Situado justo al noroeste del distrito financiero —el Loop—, y colindante con el centro de Chicago, el distrito de Fulton River era el epicentro de la renovación urbanística de la ciudad, con antiguas naves industriales convertidas en lofts de alquileres elevados y antiguas fábricas de zapatos transformadas en balnearios y cafeterías. Desperdigados entre aquellas mecas hípster quedaban algunos edificios declarados en ruinas. Si éstos pensaran, Porter supuso que se dedicarían a vigilar nerviosos a sus vecinos mientras esperaban el turno de su lavado de cara con la esperanza de que el indulto llegase antes que la bola de demolición, lista para hacer hueco a otra cosa completamente nueva.
Tal era el caso del 1.483 de Desplaines.
Achaparrado en comparación con las estructuras de alrededor, sólo tenía tres plantas y, a lo sumo, unos tres mil metros cuadrados. Al inspeccionarlo más de cerca, el revestimiento original de ladrillo rojo asomaba aquí y allá, pero en su mayor parte se perdía bajo capas y capas de pintura de colores que iban desde el verde al blanco pasando por el amarillo. La mayoría de las ventanas estaban rotas o cubiertas con tablones.
Era probable que hubiese destacado en su momento, pero el paso de la historia no lo había tratado bien. Aquel edificio había sobrevivido a las peores épocas. La ley seca surgió de las cloacas de la política para que no tardaran en acabar con ella los gánsteres que antaño se asomaban a esas ventanas. Fue testigo del nacimiento de la ciudad y presenció cómo en el Gran Incendio de Chicago los edificios de la otra orilla del río se quemaban hasta los cimientos. Porter juraba que aún podía oler las llamas y el hollín en aquel barrio, por mucho que un centenar de inviernos hubieran tratado de llevarse aquel hedor.
En el tejado un cartel con letras de madera descoloridas decían: «Ediciones Mulifax»; era todo cuanto quedaba de su antigua gloria.
—No hay mucho que ver —dijo Nash desde el asiento del acompañante del Charger de Porter. Habían aparcado en la esquina de enfrente, con el edificio directamente a la vista. Le zumbó el teléfono con un mensaje de texto, y bajó la mirada a la pantalla—. Clair está a dos minutos, y viene con el equipo táctico detrás.
Porter miró por el retrovisor; Watson estaba ocupado tecleando en su móvil. Porter no había visto nunca unos dedos moverse a tal velocidad.
—Por Dios, Doc, que te va a arder ese cacharro.
—Ediciones Mulifax cerró en 1999. El edificio lleva vacío desde entonces —dijo Watson sin levantar la vista—. Según parece, la empresa matriz se ocupó de pagar las facturas hasta 2003; después quebró y se lo quedó el Ayuntamiento. Intentaron alquilarlo, pero no fueron capaces de encontrar a nadie interesado; lo declararon en ruinas en 2012.
—¿Y por qué no reformarlo, como todos esos otros edificios? —preguntó Nash—. Este barrio se ha vuelto muy lujoso. Joder, nosotros no entramos aquí con nuestra paga de polis, eso seguro.
Porter hizo un gesto con la barbilla hacia el edificio de Mulifax.
—¿Puede decirnos tu teléfono mágico qué hay ahí dentro?
Nash respondió:
—Yo te puedo decir lo que no está ahí dentro: el Cuarto Mono, porque está descansando plácidamente en el depósito. —Recorría la calle con la mirada, arriba y abajo—. Y eso me lleva a la pregunta del millón: ¿por qué estamos esperando al equipo táctico de intervención? Si no hay asesino, significa que no queda nadie que nos pueda disparar.
Porter se encogió de hombros.
—Órdenes del capitán.
—¿Y no ha dicho por qué quería que los del equipo táctico entraran primero?
—Cree que podría ser una trampa. Dejar el libro de esa manera... no le pega. Hay algo que no encaja.
—¿En qué estás pensando?
—Ya no sé qué pensar.
—Miren esto. —Watson le entregó su móvil a Porter. Tenía abierta una página de Wikipedia—. De aquí sacaban alcohol de contrabando. Hay túneles secretos que entran y salen de todos estos edificios.
—Los podría haber utilizado para moverse por aquí sin ser visto.
Un Honda Civic de color verde estacionó detrás de ellos. Clair Norton se bajó y corrió agachada, rodeando la parte de atrás del Charger de Porter hasta la ventanilla de Nash. Éste la bajó.
—¿Habéis visto algo? —preguntó ella con un gesto del mentón hacia el edificio.
—Nada. Ha estado tranquilo.
—¿Y qué hay del sedán blanco?
Porter le había echado el ojo al coche cuando llegaron. Un Buick último modelo con un precioso parche de masilla en el guardabarros trasero del lado del conductor.
—Ni rastro del dueño.
Watson recuperó su móvil de manos de Porter.
—¿Creen que está utilizando los túneles?
—¿Los túneles de los contrabandistas? —Clair echó un vistazo a los edificios de alrededor y volvió a mirar hacia el coche—. Trabajé en un caso de drogas en el East Side hace unos años, y aquella gente usaba los túneles viejos para moverse. Me enteré de que la compañía de teléfonos los había excavado para tirar cable hace ya bastante, e incluso había montado un sistema de raíles ahí abajo. Eran capaces de ir desde el río hasta casi el mismo centro de la ciudad sin ver la luz del día. Algunos de esos túneles son lo bastante anchos como para que pase un camión —les explicó—. Si sabes orientarte, te puedes mover por toda la ciudad. Eso sí, ahí abajo hace un frío que te congelas: unos cuantos cines del centro aún usan los conductos de ventilación para mantener frescas las salas.
—¿Se puede llegar hasta aquí desde el parque de A. Montgomery Ward?
—Ya veo por dónde vas, Sam, pero dudo que eso funcionara —dijo Nash—. Se la llevó de allí en un coche. Si hubiera intentado bajar por uno de los desagües para las riadas con la chica a cuestas, creo que alguien se lo habría impedido.
Clair puso los ojos en blanco.
—Tú no viste a aquella panda.
Porter siguió con el debate.
—Vale, entonces se la lleva en un coche. ¿Adónde va? El parque de A. Montgomery Ward está a menos de una manzana del brazo norte del río Chicago. ¿Se puede entrar por allí en los túneles con un coche?
Watson estaba tecleando de nuevo en su teléfono.
—Yo imagino que sí se puede, pero no soy capaz de encontrar ninguna imagen detallada. Sería lógico, ¿no? Los que los construyeron querrían tener acceso desde todos los canales fluviales. Ese hombre podría haber desaparecido bajo tierra con ella y haberla traído hasta aquí sin correr el riesgo de ser visto, aunque hiciese parte del recorrido a pie.
—Es posible que trasladara así a todas las víctimas. Eso explicaría cómo pudo moverse por la ciudad sin dejar rastro durante tanto tiempo —añadió Nash.
—Entonces, la chica podría estar aquí —dijo Clair en voz baja.
—Claro —dijo Porter.
Una camioneta de color azul marino con un letrero que decía «Fontanería Tomlinson» pintado en un lateral en un amarillo llamativo atravesó el cruce y se detuvo justo detrás del sedán.
—¿Son nuestros chicos? —preguntó Porter.
—Sí, señor. Habrán pensado que era mejor no hacer ruido. —Sonó el teléfono de Clair, que lo sacó del bolsillo y cogió la llamada. Asintió varias veces y dijo—: Recibido, entramos en tres minutos. —Se volvió hacia Porter y Nash—. ¿Nos preparamos? Entramos detrás de ellos. Despejan el edificio y nosotros los seguimos, a sus seis.
Nash señaló con el pulgar al asiento de atrás.
—¿Qué hacemos con éste?
Porter se volvió hacia el espejo retrovisor y miró a Watson.
—No vas armado, ¿verdad?
Watson negó con la cabeza.
—No, señor.
—¿Has traído un chaleco, por casualidad?
El departamento de policía prohibía que nadie participase en una acción sin un chaleco antibalas.
—No son reglamentarios en nuestro departamento.
—Entonces me parece que nos vas a esperar aquí. Lo siento, chaval.
Porter y Nash se bajaron del coche y lo rodearon hasta la parte de atrás. Porter sacó del maletero dos chalecos antibalas, una escopeta y una linterna larga de mano. Le dio a Nash la escopeta y un chaleco, y se puso el otro. Nash abrió la escopeta y comprobó que la recámara que sellaba el cañón estuviera de nuevo en su sitio. Porter sacó entonces una Beretta 92FS de nueve milímetros de debajo de la rueda de repuesto y comprobó el cargador. Tirar de la corredera del arma bastó para confirmar que había una bala lista en la recámara.
—¿De repuesto? —preguntó Nash mientras comprobaba su propia arma, una Walther PPQ.
Porter asintió.
—Aún no he visto al capitán. Todavía tiene mi arma reglamentaria.
—En teoría, no estás aún de servicio. Casi mejor que no te lleves un tiro. «Acompañante civil herido» lleva mucho más papeleo que «compañero herido».
—Qué bien que me cubres tú las espaldas.
El teléfono de Clair zumbó con un mensaje de texto.
—Entramos en diez segundos. —Tiró de la corredera de su Glock y cargó una bala en la recámara.
La camioneta de la Fontanería Tomlinson se agitó un instante, se abrieron de golpe las puertas de atrás, y comenzaron a salir en tromba unos hombres ataviados con todo el equipo antidisturbios. Los dos primeros cargaban con un ariete negro de metal; los demás llevaban listos unos rifles de asalto AR-15. Se desplazaron hasta el edificio con rapidez y al unísono.
Nash cruzó corriendo la calle detrás de ellos, con Porter a su lado y Clair pisándoles los talones.
El ariete dio cuenta de la puerta principal con rapidez: un golpe y ya estaban dentro. Arrancaron del marco de metal el candado, que cayó al suelo con un ruido metálico y fue apartado de una patada por las botas al entrar en tropel. Los hombres que cargaban con el ariete se hicieron a un lado para que los demás pasaran y, acto seguido, cogieron sus propios rifles de la espalda y les siguieron.
Detonó una granada de aturdimiento. Se oían gritos amortiguados de «¡Policía!» y «¡Despejado!» conforme el equipo desaparecía en el interior. Porter asió con más fuerza la empuñadura de la Beretta cuando pasaron de la calle soleada al negro vacío de la entrada del edificio.
—No se ve una mierda aquí dentro —refunfuñó Nash, mirando al interior.
—Todas las ventanas están selladas. Es como una tumba —dijo Clair.
Porter observó el marco de la puerta. La luz de la calle se quedaba estancada en la entrada, en poco más que un cuadrado de tres por tres, ribeteado por el negro más negro. Era como si las sombras empujasen y obligasen a la luz a quedarse fuera.
Encendió la linterna, hizo un barrido por el interior y se imaginó que se encontraría con un almacén diáfano. En cambio, la luz recorrió una entrada estrecha de madera podrida. Los paneles acústicos del techo se habían desmoronado, la escayola de las paredes estaba desconchada y agrietada, y el suelo cubierto de los restos que habían ido cayendo con el paso de los años.
Porter oyó al equipo en las profundidades del edificio, el golpeo de las botas contra el cemento conforme iban barriendo una estancia tras otra.
Después, silencio.
—¿Oís eso?
—¿Oír qué?
—El equipo táctico se ha detenido.
—Quizá están demasiado lejos en el interior del edificio y ya no los puedes oír.
—No, no es eso. Han dejado de avanzar.
—¿Habrán encontrado algo?
—Quizá.
—Hay demasiado silencio —dijo Clair.
—Vamos —dijo Porter—. No os separéis.
Se desplazaron despacio mientras la luz de la linterna iba cortando la oscuridad. La entrada se convirtió en un pasillo que a su vez se convertía en un sendero estrecho que se abría paso entre contenedores, cajas de plástico para botellas y otros objetos diversos apilados contra la pared. Porter contó no menos de cinco colchones en los primeros quince metros, con la tela raída y podrida, húmeda, llena de moho y de insectos que entraban y salían. El suelo de cemento era un pozo negro de polvo y mugre salpicado de pequeños charcos de un agua que apestaba a orina. El sonido de agujas crujiendo bajo sus pies bastaba para empujarle a concentrarse en otra cosa. Se imaginaba unos minúsculos esqueletos de roedores que se partían bajo el peso de cada zancada.
Había puertas cada tres metros aproximadamente, con los marcos de madera rajados y astillados. Porter sabía que el equipo táctico las había abierto rápidamente de una patada o con el ariete que ya habían utilizado con la puerta principal. Fue iluminando con la linterna cada habitación al pasar, aunque sabía que no iba a hallar nada digno de mención: era un movimiento precavido, si acaso.
Se detuvo ante la tercera puerta y forzó el oído para escuchar mejor.
Oyó el goteo constante del agua.
La respiración de Nash y de Clair, unos pasos por detrás.
El tictac de su reloj.
Sin embargo, no podía oír al equipo táctico. No llegaba ni un solo sonido.
Porter aminoró el ritmo lo suficiente para que Porter y Clair llegaran a su altura.
—Algo va mal. Esto no me gusta.
Se oyó un fuerte golpe seguido de dos disparos de escopeta procedentes de las profundidades del edificio.
—¡Vamos! —ordenó Porter, corriendo hacia los disparos.
Clair y Nash echaron a correr tras él, siguiendo los brincos que daba la luz de la linterna.
Porter siguió los ruidos moviéndose con rapidez. Le dio la sensación de que se iba a atragantar con el moho. Llegaron a un montacargas estropeado junto a un tramo de escaleras que descendía a la izquierda. Las voces llegaban desde abajo.
Sin vacilar, bajaron los escalones de dos en dos, esquivando desperdicios y cascotes, con cuidado de no resbalar.
—¿Qué cojones? —gritó alguien.
—¿De dónde salen?
—¡Yo qué sé!
—¡Retroceded!
—¡No, esperad!
Una luz roja brillante iluminó la entrada, al fondo de la escalera. Alguien había encendido una bengala. Porter entornó los ojos ante la luz deslumbrante. Levantó el cañón de la pistola para que apuntase al techo. No estaba dispuesto a arriesgarse a un disparo accidental.
Desde abajo se oía:
—¡Se están dispersando!
—Enciende otra. ¡Allí, en el rincón!
Nash agarró a Porter por el hombro, lo retuvo a unos pocos escalones de llegar abajo y gritó:
—¿Espinosa? Somos los detectives Nash, Norton y Porter. Estamos en las escaleras. ¡Alto el fuego!
—¡Un momento, detectives! —les gritó Espinosa.
—¡Despejado! —gritó alguien más.
—¡Esas putas cosas están por todas partes!
Otra bengala cobró vida con un siseo y aterrizó en la base de la escalera.
No menos de una docena de ratas pasó a toda velocidad, subiendo con las patas minúsculas por los zapatos de Porter y Nash. Clair soltó un grito.
—¡Joder! —gritó Nash, que retrocedió de un salto hasta la pared.
Porter miraba asombrado cómo pasaban otras seis.
—Muy bien... ya pueden bajar; pero permanezcan en la luz —les dijo Espinosa.
—Yo no voy a... —dijo Nash.
Clair le dio un empujoncito.
—Muévete, nenaza.
Salieron a un sótano grande que parecía ocupar toda la extensión del edificio. Iluminados por las bengalas rojas, los suelos de cemento y las paredes de ladrillo se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El suelo estaba cubierto de desperdicios: cajas, papeles sueltos, latas de bebida y...
—Jamás había visto tantas ratas —dijo Porter con la mirada fija en el suelo, más allá del alcance de la bengala, que brillaba y se movía. Un manto vivo de roedores que se subían los unos sobre los otros tratando de apartarse de la luz, pero que no tenían adónde ir. Las pequeñas garras tintineaban contra el cemento, se clavaban en el lomo de las demás ratas en el barullo de la retirada.
—Les he dicho que esperaran fuera —dijo Espinosa con el ceño fruncido—. Al menos hasta que sepa a qué demonios nos enfrentamos ahí abajo.
—Nos enfrentamos a una puta plaga —gruñó otro miembro del equipo táctico antes de lanzar otra bengala hacia el fondo de la estancia.
—Sí, tú tírala ahí, al fondo, que las ratas van a venir hacia acá. Tenemos que hacer que retrocedan.
—¿Que retrocedan hacia dónde?
—¿Estáis disparando a las ratas? —preguntó Porter.
—Ha sido Brogan, el muy gilipollas.
—¡Eh!
—Esas malditas ratas están por todas partes. Tiene que haber miles aquí abajo —dijo Espinosa, que se quitaba una de la bota con un puntapié.
La rata salió volando por los aires y rebotó contra una pared, se sacudió y echó a correr hacia el rincón opuesto.
Nash seguía allí de pie, perfectamente inmóvil y pálido mientras las ratas les correteaban por los pies, llevadas por un pánico ciego y enseñando los dientecillos amarillentos.
Clair les mencionó los túneles y sugirió que sería por allí, probablemente, por donde entrarían y saldrían de aquel sótano.
Espinosa asintió y pulsó un botón en la radio que llevaba en el hombro.
—Comprobad las paredes del perímetro. Buscamos algún tipo de entrada de un túnel.
—No hace falta buscar —dijo Porter mientras su mirada seguía a los roedores, que corrían a toda velocidad entre la basura—. Basta con seguirlas. —Sus ojos se fueron hasta el rincón opuesto. Las ratas no corrían sin ton ni son, sino que formaban una riada hacia aquella esquina, una corriente de porquería y enfermedades—. ¿Me deja una bengala? —preguntó.
Espinosa sacó una de su cinto y se la entregó a Porter.
El detective quitó la tapa, la encendió y lanzó el cartucho hacia el fondo. Describió un arco en el aire y aterrizó con un golpe seco a unos veinte metros de distancia.
—¡Guau! ¡Menudo brazo que tiene, detective! —exclamó Espinosa.
Porter fue detrás de la bengala.
Aunque las ratas rehuían la llama, continuaban rumbo a un punto concreto, una puerta cerrada con un agujerito en la esquina inferior derecha, un orificio lo bastante grande para que los roedores se colaran. Y eso era, precisamente, lo que estaban haciendo. En una fila india perfecta, se metían por el agujero, una rata detrás de otra.
Porter alargó el brazo hacia la puerta y Espinosa le sujetó la mano.
—Atrás, detective. Tenemos que despejar esa habitación —le dijo en voz baja, apenas audible.
Porter asintió y se apartó.
Espinosa hizo un gesto con la mano libre y envió a dos miembros del equipo a flanquear la puerta. Él se situó a tres metros, apuntando con el arma hacia la abertura, e hizo una cuenta atrás con tres dedos.
Al llegar a cero, uno de los miembros de su equipo abrió la puerta de una patada, se agachó en el interior y se desplazó rápido y agachado hacia la izquierda. El otro agente apuntó con el arma por encima de él e hizo un barrido con el cañón por la sala antes de seguir a su compañero. Otros dos hombres entraron en tromba detrás de él.
—¡Despejado! —se oyó a lo lejos, amortiguado.
Y de nuevo:
—¡Despejado! Arma en ristre, Espinosa se movió con rapidez y desapareció. Un instante después surgía del interior la luz brillante de una bengala roja.
—¡Porter..., entre aquí! —gritó Espinosa.
Porter se volvió y miró a Clair y a Nash, y luego atravesó la puerta esquivando las ratas que entraban y salían a sus pies.
Aquella estancia estaba más fría que el resto del sótano, húmeda de moho y descomposición. Reconoció de inmediato el olor mareante y dulzón de la carne putrefacta. Se llevó la mano a la nariz y la boca en un intento de tapar el hedor, pero de poco le sirvió.
Los cinco hombres se encontraban de pie ante él, con la mirada fija, los ojos muy abiertos.
—Todo el mundo fuera —ordenó Porter entre jadeos amortiguados.
Espinosa se dio la vuelta para discutírselo, pero se lo pensó mejor. Volvió a cruzar la puerta hecha añicos e hizo un gesto a sus hombres para que siguieran sus pasos.
Porter se adentró un poco más en la habitación.
Cientos de velas cubrían las paredes y el suelo, la mayoría consumidas y convertidas en poco más que un montoncito de cera. Las pocas que quedaban soltaban su tenue luz en intervalos irregulares, un levísimo baile en el mejor de los casos, en contraste con la potente iluminación de la bengala.
Quería apagarla. La bengala, las velas.
Quería acabar con toda aquella luz y volver a sumergir aquel lugar en la oscuridad.
No quería verlo.
Nada de eso.
En el centro de la habitación había volcada una vieja camilla de hospital, con las barandillas metálicas cubiertas de parches rojizos de óxido.
Debajo de la camilla, un cuerpo desnudo estaba esposado al armazón..., un cuerpo que había sido devorado por el millar de roedores que andaban por allí, hambrientos, entre susurros.
Un montón de huesos con carne hecha jirones.