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Diario

 

 

 

Padre ya estaba prácticamente en el sótano cuando reuní el valor para seguirle. Frunció el ceño, y sus ojos me dijeron en un principio que me fuese a la cocina, pero después los puso en blanco, al percatarse de que no pensaba hacer tal cosa.

Se oyó otro quejido —‌éste más apremiante que los demás— cuando padre llegó al pie de la escalera. Se quedó paralizado nada más bajar el último peldaño.

—Cielo santo. ¿Madre? ¿Qué has hecho?

Una planta más arriba, más que tararear, madre cantaba ahora entre el tintineo de los platos. ¿Se estaba sirviendo una segunda ración de estofado? No respondió a padre, aunque estaba seguro de que ella lo había oído con la misma claridad con que yo la oía a ella.

Descendí los últimos peldaños y seguí la mirada de padre hacia el fardo de hombre que estaba acurrucado en el rincón. Estaba esposado a una tubería gruesa de agua. Por la comisura de los labios le asomaba un trapo, bajo dos tiras largas de cinta adhesiva que le daban toda la vuelta a la cabeza.

Eso le va a arrancar el pelo al final, cuando se lo quite, pensé. De cuajo, del cuero cabelludo, con raíz y todo.

En los ojos del señor Carter había una mirada suplicante. Tenía la camisa abierta de un desgarrón, y a buen seguro que los botones se habrían perdido entre las pelusas de polvo y la mugre que cubría el suelo. Tenía el pecho plagado de cortes alargados, algunos de los cuales arrancaban a la altura del hombro y lo recorrían entero hasta el ombligo. Uno de ellos parecía llegar mucho más abajo, e intenté no pensar en él. Me dolía sólo de hacerlo.

La sangre oscurecía los jirones de la camisa y de los pantalones. Formaba tal charco debajo de él que se olía en el aire el dulzón aroma del cobre. Ambos ojos estaban magullados, camino del negro, y tenía la nariz rota, sin duda.

Padre, de pie, lo miró fijamente.

—Ésta no es nuestra forma de tratar a los vecinos. Parece estar metido en un buen lío.

Intenté responder, pero tenía la garganta tan seca que sólo me salió un gruñidito.

El señor Carter nos miraba a los dos con los ojos muy abiertos, con débiles gimoteos bajo la mordaza. Las lágrimas le manchaban las mejillas y el cuello de la camisa.

Madre bajó con estruendo las escaleras a nuestra espalda. Fulminó al señor Carter con una mirada de desprecio y acaloramiento que abrasó la estancia.

—Ese, ese... «hombre», y lo digo en el más vago sentido posible del término, ha pegado hoy a su guapísima esposa, y después le ha parecido apropiado venir y pasear por aquí sus vergüenzas viriles mientras me decía cómo me iba a dar lo que él consideraba mi merecido. Bueno, pues yo no he creído que me mereciese nada, y tampoco tenía la intención de aguantar el trato que le ha dado a la pobrecita Lisa. Bien sabe Dios que ella jamás haría nada que hiciese daño a nadie, ni siquiera a esta penosa parodia de hombre.

Padre se quedó reflexionando un instante.

—¿Así que le has pegado y lo has encadenado en nuestro sótano?

—Ah, no le he pegado. Le he empujado por las escaleras, lo he encadenado a la tubería del agua, y después me he aplicado en la tarea de expulsarle el diablo a golpe de tajo. No ha sido un trabajo limpio que digamos, y después de tres horas me temo que apenas he hecho mella en él. Sin embargo, me ha entrado apetito y he pensado que podría seguir después de tomarnos la cena, que, por cierto, se nos está enfriando mientras hablamos aquí abajo.

Padre asintió despacio. Se acercó entonces al señor Carter y se arrodilló a su lado.

—¿Es cierto eso, Simon? ¿Has pegado a tu mujer? ¿Has venido aquí, a mi casa, y has amenazado a la mujer que amo? ¿A la madre de ese precioso niño de ahí? ¿Has hecho todo eso, Simon?

El señor Carter lo negó de forma violenta con la cabeza, con una mirada que iba saltando de padre a madre y viceversa.

Madre sacó un cuchillo largo de detrás de la espalda y cargó contra el hombre.

—¡Mentiroso! —‌chilló.

Le hundió el cuchillo en la grasa del abdomen, y el hombre gritó a través de la mordaza. La cara se le puso roja al principio, después palideció, y ella retiró el cuchillo.

Curiosamente, fue poca la sangre que manó de la herida. Me fascinó poder ver ahora más allá de la piel pálida, hasta la grasa amarillenta y el músculo oscuro de debajo. El corte se abría y se cerraba con cada respiración, como si inhalase por su propia cuenta. Me acerqué un paso más para verlo mejor.

Madre volvió a levantar el cuchillo.

Si padre hubiese querido detenerla, no tengo la menor duda de que habría podido hacerlo. No obstante, no lo hizo. La observó con calma desde el lugar donde estaba agachado junto al señor Carter.

Madre le clavó al hombre el cuchillo en el muslo con tal fuerza que la punta chocó contra el suelo de cemento después de atravesarle la pierna. El hombre soltó otro alarido y empezó a llorar de nuevo. Qué curioso me pareció aquello. Un hombre hecho y derecho nunca debería llorar. Eso me dijo padre.

Madre retorció el cuchillo hasta darle casi una vuelta entera y, a continuación, lo sacó de golpe. Esta vez sí hubo sangre. Un montón de sangre. Empezó a formarse otro charco debajo de la pierna, que le temblaba.

No pude evitar una sonrisa. No me caía bien el señor Carter. No me gustaba un pelo. Y después de lo que le había hecho a la señora Carter estaba bien ver cómo se llevaba su merecido. A las mujeres hay que amarlas y respetarlas, siempre. Así aprendería.