Cuando Porter llegó a la undécima planta, percibió en la garganta el sabor de la descomposición. En la puerta, garabateado con sangre fresca y goteando por la pintura verde descolorida, se leía: «No pronuncies el mal». Tirada a sus pies, en el suelo, había una lengua humana junto con un par de pinzas.
Ésta era su planta.
Se metió la radio en el bolsillo, apagó la linterna y agarró con más fuerza el bate de béisbol antes de empujar la pesada puerta metálica para abrirla. Entró agachado y con rapidez, haciendo caso omiso de las punzadas que le daba la pierna.
Un pasillo iluminado con velas.
Eran unas pequeñas velas blancas de dos centímetros y medio de ancho y cinco de alto, alineadas a lo largo de la pared de la izquierda. Seguían por el pasillo unos nueve metros antes de desaparecer a la vuelta de una esquina.
Porter sacó el móvil del bolsillo y pulsó el botón de inicio; seguía sin cobertura. Se guardó el teléfono y giró el bate entre las manos.
Guns N’ Roses comenzó a aullar por el aire a media canción...
Welcome to the jungle
We take it day by day*
Casi se le cayó el bate al tratar de taparse los oídos. Se apretó con las palmas de las manos ambos lados de la cabeza y sujetó el bate con la yema de los dedos. Nunca había oído una música tan alta. Era como estar en primera fila en un concierto. No veía ningún altavoz, pero la música procedía claramente de arriba y más adelante; arriba, más adelante y a la vuelta de la esquina.
Comenzó a recorrer el pasillo.
No le parecía que fuera posible, pero la música sonaba cada vez más alto. Porter hubiera jurado que las llamas de las velas bailaban al son de aquellos bajos.
Cuando llegó al final del pasillo y estaba a punto de girar aquella esquina, no le quedó más remedio que destaparse los oídos y agarrar el bate con ambas manos. Eso fue justo lo que hizo, dobló la esquina a toda prisa con el pequeño bate por delante y arrastrando la pierna ensangrentada por detrás. Se vio de repente en una especie de vestíbulo, lleno de restos tirados del negocio que antaño ocupaba aquel espacio.
En el centro de la sala había un viejo escritorio con un radiocasete maltrecho. Porter no había visto uno así desde hacía veinte años. La carcasa de plástico negro estaba cubierta de polvo y de pintura, le faltaba una de las dos portezuelas de las cintas magnetofónicas, y el cristal que debía proteger la radio convertía en ilegibles los números de las emisoras bajo una telaraña de grietas. Unas luces led parpadeaban y danzaban por la pantallita al son de la música, en un mar de rojo, verde, amarillo y azul. Un cable salía de la parte de arriba, serpenteaba por el escritorio y terminaba en cuatro altavoces grandes colocados unos encima de otros junto a uno de los tres huecos abiertos de los ascensores. Un cartel pegado con cinta delante del radiocasete decía: «Como cambies el dial del 97.9, te tiramos desde la azotea. Firmado: tus amigos del local 49». Debajo de eso, alguien había garabateado: «Clásicos del Rock forever».
Todos aquellos aparatos estaban enchufados a un generador rojo Briggs & Stratton que resoplaba a la derecha de Porter. Alargó una mano hacia abajo y pulsó el interruptor para apagarlo. El generador petardeó, se paró y cesó la música.
—¿Es que no le gustan los Guns? —crujió la voz de Bishop en la radio minúscula que llevaba guardada en el bolsillo.
Porter sacó de un tirón la radio del bolsillo y apretó con ganas el botón para hablar.
—¿Dónde coño estás?
—Se me olvidó contarle en quién se convirtió la señora Carter en su nueva vida.
—¿Qué?
—Lisa Carter murió el mismo día que falleció mi padre, pero ella renació con una nueva identidad. ¿Quiere que le diga cuál es su nuevo nombre? Podría sonarle, creo yo.
Porter no sólo oía la voz de Bishop entre los crujidos de la radio, sino también procedente de algún otro sitio, su auténtica voz, en algún lugar cercano, como un eco. Sin embargo, no era capaz de localizar con precisión el origen, todavía le pitaban los oídos.
Había cuatro puertas abiertas en la zona de los ascensores, dos a cada lado. Las velas que rodeaban el escritorio no le permitían ver nada en la oscuridad más allá de la mesa. Podía sentir sobre él la mirada de Bishop.
—¿No quiere saber en quién se convirtió la señora Carter después de aquel día?
Porter avanzó hacia la primera puerta abierta con el bate en alto, listo para soltar el golpe.
—No lo haga.
Porter se quedó petrificado.
Las sombras se movieron al otro lado de la sala cuando Anson Bishop surgió de la penumbra empujando a Arthur Talbot sentado en una silla de oficina con ruedas. El hombre estaba sujeto con cinta adhesiva al armazón de la silla, atado de pies, manos y torso. Un vendaje tosco le tapaba los ojos. Le caía la sangre por la boca.
Anson Bishop estaba de pie detrás de él, presionando con un cuchillo en su cuello.
—Hola, Sam.
Porter se acercó con precaución, estudiando aquel espacio que, por lo demás, estaba vacío.
—¿Dónde está la chica?
—¿Tiene un arma, Sam? Porque si la tiene, voy a pedirle que la deje ahí, en el pasillo.
—Sólo esto. —Sostuvo en alto el bate.
—Eso se lo puede quedar si le hace feliz. Pero no se mueva de ahí. No es necesario que se acerque más.
Talbot soltó un quejido acuoso desde la silla, y la cabeza se fue hacia un lado.
Porter oyó sirenas a lo lejos.
—Déjame que lo lleve a un hospital. No es necesario que muera.
—Todos morimos, Sam. A algunos se les da mejor que a otros, ¿no es cierto, Arty? —Presionó el cuchillo contra el cuello de Talbot y surgió un hilillo de sangre. Talbot no reaccionó, debía de estar en estado de shock. Bishop volvió a levantar la cabeza y frunció el ceño—. Debería usted ir a que le miren eso. Quizá no haya sido buena idea lo de todas esas escaleras.
Porter se miró y se percató de que tenía empapado de sangre toda la pernera del pantalón; los puntos se le debían de haber saltado ya por completo. Se apretó la herida con la mano, y la sangre se le filtró entre los dedos. Estaba empezando a marearse. El bate se le resbaló de la mano izquierda y cayó al suelo.
—Estoy bien.
—Es usted un buen detective, Sam. Eso debería saberlo. Yo ya sabía que lo resolvería. ¿Y eso de anteponer a los demás a usted mismo? Es admirable. Y tampoco es que se vea mucho últimamente, ya no.
Porter respiró hondo y se obligó a mantenerse en pie y erguido, sin hacer caso del baile de motas que veía. Las sirenas se aproximaban.
—Estarán aquí enseguida. Todavía tienes tiempo de hacer las cosas bien. Sólo dime dónde está Emory y suelta a Talbot. Vete sin más. No te puedo perseguir, así no.
Bishop empujó suavemente la silla con ruedas hacia el primer hueco de ascensor abierto, con una sonrisa en los labios.
—¿Que lo suelte?
—¡No! ¡No lo hagas! —Porter arrancó hacia él.
Entonces, Bishop levantó la mano del cuchillo y lo apuntó hacia él.
—¡Alto! No se acerque más.
Porter se quedó quieto.
La sangre de Talbot goteaba de la punta del cuchillo y le caía en el brazo. La silla no estaba a más de metro y medio de una caída de once plantas más los sótanos. Porter trató de hacer el cálculo, pero tenía el pensamiento un tanto nublado. ¿Treinta metros? ¿Treinta y cinco? No estaba seguro. Daba igual, en realidad; era distancia más que suficiente.
—Entiendo lo de Emory, pero ¿por qué quiere proteger a este cerdo? No tardará en ver los documentos, Sam; estoy seguro de que Clair y los chicos los habrán encontrado ya. Este hombre ha tenido las manos metidas en todos y cada uno de los asuntos turbios que ha habido en esta ciudad en los últimos treinta años. Todos los asesinatos y la corrupción que usted se desvive por evitar, él se desvive por crearlos. ¿Cuánta gente ha muerto por su culpa? ¿Cuánta más morirá para que él se pueda seguir llenando los bolsillos?
En el exterior sonaba el zumbido de la hélice de un helicóptero que aterrizaba en la azotea. Bishop también lo oyó; su mirada se disparó fugazmente hacia el techo y regresó con Porter.
—Parece que han llegado sus amigos.
—Vienen por arriba, y lo más probable es que el equipo táctico ya esté en las escaleras. Se te pasó el tiempo, Bishop. Se acabó. —A Porter se le nubló la vista un segundo, y sintió que le temblaban las piernas. Se obligó a mantenerse firme—. Apártate de Talbot y ponte de rodillas.
Bishop giró la silla lentamente y le dio una vuelta completa.
—Este mundo será un lugar mejor sin él, ¿no cree? Eso es lo que padre hubiera querido.
—El socio de Kirby, ¿qué relación tenía con todo aquello? —dijo Porter tratando de distraerlo lo mejor que pudo—. El hombre que disparó a tu padre.
—¿Qué?
—Kirby planeó largarse con tu madre y con la tal señora Carter, pero ¿y el otro hombre, ese al que llamabas «señor Desconocido»?
A Porter le estaba costando un gran esfuerzo permanecer en pie. Le pesaba todo el cuerpo. Quería echarse a dormir, pero tenía que mantener a Bishop charlando el tiempo suficiente para que llegasen los refuerzos. El tiempo suficiente...
—Se llamaba Felton Briggs. Trabajaba para éste, nuestro amigo —dijo Bishop mientras le daba a Talbot otra vuelta—. Creo que era alguien especializado en seguridad. Le he preguntado a Arty sobre él, pero no ha querido responderme, no dejaba de farfullar sobre sus ojos. «¡No veo nada! ¡No veo nada!» Bla, bla, bla. Al final he tenido que hacerle callar. Tendría que haberlo visto.
—¿Estaba implicado?
—Hasta el momento en que apretó el gatillo contra padre, es probable que Briggs fuese la única persona inocente que había en la casa aquel día. Sólo hacía su trabajo. No tenía ni idea de que Kirby estaba metido en aquello, y desde luego no sabía que pensaba matarlo.
El cuerpo de Talbot se sacudió en la silla, la cabeza se le fue hacia atrás de golpe. Se le estiraron los dedos de un modo extraño cuando comenzó a sufrir convulsiones en todos los músculos del cuerpo.
—Está entrando en estado de shock. Tienes que dejarme que lo lleve a un hospital.
Bishop sonrió.
—Sam, sus amigos estarán aquí enseguida, pero estoy empezando a preocuparme por usted. ¿Se encuentra bien? Está terriblemente pálido.
No, Porter no se encontraba bien. Veía a dos Bishop de pie en el rincón en lugar de uno, y se le habían entumecido los brazos. Hubiera querido agacharse, coger el bate de béisbol y cruzar la sala para golpear a aquel tío hasta dejarlo totalmente inconsciente, machacarle la cabeza y dejársela hecha una masa ensangrentada, pero ahora mismo tenía que concentrarse en seguir en pie, en no desmayarse.
—Dime, ¿cuál era el nuevo nombre de la señora Carter?
A Bishop se le iluminó la cara.
—¡Ah, sí! Con tanto alboroto casi se me olvida. Gracias por recordármelo, Sam.
Talbot se había quedado quieto. Porter no podía distinguir si seguía respirando o no.
Bishop prosiguió:
—Madre se cambió el nombre por el de Emily Gerard. Tardé varios años en averiguarlo. Por desgracia, creo que esa identidad nació muerta, o quizá aprendiese a vivir fuera del alcance de los radares. Traté de seguirle la pista, pero su nombre no surgió nunca. Ni registros crediticios, ni compras de inmuebles, nada. No creo que llegara a utilizarla nunca. La señora Carter, sin embargo, sí que utilizó su nueva identidad. Ni siquiera intentó ocultarse. Creo que es un nombre que a usted también le sonará, lo habrá oído mencionar estos últimos días. La señora Carter se cambió el nombre por el de Catrina Connors.
Porter tenía la cabeza nublada. Las ideas estaban allí, pero iban tan lentas como una tortuga. Le sonaba mucho el nombre, lo conocía, pero era incapaz de ubicarlo. Entonces...
—¿La madre de Emory?
Una sonrisa se extendió por el rostro de Bishop, que se puso a darle vueltas a Talbot como si fuera una peonza.
—En la sala de operaciones me pidió que recopilara información sobre ella, y tenía unas ganas locas de contarle lo que ya sabía, pero no habría sido en absoluto divertido.
—Pero ¿cómo fue eso?
—Simon Carter había desviado catorce millones de dólares a varias cuentas en paraísos fiscales, y sé que madre y ella vivieron durante un tiempo de ese dinero, pero también adquirieron propiedades inmobiliarias, muchas propiedades, fincas que ella sabía que Talbot iba a querer algún día. Y cuando Talbot se dirigió a ella interesado en unas naves industriales a orillas del lago, ella lo sedujo. Emory fue el resultado, y, en su primer cumpleaños, su madre puso a nombre de la niña todas las propiedades inmobiliarias. Después le contó a Talbot quién era en realidad. También le contó que tenía toda la documentación que su marido le había robado años antes y que se la filtraría a la prensa a menos que Talbot accediese a dejar a Emory todos sus negocios legales en el momento en que él muriese. Poco después, Talbot modificó su testamento.
—¿Cómo conseguiste enterarte de todo eso? Dijiste que no sabías dónde se habían metido tu madre y la señora Carter.
—Gunther Herbert fue muy comunicativo —respondió Bishop—. Disfrutamos de una maravillosa charla hace una semana.
—¿El director financiero de Talbot?
—Sí.
—De manera que si Talbot muere...
—Emory heredará miles de millones, y se vendrá abajo toda la actividad delictiva con la que Talbot ha estado vinculado.
Porter miró a Talbot. De nuevo se estaba moviendo. Se le iba la cabeza de un lado a otro, y de la garganta surgía un quejido profundo y gutural.
—No puedes matarle.
—¿No? —respondió Bishop al tiempo que empujaba la silla.
Talbot se deslizó hacia el hueco abierto del ascensor en el extremo izquierdo, y Porter sacó hasta el último gramo de fuerza que le quedaba en las piernas y se lanzó hacia la silla, que seguía rodando. Aterrizó con un fuerte golpe contra el cemento y resbaló por el suelo con los brazos extendidos hacia delante. Sus dedos rozaron el acero frío y llegó a agarrar una rueda que sobrepasaba el borde. La sostuvo durante unas breves décimas de segundo antes de que la silla diese un tirón y desapareciese en la oscuridad.
Oyó el impacto de Talbot muy abajo, seguido de un grito. El chillido amortiguado de una chica procedente del hueco del ascensor contiguo, el del centro de la sala, apenas a un metro a su derecha.
Emory.
Con el rabillo del ojo y la vista nublada, vio que Bishop se acercaba con calma al hueco del tercer ascensor y se situaba de espaldas al borde de la puerta. Porter le vio hacer un último gesto de despedida y decir «Adiós, Sam. Ha sido divertido» antes de dar un paso atrás, hacia la abertura, y desaparecer en el negro vacío.
Todo se quedó a oscuras cuando Porter por fin se desmayó.