Le apliqué un trapo húmedo y frío en las heridas a la señora Carter. No parecían tan serias como me había esperado. Nada que no se pudiera apañar con un poco de pomada antibiótica Neosporin y una tirita. Por desgracia, no tenía ninguna de las dos cosas, así que el trapo húmedo tendría que valer.
Pensé que se despertaría, pero después de veinte minutos seguía profundamente dormida. Estaba convencido de que eso era todo lo que tenía: sueño. El shock no es más que un mecanismo de defensa del cuerpo: cuando la cosa se pone horripilante, apaga el interruptor para compensarlo. Combinemos eso con las enormes cantidades de adrenalina que ha liberado la médula justo antes, provocando una sobrecarga en el metabolismo, y tenemos la receta perfecta para un bloqueo de los buenos.
Descansaría, y después se despertaría.
Encontré una manta sobre la lavadora, tapé con ella el cuerpo menudo de la mujer y me subí al piso de arriba.
Padre estaba inconsciente en el sofá, con una botella de bourbon vacía y tirada en el suelo a su lado. Pasé por delante sigilosamente para evitar el más leve crujido de las tablillas del parqué, me metí en mi cuarto y cerré la puerta.
Me quedé allí de pie, con la frente apoyada en la puerta y los ojos cerrados. En mi vida me había sentido tan cansado.
—¿Le has contado lo de la foto?
Me di la vuelta y vi a madre de pie en el rincón, con los rasgos de la cara ocultos por la penumbra; su cuerpo era una mera silueta en la oscuridad.
—¿Le has contado lo de la foto? —volvió a preguntar con una voz grave y arenosa.
—No —respondí, y mi voz sonó mucho más apocada de lo que pretendía—. Todavía no —añadí en un intento de sonar más fuerte de lo que me sentía.
Se me acercó, y me di cuenta de que tenía un cuchillo, uno de los grandes del cuchillero de madera maciza de la cocina. A mí no me dejaban jugar con ellos.
—¿Qué le ha contado ella a tu padre? —La luz de la luna brilló en la hoja, que resplandecía conforme ella giraba el cuchillo en la mano—. ¿Lo sabe tu padre?
Lo negué con la cabeza.
—Cree que usted se estaba acostando con el señor Carter.
No estoy seguro de dónde aprendí a usar el término acostarse en ese sentido, y, aunque estaba seguro de haberlo utilizado de manera apropiada, me resultó curioso oírlo en mis labios.
—Padre ha sido... persuasivo, pero ella no se lo ha dicho.
—¿Qué es lo que ha hecho?
Se lo conté, pero omití el hecho de que todavía había una rata correteando por nuestro sótano. ¿Las ratas pueden subir escaleras?
—Y tú tampoco se lo vas a contar, ¿verdad? Será nuestro pequeño secreto, ¿no?
Ante aquello no dije nada.
Madre levantó el cuchillo y se situó a la luz de la luna. Tenía los ojos rojos e hinchados. ¿Había estado llorando?
—Si no se lo cuentas, te dejaré que le hagas cosas a la señora Carter. Cosas íntimas. Cosas con las que los niños de tu edad sólo sueñan. ¿Te gustaría eso?
De nuevo, no dije nada. Tenía los ojos clavados en el cuchillo.
—Sabes lo que me hará tu padre si lo averigua, ¿verdad? Sabes lo que le hará a la señora Carter, ¿no? No querrás ser responsable de eso, ¿verdad que no?
—No puedo mentir, madre. —Aquellas palabras salieron de mis labios mucho antes de que pudiera darme cuenta de que las había pronunciado, antes de que me diese cuenta de mi error.
Madre se lanzó hacia mí con el cuchillo en alto y se detuvo a escasos centímetros de mi cara.
—No se lo vas a contar, o te destriparé como a un puto cerdo mientras duermes. ¿Me entiendes? Te sacaré los ojos con una cucharilla de café y te los meteré por esa boquita hasta que te los tragues enteros, como dos uvas maduras recién cortadas de la vid.
Tenía el cuchillo tan cerca de la punta de la nariz que lo veía doble.
Madre jamás me había puesto la mano encima.
Nunca me había hecho daño.
Pero ahora la creía.
Me creí hasta la última palabra.
Prosiguió entre susurros, y, aun así, sonaba demasiado alto.
—Si le cuentas algo, lo que sea, yo le diré que tú también estabas allí. Muchas veces. Y le contaré que te quedabas ahí, en el rincón, con tu cosita fuera como un mono en el zoo, babeando por tu amada señora Carter. Le contaré que has espiado a tu propia madre por la ventana de su cuarto en los momentos más íntimos. Deberías estar avergonzado de tu comportamiento, niño infame y deplorable.
No tenía ninguna intención de dejarle que me intimidase. Esta vez no.
—¿Quién sacó la foto, madre?
—¿Qué?
—Creo que me ha oído. ¿Quién sacó la foto? ¿Fue el señor Carter? ¿Acaso padre está en lo cierto? ¿Había algo entre ustedes dos antes del día de ayer? ¿Por eso la siguió él con tanta facilidad?
La mano que sostenía el cuchillo temblaba conforme aumentaba su furia. Sabía que la estaba presionando, sabía que debía dejarlo, pero no podía.
—Alguien tuvo que manejar la cámara, y apostaría a que fue el señor Carter. ¿Por eso lo mató usted, madre? No lo atrajo hasta aquí para proteger a la señora Carter. Tan sólo quería cubrir su propio rastro. Padre descubrirá la verdad..., será mejor que se prepare para eso. Sabe que no parará hasta que tenga todas las respuestas. Se supone que debía serle fiel, madre: eso es lo que hacen los matrimonios, y no andar por ahí haciendo quién sabe qué con quién sabe quién.
Madre tenía la cara arrebatada.
—No pronuncies el mal, hijo.
—No hagas el mal, madre —repliqué—. Todos hemos quebrantado normas esta noche.
Le dio la vuelta al cuchillo y lo dejó caer. La hoja no me alcanzó el pie por menos de un par de centímetros y se hundió en el suelo de madera; acto seguido, madre abrió la puerta de mi cuarto y salió airada al pasillo, camino de su habitación. Padre seguía inmóvil en el sofá, ajeno a todo aquello, roncando profundamente.
Desclavé el cuchillo del suelo, cerré la puerta de mi cuarto y encajé bajo el pomo la silla del escritorio para bloquearla. La puerta tenía un pestillo, pero padre ya me había enseñado a abrirlo desde fuera cuando tenía cinco años, y estaba seguro de que aquella cerradura típica de puertas de interior tampoco iba a frenar a madre, ya que habría recibido las mismas clases que yo. Cerré y apestillé también las ventanas. Hacía una noche sofocante, pero no tenía otra opción. Veía a madre en mi imaginación, trepando por allí y llegando hasta mi cama, con una cuchara en una mano y el cuchillo en la otra. «Buenos días, campeón —la oí decir antes de que me metiese de golpe la cuchara en la cuenca del ojo, me hundiese la hoja del cuchillo en el abdomen y la retorciese—. Tenemos lo que más te gusta.»
Me sacudí aquel pensamiento, tiré de la sábana y la almohada de la cama y me las llevé al armario allí me acurruqué en el suelo entre zapatillas deportivas, el balón de fútbol y ese tipo de cosas que tienen los jóvenes.
No quería dormir, pero sabía que debía hacerlo. Aquello estaba lejos de haber terminado, y tenía que descansar.
No pude dormir con los ojos abiertos, pero desde luego que lo intenté, y unos oscuros sueños dieron conmigo mientras miraba inexpresivo y sin pestañear la puerta de mi cuarto, esperando a que regresara el monstruo, esperándolo con el cuchillo de carnicero bien agarrado.