—Puedes preguntarme, ¿sabes?
Watson se volvió hacia Porter y, acto seguido, miró de nuevo al frente, hacia la calzada.
—Me imaginaba que si quería hablar, lo haría. No tiene que hacerlo. —Se contuvo durante un momento largo y prosiguió vacilante—: Me han contado cosas sueltas, principalmente Nash. Pensaba decirle cuánto lo siento, pero no ha surgido la oportunidad apropiada. Lo siento.
—¿Sientes no haber llegado a decírmelo o sientes que mi mujer haya muerto?
Watson palideció.
—Yo sólo...
Porter dejó caer los hombros de golpe, mientras hacía un gesto negativo con la cabeza.
—No, espera..., eso ha sonado muy mal. Estoy con los nervios a flor de piel. Me han estado presionando para que vaya a un loquero, y sé que debería ir, sé que lo necesito, pero hasta el último hueso de mi cuerpo se resiste. Es como cuando eras niño y tus padres te decían que hicieras algo, y tú hacías lo contrario porque no querías hacer lo que fuera que te hubiesen pedido, aunque fuese lo correcto. Es la mula terca que llevo dentro.
Watson le hizo un leve gesto de asentimiento. Jugueteaba con la bolsa de pruebas en las manos, y el reloj de bolsillo iba dentro entre traqueteos.
—Nash me contó que le dispararon.
Porter afirmó una vez con la cabeza.
—Siempre tomábamos un café por la mañana antes de irnos a trabajar. Aquella noche nos habíamos quedado sin leche, así que bajó a la tienda a por un cartón para tener algo al día siguiente. Yo me había quedado dormido viendo la tele en el dormitorio. No la oí marcharse. Lo más probable es que no quisiera despertarme. Me levanté y me encontré una nota en su almohada en la que me decía adónde había ido. Apenas eran las once y media de la noche, y como había estado dormido, no estaba seguro de si se había marchado hacía cinco minutos o dos horas; yo me había tirado tres horas fuera de combate. Es lo que te hace este trabajo: vas corriendo de aquí para allá, y cuando por fin tienes la oportunidad de respirar, te sobreviene el sueño y caes. En fin, me levanté y fui al salón a leer un libro, con la idea de esperarla despierto. Pasaron otros veinte minutos, y empecé a ponerme nervioso. Solemos ir a la tiendecita del barrio, que está a una manzana, cinco minutos de ida y cinco de vuelta, como mucho, quizá otros cinco en la tienda o algo por el estilo. Ya debería haber vuelto. Intenté llamarla al móvil, y me salió el buzón de voz. Diez minutos después decidí bajar a buscarla.
Hizo una pausa con la mirada fija en la calzada.
—Vi las luces. En cuanto doblé la esquina que da a Winston, vi las luces y lo supe. Supe que era mi Heather. Eché a correr. Al llegar a la tienda, el edificio entero estaba acordonado. Había una docena de coches patrulla bloqueando la calle. Pasé por debajo del precinto, me dirigí hacia la puerta y uno de los agentes de uniforme me debió de reconocer, porque recuerdo haber oído mi nombre. Entonces me agarró alguien del brazo, y después otro más, y otro... Me parece un mal sueño, más que algo que de verdad sucedió.
—Se encontraría en estado de shock, probablemente.
Porter asintió.
—Probablemente.
—Un atraco.
—Sí, claro. Un chaval. Según Tareq, el cajero del turno de noche, Heather estaba al fondo de la tienda cuando entró el pandillero y le puso a él una pistola en la cara. Hace ya cuatro años que conozco a Tareq. Un buen tío, veintimuchos, con mujer y dos hijos en su país. Bueno, Tareq dijo que el chaval le apuntó con el arma y le pidió que vaciara la caja. A Tareq ya le habían atracado antes, y no se le ocurriría plantar cara, así que empezó a meter en una bolsa el dinero que había en la caja registradora, que calculó que serían unos trescientos dólares más las monedas. Según Tareq, el chaval temblaba mucho, y ya se sabe que ése es el peor tipo de atracador. Los tranquilos se lo toman casi como una transacción de negocios: todo el mundo interpreta su papel y todo el mundo sale de allí. Los nerviosos, sin embargo, ésos son otra historia. Tareq dijo que apenas era capaz de sujetar recta la pistola, y que desde luego pensó que se le iba a disparar. Y eso fue lo que hizo, exactamente, sólo que no disparó a Tareq, sino a la mujer que vio con el rabillo del ojo, la mujer a la que no había visto cuando entró en la tienda. Y ella le asustó. El chaval se dio la vuelta y apretó el gatillo. La bala alcanzó a Heather por debajo del pectoral derecho y justo le atravesó la arteria subclavia, orificio de entrada y de salida.
Watson bajó la cabeza y se quedó mirándose las manos.
—Se desangraría con rapidez. Nada que hacer.
Porter sorbió con la nariz y dio un giro pronunciado a la izquierda, hacia Roosevelt.
—El que le disparó huyó de allí y no se llevó el dinero. Tareq llamó a emergencias e intentó detener la hemorragia, pero, tal y como has dicho..., nada que hacer.
—Cuánto lo siento.
—¿Sabes qué fue lo que me dejó helado? Aquella noche, cuando iba hacia casa, me acordé de que casi nos habíamos quedado sin leche. Iba a parar a comprarla, pero la tienda parecía llena cuando me acerqué, así que lo dejé y pensé que ya volvería un poco más tarde. ¿Te lo puedes creer? Perdí a... por ser un maldito vago de mierda incapaz de tirarse unos minutos haciendo cola.
—No puede pensar así.
—La verdad es que no sé muy bien qué pensar ahora mismo. No sé qué se supone que he de hacer. No creo que hubiera podido quedarme sentado en ese apartamento un solo día más, con los vecinos mirándome por los pasillos y todo el mundo tratándome con guante de seda. Nada va como debería. Ni siquiera esto. —Hizo un gesto con la mano entre ellos dos—. Me he imaginado que contigo sería más fácil que con Nash o con Clair, pero no hay diferencia. Una parte de mí quiere hablar de esto con alguien que no la conozca... —carraspeó—, que no la conocía. Otra parte de mí no quiere hablar de ello en absoluto, y el resto de mi ser no tiene la menor idea de lo que debería estar haciendo. Trabajando en Homicidios, son muchas las familias a las que he tenido que comunicar la muerte de un ser querido. Acabé anestesiado, indiferente. Son veintitrés años contándoselo a la gente, dándoles la noticia. Ese tipo de dolor se convirtió en algo sistemático en mí. ¿Me creerías si te dijera que tengo dos o tres discursos aprendidos de memoria? Uno para cada situación. Nash y yo solemos tirar una moneda al aire: al perdedor le toca dar el discurso del muerto. Yo les cuento lo que ha pasado, les explico eso de que su ser querido está ahora en un lugar mejor, que ellos deberían seguir adelante y dejar atrás su particular tragedia, que el tiempo lo cura todo... Ahora todo eso me parece una chorrada como un piano. Cuando perdí... perdí a Heather... Jesús, ni siquiera puedo decirlo en voz alta sin ahogarme. Y ella no querría que me ahogase. Ella querría que me concentrase en todos los buenos recuerdos y me olvidase de estas últimas semanas, que no permitiese que acabaran marcando la relación que tuvimos. Pero no puedo hacer eso. Quiero hacerlo, cada vez que veo algo suyo: el libro que estaba leyendo y que nunca terminará, el cepillo de dientes que no volverá a usar, su ropa sucia, su correo. Jugábamos al Scrabble una vez a la semana, y la última partida sigue ahí, en el tablero; no me veo capaz de retirarla. No dejo de mirar sus fichas y preguntarme cuál habría sido su siguiente palabra. Me despierto en plena noche, alargo el brazo hacia su lado de la cama y sólo me encuentro las sábanas frías.
Volvió a reducir de marcha y rodeó un taxi que frenaba para girar a la derecha, después pegó un volantazo a la izquierda para evitar a un monovolumen que salía de un Burger King.
—Quizá deberíamos poner la sirena —sugirió Watson—. O puedo conducir yo, si quiere.
Porter se secó el ojo con la manga de la camisa.
—No, estoy bien. Voy a estar perfectamente. Supongo que debería haberte avisado antes de que te subieras al coche. Todo esto tendría que estar saliendo en una sesión de terapia, no con un novato del Laboratorio de Criminalística. No firmaste para esto.
—Tiene que hablar con alguien. Así es como nos recuperamos. Seguir reprimiéndolo no es sano. Crecerá en su interior como un cáncer si se lo guarda ahí dentro.
Porter se carcajeó.
—Ahora suenas como un loquero. Ésa podría ser la perorata más larga que te he oído encadenar desde que nos conocemos.
—Es posible que Psicología sea uno de mis títulos universitarios —dijo Watson avergonzado.
—¿Lo dices en serio? Espera, ¿uno de tus títulos?
El chico asintió.
—Ahora mismo estoy trabajando en el tercero.
Porter cruzó volando un semáforo en ámbar y viró de forma brusca para esquivar un Volkswagen Escarabajo que se incorporaba al tráfico.
Watson tenía los nudillos blancos cuando Porter metió tercera en el Charger, giró a mano derecha desde el último carril a la izquierda y casi impactó contra un Buick rojo.
—Creo que debería conducir yo. El capitán quería que lo hiciese.
—Ya casi estamos.
—Ni siquiera estoy seguro de que esto sea lo mejor para usted.
—No ir no era una opción. Si es él, tengo que verlo.
Giraron por la avenida Cincuenta y patinaron hasta detenerse delante de la comisaría. Porter maniobró para meter el Charger en una plaza de minusválidos y dejó su acreditación de policía en el salpicadero. Metió la mano hacia la funda sobaquera, sacó la Beretta y la deslizó debajo del asiento. Se fijó en el reloj, en manos de Watson.
—¿Dónde has dicho que estaba la tienda de tu tío?
—Se llama Antigüedades y Colecciones El Tiempo Perdido, en Belmont Oeste.
—Deja que lo lleve yo —dijo Porter—. No quiero perder de vista una prueba.
Watson le entregó el reloj, y Porter se lo metió en el bolsillo.
—¿Está seguro de que esto es una buena idea? —preguntó Watson.
—Creo que es una idea horrible, pero tengo que ver a ese chaval.