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Porter
Día 2 – 16:40

 

 

 

El teléfono de la mesilla que había junto a la cama de hospital de Porter cobró vida, y sonó tan alto que dio un respingo. Se le quejó la pierna del dolor. Hizo una mueca, se llevó la mano a los puntos que tenía tan recientes en el muslo y a continuación estiró el brazo para descolgarlo.

—¿Diga?

—¿Cómo se encuentra, Sam? —‌le preguntó el hombre que antes era Paul Watson y ahora era Anson Bishop. Había en su voz una extraña confianza que antes no tenía. Porter supo que era él de verdad, que el personaje de Watson no había sido más que una fachada.

—Me encuentro como si alguien hubiera intentado matarme —‌respondió Porter, y la mano se volvió a ir de manera inconsciente hacia la herida de la pierna.

—No he intentado matarle, Sam. Si lo hubiera hecho, estaría usted muerto. ¿Por qué iba yo a querer matar a mi jugador preferido de la partida?

La mirada de Porter buscó su móvil por la bandeja del hospital y la mesilla de noche, y entonces recordó que Bishop le había pegado un pisotón y lo había hecho pedazos en su apartamento. Si pudiese llamar a la comisaría, iniciarían un rastreo.

—Estoy en uno de prepago, Sam, uno de esos desechables baratos que puedes comprar en la tienda de la esquina. Lo activé hace más de un mes con una tarjeta regalo que pagué en metálico. Imagino que sería capaz de rastrear la llamada si lo intentase, pero ¿para qué? Dentro de unos minutos, el móvil bajará flotando por el río Chicago con el resto de la basura, y yo estaré a kilómetros de aquí.

—¿Dónde está Emory?

—Dónde está Emory.

—¿Está viva?

Sin respuesta.

Porter se obligó a incorporarse en la cama sin hacer caso del dolor.

—No es necesario que le hagas daño. Basta con que nos cuentes lo que tienes sobre Talbot, y nosotros lo encerraremos. Te doy mi palabra.

Bishop reprimió una carcajada.

—Estoy seguro de que lo haría, Sam. De verdad que lo creo. Pero ambos sabemos que no es así como se juega a esto, ¿verdad?

—No tiene que morir nadie más.

—Desde luego que tiene que morir alguien más. ¿Si no, cómo aprenderían?

—Si la matas, estarás haciendo el mal, Bishop. Eso hace que tú no seas mejor que todos ellos —‌dijo Porter.

—Talbot es escoria, una infección verdosa y supurante en este mundo, algo que hay que extirpar y tirar antes de que destruya el tejido circundante.

—¿Y por qué hacerle daño a Emory, entonces? ¿Por qué no matarlo sólo a él?

Bishop suspiró.

—Hay que sacrificar a los peones para que caiga el rey.

—Esto no es un juego.

—Todo es un juego, Sam. Todos somos jugadores sobre el tablero. ¿Es que no ha aprendido nada con mi diario? Creí que el psicólogo barato que hay en usted ya habría juntado todas las piezas a estas alturas. Hace mucho tiempo que aprendí que para castigar mejor a un padre por sus pecados, hay que hacerle sufrir el dolor de su hijo. Alguien como Talbot ya se esperaba tener que pagar por sus delitos en algún momento: se ha preparado mentalmente. Está aguardando a que llegue el día. Si lo mete en una celda, no aprenderá, no evolucionará, no se reformará. Cumplirá su condena, saldrá y hará algo peor. Ahora bien, ¿y si se lleva usted a la hija de ese hombre a modo de castigo por cuanto ha hecho? Bueno, eso es harina de otro costal. Maldecirá sus actos durante todos y cada uno de los instantes de vigilia del resto de sus días. Ni una sola hora pasará en la que no sea consciente de que su hija murió por los pecados de su padre.

—Emory es inocente —‌dijo Porter.

—Es muy valiente. Ya le he contado que su sacrificio traerá un cambio a mejor. Le he explicado que ha sido su padre quien ha hecho que todo esto recayese sobre ellos dos, y creo que lo entiende.

Hablaba de ella en presente. ¿Seguiría viva?

—Y le insto a usted a tratar de entenderlo también. Es importante para mí que lo entienda. Junte todo lo que le he dado. Resuélvalo. Tiene la respuesta en la palma de la mano, o, más bien, la tuvo.

—Dijiste que todo cuanto necesitaba lo encontraría en el diario.

Bishop soltó un suspiro.

—¿Fue eso lo que dije?

Porter pasó el pulgar por las páginas del librillo.

—Ya casi he terminado.

—En efecto, Sam. Casi ha terminado. —‌Respiró hondo y soltó el aire despacio—. Imagino que sus amigos estarán ya en mi apartamento. Quizá eso arroje algo de luz, ¿no?

—Bishop, ¿dónde está Emory?

—Es elemental, justo como me habría dicho usted ayer mismo. Qué lástima que tuviéramos que interrumpir la farsa. Qué bien me lo estaba pasando jugando a los detectives con usted y sus amigos. También echo de menos a mis colegas del Laboratorio de Criminalística.

—¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué te hiciste pasar por un técnico de criminalística? ¿Por qué convenciste a Kittner de que se suicidara? ¿Qué sentido tenía?

Bishop se volvió a reír.

—Eso digo yo, por qué. —‌Hizo una breve pausa—. Supongo que sentía curiosidad por usted, Sam. Me ha estado persiguiendo durante más de cinco años ya, en este jueguecito nuestro del gato y el ratón. Deseaba comprenderle mejor. Padre me dijo una vez: «Más vale malo conocido». Tenía que conocerle. Tampoco le voy a mentir: el desafío también me intrigaba. Es bueno ponerse retos, ¿no le parece?

—Lo que me parece es que estás como una puta cabra —‌respondió Porter.

—Calma, calma, que tampoco es necesario el lenguaje malsonante. Haga caso de las lecciones de mi padre. Pronunciar el mal sólo conduce a males mayores, y ya hay mucho mal en el mundo.

—Suéltala, Bishop. Lárgate. Acaba con esto.

Bishop carraspeó.

—Tengo unas cuantas cajas para usted, Sam. Cajas nuevas. Pero me temo que no me va a dar tiempo de enviárselas por correo. No le importará que se las deje a usted sin más, ¿verdad? En algún sitio donde las pueda encontrar.

—¿Dónde está la chica? —‌le volvió a preguntar Porter.

—Quizá se las haya dejado ya. Tal vez debería hablar con Clair y Nash.

—Si le haces daño, te mataré —‌gruñó Porter.

—Tictac, Sam. Tictac.

Clic.

Se cortó la línea.

Porter se quedó sujetando el auricular un instante, escuchando el sonido de su propia respiración por el minúsculo altavoz. Devolvió el auricular a su sitio.

Tictac.

Bishop estaba jugando de nuevo.

Porter se levantó de la cama, moviéndose despacio con la mano sobre la herida. Los puntos le tiraban de la piel, pero aguantaban en su sitio. Cruzó la habitación hasta el armario y retiró la bolsa de plástico que contenía sus zapatos. Ni rastro de su ropa. Le habían cortado los pantalones; lo más seguro es que estuvieran en un contenedor con su camisa.

Mierda.

Abrió los cajones hasta que dio con un conjunto de quirófano y se lo puso: un poco justo, pero tendría que apañarse. Llevó la mano a los zapatos y se detuvo al reparar en el trozo de plástico que asomaba de dentro: la bolsita de pruebas que contenía el reloj de bolsillo.

Relucía bajo la luz de los fluorescentes.

Le dio un vuelco el corazón y se le hizo un nudo en la garganta.

¿Podría ser tan simple?