11

Diario

 

 

 

Los veranos en nuestro rinconcito del planeta podían ser bastante calurosos. Llegado el mes de junio ya me veía pasando la mayor parte del tiempo al aire libre. Detrás de nuestra casa había un bosque, y en las profundidades de aquel bosque había un pequeño lago. Se congelaba durante el invierno, pero en verano tenía el agua del azul más claro y una temperatura de lo más agradable.

Me gustaba ir al lago.

Le decía a madre que iba a pescar, pero, la verdad sea dicha, no era yo de los que pescan. No me atraía la idea de atravesar un gusano con un anzuelo y echar la criatura al agua tan sólo para quedarme allí esperando a que algo se acercara a mordisquear al bicho. ¿Acaso los peces comían gusanos en la naturaleza? Tenía mis dudas. Aún estaba yo por ver un gusano metiéndose en el lago por voluntad propia. Tal y como lo veía, los peces se comían a otros peces más pequeños, no gusanos. Si uno fuera a pescar con peces más pequeños con la esperanza de capturar otro más grande, quizá tendría más éxito, ¿no? Al margen de eso, nunca tuve paciencia para tamaña tontería.

De todas formas, el lago me encantaba.

Y a la señora Carter también.

Recuerdo la primera vez que la vi.

Era un 20 de junio. Hacía siete gloriosos días que se habían acabado las clases, y el sol estaba en lo alto, sonriendo a nuestro pedacito de tierra con un afecto dorado y resplandeciente. Me di un paseo hasta el lago con la caña de pescar en la mano y el silbido de una elegante tonada en los labios. Qué niño tan alegre era, siempre. Más contento que unas pascuas, así era yo.

Me dejé caer ante mi árbol preferido, un roble grande que se alzaba imponente, con ese tamaño que sólo llega con los años. Me imaginaba que si le rajaba la panza al árbol y contaba los anillos habría muchos, un centenar quizá, o más. A lo largo de los años aquel roble se mantuvo firme, y miraba ya por encima del hombro al resto del bosque. Era un árbol magnífico, sin duda.

Conforme avanzaba el verano, me fui haciendo un huequecito en la base de aquel árbol. Siempre colocaba la caña de pescar a la izquierda y la bolsa del almuerzo (que contenía un sándwich de manteca de cacahuete con mermelada de uva, por supuesto) a mi derecha. A continuación me sacaba del bolsillo mi última lectura y me perdía en las páginas del libro.

Aquel día estaba investigando una teoría. Un mes antes, en clase de ciencias, habíamos aprendido que la Tierra tenía una edad de cuatro mil quinientos millones de años. Anteriormente habíamos aprendido que la raza humana tan sólo tenía una antigüedad de doscientos mil años. Después de oír aquellos supuestos datos, una idea salió a la palestra desde el fondo de mi cabeza, y ahí residía el motivo de que hubiese escogido aquel libro en particular en la biblioteca el día antes: un libro sobre fósiles.

Ya ve usted, los objetos incrustados en la roca están «fosilizados», y así se quedan durante... durante... qué sé yo, pero es mucho tiempo, millones de años en el caso de los dinosaurios, y la mayoría de los animales ni siquiera llegan a convertirse en fósiles. Al fin y a la postre, un animal tendría que quedar antes atrapado en la roca para fosilizarse. Si los elementos se encargaban de acabar con él antes de que eso pudiera suceder, las pruebas desaparecerían sin dejar rastro.

Un mes antes había matado un gato y había dejado su cuerpo rígido a orillas del lago para ver qué sucedía.

No se preocupe, que no era la mascota de nadie, sólo un gato callejero. Un gatito atigrado que vivía en el bosque. Al menos, allí fue donde lo encontré. Si aquel animal de verdad pertenecía a alguien, no llevaba chapa ninguna. Si era una mascota y la dejaban pasearse por ahí, en libertad y sin chapa, cualquier culpabilidad del deceso de la criatura debería recaer sobre los descuidados dueños.

El gato no tenía buen aspecto. No lo tuvo durante un tiempo.

Los restos tenían un olor horrible en los primeros días, pero eso se pasó enseguida. En primer lugar llegaron las moscas, después los gusanos. Algo de mayor tamaño quizá lo mordisquease alguna noche durante aquellos primeros días. En aquel momento, no obstante, transcurrido tan sólo un mes, nada quedaba salvo los huesos. El viento y la lluvia sin duda se los llevarían, y entonces habría desaparecido.

Me imaginé que una persona desaparecería con la misma rapidez.

 

 

Al principio me sobresaltó el ruido. En todo el tiempo que llevaba acudiendo al lago, aún estaba por tropezarme con otra persona. Nada es para siempre, sin embargo, y allí había alguien, de pie, a menos de treinta metros, junto a la orilla del lago, observando la superficie del agua.

Me deslicé hacia el lateral de mi árbol para que no me descubriese.

Aunque su ángulo me impedía verle la cara, de inmediato reconocí su cabello, aquellos rizos de chocolate en la espalda.

Miró en mi dirección, y me agaché. Acto seguido se giró hacia su derecha, escrutando los alrededores. Por fin satisfecha de estar a solas, metió la mano en un bolso grande, sacó una toalla y la extendió en la orilla.

Después de haber mirado una vez más en todas direcciones, se llevó la mano a la espalda del vestido y lo desató en el cuello, entonces cayó de su cuerpo y se le arremolinó en los pies, en un charco de tejido blanco con flores.

Me quedé boquiabierto.

No llevaba nada más.

Nunca había visto una mujer desnuda.

Cerró los ojos y echó hacia atrás la cabeza para volver el rostro al sol y sonrió.

Las piernas, qué largas eran.

¡Y los pechos!

Cielo santo. Sentí cómo se me sonrojaba la cara. Aún hoy se me sonroja.

Vi una minúscula mata de vello en aquel lugar, en ese lugar tan especial.

La señora Carter se acercó al agua y puso un pie dentro, vacilante al principio. Estaba fría, sin duda.

Se adentró más y fue desapareciendo paulatinamente con el aumento de la profundidad.

Cuando el agua ascendió por encima de las rodillas, se inclinó hacia delante, la cogió con la mano y se salpicó el pecho. Se zambulló un instante después y nadó hacia el centro del lago.

Desde la seguridad de mi árbol, yo observaba.

 

 

Cayó la noche, pasó y resultó ser bastante inquieta.

Con el verano también llegó el calor, y mi habitación se volvió bastante calentita una vez que la primavera se quitó el abrigo.

Sin embargo, no era el calor lo que me mantenía en vilo; eran los pensamientos sobre la señora Carter. Me atrevo a decir que eran de lo más impuros, y muy novedosos para mí. Al cerrar los ojos, aún la veía allí de pie ante el lago, los destellos del agua sobre su piel, húmeda, bajo la intensa luz. Sus piernas tan largas..., tan largas y tan delicadas. Aquello hacía que la sangre se me fuese veloz a un sitio donde no había ido nunca, me hacía sentir...

Digamos que, siendo un muchacho tan joven, estaba ciegamente enamorado.

Me desperté a la mañana siguiente con el sonido de su voz.

Al principio pensé que no era más que otro sueño, y lo recibí de buena gana, deseando verla quitarse el vestido y caminar de nuevo hasta el lago, una y otra vez, en el escenario de mi mente. Su voz iba por el aire, a la deriva, a lomos de un suspiro, seguida de la carcajada de madre. Se me abrieron los ojos de golpe.

—Fue un poco pervertido —‌dijo—. Nunca me habían atado.

—¿Nunca? —‌respondió madre.

La señora Carter soltó una risita.

—¿Me convierte eso en una mojigata?

—Simplemente en una inexperta. Con el tiempo, te sorprenderá lo que se le puede llegar a ocurrir a tu marido por una buena corrida.

—¿En serio?

—Oh, sí. Justo la semana pasada... —‌La voz de madre descendió a un susurro.

Me incorporé en la cama. Las voces eran débiles ahora, estaban en algún otro lugar de la casa.

Me vestí con prisas y pegué la oreja a la puerta de mi cuarto, pero aun así no pude distinguir la conversación.

Con un suave giro del pomo, abrí la puerta y bajé por el pasillo sin hacer ruido gracias a los calcetines.

El pasillo terminaba en el salón, que a su vez daba a la cocina. Olí algo en el horno: el intenso aroma a pan y manzanas. ¿Un pastel, quizá? Adoro un buen pastel.

Madre y la señora Carter se echaron a reír de manera simultánea.

Me agaché, muy bajo, contra la pared cerca del extremo del pasillo. Aún era incapaz de oír, pero no me atrevía a entrar en el salón. Me tendría que conformar con aquella posición.

—Mi Simon no es tan atrevido —‌dijo la señora Carter—. Me temo que la chistera de la que saca sus trucos no tiene mucho fondo. Es más bien un bombín, la verdad. O quizá uno de esos gorritos de papel.

La puerta del frigorífico se abrió con el tintineo de las botellas.

—Pues todo lo contrario de mi marido —‌respondió madre—. A veces le pongo el partido para quitarle de la cabeza el dormitorio, o el cuarto de la colada, o la mesa de la cocina.

—¡No! —‌exclamó la señora Carter con una carcajada.

—Oh, sí —‌dijo madre—. Ese hombre es como un animal en celo. A veces no hay forma de pararlo.

—Pero si tenéis un crío.

—Ah, ese niño siempre anda por ahí fuera haciendo algo. Y cuando no, está en la cama durmiendo como un oso en pleno invierno. Ya se le podría abrir el suelo bajo la cama, que él seguiría durmiendo durante todo ese caos.

Asomé la cabeza por la esquina sin hacer el menor ruido, y de inmediato la retiré para no ser visto.

Madre estaba mezclando algo en la encimera. La señora Carter estaba sentada ante la mesa de la cocina, con una taza de café a mano.

—Quizá deberías probar algo para animar la cosa —‌prosiguió madre—. El misionero es para los misioneros, es lo que digo siempre. Utiliza algún juguete o llévate comida a la habitación. A todos los hombres les gusta la nata montada.

Yo no tenía permiso para llevar comida a mi cuarto, no desde que madre encontró una lata de galletas a medio comer debajo de mi cama.

La señora Carter se volvió a reír.

—No podría, nunca.

—Deberías.

—Pero ¿y si no le gusta, o si piensa que soy una especie de bicho raro? ¿Cómo iba yo a sobrevivir a la vergüenza?

—Oh, le gustará. Siempre les gusta.

—¿Tú crees?

—Lo sé.

Las dos mujeres guardaron silencio un instante, y entonces habló la señora Carter.

—¿Le ha pasado alguna vez a tu marido, ya sabes, no poder, bueno, ya sabes...?

—¿A mi marido? —‌Madre soltó un chillido de diversión—. Cielo santo, no. Tiene las cañerías en perfectas condiciones.

—¿Incluso cuando bebe?

—Especialmente cuando bebe.

Una de las cuatro sillas de madera arañó el suelo.

Eché un vistazo desde detrás de la esquina, sólo un instante. Madre se había sentado junto a la señora Carter y le había puesto una mano en el hombro.

—¿Sucede a menudo?

—Sólo cuando bebe.

—¿Y bebe mucho?

La señora Carter hizo una pausa en busca de las palabras apropiadas.

—No todas las noches.

Madre le apretó el hombro.

—Bueno, así son los hombres. Aún tiene que madurar un poco.

—¿Tú crees?

—Seguro. Al empezar en la vida, son muchas las presiones que soporta un hombre, los dos las soportáis, pero él de manera especial. Te compró esa casa tan bonita. Imagino que habréis hablado de tener niños, ¿no?

La señora Carter asintió.

—Todas esas cosas se van sumando como una carga grande y pesada sobre sus hombros. Cada cosa añade un kilo o dos hasta que ya casi no puede andar, apenas se tiene en pie. Bebe para que eso lo ayude a poder con todo, nada más. Yo no veo nada de malo en un poquito de caldo que calme los nervios a flor de piel. No te preocupes. Cuando las cosas mejoren, cuando se aligere la presión, todo se pondrá mejor. Tú espera y verás.

—¿No crees que soy yo? —‌dijo la señora Carter con una voz casi infantil.

—¿Una preciosidad como tú? Por supuesto que no —‌le dijo madre.

—¿Crees que soy guapa?

Madre resopló.

—No me puedo creer que tengas que preguntarlo siquiera. Eres espectacular. Una de las mujeres más hermosas que jamás me haya echado a la cara.

—Qué amable por tu parte decir eso —‌dijo la señora Carter.

—Es la verdad. Cualquier hombre sería afortunado de tenerte —‌le dijo madre.

Ambas volvieron a guardar silencio, y yo eché otro vistazo reptando desde detrás de la esquina, silencioso como un ratón.

Madre y la señora Carter se estaban besando.