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Diario

 

 

 

El coche de los Carter seguía aparcado en la entrada de su casa. No sé muy bien en qué otro sitio me esperaba que estuviese —‌los días del señor Carter al volante habían llegado a su fin, y la señora Carter tampoco iba a conducir en un futuro inmediato—, y, aun así, ver allí el coche me hizo sentir como si hubiera alguien en su casa, a pesar de que sabía que el lugar se encontraba vacío.

Dejé la carretilla en nuestra entrada y me acerqué caminando.

Al tirar de la puerta mosquitera para abrirla, no me pude sacudir aquella sensación de que había alguien dentro. La puerta no estaba cerrada con llave, así que, supuse, alguien se podía haber aventurado a entrar, pero no tenía ninguna razón justificada para creerlo. Nuestro vecindario era bastante seguro, uno de esos sitios donde las puertas nunca se cerraban con llave y tanto familiares como amigos iban y venían sin ninguna limitación. Es más, sospechaba que el señor Carter se había dejado la víspera las llaves dentro del coche, muy típico también de mis padres.

Sin embargo, tenía una sensación rara.

La puerta mosquitera chirrió ligerísimamente cuando la abrí y entré, lo justo para alertar de mi llegada a cualquier intruso.

La cocina estaba en silencio y parecía que no la habían tocado desde la noche anterior, con los restos del vaso hecho añicos aún en el suelo, en un charco de bourbon que se evaporaba. Estaba plagado de hormigas. ¿Se emborrachaban las hormigas? Me imaginé que sí. Las vi corretear por aquel desastre pegajoso, zigzagueando tan decididas. No parecían en absoluto distintas de cualquier otro grupo de hormigas que te pudieras encontrar en el exterior, en una acera o merodeando bajo una piedra, pero éstas iban saturadas de alcohol. Un par de vasos me habían puesto a mí de los nervios; nadar en alcohol les debería garantizar una cogorza sin recuperación posible. No obstante, parecían normales, como si no les afectase.

Me dieron ganas de prenderlas con una cerilla, a todas ellas. Les prendería fuego y vería arder sus cuerpecitos, que crujirían y reventarían con una violencia empapada en alcohol. Vivas ahora, cenizas achicharradas un instante después. Jugaría a ser Dios.

Tomé nota mentalmente de que tenía que realizar un experimento en un futuro próximo; había ido allí por un motivo, y padre quedaría decepcionado si permitía que me distrajese un montón de hormigas.

Eché un vistazo a la mesita sobre la cual se había desmayado la señora Carter. Aún me la podía imaginar allí sentada, con los ojos vidriosos y arrastrando las palabras mientras me decía que había querido que yo la viese desnuda aquel día en el lago. «Una mujer quiere sentirse deseada, eso es todo», me había dicho.

Aquel pensamiento me aceleró el pulso.

Concentración. Necesitaba concentración.

El ruido sonó en las profundidades de la casa.

Una especie de traqueteo, o tal vez un golpe metálico.

No era el tipo de ruido que hace una casa por sí sola, no era el crujido ni el quejido de una casa al asentarse. Esto era algo distinto.

Lo volví a oír, más fuerte que la primera vez. Procedía del otro extremo de la casa, más allá de la cocina, pasillo abajo, hasta la zona donde sin duda se encontraban los dormitorios y el baño. Nunca me había adentrado tanto en la casa de los Carter, y no sabía con exactitud qué había más allá de la cocina. Sólo podía hacer conjeturas basándome en la distribución de nuestra propia casa, que era de tamaño y estilo similares.

Me metí la mano en el bolsillo y saqué la navaja. No me atreví a abrir de golpe la hoja, ya que eso haría un ruido muy característico y delataría mi posición a quien fuera (o lo que fuera) que estuviese ahí. Sujeté la hoja con la mano y apreté el botón para liberarla lentamente sin dejar de ejercer presión contra el muelle hasta que la hoja se hubo desplegado del todo y quedó encajada en su sitio; el metal recién limpio y afilado brillaba en la tenue luz que se filtraba por las cortinas y trataba de hacerse con el interior del hogar de los Carter.

Otro golpe metálico.

Quien fuera (o lo que fuera) que estuviese ahí, no sabía que yo estaba allí. Aunque había hecho ruido al entrar en la casa no debía de haberme oído. Un ladrón habría venido corriendo a ver qué era aquello, sin duda.

Padre me había enseñado a cazar cuando era pequeño. Me enseñó a caminar de puntillas para no hacer ruido y a moverme con la elegancia de un alce que desaparece en el bosque. Recurrí entonces a aquella habilidad y, sin hacer ningún ruido que me delatase, atravesé la cocina y me apoyé en el marco de la puerta para poder ver bien el pasillo.

El salón quedaba a la derecha, con un pequeño cuarto de baño enfrente, a la izquierda. Había otras dos puertas más allá, al final del pasillo, que sin duda correspondían a los dos dormitorios.

Cerré los ojos y escuché.

Ruido de roces.

Movimiento de papeles.

Un cajón se deslizó y se abrió.

Más roces.

El ruido surgía del dormitorio de la derecha. No sabía si era el de los Carter o el de invitados, no desde donde me encontraba.

Tenía la palma de la mano sudorosa de sujetar la navaja con tanta fuerza.

Nada nuevo para mí.

Una navaja sudada podía resultar difícil de controlar. Se te podía resbalar, no alcanzar su objetivo.

Me restregué la mano en los vaqueros y respiré hondo con el deseo de que me bajaran las pulsaciones y eso me tranquilizase el cuerpo. Me rendí a mis instintos.

Me rendí a la caza.

Comencé a recorrer el pasillo con la mano de la navaja presionada contra el pecho y la hoja apuntando hacia fuera. Padre me había enseñado aquella manera tan particular de cogerla. En caso de necesidad, descargaría la navaja hacia delante con toda la fuerza de los músculos del brazo y la precisión de un arma cargada. Al contrario que un golpe descendente, una estocada sería difícil de parar. Esta forma de cogerla también me permitía ir directo al corazón o al estómago, bien con un movimiento hacia arriba, bien con uno hacia abajo. Si levantabas la navaja por encima de la cabeza, al partir desde tan alto, sólo podías atacar hacia abajo, y ese tipo de ataque tenía más probabilidades de rebotar en tu víctima que de penetrar profundo.

Padre era un hombre muy diestro.

Me pegué con fuerza a la pared, me fundí con el yeso al avanzar y me acerqué centímetro a centímetro a la puerta abierta.

Más ruido de roce, después una maldición entre susurros.

Vi una sombra que se movía dentro de la habitación, un atisbo en la luz tenue al arrastrar el intruso los pies aquí y allá.

Llegué al marco de la puerta.

Padre me dijo una vez que, si te acercas a alguien sin hacer ruido, tienes un segundo o más para atacar antes de que sea capaz de reaccionar. El cerebro humano procesa esta actividad muy despacio; tu víctima se queda paralizada un instante mientras trata de comprender el hecho de que estás ahí, especialmente en una habitación donde creía estar sola. Me contó que algunas víctimas permanecen paralizadas, se quedan mirándote como si estuvieran viendo un programa de televisión. Y ahí se quedan, esperando a ver qué pasa después. Hay veces que es mejor no saber qué pasa después.

Se oyó un cajón que se cerraba y otro que se abría de golpe.

Cogí aire con fuerza, apreté la navaja en la mano y me abalancé por la puerta abierta, corriendo hacia el intruso.

Madre me esquivó y me golpeó en el brazo con la mano derecha mientras me arrebataba la navaja con la izquierda. Intenté detenerme, pero la inercia que llevaba era excesiva; me estampé contra la cama y me caí por el lateral para acabar dando contra la pared del fondo.

—Siempre es mejor acercarse sin hacer ruido, despacio y con firmeza —‌dijo madre—. En especial cuando tienes a tu favor el factor sorpresa. Despacio y firme, y así me habrías pillado. A la vista está que te he oído resoplar mucho antes de que me atacases. Cierto, hay quien no habría tenido tiempo de reaccionar, pero apenas le habría costado a cualquiera que tuviese una pizca de reflejos en las piernas.

Me había golpeado la cabeza contra el suelo, y mi anterior dolor de cabeza había vuelto con ganas. Me recompuse, me levanté y me limpié las manos en los vaqueros.

—No sabía que era usted, madre. No esperaba que hubiese nadie aquí.

Ladeó la cabeza.

—¿Y qué esperabas encontrar, exactamente? ¿Una casa vacía para hacer de ratero?

—Padre me ha pedido que prepare una maleta, que haga que todo parezca como si los Carter se hubieran marchado. Se supone que debo meter las cosas en su coche. Él lo va a dejar en alguna parte cuando llegue a casa esta noche.

Entornó los ojos.

—Eso es todo, ¿eh?

—Lo juro.

—Bien, pues ponte con ello, entonces. Que no sea yo quien te entretenga.

Me froté la parte de atrás de la cabeza; me estaba saliendo un buen chichón.

—¿Me puede devolver mi navaja?

—Te la tendrás que ganar. Así, la próxima vez no te separarás con tanta facilidad de algo tan preciado.

—Sí, madre.

Había un armario a mi izquierda. Tiré de las puertas plegables para abrirlas y encontré una maleta vieja metida en un rincón.

—¡Perfecto!

Subí la maleta a la cama.

Madre había vuelto a los cajones de la cómoda. Buscaba con mucho detenimiento en el tercero de los cinco de una cómoda grande de roble oscuro. Contenía jerséis.

—¿Qué está buscando?

Cerró el cajón y abrió el cuarto.

—Nada que te importe. —‌Miró hacia la maleta, en la cama—. Asegúrate de meter ahí unos zapatos. Las mujeres se llevan zapatos de viaje, por lo menos dos pares, a veces más, al contrario que los hombres, que se contentan con los que llevan puestos, con independencia de su destino. También una chaqueta, quizá.

—¿Una chaqueta? Pero si estamos en verano. Hace mucho calor para una chaqueta.

Madre sonrió.

—Eso es lo bueno de meter una. Si te encuentras una maleta con una chaqueta dentro en pleno verano, no te queda más remedio que preguntarte adónde estaría huyendo su dueño, ¿no crees? Hazla a lo loco y los dejarás preguntándose. Si yo me encontrase una maleta así, pensaría que se iban a algún lugar exótico, como Groenlandia.

—O la Antártida.

Madre asintió.

—O la Antártida.

—Debería meter también un traje de baño; eso sí que sería desconcertante.

—Mira, eso sería estúpido. Nadie se va a un sitio donde vaya a necesitar una chaqueta y un traje de baño.

—¿Y si el hotel de la Antártida tuviese una piscina cubierta? —‌contesté.

Se lo pensó un momento.

—No creo que encuentres un hotel como ése en la Antártida. Aunque en Groenlandia quizá sí.

Empecé a sacar prendas del armario al azar y a meterlas en la maleta: camisas del señor Carter, unos vestidos del lado de la señora Carter, unos pantalones de sport y una corbata.

—Que no se te olviden las prendas íntimas. Y calcetines, muchos calcetines. La gente siempre lleva calcetines de más.

—¿En qué cajón?

Hizo un gesto con la barbilla para señalarme una cómoda pequeña junto al armario.

—El segundo y el tercero de ahí.

Me acerqué y abrí los cajones. Estaban a reventar: uno de él, uno de ella. Cogí un montón de cada uno y los eché en la maleta. Ya casi me había quedado sin espacio.

—Deja un par de cajones abiertos; la desorganización hará que parezca que se marcharon con prisas —‌sugirió madre.

—¿Cosas del baño?

Madre afirmó con la cabeza y abrió otro cajón.

—Cepillos de dientes, cuchillas de afeitar, desodorantes...

Encontré una bolsa de aseo en el armario y volví a recorrer el pasillo hasta el cuarto de baño. La señora Carter mantenía la casa muy ordenada: no había ni una mancha de pasta de dientes en el lavabo, y el espejo estaba impoluto. Todo estaba perfectamente dispuesto en el tocador.

Saqué los dos cepillos y un tubo de pasta de dientes de un vaso de loza verde y los metí en la bolsa. Después añadí una maquinilla eléctrica de afeitar, un bote de desodorante Right Guard de caballero, un roll-on de color rosa que olía a lilas, un tarro de crema limpiadora Noxzema, hilo dental y una cuchilla femenina que encontré en el borde de la bañera. Del interior del botiquín me llevé también unas aspirinas, dos botes de complejos vitamínicos y tres de medicinas con la etiqueta de haber sido recetados: Lisinopril, Imitrex y un blíster de anticonceptivos.

Dejé abierta la puerta del botiquín, me llevé la bolsa de aseo de vuelta al dormitorio y la dejé caer al lado de la maleta.

—Puedo ayudarla a buscar, madre. Sólo tiene que decirme qué es lo que intenta encontrar.

Sin mirarme, sacudió la mano en el aire, en un gesto impaciente, y continuó registrando entre la ropa que estaba bien apilada sobre unos estantes de cedro.

En la mesilla de noche había un ejemplar de la novela El juego de las llamadas, de Thad McAlister.

La gente lee en vacaciones, ¿no? Estaba seguro de que sí.

Tiré el libro en la maleta y vi el borde de una foto que sobresalió de entre las páginas.

Era una fotografía de madre con la señora Carter. Ambas estaban desnudas, los brazos y las piernas enredados mientras se abrazaban en un apasionado beso. Estaba hecha en la cama de los Carter: madre y la señora Carter estaban tumbadas encima del mismo edredón que cubría la cama en ese preciso instante.

Me quedé mirando la foto con incredulidad, y mi mente regresó a lo que había presenciado el día antes. Había pensado que era la primera vez que sucedía algo entre ellas. Estaba claro que me equivocaba.

¿Cuándo se habrían hecho aquella foto? No había nada en ella que me diese ninguna pista, pero debía de ser reciente. Entonces mis pensamientos me lanzaron su propio interrogante.

Daba igual «cuándo» se hicieron la foto. Sentía más curiosidad por averiguar «quién» se la había hecho.

No oí a madre llegar por detrás. Es más, no me di cuenta de que estaba ahí hasta que me arrebató la fotografía de entre los dedos.

—Me parece que esto no es tuyo —‌dijo antes de guardarse la foto en el bolsillo. Señaló hacia las maletas, sobre la cama—. Mete eso en el coche.

Me quedé boquiabierto. ¿Qué pensaría padre?

—Ni se te ocurra contárselo a tu padre —‌me susurró.