La puerta mosquitera de la parte de atrás de la casa de los Carter se había quedado abierta. El viento era dueño de ella ahora, y la hacía dar golpetazos contra el marco de pintura blanca desconchada. Llevé la mano al picaporte y la mantuve quieta para la señora Carter. Pasó por delante de mí y entró en la cocina oscura. No había dicho una palabra en todo el camino de vuelta. Ninguno de los dos había dicho nada. De no haber sido por el sonido de sus sorbeteos, ni me habría enterado de que la llevaba detrás.
Cerré la puerta y eché el pestillo. En el exterior, el viento aullaba en señal de protesta.
La señora Carter apoyó con fuerza las manos sobre la encimera y agachó la cabeza mirando al fregadero. Tenía los ojos vidriosos, la mirada perdida en sus pensamientos. Localicé una botella de bourbon en la mesa de la cocina, con un vaso estampado con un Snoopy y un Emilio descoloridos y gastados tras años de lavarlos. Me acerqué y serví algo más de dos centímetros. Dos dedos, que habría dicho padre.
—¿No eres un poco pequeño para eso? —dijo la señora Carter. Se había dado la vuelta y me miraba ahora.
Le tendí el vaso.
—Es para usted.
—Ah, no podría.
—Creo que debería.
Padre nunca rehusaba un trago después de una larga jornada en el trabajo. Yo sabía que un cóctel o dos lo ayudaban a relajarse. Y si alguien necesitaba relajarse, ésa era la señora Carter.
Vaciló, mirando de reojo el líquido de color marrón, y entonces cogió el vaso y se lo llevó a los labios hinchados. Se bebió el bourbon de un solo y rápido trago antes de dejar el vaso con fuerza contra la encimera. Le tembló todo el cuerpo y dejó escapar un suspiro ahogado.
—Madre mía.
No pude evitar una sonrisa. Estábamos compartiendo un instante muy de adultos: un par de colegas de bar que se tomaban unos tragos en la cocina. Me entraban ganas de darle un tiento, pero me dije que no era la ocasión. Tenía que andarme con mucho ojo. La noche estaba lejos de haber terminado.
—¿Le apetece otro? —le pregunté.
Al verla asentir, serví otro vaso y le añadí otro dedo, más o menos.
Éste lo mató aún más rápido que el primero, sin el tembleque y con una leve sonrisa. Luego se sentó a la mesa.
—Simon era un buen hombre la mayoría de las veces. No pretendía hacerme daño, en realidad. Es..., era... toda esa presión, nada más. No se merecía...
Me senté a su lado.
En clase podía tardar una hora entera en hacer acopio del valor para pedirle un lápiz prestado a una chica. La señora Carter, sin embargo, tenía algo que me tranquilizaba. No había ni rastro del habitual retortijón que me daba en el estómago, o de la fiebre que se me subía a la nuca. Alcé la mano y le rocé las magulladuras de la mejilla. Se habían oscurecido de manera considerable en los últimos veinte minutos.
—Le habría hecho más daño, quizá hasta la habría matado.
Ella lo negó con la cabeza.
—No mi Simon. Él no era así.
—Desde luego que lo era. Fíjese en lo que le ha hecho a usted.
—Yo me lo merecía.
Vi mentalmente en un fogonazo la imagen de la señora Carter con madre. ¿Sabía que yo lo había presenciado?
—Nada que hubiera podido hacer usted merecía una paliza como la que él le ha propinado. Un hombre jamás debería ponerle la mano encima a una mujer. No un hombre de verdad.
Contuvo una risa burlona.
—¿Eso te lo ha enseñado tu padre?
Asentí.
—A las mujeres hay que amarlas y respetarlas. Son un don que nos ha sido otorgado.
Padre también me dijo que eran débiles e incapaces de defenderse de una agresión, ya fuera física o verbal, pero esa parte la omití.
—Tu padre es un encanto de hombre.
—Sí.
La señora Carter alargó la mano hasta el bourbon, se rellenó el vaso y empujó la botella para que se deslizase hasta mí.
—¿Por qué no lo pruebas? ¿Alguna vez has bebido alcohol?
Negué con la cabeza. Era mentira. Mi padre me preparó un martini en mi último cumpleaños. Madre se sirvió una copa de su tinto favorito, y brindamos para celebrarlo. Escupí la mayor parte sobre la mesa, y el resto me quemó de tal manera en la garganta que no me atreví a terminármelo. Madre se echó a reír, y padre me dio unas palmaditas en la espalda.
«A esto se le va cogiendo el gusto poco a poco, campeón. Algún día te encantará. ¡Aunque me temo que ese día no es hoy! —Entonces se rio él también—. A lo mejor tú eres más de cerveza», bromeó.
La señora Carter le dio otro empujoncito a la botella.
—Venga, no tengas miedo, que no muerde. No me obligarás a beber sola, ¿no? Con lo grosero que sería eso.
Su voz había perdido el tono cortante de los momentos previos. No arrastraba aún las palabras, pero hasta un chaval con una experiencia tan reducida como la mía podía notar que ya iba camino de ello.
Resuélvelo, campeón.
Agarré la botella y le quité el tapón. «Evan Williams Kentucky Bourbon», decía la etiqueta negra. La luz sobre la mesa hacía que aquel licor pardo refulgiese como el caramelo líquido. Me llevé la botella a los labios y di un pequeño sorbo. Quemaba, pero no tanto como aquel martini. Quizá ya estuviese preparado en esta ocasión, o tal vez hubiera desarrollado algún tipo de tolerancia. No estaba... mal. No habría sido mi primera elección como bebida, pero tampoco diría que estaba malo. Es más, me entonó un poco, noté un calorcillo que me crecía en el estómago. Di otro sorbo, éste algo mayor que el primero.
La señora Carter se echó a reír.
—¡Mira tú por dónde! Como un profesional. Si te doy un puro y una buena gorra de repartidor de periódicos, estarías más que listo para la noche de póquer con los chicos.
Sonreí y le volví a ofrecer la botella.
—¿Quiere un poco más?
—Pero bueno, ¿es que pretendes emborracharme?
—No, señora. He pensado sólo que...
—Dame eso —dijo al extender la mano hacia la botella. Esta vez no se molestó en usar el vaso. Bebió directamente de la botella, como había hecho yo. El cuerpo se le estremeció de nuevo al dejarla otra vez sobre la mesa.
—A nadie le amarga un dulce, pero el licor entra mejor —afirmé.
Ella se rio.
—¿Dónde has oído eso?
—Padre lo dijo una vez. Se emborrachó bastante aquella noche.
—Este padre tuyo tiene pinta de ser un hombre muy interesante.
Pensé en tomar otro trago. El primero me había hecho sentir calidez, tranquilidad. Y la tranquilidad era buena. Hice un gesto con la barbilla hacia la botella, y la señora Carter me la volvió a dar. Se le puso una sonrisa de oreja a oreja y se echó a reír.
—¿Qué pasa? ¿Qué he hecho?
Me hizo un gesto con una mano, y su risa se convirtió en una carcajada. Sentí que se me ponía una sonrisa en los labios, y no pude evitar reírme con ella, aunque no captase la broma.
—¡Cuéntemelo! —le dije—. ¡Me lo tiene que contar!
La señora Carter puso las palmas de las manos sobre la mesa y arrugó con fuerza los labios. Y entonces dijo:
—Estaba pensando que, como te envíe a casa borracho, tus padres me van a matar.
La miré fijamente un instante, mis ojos clavados en los suyos. Entonces rompimos los dos a rugir de risa, de esa que hace que se te salten las lágrimas y te duela la tripa.
Cogió la botella y le dio otro trago.
—Éste era el preferido de Simon, pero el bourbon siempre le volvía muy mezquino. A ti no te vuelve mezquino, ¿verdad que no?
Lo negué con la cabeza.
—A mí tampoco me vuelve mezquina. ¿Y entonces por qué le volvía a él tan mezquino? ¿Por qué tenía que enfadarse tanto y hacerme daño siempre que tocaba esta botella? ¿Por qué no podía ser igual que ahora, entre nosotros? Divertido. Cielo santo, de verdad está muerto. Mi Simon se ha ido para siempre. De verdad lo han matado, ¿verdad que sí?
Tal vez mi segundo trago fuese una mala idea. Ahora tenía sentadas delante de mí a dos señoras Carter. Si entrecerraba los ojos lo justo, se volvían a fundir en una, pero enseguida volvía a haber dos. Me tapé un ojo, después el otro, de nuevo el primero.
La señora Carter se quedó callada y, de repente, se puso a hablar en voz baja.
—Ya sé que me viste el otro día, junto al lago.
Sentí un río de adrenalina, y las dos señoras Carter se convirtieron en una sola y así se quedaron.
—Usted... ¿Lo sabe?
Asintió muy despacio.
—Ajá.
Me ruboricé. Bajé la mirada, que aterrizó en la mesa, sobre el bourbon. Extendí el brazo hacia la botella, pero antes de poder alcanzarla la señora Carter me cogió la mano. Estaba temblando.
—Creo que quería que lo vieses. Te vi salir hacia allá con tu caña de pescar. Sabía que estarías allí.
—Pero ¿por qué...?
—A veces, una mujer quiere sentirse deseada, eso es todo. —Dio otro trago—. ¿Crees que soy guapa?
Asentí. Era una de las mujeres más guapas que había visto en mi vida. Y era una mujer, no como las chicas de clase, que acababan de dejar los sujetadores de prepúberes y las fiestas de princesas y que se pasaban notas mientras se les caía la baba por el último y grandioso grupo de música pop. Ella era una mujer..., una mujer que hablaba conmigo, sobre aquello. Regresó la sensación por ahí abajo, el fluir de la sangre caliente. Sabía que ella no podía ver por debajo de la mesa, pero aun así me avergoncé. Retiré la mano de debajo de la suya y me llevé la botella a los labios; esta vez no quemó. Me pareció simplemente maravilloso.
Le pasé la botella, y ella no se contuvo. Cerca de un cuarto de la botella había volado antes de que ella tratase de dejarla sobre la mesa y fallase por completo. Cayó al suelo y reventó con estrépito, en un estallido de cristal y bourbon a nuestros pies.
—Oh, vaya... —dijo—. Menuda la he liado. Qué mal.
—Está bien, yo lo recogeré. —Me levanté y busqué una bayeta. La habitación me daba vueltas. Me agarré al respaldo de mi silla y respiré hondo, despacio, hasta que la cocina se enderezó. La señora Carter me observaba desde su silla de metal y vinilo amarillo, y entonces apoyó la cabeza en la mesa, entre los brazos cruzados.
Allí me quedé yo, de pie, en completo silencio. Permanecí inmóvil hasta que oí cómo caía su respiración en el ritmo del sueño. A continuación, empujé la puerta y salí al creciente frío de la noche.
Tenía que ir a por padre y madre. Necesitaría ayuda para atarla.