Porter siguió a Espinosa fuera de la estancia del cadáver, hacia el subsótano principal. Tres de los hombres de Espinosa estaban apiñados en el rincón a la derecha, junto a una pila de cajas de botellas. Al acercarse a ellos, Porter se fijó en los nombres cosidos en sus uniformes: Brogan, Thomas y Tibideaux.
Tibideaux tomó primero la palabra.
—Ha sido tal y como nos ha dicho. Hemos seguido a las ratas, y la mayoría de ellas han ido derechitas desde el cadáver hasta este rincón. Desaparecían detrás de este montón de basura, así que nos hemos imaginado que al fondo habría algo. Hemos encontrado la abertura del túnel oculta detrás de las cajas. —Hizo un gesto hacia una boca amplia picada en la pared de cemento.
La abertura redondeada tendría de dos a dos metros y medio de alto por algo menos de dos metros de ancho, reforzada con un perímetro de piedra. Una pequeña vía férrea partía justo del interior del pasadizo y desaparecía por aquella garganta.
—Mi abuelo me habló de estos túneles. Los utilizaban para transportar el carbón desde el río hasta los edificios del centro a comienzos del siglo XX —dijo Brogan.
Apuntó con la linterna hacia la abertura y descubrió una pequeña vagoneta un poco más grande que un carrito de la compra. Aunque debía de tener más de un siglo, las ruedas brillaban recién engrasadas.
—¿Alguno lleva un equipo de huellas dactilares? Alguien ha estado usando esto.
Thomas asintió.
—Ya estoy en ello.
Sacó una cajita del cinturón, se arrodilló junto a la vagoneta y empezó a cepillar el polvillo. Sus dedos se movían con la destreza de un profesional experimentado. Porter no pudo evitar preguntarse por los destinos que aquel hombre habría tenido antes de encontrar su sitio en la unidad de intervención.
Porter había vivido en Chicago más años de los que le apetecía recordar, y hasta aquel día no había tenido la menor idea de que existiesen aquellos túneles. Su cerebro comenzó a retroceder y repasar las víctimas anteriores del CM, dónde fueron secuestradas, dónde las encontraron. Si en efecto aquellos túneles recorrían toda la ciudad, era posible que los hubiese estado utilizando todo aquel tiempo para transportar los cuerpos. Parecía lógico. No habían averiguado aún la forma en que se desplazaba por la ciudad sin ser visto. Al fin y al cabo, dejó algunos cadáveres en zonas de mucho tráfico y sin un solo testigo. Colocó a Susan Devoro en un banco, prácticamente en el centro de Union Station, cubierta con una manta asquerosa. Las probabilidades de que uno de estos túneles cruzase con Union eran elevadas. Para dejar el cuerpo allí entrando desde la superficie, habría tenido que pasar por el control de seguridad, por delante de una docena de puestos de venta y quién sabe de cuántos transeúntes. El recorrido estaba lleno de gente incluso en plena noche. Pero ¿bajo tierra? Tenía que ser eso.
—Lo han limpiado, pero tengo una parcial aquí abajo, en la rueda trasera izquierda. Debería ser suficiente para encontrar una coincidencia, si está en el sistema.
—El CM nunca ha dejado una huella. Supongo que cuando uno tiene pensado tirarse delante de un autobús, el sigilo deja de importarte.
Thomas levantó la huella y le entregó a Porter la película de conservación en una bolsita de plástico.
—Aquí tiene, señor.
Porter la sostuvo a la luz: más de media huella. Suficiente para una identificación.
—Buen trabajo, Thomas. —Se la metió en el bolsillo y se volvió hacia el sargento—. Espinosa, ¿funciona su radio?
El hombre, corpulento, bajó la mirada a su receptor y le hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Hemos perdido la comunicación en el momento en que hemos bajado por esas escaleras. Tampoco hay cobertura de móvil.
—Si seguimos ese túnel, ¿cómo evitaremos perdernos?
Porter se imaginaba decenas de túneles, o más, que se separaban en numerosas direcciones: un laberinto subterráneo. Supuso que el Ayuntamiento dispondría de mapas, pero ¿qué precisión tendrían? Teniendo en cuenta que algunos de aquellos túneles se hicieron para el contrabando, podría no haber constancia de ellos.
Espinosa sacó un bote pequeño de pintura en espray de uno de los bolsillos de su mochila.
—¿He mencionado que fui boy scout?
—Muy bien, vaya usted delante.
Espinosa se situó el primero, seguido por Thomas y Tibideaux, después Porter y Brogan en la retaguardia. Entraron en el túnel en fila india y se apretaron para dejar atrás la vagoneta. El ambiente se volvió húmedo y frío de inmediato. Porter pensó que la temperatura rondaría los trece grados. Las paredes del túnel eran lisas, habían sido excavadas en piedra caliza. Incluso en la actualidad hacer algo semejante resultaría difícil. ¿Cómo habían conseguido tal hazaña hacía más de un siglo? ¿Cuántos hombres habrían muerto allí abajo?
Otro más se les ha unido esta semana, pensó Porter.
Goteaba agua del techo en ciertos lugares. No lo bastante para preocuparse, pero sí suficiente para hacer que el suelo estuviera resbaladizo. Porter no iba vestido para la espeleología; sus mocasines negros no tenían mucho agarre.
Los cinco hombres se detuvieron veinte minutos después, al llegar a un recodo seguido de una intersección. Espinosa levantó bien alta la linterna y alumbró los tres posibles caminos.
—¿Alguna sugerencia?
Porter se arrodilló en el centro.
—¿Me apunta eso aquí abajo?
La luz se reorientó, y se le unieron las linternas de los demás. Porter estudió las vías. Sólo una tenía signos de un uso reciente: la que viraba a la izquierda.
—Por ahí.
Espinosa le dio una rápida sacudida a su bote de pintura y trazó en la pared una flecha que señalaba hacia el lugar del que venían; después continuaron.
Porter miró la oscuridad a su espalda. Negro absoluto. Allí no se colaba ni el menor atisbo de luz. Se imaginó que las puertas del infierno serían algo semejante a aquello. ¿Qué pasaría si el túnel se hundiese detrás de ellos? El aire le pareció enrarecido, apremiante. ¿Cuán alejados del mundo real estarían?
Miró su iPhone. Sin cobertura.
Espinosa levantó el puño derecho y se quedó petrificado, apuntando con el arma hacia delante.
—Veo luz ahí arriba —les dijo en voz baja.
—¿El exterior? —preguntó Thomas.
—No creo; no es lo bastante intensa. Ven conmigo. Los demás, esperad aquí un minuto.
Porter se agachó, sacó la Beretta de la funda sobaquera, quitó el seguro y apuntó el cañón al techo.
¿Y si empezaban a volar las balas ahí dentro? Los rebotes en aquellas paredes de piedra serían mortales. Aunque llevaba puesto el chaleco, le dejaba lo bastante expuesto para que una bala hiciera un destrozo. Un rápido repaso a las miradas de los otros hombres le dijo que estaban pensando algo parecido. Brogan había sacado un cuchillo grande de una vaina que llevaba en el muslo: prefería el arma del cuerpo a cuerpo antes que el MP5 que le colgaba a la espalda. Tibideaux sostenía una Glock.
—¡Porter!
La voz de Espinosa retumbaba en la piedra lisa un poco más adelante.
Porter se levantó y corrió por el túnel hacia la luz, con los otros hombres detrás. Se encontraron a Espinosa y a Thomas de pie en el centro de una especie de cámara. Un foco iluminaba aquel espacio desde lo alto de una pared, conectado de alguna manera a la red eléctrica de la ciudad. En la otra punta había una escalerilla atornillada a la piedra caliza. En lo alto descansaba una tapa de alcantarilla. Espinosa apuntaba al suelo con su arma.
Porter siguió la dirección de su mirada.
Tres cajitas blancas, una junto a otra, cerradas con un cordel negro. En la tapa de la del medio había garabateada una sola palabra. «Porter.»
—¿Guantes?
Tibideaux sacó unos del bolsillo de su chaquetilla. Porter se los puso y tiró con delicadeza del cordel de la primera caja. Retiró la tapa y...
Una oreja humana sobre un lecho de algodón.
—Ah, qué asquerosidad —dijo Brogan, que dio un paso atrás.
Porter abrió la siguiente caja y descubrió un par de ojos. Azules. Parte del nervio óptico aún colgaba del extremo de uno de ellos, arrugado y endurecido, reseco y pegado al algodón por un fino rastro de sangre.
La última caja contenía una lengua.
Porter no había comprobado la lengua del cadáver de Mulifax. Le faltaban tanto los ojos como la oreja, pero había asumido que se los habían llevado las ratas.
—Digo yo que pertenecerán a nuestra víctima del sótano. Tendremos que llevárselos al forense para saberlo con seguridad.
—Paso —soltó Brogan—. Yo no me llevo eso.
—Yo tampoco, jefe. Eso de ahí da yuyu —dijo Tibideaux.
—Putos mariquitas —replicó Thomas. Sacó de su mochila tres bolsas de plástico y se las entregó a Porter—. Si usted los guarda, yo los llevo.
Porter negó con la cabeza.
—Voy a dejarlos como están por el momento. Pediré al Laboratorio de Criminalística que analice esta cámara entera.
Se levantó e hizo un gesto hacia la escalerilla.
—Quiere que subamos ahí arriba. No hay otro motivo para haberlos dejado aquí. La X marca el lugar.
—Voy. —Espinosa se colgó el arma al hombro y empezó a subir por la escalerilla—. Cúbreme, Brogan.
—Sí, señor. —Brogan se arrodilló en la base y apuntó su MP5 hacia la tapa de la alcantarilla.
Al llegar a lo alto, Espinosa empujó la tapa de metal. En aquella posición, era complicado hacer fuerza en el hierro grueso. Por experiencia, Porter sabía que pesaban alrededor de cuarenta y cinco kilos. Con un sonoro gruñido, Espinosa deslizó la tapa a un lado. La luz del día entró a raudales. Porter se protegió los ojos.
Espinosa sacó una Glock de una cartuchera que llevaba en el muslo y preparó el arma; a continuación, con un movimiento rápido y fluido, ascendió por el orificio y rodó hacia la derecha.
Brogan se puso en pie en la base de la escalerilla, con el arma apuntando al cielo.
—¡Despejado! —se oyó la voz de Espinosa.
—Adelante, detective —dijo Brogan.
Porter tiró cansado de su cuerpo, escalera arriba, y el calor del sol le expulsó el frío que se le había metido hasta los huesos. Cuando sacó la cabeza a la superficie, se encontró en pleno cruce de una zona residencial. No había tráfico, las casas estaban aún en distintos estadios de construcción.
—Moorings Lakeside, supongo.