Creo que sentí la bala antes de oír la detonación del arma. El proyectil me pasó silbando junto a la cabeza, impactó con un ruido seco en el marco de la puerta, a unos quince centímetros a mi derecha, y lanzó por los aires unas pequeñas astillas de madera. Una de ellas me dio en la mejilla y me hizo un corte. Antes de poder alzar la mano para evaluar los daños, padre se tiró contra mi espalda y me empujó hacia delante. Perdí el equilibrio, salí despedido por los suelos y me deslicé hasta el lateral del sofá. Me di la vuelta para encontrarme a madre allí agachada. Su mirada demencial iba de mí a la puerta y volvía de nuevo. A mi espalda, padre le dio una patada a la puerta y la cerró de golpe.
Padre estaba en el suelo. Vi que levantaba la mano y echaba el cerrojo antes de volver a hundirse.
—¡Te han dado! —chilló madre.
Le dije que no con la cabeza.
—No, madre, sólo ha sido una astilla, nada importante. Estoy bien.
Tardé un momento en darme cuenta de que no me hablaba a mí. Seguí la dirección de su mirada hacia mi padre. Éste tenía la mano izquierda presionando el hombro derecho. Entre los dedos le asomaba una mancha roja cada vez más grande.
Madre se levantó y fue hacia él.
—Sigue agachada —dijo padre.
Se arrodilló junto a él.
—Déjame ver.
—Me ha rozado. No creo que sea nada serio.
Madre le desabrochó la camisa y examinó la herida.
—Tráeme el botiquín y una toalla húmeda, y mantén la cabeza baja —me ordenó.
Fui arrastrando los pies hasta la cocina y cogí la cajita roja de debajo del fregadero. Teníamos botiquines idénticos en cada habitación, y también en el cuarto de baño. Madre solía usar conmigo éste en particular, cuando me despellejaba una rodilla o me arreaba un golpe en un codo, lo que sucedía con bastante frecuencia, y me pregunté si no estaría medio vacío. Pensé en ir a buscar uno de los otros, pero decidí que era mejor llevarle éste a madre y volver a por más en caso de que fuera necesario. Encontré una toalla limpia en un cajón junto al fregadero y la metí debajo del grifo para empaparla bien; acto seguido volví corriendo al salón.
El sudor le brillaba a padre en la frente. No recordaba la última vez que le había visto sudar.
Madre cogió el botiquín, abrió el cierre con una mano y sacó el bote del alcohol. Limpió el exceso de sangre con la toalla y vertió el alcohol sobre el tejido desgarrado. Padre cogió aire con un fuerte siseo.
La bala no le había perforado, sino que le había hecho un rasguño y había dejado un surco rojo a su paso. Me incliné hacia él para verlo mejor, y madre me apartó de un manotazo.
—Me quitas la luz.
—Lo siento, madre.
Volvió a darle unos toquecitos al arañazo y cogió un rollo de gasa con la mano libre. Un minuto después tenía ya cubierta la herida. El vendaje se puso de color rosa, pero ya sangraba menos. Padre se pondría bien.
Miró a madre y le sonrió.
—Gracias.
Madre asintió, volvió a dejar el alcohol y la gasa en el botiquín y lo deslizó para quitarlo de en medio.
—¿Y ahora qué?
—Ahora acabemos con esto.