Los peldaños crujieron cuando bajé con la ensaladera grande de madre en una mano y un vaso de agua en la otra. Madre me había observado con atención mientras me dedicaba a la tarea de reunir aquellos objetos; en un momento dado incluso articuló con los labios «No le dejes hacerlo». Por supuesto, no le hice ningún caso, porque yo no «dejaba» a padre hacer nada, y no pensaba estropearle el buen estado de ánimo transmitiéndole un mensaje de madre como aquél. Me había pedido que le llevase la ensaladera, y yo sabía que la señora Carter no había bebido nada durante horas. Me imaginé que estaría sedienta, así que bajé también un poco de agua. Si madre tenía algún reparo respecto a cualquiera de las cosas que estaban a punto de suceder, era perfectamente capaz de dar a conocer su postura. Padre ya estaba en el piso de abajo, arrodillado junto al catre. Al aproximarme más, me di cuenta de que le estaba atando los pies al armazón a la señora Carter con un trozo de cuerda de tres ramales de nailon. Ya le había sujetado la mano que tenía libre. La señora Carter daba unos tirones de las ataduras que de nada le servían. Padre sabía hacer unos nudos bien fuertes.
Tenía un trapo metido en la boca y sujeto por una mordaza hecha con un trozo de la camisa del señor Carter. En la tela habían quedado unas manchitas de color carmesí.
Padre tiró del último nudo y le dio unas palmaditas en la pierna a la señora Carter.
—Listo, Calixto. —Se volvió hacia mí, y en los ojos tenía el brillo de la mirada de un niño en Navidad—. ¿Llevas encima la navaja?
Aún la tenía madre. La había buscado aquí y allá, por toda la casa, pero no había encontrado ni rastro de ella. Le dije que no con la cabeza.
Padre frunció el ceño.
—Deberías llevarla siempre.
Se metió la mano en el bolsillo, sacó la suya y me la entregó.
—¿Tiene pensao matarla?
—Deberías pronunciar bien: «pensado», no «pensao». Un chico listo no utiliza el lenguaje de esa manera.
—Lo siento, padre.
—El único momento en que deberías hablar de esa forma es cuando quieras que los que te rodean piensen que eres menos inteligente de lo que eres. A veces es mejor no parecer que eres el más listo. Hay personas que se sienten intimidadas por quienes tienen un intelecto superior. Si te haces el tonto para situarte a su nivel, te aceptarán. Hace que sea más fácil pasar desapercibido en la muchedumbre. Ahora bien, tampoco es necesario recurrir a las ficciones cuando estás a solas con tu viejo y con nuestra encantadora vecina. Si no puedes ser tú mismo con los amigos y la familia, pues ya me contarás, ¿no?
No pude sino estar de acuerdo.
—¿Tiene pensado matarla, padre?
Padre me cogió la navaja de la mano y sostuvo la hoja a la luz.
—Ésa es una excelente pregunta, campeón, pero no me corresponde a mí responderla. ¿Sabes? Es la señora Carter quien tiene todas las cartas de ese juego de azar en especial, y se las está guardando muy bien. Personalmente, yo preferiría no matarla. Preferiría que nos la quedáramos una temporada. Tengo entendido que a la señora Carter le va la marcha, y aún estoy por experimentar su virtud por mí mismo. —Le volvió a dar unos golpecitos en la pierna—. ¿Verdad que sí, Lisa? ¿No eres todo un rapto de placer?
La señora Carter tenía los ojos clavados en la hoja de la navaja. Resplandecía bajo los sesenta vatios que colgaban del techo.
Padre tenía la bolsa de papel en el suelo, a su lado, resbalando ligeramente sobre el cemento. Me volvió a dar la navaja.
—Ya eres mayor. ¿Qué te parece si haces tú los honores?
La señora Carter se retorció, pataleando y con los ojos muy abiertos. Gritó algo bajo la mordaza, pero fue imposible entenderlo. No tenía muy claro por qué padre la había amordazado. ¿No residía parte de la diversión en oír sus reacciones?
Padre tiró de la blusa blanca de la señora Carter para sacársela de los pantalones vaqueros.
—Quiero que le cortes esto para quitárselo. Es una lástima destrozar una prenda que está impecable, pero por desgracia no hay otra forma de hacerlo con ella así, atada al catre. Qué lástima que no se haya puesto una camisa abotonada.
La señora Carter agitaba la cabeza con verdadera furia, pero no tenía ni voz ni voto en cuanto a padre se refería. Le ofrecí mi sonrisa más tranquilizadora, deslicé la hoja a través de la tela de la blusa y di un pequeño tirón. El borde afilado cortó el algodón sin apenas esfuerzo, y seguí tirando. Rocé con los nudillos la suave piel de su vientre, y sentí que me sonrojaba. No era capaz de mirar a padre ni a la señora Carter por miedo a revelar la cascada de emociones que se me venía encima. Estoy seguro de que estaba caliente al tacto..., la temperatura me subía por momentos. Cuando le rocé el sujetador con el dorso de la mano, creí que iba a reventar. Obligué a la navaja a seguir adelante y corté hasta que la hoja apareció por el cuello de la blusa, que se dividió en dos. La señora Carter ya estaba llorando.
—Corta las mangas y los hombros también. Quita de en medio esta cosa molesta —me indicó padre.
Hice lo que me dijo, y la blusa no tardó en acabar tirada a mi lado en un montón de jirones. La señora Carter se puso más inquieta, con una respiración trabajosa a través de la mordaza. El pecho subía y bajaba con un apremio creciente. ¿Se desmayaría?
—¿No deberíamos quitarle esa mordaza?
Padre observó a la señora Carter por unos segundos antes de hacer un gesto negativo con la cabeza.
—Una persona que grita de miedo es una cosa, pero ¿una que grita de dolor? Eso es un animal completamente distinto. Y esto va a doler. Estoy absolutamente seguro de eso.
Cogió otro trozo de cuerda y le rodeó el torso por debajo de los pechos; después lo pasó por debajo del catre e hizo un nudo fuerte. Lo repitió otras cuatro veces hasta que se quedó sin cuerda.
Aquello no sirvió en absoluto para calmar a la señora Carter. Pataleaba contra las ligaduras y se sacudía en el catre con renovadas fuerzas. Padre le puso la mano, tan grande, sobre las rodillas y le obligó a bajarlas antes de atárselas también al catre con otro trozo de cuerda. Cuando terminó, la señora Carter no se podía mover.
—Será mejor que nos pongamos con ello. ¿Me puedes dar esa bolsa y la ensaladera?
Asentí y alargué el brazo hacia la bolsa. Pesaba. Lo que fuera que hubiese dentro alcanzaba un peso de un cuarto de kilo, no menos. Sentí que se deslizaba en el interior. Se había meado, también. El fondo de la bolsa estaba empapado de orina y apestaba a amoniaco calentito.
Padre me cogió la bolsa de la mano y se la puso a la señora Carter sobre el estómago. Ella respiró hondo y trató de incorporarse cuando la bolsa empapada le tocó la piel, pero la cuerda la sujetó con firmeza. Estiró el cuello lo suficiente para ver la bolsa, pero no pudo mantener una postura tan incómoda por mucho tiempo, antes de volver a caer.
Padre plegó la parte alta de la bolsa y dejó que entrara algo de aire, y enseguida la cubrió con la ensaladera de forma que quedó atrapada entre ésta y el estómago de la señora Carter.
Sacó un rollo de cinta adhesiva, cortó varias tiras y le pegó la ensaladera al torso. Era de plástico transparente, de forma que podíamos ver perfectamente lo que sucedía dentro.
Dio unos toquecitos en lo alto de la ensaladera.
—Este pequeñín es la típica rata de campo. Es un macho, y lo he cogido ahí mismo, aquí fuera, sin mayores problemas después de haberle dado un trocito de queso condimentado con cloroformo. Ya se le está empezando a pasar el efecto, y cuando se despierte va a estar muy enfadado y peleándose con un dolor de cabeza de los que hacen historia. A las ratas no les gustan los espacios cerrados, así que estoy bastante seguro de que va a querer salir de la ensaladera. Quizá se ponga a arañar el plástico, pero la superficie es demasiado lisa para que consiga un agarre sustancial. Una vez abandone esa vía, yo creo que se centrará en lo que tiene debajo, y ahí es donde comienza la auténtica diversión. Al contrario que en el plástico, esas garras afiladas y puntiagudas no tendrán el menor problema para abrirte ese torso tan tierno que tienes, y si mete el hocico en el asunto y empieza a morder... —Padre sonrió de oreja a oreja—. Bueno, digamos que unos dientes como ésos están hechos para devorar sustancias mucho más difíciles.
La señora Carter estaba retorciéndose de nuevo, y respirar se había convertido en una batalla para ella. Trataba de coger aire, pero no podía inhalar el suficiente por la nariz. Le caían los lagrimones por las mejillas. Tenía los ojos rojos e hinchados.
Me acerqué más. La rata estaba acurrucada en la bolsa, apenas se movía, aunque estaba claro que se le estaba pasando el efecto de la sustancia química. Cuando asomó la cabeza fuera de la bolsa, pegué tal respingo que casi se me caen los pantalones.
Padre se echó a reír.
—No te preocupes, campeón. No va a ir a por ti. Si sale de ahí, tendrá la barriga tan llena que volver a comer será lo último que se le pase por la cabecita.
—La señora Carter se va a desmayar.
Estoy seguro de que padre ya había considerado esa posibilidad, pero su expresión me decía lo contrario. Al principio pareció desconcertado y después frustrado.
—Tal vez estés en lo cierto, campeón. Supongo que esto podría ser un tanto abrumador. Pero ya casi hemos terminado. —Le pasó la mano por el pelo a la señora Carter—. Podrás aguantar unos minutillos más, ¿verdad que sí, Lisa? Eres lo bastante dura como para lograrlo, ¿no?
La mujer sacudió la cabeza, y fui incapaz de distinguir si había dicho que sí o si era un «no» de lo más vigoroso.
La rata trepó, salió de la bolsa y se cayó por el lateral antes de volver a colocarse sobre las patitas rosadas. No tenía equilibrio, estaba claramente grogui, pero iba poco a poco hallando el camino de regreso al mundo de los vivos. Al principio olisqueó la bolsa, después la ensaladera, después el ombligo de la señora Carter, donde hizo desaparecer el pequeño hocico antes de volver a asomarlo y olisquear el aire.
—Ahí va nuestro amiguito. —La rata trataba de escabullirse por el borde de la ensaladera—. Creo que mi hijo podría tener razón. Esa mordaza dificulta la respiración, así que te la voy a quitar para darte la oportunidad de recuperar el aliento. Quiero también hacerte una pregunta muy simple, una pregunta que puede poner fin a todo esto si eres sincera conmigo. ¿Te parecería bien?
Esta vez, la señora Carter asintió sin la menor duda.
Padre se lo pensó, se inclinó para acercarse a ella y le pegó los labios al oído.
—¿Se acostaba tu marido con mi mujer?
Sus palabras fueron apenas un susurro, prácticamente inaudibles desde donde yo me encontraba.
La señora Carter abrió mucho los ojos, sin apartar de él la mirada. Padre llevó la mano a la mordaza y le retiró el trapo de la boca. Ella escupió el trozo de tela masticado y cogió una bocanada de aire, como si hubiera estado sumergida durante horas.
—¡Quítame esa cosa de encima! —gritó ella.
Volvió a sacudirse, pero no consiguió nada. El torso no se le movió más de un par de centímetros antes de que las ataduras volvieran a tirar de ella hacia atrás. Estiró el cuello, pero no pudo levantar la cabeza lo suficiente para ver lo que estaba pasando.
Yo, sin embargo, sí que veía. Lo veía todo.
La rata estaba volviendo en sí con rapidez, se sacudía el sopor y recobraba la firmeza en las extremidades. Si las ratas podían sufrir ataques de ansiedad, seguro que a aquella maravilla peluda le esperaba uno en un futuro inmediato. Daba vueltas al borde de la ensaladera con el hociquillo nervioso metido en el espacio donde el plástico se encontraba con la piel de la señora Carter, se detenía cada cierto número de pasos para inspeccionar el plástico y luego reanudaba la búsqueda por el perímetro. La rata daba otra vuelta, y otra más, y cada vez que pasaba se ponía más frenética.
—Oh, vaya, yo creo que tiene claustrofobia. ¿Qué te parece a ti, campeón?
Asentí.
—¡Seguro que sí, padre! ¡Mire cómo va! ¡Se está enfadando!
—Ninguna de las criaturas del Señor disfruta con el cautiverio. Da igual que sea un gusano, un roedor o el más fuerte de los hombres. Tú encierra a una criatura viva en una jaula, y querrá salir de ella aunque le pongas los más deliciosos placeres y un lugar confortable para descansar. Este granujilla va a perforar a nuestra querida vecina con tal de alcanzar la libertad. ¿Te lo imaginas? Un agujero ahí en medio. Estoy convencido de que ni siquiera la matará, al menos durante un rato. Una vez vi a un hombre vivir tres días con una herida de escopeta que le atravesaba las tripas. Si la luz incidía de la forma apropiada, te juro que podías ver perfectamente a través. Por supuesto, este agujero será mucho más grande, así que tampoco espero que viva durante días, pero seguro que de veinte a treinta minutos no se los quita nadie. —Se estremeció—. ¿Te imaginas el dolor que debe de producir algo así? Un agujero del tamaño de un puño. —Levantó el puño y lo sostuvo sobre la señora Carter.
Ella tiró de las ataduras y pataleó lo poco que le permitía la cuerda, aunque con ello solo lograba poner más nerviosa a la rata.
—¡Por favor, quítamela! ¡Por favor! ¡Te diré lo que quieras!
Padre volvió a inclinarse hacia ella.
—La pregunta que te he hecho es bastante simple, aunque quizá con tanta excitación se te haya olvidado o no me hayas oído bien, así que te la voy a repetir: ¿se estaba acostando tu marido con mi mujer?
La señora Carter sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—¡No! ¡No, no, no!
Padre me guiñó un ojo.
—¿Tú qué crees, campeón? ¿Está siendo sincera con nosotros o nos está contando una mentirijilla?
—¡Ah! —gritó la señora Carter con los ojos desorbitados y la cara enrojecida.
Miré a la rata. Le había dado un leve mordisquito a la señora Carter en un pliegue del ombligo. No bastó para hacerle sangre, pero sí para que se le pusiera rojo y se hinchase, desde luego. La rata tenía la cabeza levantada y contraía el hocico; parecía estar catando su hallazgo como uno degustaría un buen vino.
Padre dio una palmada, y la criatura se volvió hacia él y se olvidó de su comida por unos instantes.
—Al muy granuja le está entrando hambre. Y le está apeteciendo la carne. ¡Eso es buena señal, desde luego! Seguro que sabes dulce..., con el punto justo de ternura y de sabor.
—¡Estás como una puta cabra! —le soltó la señora Carter. Volvía a boquear en busca de aire. Quitarle la mordaza había sido una buena decisión. Si padre se la hubiera dejado puesta, a estas alturas ya se habría desmayado—. Por favor, quítamela de encima —dijo con lágrimas que le caían por la cara—. Ya he respondido la puta pregunta; ahora quítamela.
—Esa boca, querida, esa boca.
—Haré lo que quieras. Te diré lo que quieras, pero por favor...
La rata le mordió justo un momento antes de que ella soltase el más horrible de los aullidos. Esta vez, el roedor no vaciló. Al contrario que con el primer mordisco, que no había sido más que una exploración, éste vino provocado por el hambre pura y dura. Padre tenía razón: el bichito le había cogido el gusto a la carne. Le arrancó un trocito de medio centímetro del abdomen. Yo miraba asombrado mientras la zona se puso primero rosada, después roja y a continuación se llenó de sangre.
—Oooh —canturreó padre—. Esto sí que es harina de otro costal.
La señora Carter se agarró a los costados del catre, con los dedos blancos de los tirones que daba del armazón. Tomó aire de golpe. Yo ya conocía la expresión «ojos desorbitados», pero hasta entonces no había visto lo que de verdad significaba. Y es que tenía los ojos realmente desorbitados, como si de verdad se le fuesen a salir de las cuencas.
Padre reparó entonces en el agua.
—Campeón, mira esto.
Inclinó el vaso y derramó unas gotitas minúsculas de agua sobre la ensaladera. Cayeron por el lateral y se encharcaron en la zona donde el plástico tocaba la piel. No había pasado ni un segundo cuando la rata percibió el líquido: saltó desde el lado contrario de la pequeña jaula y metió el hocico bajo el borde de la ensaladera. Sin embargo, no podía alcanzar el agua: padre había pegado —y bien pegado— con cinta aquella cúpula improvisada. Eso pareció frustrar a la rata, que se puso a escarbar con sus minúsculas garras produciendo cortes en el vientre a la señora Carter sin inmutarse ante los gritos que ésta daba. Y mira que gritó. Y yo que creía que el mordisco era malo, pero...
Padre me alborotó el pelo.
—¡Pero qué divertido! —Se volvió hacia la señora Carter—. Mira, Lisa, yo sé que ha estado yendo a tu casa, durante horas seguidas a veces, y cuando vuelve a casa apesta a sexo. Viene a casa con el hedor de la porquería del sexo, y me sonríe como si no pasara nada, como si no estuviera haciendo nada malo. Bueno, pues los dos sabemos que eso no es cierto, ¿verdad que lo sabemos? Yo creo que tú y yo sabemos lo que está pasando aquí. Cuando ella lo mató, no estaba intentando protegerte a ti, estaba intentando protegerse a sí misma. ¿Estoy en lo cierto?
No creo que la señora Carter le oyese. Cogía aire en bocanadas largas, y con cada una hacía unos ruidos húmedos, de sorbetones, al mezclarse el aire con las lágrimas y los mocos que le bloqueaban la garganta. Tenía la mirada fija en el techo; ya no nos veía ni a mí ni a padre, en absoluto.
—Creo que está en estado de shock —dije.
La rata había dejado de escarbar, pero ya había hecho un pequeño desastre. Además de los dos mordiscos, había numerosas, aunque no profundas, heridas. La zona alrededor del agua estaba cubierta de arañazos, como si alguien hubiese cogido una cuchilla muy afilada y hubiese hecho unos cortes finos.
Padre arrancó la cinta adhesiva, apartó la ensaladera de un mamporro y la lanzó por los aires con la rata, al otro extremo del sótano.
—Maldito roedor..., demasiado lejos... —masculló, agarró el vaso de agua y le vertió el contenido en la cara a la señora Carter.
Ésta dejó de jadear, nos fulminó a los dos con la mirada y se puso a chillar.
Padre le dio una bofetada, con la mano abierta, que le dejó una marca roja en la cara. La señora Carter se calló, con el cuerpo sacudido por violentos espasmos.
—Ah, venga ya, mujer, que tampoco ha sido para tanto. —Le dio unos toquecitos en la herida con la bolsa de papel—. ¿Lo ves? Un simple arañazo. Nada del otro mundo. —Volvió a inclinarse hacia ella, acercando los labios a su oído—. Si quisiera hacerte daño, me refiero a hacerte daño de verdad, podría hacer cosas mucho peores. Una vez utilicé la navaja con los dedos de la mano de un hombre, y los despellejé hasta el hueso. Primero corté hacia abajo por el centro, y después comencé a cortar pequeñas tiras. Tardé casi una hora en terminar con el primero. En apenas unos minutos ya estaba casi en estado de shock, así que le puse una inyección de adrenalina. Eso no sólo lo despertó de golpe, sino que amplificó el dolor. —Estiró el brazo y le acarició el dorso de la mano a la señora Carter. Ella pegó un tirón para apartarla, tensó las esposas—. ¿Sabías que tenemos veintisiete huesos en la mano? Unos grandes, otros pequeños, pero todos se rompen. No estoy seguro de si el hombre podía sentir mucho llegados a ese punto, ya que le había arrancado la mayor parte de la piel, el tejido y los tendones, pero te aseguro que gritó. Seguro que si te lo hiciera a ti, si te desollase los dedos de uno en uno, me dirías la verdad rápidamente, ¿no te parece? —Le recorrió el dorso de la mano y le rodeó la muñeca antes de agarrarla con fuerza—. Seguro que si cortase lo justo, si empezase aquí, rodease la rama dorsal justo por aquí, en el nervio cubital, te podría quitar la piel como si fuera un guante húmedo. Tendría que tener cuidado de no pincharte la vena, pero me veo capaz de hacerlo. —Se volvió hacia mí—. ¿Qué te parece a ti, campeón? ¿Deberíamos probar?
La imagen me surgió en la cabeza.
Padre presionó con la palma de la mano la herida del abdomen de la señora Carter, y esta vez no gritó. Tan en blanco se le pusieron los ojos que le desaparecieron las pupilas, y la cabeza se le cayó a un lado.
—¿Está muerta?
Padre la tocó en un lado del cuello.
—No, se ha desmayado. Supongo que tenía que pasar. —Se levantó y se dirigió a la escalera—. Puedes desatarla, pero déjale puestas las esposas. Después, sube y échate un sueñecito. Ha sido una noche muy larga. Yo tengo que mantener una charla con tu madre.
—¿Qué pasa con la rata? —le pregunté cuando se marchaba.
Sin embargo, ya se había ido, y yo me quedé a solas con nuestra invitada.