Localicé una bandeja de desayuno en el armario y la cargué con unas cuantas tostadas, un plátano, zumo de naranja y un tazón de Cheerios (mi selección personal preferida para el desayuno). Quise añadir leche, pero cuando miré en el frigorífico me encontré con que sólo quedaba algo así como una taza en el cartón. Daba la casualidad de que a padre le encantaba la leche, y jamás se me ocurriría llevarme yo lo último que quedaba, siendo bien consciente de que madre no había comprado más cuando fue al mercado.
Los peldaños que conducían al sótano me parecieron más empinados que la última vez que había descendido por ellos. Miraba de reojo el vaso alto de zumo de naranja en un equilibrio sumamente precario sobre la bandeja y con el líquido deslizándose de un lado a otro, hacía una pausa al llegar al borde y volvía a acelerar hacia el lado contrario con mi siguiente paso. Si el zumo consiguiera llegar hasta el borde del vaso y rebasarlo, se derramaría sobre las tostadas, y eso no lo podía consentir. Ya me sentía lo bastante culpable por haber engañado la víspera a la señora Carter. No tenía ninguna intención de agravar aquella culpa sirviéndole unas tostadas empapadas.
Madre empezó a subir por la escalera cuando yo me acercaba al final. Iba cargada con un cubo, unos cuantos trapos y un cepillo grande para fregar suelos. Lucía en las manos unos guantes largos de plástico amarillo que le llegaban prácticamente hasta los codos.
—Buenos días, madre.
Alzó la mirada hacia mí y sonrió.
—¡Pero bueno, mira que tienes buen corazón, jovencito! Nuestra invitada se va a poner como unas castañuelas en cuanto te vea. Eso ha estado farfullando. Ya me imagino cómo estaba deseando una buena comida y un vasito de algo con lo que humedecerse el paladar.
Al pasar junto a mí, mordisqueó una de las tostadas y la volvió a dejar en la bandeja.
—Asegúrate de que comprende las reglas. Lamentaría verla empezar con mal pie, con el poco tiempo que lleva con nosotros.
No tuve más remedio que estar de acuerdo.
—Tampoco enciendas muchas luces. No queremos sacar de quicio a tu padre con una factura de la luz tremenda.
—Sí, madre.
La vi subir por la escalera, y mi agudo sentido del olfato captó la mezcla de cobre húmedo y lejía que había en el ambiente.
Localicé a la señora Carter un segundo antes de que ella me viese a mí. Madre (o quizá padre) le había esposado la mano izquierda a la misma tubería del agua a la que había estado encadenado su marido apenas unas horas antes. En lugar de sentarse en el suelo, estaba encaramada al viejo catre de padre. La mano derecha estaba esposada al lado opuesto. Padre me contó una vez que se había traído aquel catre de la guerra; al parecer, aquel trasto destartalado había sobrevivido a unos cuantos combates en una época ya lejana. La lona gruesa estaba desgastada y hecha jirones, con unos cuantos agujeros en aquella tela verdosa descolorida. Las patas metálicas, sin duda relucientes cuando estaban nuevas, se habían vuelto mates, cubiertas de óxido. La estructura crujió bajo el peso de la señora Carter cuando se movió ligeramente hacia su izquierda.
Estaba tumbada, y si era por comodidad o por necesidad, no podía saberlo con certeza. Había poca luz. Madre había apagado todas las bombillas excepto una, que colgaba desnuda de un cable en el centro del sótano. Aunque no corría el aire, la bombilla se balanceaba con suavidad de un lado a otro y proyectaba unas sombras espesas que bailaban por las paredes y el suelo.
Madre (o padre) había tenido la previsión de colocarla a la derecha de la tubería y dejar libre de obstáculos el espacio a la izquierda ocupado anteriormente por el señor Carter. Aquella sangre de un rojo vivo que se había derramado con tanta profusión la noche anterior ya había desaparecido, y una mancha oscura la había sustituido en el cemento. Supongo que madre habría fregado aquel desastre con el mismo entusiasmo que había puesto al crearlo, pero la sangre era una dama tozuda y se resistía a soltarse una vez que plantaba sus viejas y enmarañadas garras en algo que le complacía. Tomé nota mentalmente de que debía sugerirle a madre que echase arena para gatos. No sólo era absorbente, además ayudaría a enmascarar el olor.
No pude dejar de preguntarme si la señora Carter reconocería el olor del sudor y la sangre de su marido.
Casi se me cayó la bandeja cuando ella se incorporó y me miró fijamente con unos ojos enormes e inyectados en sangre. Gritó bajo la mordaza, pero no pude distinguir lo que había dicho.
—Buenos días, señora Carter. ¿Le apetece tomar algo para desayunar?
Le costaba coger aire a través de la mordaza. Sin duda tendría la nariz hecha un desastre por los mocos de tanto llorar, pero intenté no pensar en eso. Pese a haber soportado lo que sin duda no había sido la mejor de las noches, seguía estando bastante guapa. Yo veía más allá de los moratones y de aquel ojo derecho que se había puesto negro. El izquierdo parecía estar mejor, no normal del todo, pero sí menos hinchado que unas horas antes.
Dejé la bandeja al borde del catre, pensé en el dolor de cabeza que me había dado a mí los buenos días y me imaginé que el suyo, probablemente, sería aún peor. Aparte de la paliza, ella había bebido mucho más que yo, y aunque parecía tener experiencia, tuve serias dudas de que se hubiera librado de la resaca.
—¿Qué le parece darle igual que anoche?
Vi el desconcierto en su mirada, y advertí mi error.
—Perdón, tomar un poco de lo mismo que anoche.
Siguió mirándome desconcertada, la cabeza ligeramente ladeada a la izquierda. Al menos había dejado de gritar.
—Para el dolor de cabeza, ¿no? Padre tiene bourbon arriba, y un sorbito me ha sentado a mí de maravilla. Ya sé que parece un poco temprano, pero tampoco hay por qué pasarse todo el día con dolores.
La señora Carter hizo un lento gesto negativo con la cabeza, con la mirada fija en mí.
Señalé hacia la bandeja con la barbilla.
—Cuando nos las tenemos que apañar solos, ni padre ni yo somos los mejores cocineros del mundo. Es posible que madre prepare algo mañana. Estoy seguro de que lo disfrutará de verdad. ¿Le apetece comer?
Asintió y se deslizó para sentarse en una postura más cómoda. Las esposas le tiraban de la muñeca izquierda. Me lanzó una mirada furiosa y masculló algo bajo la mordaza.
Me acerqué más.
—Si le retiro la mordaza, ¿me promete que no va a gritar? No la culparía si lo hiciese. Yo gritaría, pero sería inútil. Sinceramente, los gritos jamás llegan a oírse en el piso de arriba. No hay forma de que la pueda oír nadie desde el exterior.
Deslicé los dedos por debajo de la mordaza y tiré hacia abajo. No sé qué tenía su piel; aquel roce fugaz me hizo sentir un cosquilleo por todo el cuerpo. No me avergüenza decir que se me ruborizaron las mejillas y me martilleaba el corazón.
Al caerle la mordaza alrededor del cuello, la señora Carter respiró muy hondo, a continuación dejó salir el aire antes de inhalar otra vez y otra más después. Se me ocurrió que podría estar hiperventilando, y pensé en subir corriendo a por una bolsa de papel, pero empezó a hablar con una voz apagada y con carraspera, sin duda por la sequedad de la garganta.
—¿Gritos?
Ladeé la cabeza.
—Has dicho que apenas se oyen los gritos arriba, en sentido general. ¿Tus padres habían hecho esto antes?
—¿Hacer qué?
—Esto. —Pegó un tirón de las esposas e hizo que traquetearan contra la tubería del agua.
—Ah. —Volví a bajar la mirada sobre la bandeja del desayuno—. No lo sé.
La señora Carter frunció el ceño.
—¿No sabes si tus padres han encadenado alguna vez a una mujer en su sótano?
Cogí el zumo de naranja.
—Debe de estar sedienta. Este zumo está delicioso, es como un rayo de sol en un vaso.
—No quiero zumo. Quiero que me sueltes. Por favor, suéltame.
—¿Qué tal un plátano, entonces? A lo mejor me como yo uno. Los compramos hace dos días, y están en ese punto exacto entre el verde y el amarillo, con un poco de la acidez de la fruta verde, lo justo para hacerte arrugar los labios.
—¡Suéltame! —chilló la señora Carter, y las palabras le rasparon en la garganta seca—. ¡Suéltame! ¡Suéltame! ¡Suéltame!
Suspiré.
—Voy a volver a ponerle la mordaza un segundo mientras le explico las reglas. Lo siento, señora Carter.
Intentó apartarse, pero ya me lo esperaba, y estaba listo. La agarré del pelo y tiré de la cabeza hacia atrás con un golpe seco. No quería hacerle daño, pero no me dejó elección. Mi navaja era muy pequeña, de esas de campo con una hoja que se dobla y que pude ocultar sin dificultad en la mano derecha. La tenía abierta en un instante, la hoja saltó con un rápido golpe de muñeca. Le pegué un pinchazo en el cuello en un abrir y cerrar de ojos, le mostré la punta ensangrentada y me cercioré de que la veía. No era una herida profunda. Sólo quería hacerle sangre y ayudarla a comprender que podía hacerle un daño significativamente mayor si lo deseaba.
La señora Carter gimoteó con la mirada puesta en la hoja de la navaja.
Maniobré con la mano libre, le volví a colocar la mordaza en su sitio y le solté el pelo. Fue todo rapidísimo, pero lo clavé (perdóneme la bobada del juego de palabras). Con otro golpe de muñeca, la hoja se volvió a cerrar sobre el mango y desapareció al dejar caer la navaja en el bolsillo de mi camisa.
—Las reglas son muy sencillas, señora Carter. Sólo tardaré un minuto en explicárselas, y después la podré dejar con su desayuno. Estoy seguro de que está hambrienta.
La cara se le puso roja de ira.
—¿Me promete que se comportará mientras le explico las reglas?
—¡Que te follen! —gritó bajo la mordaza.
Me quedé sorprendido. A ver, ¡qué grosera! ¿No estaba yo tratando de ayudarla?
—Lisa, no toleramos ese tipo de vocabulario en nuestra casa. Ni siquiera a nuestros invitados. —La voz de padre retumbó a mi espalda.
Me di la vuelta y me lo encontré de pie en la base de la escalera, con una taza de café recién hecho en la mano. Se aproximó.
—Se empieza con un vocabulario como ése. A esa forma de hablar le sigue de inmediato la grosería, después la ira y el odio... Es algo innecesario en una sociedad civilizada, así de simple. Antes de que nos demos cuenta, todos iremos corriendo desnudos por las calles, blandiendo un hacha. Eso no lo podemos consentir, ¿verdad que no? Estamos tratando de educar bien a nuestro hijo. Él admira a los adultos que le rodean, aprende de los adultos que le rodean. —Dio un paso al frente y me alborotó el pelo—. Este jovencito está creciendo rápido, y lo absorbe todo como una esponja. Su madre y yo queremos asegurarnos de inculcarle los mejores valores antes de soltarlo en ese mundo nuestro tan grande, tan desagradable y tan bello. Ahí es donde las reglas entran en juego.
—Las reglas vienen de los tres monos —dije yo. No pude sino aplaudir de emoción—. Algunos los llaman los tres monos místicos, pero en realidad había un cuarto, que se llamaba...
—Frena, hijo. Cuando cuentas un chiste, ¿acaso empiezas por la gracia del final?
Le dije que no con un gesto de la cabeza.
—Por supuesto que no —prosiguió—. Y lo mismo puede decirse de un buen relato. Empiezas con unos cuantos antecedentes, alguna historia si lo ves apropiado, pasas entonces al meollo del cuento, y por fin terminas con un lacito elegante que remate el paquete. No debes correr. Saborea la narración, como harías con un buen filete o un dulce cucurucho de tu helado preferido.
Padre tenía razón, por supuesto. Siempre la tenía. Yo solía ser un poco impaciente, un fallo en el que estaba decidido a trabajar.
—¿Por qué no se la cuenta usted, padre? Usted es de los que mejor cuenta las historias.
—De los que cuentan, hijo. Se dice «de los que cuentan».
—Perdón. De los que mejor cuentan.
—Si nuestra invitada promete comportarse, desde luego que podría pasar unos minutos con vosotros dos y hacer un repaso. Al fin y al cabo, es mejor que comprenda las reglas desde el principio, ¿no te parece?
Asentí.
La señora Carter nos miró fijamente a los dos con un rostro inexpresivo, las mejillas sonrojadas tras los recordatorios de la noche anterior en negro y azul.
Padre acercó un cubo boca abajo, se sentó a mi lado y dejó su café en el suelo de cemento. Se derramó un poco por el borde, que se fundió con la mancha de sangre.
—Los monos sabios aparecen representados en una talla sobre la puerta del templo Tosho-gu de Nikko, en Japón. Los hizo Hidari Jingoro en el siglo XVII, y se cree que representan el ciclo de la vida humana..., bueno, todos los paneles representan el ciclo de la vida, los monos sabios figuran sólo en el segundo. El ciclo de la vida se basa en las enseñanzas de Confucio.
—Pero no el de las galletitas de la fortuna: el verdadero Confucio —solté de sopetón—. El de verdad era un maestro chino, editor, político y filósofo. Vivió más o menos entre los años 551 y 479 antes de Cristo.
—¡Muy bien, hijo! —dijo padre, sonriente—. Escribió algunos de los textos chinos más influyentes, y algunos códigos de conducta que aún se utilizan, y no sólo en China, también en gran parte del mundo moderno. Fue un hombre verdaderamente sabio. Hay quien dice que la idea de los monos llegó a Japón procedente de una leyenda budista de los sendai. Si quieres saber mi opinión, nadie lo sabe con certeza. Un proverbio con tanta fuerza perdura, sin más. Tampoco me sorprendería que algún día nos enterásemos de que tanto Japón como China obtuvieron su sabiduría de una fuente más antigua aún, y quizá esa fuente la obtuviese de algo más ancestral todavía. Los monos sabios podrían remontarse a los orígenes del hombre.
La mirada de la señora Carter seguía clavada en padre mientras él continuaba.
—La talla del ciclo de la vida del templo de Tosho-gu está formada por ocho paneles en total. Los monos aparecen en el segundo. ¿Puede alguien decirme sus nombres?
Yo, por supuesto, tenía la respuesta, y levanté la mano con entusiasmo. Si la señora Carter también lo sabía, decidió no participar.
Padre me miró a mí, después a la señora Carter, y de nuevo a mí.
—Bueno, tú has levantado la mano primero. ¿Por qué no nos dices sus nombres?
—Mizaru, Kikazaru e Iwazaru.
—¡Correcto! Que le den a este muchacho su merecido premio —sonrió padre—. Puntos extra si te sabes el significado de sus nombres...
Seguro que a padre le constaba que los sabía, pero le encantaba jugar, así que le seguí el juego.
—Mizaru significa «no veas el mal», Kikazaru significa «no escuches el mal», e Iwazaru significa «no pronuncies el mal».
Padre asintió muy despacio con la cabeza y le dio unos golpecitos en la rodilla a la señora Carter.
—Seguramente habrás visto la representación. El primer mono se tapa los ojos, el segundo los oídos, y el tercero tiene una pata peluda que le tapa la boca.
—Así que, cuando la señora Carter ha dicho una palabrota, ha violado la regla de Iwazaru —dije con confianza.
Padre hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, hijo. Aunque esté mal ser un malhablado y sea un síntoma de poca inteligencia, tendría que decir algo malo sobre otra persona para violar la regla de Iwazaru.
—Ah —asentí.
La señora Carter gruñó y tiró de las esposas.
—Vale, vale, Lisa. Ya te tocará a ti, pero tienes que ser más rápida al levantar la mano —le dijo padre.
La mujer pegó otro tirón de las esposas, que traquetearon contra la tubería y el catre. Soltó un gruñido de frustración.
—¿El pie, entonces?
—Hay un cuarto mono, pero nadie sabe realmente de su existencia —le expliqué.
Padre asintió.
—Los tres primeros monos definen las reglas según las cuales todos deberíamos vivir, pero es el cuarto el que tiene mayor importancia.
—Shizaru —dije—. Se llama Shizaru.
—Y significa «no hagas el mal» —dijo padre—. Y ésa, por supuesto, es la cuestión. Si uno ve o escucha el mal, es poco lo que puede hacer. Cuando alguien pronuncia el mal, se le puede atribuir una culpa, pero cuando hace el mal..., bueno, cuando alguien hace el mal, no ha lugar el perdón.
—Esas personas no son puras, ¿verdad que no, padre?
—No, hijo, con absoluta certeza te digo que no lo son. —Se volvió hacia la señora Carter—. Por desgracia, tu marido entró a formar parte de este último grupo, y es que no hay necesidad de tener gente como él en este nuestro grandioso planeta, así de sencillo. Yo hubiera preferido librar al mundo de su inmundicia con un poco más de discreción de lo que mi encantadora esposa estimó oportuno, pero lo hecho hecho está, y de nada nos sirve preocuparnos por lo que no podemos controlar. Hubiera preferido, también, que no hubieses descubierto anoche nuestras travesuras, pero, ay, tienes unas dotes excepcionales para la investigación, y lo descubriste. Y de ahí nuestro actual dilema: ¿qué hacer contigo?
—¿Es pura, padre? —tuve que preguntar, ya que desconocía la respuesta. Era evidente que la señora Carter había visto y oído el mal, pero padre ya me había contado que tales faltas eran perdonables. ¿Había pronunciado el mal? ¿Había hecho el mal? No lo sabía.
Padre le apartó un mechón de pelo de los ojos a la señora Carter. La miró fijamente, en silencio, durante un largo rato, y dijo:
—No lo sé, hijo, pero pienso averiguarlo. El señor Carter era un hombre desagradable, de eso no cabe la menor duda, pero hubo algo que lo encendió, algo que pulsó el último botón e hizo que la presión le saliese a chorro. —Levantó la mano y rozó el ojo ennegrecido de la señora Carter con la yema del índice—. No puedo sino preguntarme qué sería esa cosita de nada, y si aquí, nuestra querida señora Carter, estaba o no detrás de ella.
La imaginación se me disparó de regreso a la imagen de madre con la señora Carter. No se lo podía contar a padre. Aún no. Si los actos de la señora Carter habían provocado que el señor Carter rompiese las reglas, ¿no sería lógico, entonces, pensar que madre era en parte responsable de los actos del señor Carter? Si madre quebrantó las normas... Era una idea que no podía soportar.
Padre me observaba con mucha atención. ¿Lo sabía? ¿La habría delatado yo? No ahondó en ello, sin embargo. En cambio, se levantó e hizo un gesto hacia la bandeja del desayuno.
—Me temo que el desayuno ya se te ha quedado frío. Supongo que así tendrá que ser. Quizá la próxima vez aceptes tan generosa comida con una sonrisa y no con una negatividad tan brusca. —Me dio unas palmaditas en el hombro—. Recuerda, hijo, nada de cubiertos para nuestra invitada.
—Lo sé, padre.
—Buen chico.
Se retiró escaleras arriba.
Me di la vuelta hacia la señora Carter y llevé la mano a la mordaza.
—¿Qué le parece si probamos de nuevo?
Asintió sin perder de vista la espalda de padre conforme se marchaba.