43

Diario

 

 

 

Padre se mostró complacido con mi capacidad para preparar un equipaje.

Cuando llegó a casa, hacía ya una hora, le estaba esperando fuera con una pelota de béisbol en la mano.

No es que me gustase especialmente el béisbol; la verdad es que no era aficionado a los deportes en general, pero padre me había enseñado la importancia de las apariencias, y tenía toda la intención de mantenerlas. Madre me tenía en labores de vigilancia, y no me podía quedar ahí fuera mirando al suelo, ¿verdad que no? Así que, a darle a la pelota de béisbol. La lanzaba al aire y la cogía con la mano izquierda, después con la derecha, después con la izquierda otra vez...; un profesional de toda la vida pasándoselo en grande.

Intenté con todas mis fuerzas no pensar en la foto, pero ahí seguía la imagen cada vez que cerraba los ojos. Madre y la señora Carter, completamente desnudas y abrazadas. Volví a lanzar la pelota y me puse a contar las veces que la cogía: una bobada para tener ocupado el pensamiento de forma que no se me fuese a aquella imagen, el elefante en la habitación (o en el bolsillo de madre, a menos que hubiera encontrado un buen escondite).

Cuando padre llegó con el coche, me hizo un gesto de aprobación con la barbilla y me ofreció la mano. Le lancé la pelota. Disparó el brazo hacia arriba y la cazó en el aire con la habilidad de un jugador de la liga profesional. Le dio unas vueltas a la pelota entre los dedos y vino hacia mí.

—¿Un día ajetreado?

Padre hablaba en clave con frecuencia, otro truquito que estábamos practicando los dos. Podíamos mantener una conversación entera sobre un tema y ser plenamente conscientes de que estábamos hablando de algo bien distinto.

—Ya sabe, padre, un poco de esto, un poco de lo otro —‌le dije, tratando de no sonreír.

Entre parpadeos, mis ojos se dirigieron fugaces al coche de los Carter, tan rápido que apenas fue perceptible, pero padre lo captó. Lo supe por la leve sonrisita que le bailaba en los labios.

Miró al cielo. El sol se estaba poniendo, preparándose para su descanso nocturno.

—Creo que tenemos todos los ingredientes para una noche maravillosa, campeón. Creo que le voy a preguntar a tu madre si le apetece que nos demos un paseo en coche, una salida nocturna por la gran ciudad. ¿Te ves capaz de echarle un ojo a la casa mientras nosotros estamos fuera?

El sentido entre líneas estaba bastante claro. Padre se iba a llevar el coche de los Carter a algún sitio y se iba a librar de él. Necesitaba que madre le siguiera para poder regresar a casa. Me iba a confiar la tarea de controlar a la señora Carter mientras estuviesen fuera.

—¡Desde luego que sí, padre! ¡Puede contar conmigo!

Me devolvió la pelota de béisbol y me alborotó el pelo.

—¿Verdad que sí?

Le vi desaparecer en el interior de la casa y salir diez minutos después con madre pisándole los talones. Ella me miró con una expresión preocupada al pasar por delante de mí y se metió en el coche de los Carter. La puerta chirrió y se cerró de un golpe. Ajustó el espejo retrovisor, y sus ojos me miraron. Padre estaba de pie ante su Porsche, jugueteando con la llave entre los dedos.

—No estaremos fuera mucho tiempo, campeón. Un par de horas a lo sumo. Me temo que me llevo a tu madre antes de que le haya dado tiempo a preparar la cena. ¿Crees que podrás improvisar algo por tu cuenta?

Asentí. Madre había preparado un rato antes una magnífica tarta de melocotón, y la había dejado con el molde en el alféizar de la ventana para que se enfriase. También teníamos en la despensa mantequilla de cacahuete y mermelada. No tendría ningún problema.

—¡Que se lo pasen bien los dos! —‌le dije con mi tono de voz más adulto.

Me sonrió, se puso su sombrero favorito y se sentó al volante. El motor se encendió con un rugido, salió despacio de la entrada de la casa y recorrió la calle para desaparecer al otro lado de la cuesta de la calle Baker. Madre no le siguió de inmediato. Cuando volví a mirar hacia la casa de los Carter, ni siquiera había arrancado el coche. Estaba en el asiento del conductor, con los ojos clavados en mí. Me lanzaba una mirada un tanto fiera. Casi dolía. No miento, era como si dos rayos láser minúsculos salieran disparados de sus ojos y me quemaran la piel. Intenté sostenerle la mirada. Padre siempre me decía que era importante hacerlo por muy desagradable que pudiera ser una situación, pero no pude: tuve que apartarla. Cuando lo hice, ella arrancó el coche de los Carter, metió la primera con un roce de engranajes y salió con rapidez por la calle, tras padre.

La nube de polvo se quedó suspendida sobre el camino de los Carter. Era como si la puesta de sol la hubiese iluminado a la perfección, como un resplandor sobre la gravilla.

Tiré la pelota de béisbol y entré en casa.

Pude oír los golpes antes de cruzar la entrada de la cocina, un fuerte ruido de metal contra metal que venía del sótano.

Llevé la mano al picaporte. Una parte de mí esperaba que estuviese cerrada con llave, pero no lo estaba; el pomo de latón giró y se abrió la puerta. Abajo sonaba un continuo golpeo metálico.

Bajé los escalones.

La señora Carter estaba de pie junto a la mancha de sangre del suelo. No sé cómo, pero había rodeado el armazón metálico del catre con el brazo y estaba ocupada blandiéndolo como un bate contra la tubería del agua. Cada golpe iba seguido de un gruñido; después bajaba del catre, lo volvía a cargar hacia un lado, giraba la cadera de sopetón y utilizaba toda la fuerza del cuerpo para impulsarlo. Teniendo en cuenta que seguía esposada a la tubería y que la otra mano estaba encadenada al costado del catre, era impresionante que no se hubiera roto el brazo.

Cuando el catre impactó contra la tubería, vi cómo la sacudida le retumbaba por todo el cuerpo; sólo la vibración ya tenía que ser dolorosa.

Si me vio, no dijo nada. Estaba despeinada, y el sudor le caía por la frente.

—El sótano se inundaría, lo sabe —‌señalé—. Si al final fuera realmente capaz de romper una tubería tan grande como ésa, lo más probable es que el agua tardase menos de una hora en llenar el sótano, y ahí se quedaría usted, esposada a la tubería y al catre, cabeceando bajo la superficie.

Respiró hondo y recolocó el catre, preparándose para dar otro golpe.

—Si rompo la tubería, podré sacar las esposas por el extremo y subir por las escaleras.

—La tubería se rajaría mucho antes de llegar a romperse del todo, y el agua saldría entonces a borbotones. Ya es bastante difícil ahora hacer el movimiento del golpe con el catre. ¿Se imagina el obstáculo que supondría el chorro de litros y litros de agua helada que se le vendría encima? No estoy diciendo que su plan sea malo. Sólo creo que tiene algún fallo que otro, nada más. Quizá le venga bien pensarlo un poco más antes de seguir. De todas formas, tiene usted pinta de necesitar un descanso.

Dejó caer el catre a su lado. Las esposas le tiraron de la muñeca y amenazaron con hacerla caer, pero se mantuvo firme.

—¿No vas a intentar impedírmelo?

Me encogí de hombros.

—A lo mejor me gustaría ver qué pasa.

Me fulminó con la mirada, los ojos rojos y con el brillo de las lágrimas. Respiraba con fuerza. No pude evitar preguntarme cuánto tiempo le habría dedicado a aquella idea. Lo más probable era que madre no le hubiera hecho el menor caso. Seguro que llevaba horas dándole golpes a la tubería.

—¿Entonces te da igual que me muera aquí abajo?

No dije nada.

—Si me ahogo, o si me matan tus padres, ¿no te importa? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? No le he hecho daño a nadie. Mi marido me pegaba a mí, ¿lo recuerdas?

Se dejó caer en el borde del catre, enfurruñada.

Qué curioso era. A pesar de ser mayor que yo, a veces me parecía captar en sus expresiones y sus movimientos la imagen de una muchacha mucho más joven. En ocasiones veía a una chica mucho más joven que yo, asustada e insegura, una chica que esperaba que un adulto (o un chico) entrase de repente y lo arreglase todo.

Ahora, como adulto que mira al pasado, me doy cuenta de que he visto esa misma expresión innumerables veces. Cuando alguien está en un aprieto, tiene la esperanza y aguarda a que alguien con autoridad lo ayude. Creo que se debe a que es así como se representan las cosas en el cine y en la televisión. El héroe siempre llega en el último instante, frustra el crimen y rescata de una muerte segura a la persona angustiada mientras se agotan todas las demás posibilidades. Después de eso vienen las lágrimas, tal vez un abrazo, seguido de una pausa para la publicidad antes de despedir el programa.

Las cosas no son así en la vida real. He presenciado el final de más personas de lo que soy capaz de recordar, y todas ellas parecían albergar la misma expectativa al final, los ojos miraban a la puerta esperando a que llegara su salvador. Pero no llega. En la vida real, el único y verdadero salvador es uno mismo.

La señora Carter había conseguido que saltara la pintura de la tubería, nada más. Ni una simple abolladura. Con todo, lo había intentado, y eso es lo que a mí me parece importante. El juego se volvía aburrido cuando acababan dándose por vencidos.

Y ella se daría por vencida. Al final. Siempre lo hacen.

—Si me sueltas, no diré nada —‌apuntó—. Te prometo que no lo haré. Simon era un mal hombre..., se lo estaba buscando. Tus padres me han hecho un favor. Me han liberado. Estoy en deuda con ellos. No tienen que preocuparse conmigo. Lo prometo. Podemos salir todos de ésta.

—Ha quebrantado las reglas —‌dije en voz baja—. Por desgracia, hay consecuencias.

—¿Y cuándo lo he hecho? ¿Al dejar que mi marido me pegue?

—Piense mejor en por qué le pegaba su marido, ¿no cree?

Otra lágrima le cayó de un ojo y comenzó a rodarle por la mejilla. Intentó secársela, pero las esposas le retenían ambas manos. No llegaba a la cara.

Sentado al borde del catre, me saqué el pañuelo del bolsillo de atrás y le sequé la lágrima. Se me quedó mirando, pero no me dijo nada.

—He encontrado la foto.

—¿Qué foto?

—Ah, creo que usted sabe qué foto.

Con aquello, le cambió el color de la cara.

—Tienes que esconderla.

—Madre estaba conmigo; ella la tiene ahora. Y no sé qué ha hecho con ella.

—¿Tu padre no la ha visto?

—Todavía no —‌le dije—, pero eso no significa que no la vaya a ver.

—Pero tú no se lo vas a contar, ¿verdad?

No respondí, lo cual, supongo, ya le daba una respuesta.

—Si tu padre ve esa foto, no sólo me va a hacer daño a mí, irá también a por tu madre. ¿Es eso lo que quieres?

De nuevo no dije nada.