75

Diario

 

 

 

—Ve a buscar a Lisa y tráetela para arriba —‌le indicó padre a madre.

Ella asintió y desapareció en la cocina. Oí el chirrido de la puerta del sótano y el sonido de sus pasos conforme bajaba.

Padre se volvió hacia mí.

—Campeón, ve a la cocina y saca el puchero de la sopa de tu madre. ¿Sabes a cuál me refiero? ¿Ese grande que tiene la tapa de cristal?

Asentí.

—Echa en el puchero un par de centímetros de aceite y ponlo a calentar, a toda potencia. ¿Crees que podrás hacerlo?

Volví a asentir.

—Muy bien, ahora date prisa.

Corrí a la cocina, saqué el puchero de la sopa de uno de los armarios de abajo y lo coloqué sobre el fogón. Encontré el aceite en un armario junto a la cocina, casi cuatro litros. Desenrosqué el tapón, vertí cerca de un litro en el puchero y giré el mando del fogón hasta el máximo. No pasó nada. Un segundo después olí a gas.

—Menuda pamplina —‌dije a nadie en particular, y saqué la caja de cerillas del cajón de al lado de la cocina.

Era como si la llamita piloto se apagara siempre; seguro que madre gastaba una caja entera de cerillas a la semana. Me froté una contra los vaqueros, la vi encenderse y llevé la llama bajo el puchero. El gas prendió con un puf, y unas llamas azuladas acariciaron el fondo del metal. Me metí la caja de cerillas en el bolsillo, regresé al salón y le hice a padre un gesto con el pulgar hacia arriba.

Él asintió.

Otro golpe en la puerta.

—Qué silencio tan horrible hay ahí dentro. ¿Va todo bien? Quedan cuatro minutos por mi reloj.

—¡Simon Carter está muerto! —‌gritó padre en respuesta.

Por un instante, no hubo más que silencio al otro lado de la puerta.

—¿Qué pasó?

—Los desgraciados a veces sufren desgracias.

—Ya lo creo —‌respondió el señor Desconocido—. Tampoco es que le tuviera mucho aprecio. ¿Y su parienta?

Madre y la señora Carter aparecieron en el salón. Madre le había echado una toalla por los hombros a la mujer para tratar de taparle el pecho descubierto. Llevaba las manos esposadas por delante. No pude evitar sonrojarme al verla. Aun después de haberse pasado días en el sótano, rodeada de su propia porquería, seguía pareciendo guapa. La punta del cuchillo de madre le presionaba sobre la piel desnuda un par de centímetros por debajo de la caja torácica,

Padre la miró y volvió a centrar su atención en el hombre que teníamos en el porche.

—Ha sido nuestra invitada durante los últimos días, aunque me temo que ha abusado de nuestra hospitalidad. No tengo el menor inconveniente en enviársela ahí fuera, siempre y cuando la suba a ese coche tan bonito que tiene y regrese a la ciudad. Mi familia y yo no tenemos nada que ver con esto y sólo queremos que nos dejen en paz. Márchese de manera pacífica, y no veo razón para que ninguno de nosotros mencione esto a nadie, nunca. Usted obtiene lo que quiere, nosotros conseguimos lo que queremos, todos salimos ganando.

—¿No me diga?

La señora Carter hacía un insistente gesto negativo con la cabeza.

—Entrégame a esos hombres y nos matarán a todos, incluido tu hijo. No son del tipo de gente que deja cabos sueltos. No se puede confiar en ellos.

—¡Tres minutos! —‌gritó el señor Desconocido.

—Ella no sabe nada sobre los documentos que han desaparecido. Fuera lo que fuese lo que estaba tramando su marido, no compartió con ella los detalles —‌le explicó padre.

—¿Y se supone que me lo tengo que creer?

—Es la verdad —‌dijo la señora Carter bien alto.

—¿Estás ahí dentro, Lisa? —‌le preguntó el señor Desconocido—. ¿Le has prometido parte del dinero a esta buena gente si cuidan de ti? ¿Es eso? ¿Por qué no sales para que podamos arreglar las cosas charlando? Me estoy quedando afónico de tanto gritar a través de la puerta.

Padre se volvió hacia la puerta.

—Como ya le he dicho, no tengo inconveniente en entregársela. Me da igual lo que le hagan mientras nos dejen a nosotros al margen. Nos da igual su problema.

—Ah, en eso no estoy de acuerdo.

—¡Dile a tu jefe que Simon está muerto! —‌le volvió a gritar la señora Carter—. Cualquier secreto que pudiera tener ha desaparecido con él.

—Me temo que no estaría cumpliendo con mi trabajo si aceptara tu palabra al respecto.

Un cristal se hizo añicos a nuestra espalda, y nos volvimos todos hacia la cocina. Una mano asomó por el ventanuco estrecho junto a la puerta de atrás y toqueteó a ciegas el cerrojo. Padre salió disparado hacia allá. Levantó el cuchillo y, en un movimiento descendente rápido y fluido, pasó la hoja por los dedos intrusos y abrió de un tajo dos o tres de ellos. La sangre apareció en la herida un momento antes de que el hombre que había al otro lado gritase de dolor. La mano desapareció. De regreso a la puerta principal, Padre retiró del fogón el puchero con aceite hirviendo.

El señor Desconocido se estaba riendo.

—¡Pues sí que ha pillado al señor Smith! Ya le he dicho que no iba a conseguir entrar así, tan rápido, en ningún momento, pero no me ha escuchado, quería hacer las cosas a su manera. ¿No es eso lo que hacen los jóvenes de ahora? Es que ya no hacen caso a sus mayores, no como cuando usted y yo éramos jóvenes, ¿verdad, socio? Ya no tienen ese respeto que nos enseñaron a nosotros, eso que nos inculcaban desde el minuto uno. Bueno, quizá su chico sí..., tenía pinta de andarse con cuidado. Seguro que se convierte en uno de los pilares de nuestra sociedad si se le da la oportunidad. Por supuesto, llegados a este punto, está en sus manos que eso sea así o no, la verdad.

—¡Voy a matar a ese cabrón de mierda! —‌gritó el señor Smith desde algún lugar más allá del señor Desconocido.

Me arrastré hasta la ventana que daba al jardín delantero y vi al hombre del pelo largo y rubio con gafas de pie al borde del porche, con un charco de sangre en los pies. Se arrancó una tira de tela de la parte baja de la camiseta y se envolvió en ella la mano herida. Se puso roja de inmediato.

El señor Desconocido me vio y me guiñó un ojo.

—Con tanto alboroto, he perdido por completo la noción del tiempo —‌dijo bien alto—. Calcularé que les quedan unos treinta segundos. ¿Les parece bien?

Me agaché y me aparté corriendo de la ventana.

—Sólo son dos, padre. Si unos salimos por atrás y el resto sale por delante, no podrán detenernos a todos.

—¿Y adónde vamos? Han destrozado los dos coches.

—Nos llevamos el suyo.

Padre ya me estaba diciendo que no con la cabeza.

—Esto tiene que acabar aquí, o estaremos huyendo toda la vida.

—Tienen armas.

—Nosotros somos más listos que ellos. Tenemos que pensarlo bien, resolverlo.

Madre había estado extrañamente callada, tranquila.

—Matamos a Lisa y les tiramos su cuerpo.

Al escucharlo, la señora Carter se revolvió, pero madre le puso el cuchillo a la mujer en el ojo. Se quedó quieta y mirando la punta metálica.

—Mi marido traspasó cerca de catorce millones de dólares a varias cuentas en paraísos fiscales. Tengo todos los números y las contraseñas. La mitad de ese dinero es vuestra si me sacáis de aquí con vida.

Padre se apartó de la puerta y se acercó a ella.

—¿Y los documentos? Eso es lo que de verdad quieren.

La señora Carter soltó un profundo suspiro.

—En cajas de seguridad en el centro de Middleton. Cuatro. Hay suficiente información para acceder a otros cien millones fácilmente.

—¿Dónde están las llaves?

La señora Carter no dijo nada.

Padre la agarró por el pelo, la arrancó de los brazos de madre y tiró de ella hasta llevarla sobre el puchero de aceite hirviendo. Le empujó la cabeza hacia abajo. La señora Carter se resistió arqueando la espalda y tratando de darle patadas a padre, pero era demasiado fuerte. Le sujetó la cara a unos centímetros del líquido humeante.

—Te lo voy a preguntar una vez más, después vas para dentro. ¿Dónde están las llaves?

La señora Carter hizo un gesto negativo con la cabeza y trató de retroceder, pero padre la sujetó con fuerza, inmune a sus patadas. Las manos esposadas por delante le servían de bien poco.

—No... —‌consiguió decir ella.

Padre se encogió de hombros y la empujó más aún.

El aceite chisporroteaba y saltaba, y unas gotitas le cayeron sobre la piel a la mujer y le dejaron unas minúsculas manchas rojas. Chilló y empujó hacia atrás con todas sus fuerzas. Unas gotas de aceite le crepitaban en el pelo.

—¡Debajo del gato! ¡Basta, por Dios! ¡Están debajo del gato!

—¿Qué?

Padre aflojó el brazo y dejó unos centímetros entre la cara de la señora Carter y el puchero.

Yo, sin embargo, sí sabía a qué se refería. Lo sabía perfectamente.

—¿Junto al lago? ¿Mi gato?

La señora Carter se apresuró a decir que sí con la cabeza.

—¿Sabes tú de qué sitio habla?

—Sí, padre.

Padre se volvió hacia la señora Carter con los ojos entrecerrados.

—Vas a hacer exactamente lo que yo te diga. ¿Lo has entendido?

Se oyó otro fuerte golpe en la puerta.

—¡Se acabó el tiempo, señores!