi del Cuarto Mono.
Fischman le puso la mano en el hombro a Talbot.
—¿Qué había en el paquete, detective?
—Una oreja.
—Oh, no. Carnegie...
—No es de Carnegie, señor Talbot. Tampoco es de Patricia. Ambas están a salvo. Hemos pasado por su residencia antes de venir hasta aquí. Su mujer nos ha dicho dónde encontrarle. —Porter lo dijo tan rápido como pudo, y después bajó la voz en un intento de calmar al hombre—. Necesitamos su ayuda, señor Talbot. Tiene que ayudarnos a determinar a quién se ha llevado.
—Tengo que sentarme —dijo Talbot—. Me da la sensación de que voy a vomitar.
Fischman miró a Porter y, a continuación, apretó la mano sobre el hombro de Talbot.
—Arty, vamos al carrito.
Alejándose del tee de salida del hoyo, acompañó a un Talbot de rostro lívido hasta el carrito de golf y lo ayudó a sentarse en él. Porter hizo un gesto a Nash para que no se moviese de allí y siguió a los dos hombres de regreso al vehículo. Se sentó junto a Talbot para poder hablar en voz baja.
—Usted ya sabe cómo funciona, ¿verdad? Cuál es su patrón.
Talbot asintió.
—No hagas el mal —susurró.
—Eso es. Busca a alguien que haya hecho algo malo, algo que a él le parece malo, y se lleva a alguien cercano a esa persona, a alguien que le importa.
—Yo n-no... —tartamudeó Talbot.
Fischman se puso en modo abogado.
—Arty, creo que no debes decir una sola palabra más hasta que dispongamos de un momento para charlar.
Talbot tenía una respiración pesada.
—¿La dirección de mi casa? ¿Está seguro?
—Es el 1.547 de Dearborn Parkway —le dijo Porter—. Estamos seguros.
—Arty... —masculló Fischman entre dientes.
—Tenemos que averiguar quién es, a quién se ha llevado. —Porter vaciló un segundo antes de continuar—. ¿Tiene usted una amante, señor Talbot? —Se inclinó para acercarse más—. Si se trata de otra mujer, nos lo puede contar. Seremos discretos. Tiene usted mi palabra. Sólo queremos encontrar a quien sea que se haya llevado.
—No es eso —dijo Talbot.
Porter le puso a Talbot una mano en el hombro.
—¿Sabe usted a quién tiene?
Talbot se lo sacudió y se puso en pie. Metió la mano en el bolsillo y sacó un móvil, cruzó al otro lado del sendero del carrito y marcó un número.
—Vamos, responde. Cógelo, por favor...
Porter se levantó y se aproximó a él despacio.
—¿A quién está llamando, señor Talbot?
Arthur Talbot soltó un juramento y colgó el teléfono.
Fischman se aproximó a él.
—Si se lo dices, es algo que no podrás deshacer. ¿Lo entiendes? Una vez salga de ti, podría llegar a la prensa. A tu mujer. A tus accionistas. Tienes compromisos. Esto va más allá de ti. Tienes que pensarlo detenidamente, hablar con otro de tus abogados, quizá, si es que no estás cómodo hablando de este tema conmigo.
Talbot le lanzó una mirada furiosa.
—No voy a quedarme esperando un análisis bursátil mientras un psicópata tiene a...
—¡Arty! —intervino Fischman—. Vamos a confirmarlo primero por nuestra cuenta, al menos. Para estar seguros.
—Eso parece una manera fantástica de lograr que maten a esa persona —dijo Porter.
Arthur Talbot le hizo un gesto de frustración con la mano y pulsó el botón de rellamada en su móvil con una expresión de creciente ansiedad en la cara. Al colgar, pulsó con tal fuerza en la pantalla que Porter se preguntó si la habría partido.
Porter le hizo una señal a Nash para que se acercase hasta ellos.
—Tiene otra hija, ¿verdad, señor Talbot? ¿Una hija fuera del matrimonio?
Cuando Porter pronunció aquellas palabras, Talbot apartó la mirada. Fue como si Fischman se desinflara y soltase un profundo suspiro.
Talbot miró a Porter, después a Fischman, y de nuevo a Porter. Se pasó los dedos por el cabello.
—Patricia y Carnegie no saben nada de ella.
Porter se acercó más al hombre.
—¿Está aquí, en Chicago?
Talbot estaba tiritando, aturullado. Volvió a asentir.
—Edificio Flair Tower. Tiene el ático veintisiete con la persona que la cuida. Llamaré y les diré que van ustedes para que puedan pasar.
—¿Dónde está su madre?
—Falleció. Va a hacer doce años ya. Dios mío, si sólo tiene quince años...
Nash les dio la espalda y telefoneó a Control. Podrían tener a alguien en Flair Tower en tan sólo unos minutos.
Porter siguió a Talbot de vuelta al carrito de golf y se sentó a su lado.
—¿Quién se encarga de ella?
—Tenía cáncer, su madre. Le prometí que cuidaría de nuestra hija cuando ella no estuviera. El tumor creció muy rápido; todo terminó en apenas un mes. —Se tocó en un lado de la cabeza—. Lo tenía justo aquí, pero no pudieron operarla; estaba demasiado profundo. Habría pagado lo que fuese. Lo intenté, pero no quisieron operarla. Yo creo que llegamos a hablar con más de treinta médicos. La quería más que a nada en el mundo. Tuve que casarme con Patricia, tenía... compromisos. Había motivos que escapaban a mi control. Pero yo quería casarme con Catrina. Hay veces en que la vida se interpone, ¿sabe usted? A veces tienes que hacer cosas por un bien superior.
No, Porter no lo sabía. Es más, ni siquiera lo entendía. ¿Acaso estaban en plena Edad Media? Los matrimonios a la fuerza se acabaron hace mucho tiempo. A aquel tío le faltaba echarle un par de narices. En voz alta, le dijo:
—No hemos venido aquí a juzgarle, señor Talbot. ¿Cómo se llama?
—Emory —dijo—. Emory Connors.
—¿Tiene alguna foto?
Talbot vaciló un instante y lo negó con la cabeza.
—No la llevo encima. No podía arriesgarme a que Patricia la encontrase.