Epílogo
Dos días más tarde

 

 

 

—Mierda.

Nash levantó el pie y se quedó mirando la caca de perro adherida a su zapato.

—Tendría que haberte avisado de que tuvieras cuidado con eso —‌dijo Porter, que buscaba sus llaves—. Es algo así como una costumbre por aquí. Sin la mierda de perro en la entrada, es como si no fuera mi casa.

Había caído la noche, y la ciudad bullía de luces. Había refrescado con la caída del sol, y Porter lo agradeció: el aire fresco le había recordado lo que era estar vivo.

Se encontraban a las puertas de su edificio de apartamentos. Los médicos lo habían retenido en el hospital durante dos días para asegurarse de que los puntos cicatrizaban bien. Por lo visto, Porter había perdido algo de su confianza cuando se largó por su propio pie recién operado y se dedicó a perseguir a un asesino en serie subiendo diez tramos de escaleras. Les preocupaba la infección, pero aquella inquietud se les pasó, y Porter se recuperaba perfectamente.

—No hacía falta que me trajeras a casa. Me podría haber arreglado solo.

Nash le hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

—Clair me lo estaría recordando toda la vida.

—No confiáis en mí.

—Eso también.

Nash se acercó al bordillo y se quitó la porquería en la esquina de cemento.

Poco después de salir del hospital, Porter había recibido una llamada del detective Baumhardt, de la comisaría de la calle Cincuenta y uno. Harnell Campbell, el hombre que mató a Heather, se las había ingeniado de alguna manera para pagar la fianza.

—¿Y cómo se ha apañado un mierda como ése para juntar medio millón de dólares? —‌preguntó Nash.

—Si ha recurrido a un fiador judicial, sólo necesitaba el diez por ciento —‌señaló Porter.

—Si se dedica a atracar las tiendecitas de ultramarinos, tampoco tiene esa cantidad de dinero.

—Tendrá algún colega camello, o alguien que le deba un favor. Da lo mismo. Baumhardt cree que tienen una acusación muy sólida. Ése va a la trena, sólo que no será hoy.

Nash se encogió de hombros.

—Siempre que decida comparecer en el juicio.

—No estás siendo de ayuda.

—Perdona.

Entraron en el vestíbulo y Porter abrió el buzón. Estaba a reventar.

—¿Cuánto hacía que no lo mirabas?

—Unos días.

Repasó las cartas, cogió la Guía TV de la semana siguiente, volvió a meter a presión el resto y cerró la portezuela. Se dirigió hacia las escaleras, pero Nash lo agarró del hombro y le señaló el ascensor.

—Ni loco; ya te preocuparás por mantener la línea la semana que viene. Nada de ejercicio, y desde luego nada de escaleras: órdenes del médico.

—Voy a tener que mudarme a un bajo. Bishop me ha estropeado lo de las escaleras y los ascensores —‌dijo Porter.

Nash pulsó el botón del ascensor. Se abrieron las puertas y entraron los dos.

—¿Ha habido suerte con su búsqueda?

A Porter le habían prohibido el acceso a la sala de operaciones y le habían dado la orden de mantenerse alejado de la investigación hasta que el médico le firmase el alta, pero no lo podía evitar. Le devoraba el simple hecho de saber que Bishop andaba por ahí fuera.

—Hemos atendido más de mil posibles pistas en los últimos días, pero nada sólido. Dicen haberlo visto tan cerca como en el Hard Rock que hay junto al lago y tan lejos como en París. El de Francia, no el de Illinois. Los de criminalística han peinado su apartamento, pero no parece que llegase a vivir allí, sino que preparó el sitio para que nosotros lo encontrásemos. Quién sabe dónde vivirá realmente ese tío.

—¿Y la casa de su infancia? Me refiero a la del diario, ¿ha habido suerte localizándola?

—Kloz está buscando por todo el país casas que se hayan quemado cerca de un estanque o de un lago en los últimos veinte años, pero no ha surgido nada aún. Los administradores y los contables están colegiados, así que ha buscado una licencia de actividad financiera a nombre de Simon Carter, pero eso tampoco nos ha dado nada. Ha confeccionado además una lista con todos los Plymouth Duster matriculados en el país, y ha encontrado más de cuatro mil, y no tengo ni idea de qué vamos a hacer con una lista como ésa. Es probable que sea un callejón sin salida. Hemos enviado un requerimiento a las diversas empresas de Talbot para que nos entreguen los registros de personal, pero no hemos encontrado a nadie que se llame Carter, Felton Briggs ni Franklin Kirby. Una parte de mí quiere pensar que todo eso del diario eran gilipolleces, otra distracción más. Los federales llegaron ayer, cuatro de ellos con traje oscuro y un ego más oscuro si cabe. Querían instalarse en la sala de operaciones, pero los he metido en el cuarto al otro lado del pasillo.

Porter frunció el ceño.

—¿El cuarto donde huele tan raro?

—Sí. Son federales. A lo mejor son capaces de descubrir de dónde sale.

Se abrieron las puertas del ascensor en la cuarta planta, y recorrieron el pasillo hasta la puerta de Porter.

Éste deslizó la llave en la cerradura.

—Yo creo que ese diario es lo único auténtico que nos ha dejado ver de sí mismo. Quería que supiéramos de dónde venía.

—Vale, pero a mí sólo me importa adónde va.

Entraron, y Porter encendió la luz. La mirada se le fue al suelo, hacia el lugar donde había caído después de que Bishop lo apuñalase.

—¿Quién lo ha limpiado?

—Clair se pasó ayer por aquí. No queríamos que llegaras a casa y te encontraras eso, y ella sacó el palito más corto, quizá para bien. Yo me habría limitado a poner una alfombra o una maceta encima. Las manchas de sangre le dan personalidad a una casa. Tendrías que ver mi apartamento.

Porter ni se lo imaginaba.

—Agradéceselo de mi parte cuando la veas.

Nash se movía inquieto.

—Bueno, ¿cuánto crees que tardarás en volver?

—Una semana, probablemente, tal vez dos. —‌Metió la mano en el frigorífico y sacó una cerveza—. ¿Quieres una?

—No puedo. Sigo de servicio. —‌Se volvió hacia la puerta—. Me paso mañana, ¿vale?

—No hace falta que vengas a controlarme. Estaré perfectamente.

Nash sonrió y asintió.

—Sé que lo estarás. Buenas noches, Sam.

—Buenas noches, Brian.

Porter cerró la puerta después de que saliera y abrió la la cerveza. Algo tenía una cerveza bien fría que lograba que todo pareciese mejor.

La foto de Heather lo miraba desde la mesita. Se acercó y le pasó el dedo por la mejilla.

—Te echo de menos, Cariño. —‌Buscó el móvil nuevo, empezó a marcar el número de su buzón de voz pero lo volvió a guardar—. Que duermas bien, preciosidad.

Se terminó la botella y la dejó en la mesa antes de dirigirse hacia el dormitorio.

Al principio no vio la cajita blanca que había en un lado de la cama, y cuando lo hizo, casi pensó que se lo estaba imaginando, pero allí estaba: una cajita blanca con un cordel negro alrededor, junto a la nota de Heather. Su mano buscó el arma de manera instintiva, y se dio cuenta de que aún no la tenía.

Porter rodeó la cama, cogió la cajita y trató de aplacar el temblor de la mano. Sabía que debía ponerse guantes, pero no le importó, así de sencillo. Tiró del cordel, lo apartó y lo dejó caer al suelo. Retiró la tapa y miró en el interior.

Una oreja humana descansaba sobre un fondo de algodón. Estaba repleta de piercings: seis diamantes y cuatro aretes. La habían cortado con cuidado, con precisión quirúrgica. El algodón estaba manchado con motas marrones de sangre seca.

La palabra Filtro estaba tatuada en letras negras a lo largo del borde exterior del lóbulo.

La reconoció de inmediato. Tareq había señalado aquel tatuaje en la Cincuenta y uno.

En el interior de la tapa, pegada con cinta adhesiva, había una nota escrita con la letra garabateada de Anson Bishop:

 

Sam:

Aquí tiene un regalito de mi parte...

Lamento que no le oyese usted gritar.

¿Qué le parece si me devuelve el favor?

Un «hoy por ti, mañana por mí» entre dos amigos.

Ayúdeme a encontrar a mi madre.

Ella y yo tenemos que hablar. Ya va siendo hora.

 

B.