Los agentes de policía estaban muertos. Habían disparado a los dos: al conductor, un tiro a quemarropa justo por debajo de la sien izquierda; a su compañero, tres balazos en el pecho. Hasta donde Clair sabía, el CM nunca había disparado a nadie antes. Una Beretta 92FS de nueve milímetros descansaba sobre el salpicadero. El arma de repuesto de Porter.
El final de la partida, pensó ella.
Nash le dio unos toques en el hombro a Clair, que se apartó del coche. Con el arma desenfundada, él le señaló la puerta principal de la casa de los Talbot.
Estaba abierta, una rendija de apenas unos centímetros.
Anochecía, y las sombras se alargaban por la explanada del jardín delantero. No había ninguna luz encendida en el interior, aunque ya estaba lo bastante oscuro como para que fuera necesario; tampoco salía sonido ninguno. Lo único que había era aquella puerta, abierta lo justo.
—Puede seguir ahí dentro —dijo Clair mientras desenfundaba su Glock.
—Porter y yo estuvimos aquí ayer. Talbot tiene mujer y una hija, y tiene que haber una criada ahí, tal vez más.
Clair llamó a Control. Cuando colgó, estaba haciendo un gesto negativo con la cabeza.
—Los coches patrulla están de camino, pero se han quedado atrapados en el tráfico de la hora punta. Están como mínimo a diez o quince minutos de aquí. El equipo de Espinosa sigue en el apartamento.
Nash arrancó hacia la puerta.
—Cúbreme las espaldas.
Clair asintió muy seria. No podían esperar. Si Bishop seguía dentro, cualquiera sabía lo que le estaba haciendo a aquella familia. Las muertes de aquellos agentes caían de lleno sobre las cabezas de los miembros del operativo. Talbot no le importaba lo más mínimo, pero no iba a dejar que le pasara nada ni a él ni a su familia si podía evitarlo. Y tampoco lo iba a permitir Nash.
Llegaron ante la puerta.
Nash se apoyó en el marco y se inclinó para echar un vistazo en el interior. Un momento después, meneó la cabeza.
—Persianas bajadas —gesticuló con los labios.
Clair asintió y se llevó un dedo a los labios.
Nash abrió la puerta con cuidado e hizo una mueca de dolor cuando las bisagras dejaron escapar un chirrido grave.
Se encendieron las farolas, y Clair agradeció la luz hasta que vio su sombra extenderse por el suelo con la de Nash a su lado. Él también debió de fijarse en ello, porque atravesó la entrada agachado y dobló enseguida la esquina para ocultarse en la penumbra del vestíbulo. Clair lo siguió de cerca, escrutando la oscuridad en busca de alguna señal de vida.
Un quejido amortiguado surgió del pasillo, más adelante.
Nash se desplazó rápido, con el arma bien agarrada y firme apuntando hacia abajo y hacia delante. Recordaba perfectamente la distribución de la casa, así que no le costó ningún esfuerzo rodear una mesita en el pasillo. Clair la hubiera tirado con toda seguridad; era como si la luz del exterior se detuviese en el umbral de la puerta y no quisiera entrar.
Pasada la mesilla, llegaron a una zona grande y diáfana que parecía ser una biblioteca o una especie de sala de estar. Los restos de una lumbre crepitaban y chisporroteaban en una chimenea de piedra. Había una mesa auxiliar tirada, hecha astillas y rodeada de cristales rotos: los restos de una licorera, o tal vez de un jarrón. Habían volcado el sofá y lo habían dejado de lado. Una mujer estaba tirada en el centro de la alfombra.
Nash estudió la habitación y se arrodilló a su lado. La criada, supuso Clair por el uniforme. Los vigiló a los dos con el rabillo del ojo mientras apuntaba con el arma al pasillo.
La mujer tenía las manos y los pies atados con un cable de teléfono, y la habían amordazado. Clair pudo ver cómo sus ojos se movían rápidamente en la tenue luz, muy abiertos, mirándolos a ambos. Nash le hizo un gesto para que guardara silencio y le retiró la mordaza de la boca. La mujer tosió y se le humedecieron los ojos.
—¿Sigue aquí? —le preguntó Nash en un susurro.