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Quinto, o cuando me quedé

Eran exactamente las siete y veintinueve y ya estaba ante la puerta cerrada de la biblioteca de la Royal University. Era una mañana fría, más que la anterior, y me había puesto el abrigo más grueso que tenía. Notaba los dedos ateridos pese a llevar guantes, y temblaba al tomar aire.

Si me hubieran preguntado qué me había motivado a regresar, no habría sabido qué responder.

Mi tío no estaba en casa cuando el señor Dolls, el mayordomo, abrió la puerta. La tía Lillian me dijo que mi tío no volvería hasta el día siguiente por la tarde y lo maldije en mi fuero interno por ser tan cobarde y escabullirse así de mi cólera recién encendida.

Me temblaban las piernas cuando mi tía me llamó para la cena, y engullí de forma muy impropia para una dama una pata de cordero entera, cinco patatas grandes y dos púdines de chocolate con nata.

Me preguntó cómo me había ido en la biblioteca, pero no le contesté.

Me pasé media noche dando vueltas, inquieta, y la otra mitad con pesadillas, para al final sentarme en la cama a las seis, desvelada, y preguntarme qué iba a hacer ahora.

¿De verdad quería pasar por eso otra vez?

Podía quedarme en la cama, decir que eso no era para mí y regresar a mi nidito provinciano. Dejarlo todo sin más y que el señor Reed siguiera pensando mal de mí. ¿Qué me importaba a mí la opinión de un hombre maleducado que se divertía abrumando a los demás con trabajo para ver cómo se desmoronaban bajo semejante carga?

Además, en casa, nadie lo sabría. Mis padres habían guardado silencio sobre mis intenciones de trabajar, así que nadie me hablaría de ello.

Aparte de mi madre, tal vez.

En mi cabeza, el plan sonaba fantástico, y aun así las piernas me sacaron de la cama. Me lavé, me vestí y me encontré con la tía Lillian en el comedor para tomar un desayuno rápido.

Me preguntó si estaba segura, y yo me limité a esbozar una breve sonrisa y a coger el abrigo grueso.

Y ahora allí estaba, helada, indecisa, esperando que se abrieran las puertas.

Solo me había cruzado con unas cuantas personas; se confirmó la teoría de que la vida estudiantil no empezaba hasta pasadas las nueve de la mañana.

Una silueta gris atravesó la fina niebla. Dando zancadas, con el cuello alzado y una bufanda gruesa, el señor Reed se acercó a mí entre la bruma matutina, con la mirada fija en el suelo y la cabeza en otra parte.

Giró en el camino que llevaba a la biblioteca y revolvió el bolsillo del abrigo en busca de un manojo de llaves antes de levantar la vista y quedarse de piedra.

—Buenos días, señor Reed —dije yo, por educación.

Me contuve para no dar pisotones en el suelo y entrar en calor. No quería parecer una niña nerviosa.

Mi rabia hacia ese hombre se había evaporado; aunque seguía sin soportarlo, me costaba odiarlo con tanto fervor como el día anterior.

—Señorita Crumb —dijo, sorprendido, como si por la noche me hubieran secuestrado unos piratas y hubiera aparecido delante de la puerta de la biblioteca de puro milagro—. Está usted aquí —añadió.

Decidí gestionarlo como con mi madre y hacer como si no me diera cuenta de lo que pasaba.

—Son las siete y media. ¿Dónde iba a estar? —respondí, sin abandonar la expresión neutra en mi rostro.

El señor Reed asintió y se puso en marcha de nuevo. Mientras las llaves tintineaban al abrir, me escrudiñó con la mirada; procuré no mirarlo y clavar una mirada aburrida en la puerta.

—Es usted una de las seis personas que han vuelto al día siguiente —comentó de pronto, y desvié la mirada hacia él.

Levanté las cejas sin inmutarme, aunque me daban ganas de soltar un bufido. No me extrañaba nada que no volvieran si los trataba como a mí.

—¿De cuántos en total? —pregunté, y se abrió la puerta.

—Veinticinco —contestó el señor Reed, que hizo un gesto con la mano para indicarme que pasara primera al cálido interior del edificio.

Me agarré la falda y subí los pequeños escalones que llevaban al vestíbulo. Era el primer gesto educado que había tenido el señor Reed conmigo, y me sorprendió, pues ya lo consideraba carente de toda educación.

Me habría gustado decirle que no me extrañaba que los otros diecinueve no hubieran vuelto, pero el señor Reed ya me había adelantado y subía a zancadas la escalera que estaba más cerca de su despacho.

—Venga, señorita Crumb. ¡Adelante! —me dijo, y fue raro cómo resonó su voz en la vacía galería redonda de lectura.

Alzar la voz en una biblioteca era como profanar una iglesia, por mucho que no hubiera nadie más.

Parpadeé, me propuse ser más rápida en contestar en el futuro y, pese al requerimiento, fui todo lo rápida que se consideraba propio de una dama.

Subí los escalones, pasé por delante de la puerta del despacho del señor Reed, tras la que se oyó un ruido como si algo pesado hubiera caído al suelo. Se oyó una maldición en voz alta y me apresuré a dejar el abrigo en la sala contigua.

En cuanto salí, ya tenía al señor Reed delante. Llevaba un traje de color marrón oscuro y un chaleco claro con una camisa beis. Le quedaba bien y resaltaba el color oscuro de sus ojos.

—Tenga —dijo, y me dio una bolsita de seda—. El niño de los periódicos recibe dos chelines, ni un penique más. No se deje enredar —me advirtió.

Cogí la bolsita: pesaba. Me la metí en el bolsillo de la falda, del que saqué acto seguido la libreta y el lápiz.

«Dos chelines», escribí tras el punto de la lista de los periódicos, al tiempo que seguía al señor Reed, que volvía a la escalera.

—Señor Reed, una pregunta —le dije cuando estaba bajando los primeros peldaños.

Dio media vuelta y me lanzó una mirada penetrante. Era una sensación rara la de mirarlo desde arriba, aunque él ni siquiera se había dado cuenta.

La única invitación a hablar que recibí fue una contracción impaciente de las cejas.

—¿Dónde está el archivo y cómo encuentro el sitio donde hay que dejar los periódicos antiguos? —pregunté.

El rostro del señor Reed apenas se inmutó.

—Eso son dos preguntas —repuso, sabiondo.

Apreté los labios. Mi estado de ánimo, que hasta entonces se había mantenido bastante neutro, empezaba a empeorar.

—Culpa mía —dije, y me forcé a levantar las comisuras de los labios para ocultar mis sentimientos.

El señor Reed asintió, volvió a darse la vuelta y bajó el resto de los peldaños.

—Al fondo del ala oeste, hay un pasaje que da a una escalera —aclaró, y señaló con desgana hacia la derecha, al otro lado de las puertas altas—. Tómese un poco de tiempo y eche un vistazo ahí abajo. De todos modos, por lo visto, tarda un poco en hacer cualquier cosa —se burló, sin mirarme.

Luego desapareció bajo la sala circular y de mi campo visual. Me quedé quieta en lo alto de la escalera y cerré los puños con tanta fuerza que arrugué la libreta en una mano.

Eso ya era más que pura falta de educación. Había sido una ofensa. Me daban ganas de salir corriendo detrás de ese hombre y lanzarle algo a la cabeza. Probablemente, palabras, pero mejor un libro o una piedra grande.

En cambio, me obligué a respirar hondo, alisé las páginas de mi libreta y bajé los escalones muy digna, con la cabeza bien alta.

El señor Reed estaba cerca de la escalera junto a una estantería, acariciaba con el dedo índice los lomos de algunos libros y luego sacó uno. Se lo colocó bajo el brazo y buscó otro.

No me paré a observarlo, tenía que hacer mi trabajo. Y solo porque aún no hubiera asimilado rutinas y tendiera a ser minuciosa ese engreído no tenía por qué tomarse la libertad de reírse de mí.

Me dirigí a los atriles con los periódicos, saqué todos los que se publicaban a diario y me apoyé en el cierre de rosca de las fijaciones de madera. Estaban tan prietas que después de la tercera ya me dolían los dedos, pero seguí insistiendo. Procuré que no se me notara y amontoné los periódicos a mi lado en un taburete junto a la pared.

Cuando casi había terminado, un niño entró en la biblioteca arrastrando los pies. Tendría unos diez años, vestía una chaqueta demasiado grande y el gorro que llevaba no paraba de resbalarle hacia los ojos. Bajo el brazo llevaba un montón de periódicos y fue directo al mostrador con ellos. El papel impreso acabó en el sobre de la mesa con un sonido amortiguado. Me dirigí a él. Cuando se quitó la gorra, dirigió los ojos hacia mí. El cabello rojo se erguía desordenado en la cabeza, tenía las mejillas sonrojadas del frío y el rostro plagado de millones de pecas.

—Buenos días —saludé en voz baja, y saqué la bolsita de seda del bolsillo de la falda.

—Buenos días —masculló el niño, que me miró de arriba abajo sin disimulo—. Es usted una ratita muy elegante —me dijo con un deje de marinero en el tono.

Me guiñó el ojo con autocomplacencia.

Contuve la respiración.

Aún estaba fresco mi enfado con el señor Reed, y ante un niño de la calle sucio y travieso no me daba ninguna vergüenza mostrar esa ira.

—¡Primero, me llamo «señorita Crumb»! —Lo dije en un tono tan cortante que la sonrisa del niño desapareció en el acto—. Segundo, en adelante no serás maleducado ni impertinente. Si alguna vez se te vuelve a ocurrir la absurda idea de ponerme nombre de roedor, te sacaré de aquí por la oreja y me ocuparé de que otro niño con mejores modales haga tu trabajo.

Su rostro había perdido el color; sus ojos, que acababan de mirarme con tanta franqueza, bajaron hasta clavarse en las puntas gastadas de los zapatos.

—¿Me has entendido? —le pregunté.

Comprobé con satisfacción que toqueteaba la gorra, nervioso.

—Sí, señora —dijo con un hilo de voz.

Respiré hondo una vez antes de abrir la bolsita de seda y sacar dos chelines.

—El señor Reed me ha dicho que te pagan dos chelines —le dije.

Él asintió, vacilante. Le di las monedas. El crío las cogió, dudoso, y se las metió en el bolsillo de la chaqueta.

—Gracias, señora —masculló, y luego se aclaró la garganta. Echó un vistazo alrededor sin saber adónde mirar. Respiró hondo—. ¿Puedo irme ya? —preguntó.

Me quedé impresionada. No había tenido mucho trato con niños. Desde que era pequeña habían dejado de parecerme interesantes y solo ponían a prueba mis nervios.

Por eso jamás habría pensado que fuera capaz de infundir tanto respeto a uno.

Mi madre se burlaba de mis faldas oscuras diciendo que eran el atuendo de una institutriz. Tal vez no iba tan desencaminada.

—Sí, cuando hayas hecho una reverencia y me hayas dado los buenos días como corresponde en presencia de una dama —le exigí, y me pregunté si no era demasiado.

Sin embargo, probablemente no se lo dirían en ningún sitio y no hacía daño a nadie sugerir unos cuantos buenos modales.

El niño obedeció mis instrucciones, se inclinó con tal torpeza que parecía la primera vez que lo hacía, me dio los buenos días en voz baja y luego se fue corriendo tan deprisa que sus pasos provocaron un ruido desagradable en todo el vestíbulo.

Ahora me sentía mejor. Había desahogado la rabia, me sentía liberada y había recuperado mi capacidad de réplica. Solo tenía que conservar ese estado.

Animada, cogí los periódicos del mostrador, intentando no mancharme los puños de la blusa color crema con tinta de imprenta.

—Vaya —se oyó una voz grave por detrás. Conseguí no estremecerme, aunque me dio un vuelco el corazón—. No me gustaría ser su alumno, señorita Crumb —comentó el señor Reed en tono reprobatorio.

Me volví hacia él. No estaba especialmente elegante con aquel montón de papel en el brazo, pero, por lo menos, se me ocurrió rápido algo que contestarle.

—Pues tal vez le harían falta unas clases de modales —repuse con aspereza.

Lo castigué con una breve mirada severa, hice una reverencia educada y luego lo dejé de nuevo con los libros que había depositado en el mostrador.

Por lo visto, no se le ocurrió nada, pues se limitó a mirarme sorprendido y yo me alegré de poder meter los periódicos nuevos en las fijaciones de madera.

Ahora me sentía llena de energía, coloqué los periódicos y cogí los antiguos para echar un vistazo al archivo.

Sentaba bien contradecir a alguien, no tragarse siempre la rabia, me sentía casi eufórica.

No obstante, el buen humor se desvaneció rápido al bajar los escalones de piedra hasta el archivo. Llevaba una linterna que había encontrado arriba en un gancho, pero, aun así, parecía que las paredes se tragaran la luz y lo convirtieran todo en sombras lóbregas y danzarinas.

La escalera terminó de forma tan abrupta que estuve a punto de caer por esperar más escalones. Era una sensación horrible estar con el corazón desbocado del susto en la penumbra sin oír nada más que mi propia respiración.

Me aclaré la garganta, me enderecé y sostuve la linterna en el aire. Ante mí, un arco daba a una amplia bóveda y avancé despacio con los periódicos viejos contra el pecho y la esperanza constante de no encontrarme con nadie ahí abajo. Mi corazón no soportaría que apareciera alguien entre las sombras.

Una corriente de aire fantasmagórica sacudió mi falda, me acarició las mejillas y yo chillé del susto, aunque no había pasado nada. Sentí el impulso de santiguarme para repeler el mal, pese a ser una mujer de ciencias y no creer en absoluto en los malos espíritus. Por desgracia tenía las manos ocupadas y me obligué a seguir avanzando en ese espacio oscuro como boca de lobo.

«No seas tan gallina», me reprendí, sin atreverme a hacer ningún ruido.

Intenté sujetar la linterna delante de mí para ver mejor cuando, de pronto, la luz iluminó un objeto plano; por un instante, apareció una estancia descomunal llena de armarios que acto seguido volvió a desvanecerse cuando retrocedí.

¿Qué era eso?

Poco a poco, enfoqué de nuevo la linterna hacia delante. A mi lado, junto a la pared, había una mesita con un espejo, parecida a un tocador, con una linterna en medio. La bajé y puse la mía en su lugar. Enseguida una luz débil inundó toda la bóveda.

Frente a mi linterna había un segundo espejo en la pared que reflejaba la luz, y enfrente de él otro con el mismo efecto. Llegaba hasta el último rincón del archivo. De espejo a espejo, iluminado por una sola linterna.

Estaba fascinada e impresionada a partes iguales, pero ese extraordinario hallazgo no me quitó el desasosiego que sentía entre esas paredes.

Había en el aire una leve corriente. Era tan seco que al cabo de unos instantes me costaba respirar.

Dejé la linterna sobre la mesilla y me atreví a seguir avanzando despacio en la sala. Los armarios se organizaban en largos pasillos, contiguos, todos con placas metálicas grabadas.

El armario de los periódicos estaba delante del todo. Al abrirlo encontré varias cajas, una para cada publicación. Busqué deprisa las cajas correctas para los ejemplares que tenía en los brazos y volví a cerrar el armario.

Me estremecí del susto cuando percibí un movimiento con el rabillo del ojo, retrocedí y me golpeé con la espalda en uno de los armarios, en cuyo interior se oyó un traqueteo. El corazón me latía con tanta fuerza contra las costillas que me dolía. Sin embargo, pasado un instante entendí que me había asustado mi propio reflejo, que brillaba espectral en una vitrina.

Tenía que salir de allí. Y rápido. Volví con pasos presurosos al pasillo y a mi linterna, que me iluminó el camino hacia la escalera. La cogí con torpeza de la mesilla; acto seguido se hizo la oscuridad detrás de mí.

Sentí la piel de gallina en todo mi cuerpo, subí los escalones tan rápido como me permitió la falda y procuré no pensar en las sombras que parecían querer agarrarme desde abajo.

Cerré la puerta del otro extremo de la escalera demasiado rápido y me apoyé en ella de espaldas para recuperar el aliento. Ese archivo era realmente el lugar más terrorífico en el que había estado jamás. No quería ni imaginar tener que bajar todos los días.

Respiré profundamente, retiré los agarrotados dedos de la linterna y apagué la vela de un soplido. El sol de la mañana brillaba a través de los ventanales sobre el suelo de piedra y logró que desapareciera la piel de gallina de los brazos.

La blusa estaba llena de tinta de impresión. Maravilloso.

Estuve horas allí sentada, desembalando las cajas con las novedades e introduciendo la entrada en el registro para cada libro, con el título, el autor, el tema, la fecha de publicación, el origen y otros datos de renovación de pedidos.

Cuando el Big Ben tocó las once, ya me sentía exhausta; aun así tenía delante un sinfín de libros por desembalar.

¿Qué habían hecho entonces mis veinticuatro antecesores? ¿Quedarse ahí sentados de brazos cruzados? No podía ser que quedara tanto por hacer y que nadie se ocupara de ello.

Tenía los dedos llenos de tinta, los brazos cubiertos de manchas oscuras que no podía limpiar y un mechón de pelo pegado al cuello por el sudor. Me dolía la espalda y decidí seguir más tarde y clasificar las devoluciones.

En el mostrador me encontré a Oscar. Estaba solo. Después de preguntar con prudencia, me enteré de que Cody no volvería hasta el día siguiente; solamente los lunes y los viernes estaban los dos.

Le sonreí agradecida y él bajó la vista, cohibido. Para no avergonzarlo más, me puse a clasificar los libros sin decir esta boca es mía. Fui más rápido que el día anterior, así que cuando empezó la gran afluencia de estudiantes antes de la pausa del mediodía ya había terminado. Probablemente, también era por no haber acumulado tanto desde el día anterior.

Ayudé a Oscar con los préstamos de los libros, pregunté por los nombres, apunté los títulos. De pronto, oí un nombre que me resultaba tan familiar como si fuera el mío.

—Henry Crumb —dijo el hombre que tenía delante, al que no vi hasta que me dio su libro.

Una pequeña risa histérica se apoderó de mí.

—¡Henry! —exclamé demasiado alto, con ganas de lanzarme al cuello de mi hermano.

Pero estábamos en público, tenía que trabajar y había un mostrador entre nosotros.

—¿Cuándo tienes la pausa? —me preguntó rápidamente.

Me costó apartar la mirada de él para buscar su nombre en el cajón de la C.

—A las doce y media —le informé.

Henry se echó a reír.

—Entonces dentro de cinco minutos —repuso.

Me volví hacia el reloj, que se inclinaba sobre nosotros como si colgara del techo de una estación de ferrocarril.

—Ah, sí —confirmé.

Oscar soltó un bufido por detrás.

—Apunte el libro y váyase. Yo me encargo de esto —me dijo, malhumorado, aunque no con desprecio.

Saqué la tarjeta de Henry, apunté el libro y la guardé de nuevo.

—Gracias —le susurré a Oscar, y juraría que vi un matiz rosa brillarle en las mejillas.

Subí corriendo a recoger el abrigo y luego sujeté del brazo a Henry, cuando me lo ofreció.

—La tía Lillian me escribió para decirme que estabas aquí. Es una locura. Pensaba que se había equivocado cuando leí que ibas a trabajar en la biblioteca —me explicó Henry mientras salíamos fuera y paseábamos por el camino adoquinado.

Desde que Henry estudiaba Derecho en Londres, solo lo había visto los días festivos y para el cumpleaños de nuestra madre. Como tenía mucho que hacer, con el tiempo las cartas se habían vuelto cada vez más breves.

Lo observé de soslayo y, sorprendida, advertí algunos cambios. Llevaba el pelo rubio oscuro un poco más largo, las patillas habían desaparecido, igual que el bigote, que siempre me había parecido ridículo.

—Digamos que no sabía dónde me metía cuando el tío Alfred y papá me convencieron. Pero mamá me amenazó con comprometerme con el aburrido señor Michels si no salía pronto de mi buhardilla —bromeé, aunque ni la mitad era broma.

Henry se rio, pero la mirada seguía siendo seria.

—¿El señor Michels, de verdad? —preguntó con escepticismo y las cejas levantadas—. ¿El que se hurga la nariz cuando cree que no lo ven? —preguntó Henry, que se echó a reír con ganas—. ¿Tienes hambre? —me preguntó.

Me apresuré a asentir, porque realmente tenía un hambre de lobos.

Henry me llevó a la cafetería de la universidad, que en el siglo pasado era un invernáculo de naranjos. Como el tiempo estaba gris, una tenue luz de linternas iluminaba la sala y propiciaba un ambiente acogedor pese a las dimensiones. El olor a patatas hervidas impregnaba el aire. Ya estaba salivando antes de tomar un sustancioso almuerzo, té y dos porciones de pastel.

—¿Y? ¿Cómo te va hasta ahora como asistenta del bibliotecario? —preguntó Henry con aire de suficiencia, cuando nos sentamos a una de las incontables mesas.

Solté un suspiro. Por lo menos, con él no me importaba ser sincera.

Henry me entendía. Siempre me había entendido; desde que éramos niños, acudía a él antes que a nadie cuando tenía problemas. Era una persona comprensiva, alegre y apacible que siempre me había tomado en serio y en la que podía confiar por completo. Igual que él en mí.

—Creo que no muy bien. Hay muchísimo que hacer y avanzo muy despacio. Hay cientos de libros por ahí y nadie se ocupa de ellos. Todo es tan grande que me duelen los pies cuando voy de aquí para allá. Y aún no he llegado a todo lo demás —confesé.

—Entonces ve haciéndolo poco a poco. Es el segundo día, Ani. Te pones demasiada presión —me dijo Henry.

Me desmoroné todo lo que me permitió el corsé.

—Es muy fácil decirlo. No tienes a un demonio en el cuello esperando a que falles para poder reírse de ti —me quejé, cogí un tenedor y me puse a comer.

La comida estaba bien, la comida me calmaba.

—¿Te refieres al señor Reed? —dijo Henry entre risas, y vi que tenía que contenerse para que la carcajada no fuera aún más sonora.

—Por supuesto, ¿quién, si no? —repuse, y cogí un pedazo de pavo de la ensalada de repollo—. Es descarado, impertinente, y tampoco ha oído hablar de la educación. Me trata como si de todos modos fuera a equivocarme y no valiera la pena ni dirigirme la palabra —me lamenté en voz baja.

Henry se tapó la boca para disimular la risa.

—No te gusta un pelo, ¿eh? —dijo.

Me encogí de hombros.

—¿Por qué me iba a gustar? Por lo que he oído, nadie lo soporta.

Me estremecí al pensar en él, en su mirada de desprecio y en su actitud como si yo estuviera solo ahí sentada, en vez de trabajar.

—A mí me cae bien —dijo Henry de pronto.

Se me cayó la patata del tenedor del susto. Lo miré a los ojos, tan azules, para asegurarme de que no me estaba tomando el pelo. No supe qué contestar.

—No me mires así, Ani. No es una criatura del averno —continuó, y le habría contradicho con gusto si no me hubiera quedado sin voz—. No te trata tan mal por maldad, sino para darte la oportunidad de conseguirlo sola, sin ayuda, como una persona adulta.

—No lo digas como si aún fuera una niña —gruñí.

—¡Entonces no te comportes como una niña! —me soltó, y volvió a dejar el té—. Deja de quejarte, haz lo que puedas y todo lo demás volverá a su cauce. Si te dejas provocar, solo es una señal de que no te puedes controlar. Y así te seguirán tratando como a una niña.

Me costó tragar con el nudo que se me había formado en la garganta, pues en realidad era consciente de que Henry tenía razón. Tenía que parar de echar balones fuera y empezar a hacer las cosas porque yo quería, y no para dar una lección al señor Reed o a mi madre.

Sin embargo, del dicho al hecho hay un buen trecho.

Por lo menos, Henry me había abierto los ojos y por fin me había dado un excelente motivo para quedarme. Por mí. No para demostrarle nada a nadie.

—Ani. —Su mirada era más conciliadora—. Lo conseguirás.

Asentí, aparté el plato a un lado, pese a haber comido solo unos bocados, y me puse con el pedazo de pastel. A fin de cuentas, era una adulta. Los adultos pueden decidir comer primero el pastel.

—Además, os enfrentáis tanto porque os parecéis bastante —afirmó Henry.

Casi me atraganto.

—¿Perdona? —mascullé con dureza, sin poder evitar que se me cayera el pastel de la boca—. Claro que no. ¿No has oído que te decía que es descarado, impertinente y sin una pizca de educación? —me indigné después de tragar. En los ojos de Henry volvió a reflejarse una sonrisa—. En vez de contestar, se limitó a hacer un gesto insinuante.

—Yo no soy descarada e impertinente —repetí.

Henry se puso a comer en silencio, con lo que no hacía más que burlarse más de mí.

—Pues mamá no opina lo mismo —repuso.

Por el tono de su voz, supe que se lo estaba pasando en grande, cosa que me molestó.

De nuevo, tenía razón. Mi madre siempre se quejaba de que no era capaz de mantener la boca cerrada cuando tenía que hacerlo y de saberlo todo.

—Pero yo soy educada —dije, para intentar salvarme de alguna manera.

Henry asintió.

—Claro. Quieres decir que tú disimulas tu mala educación mejor que él —comentó, divertido.

Lo fulminé con la mirada. Oír eso en boca de mi propio hermano me afectaba más de lo que creía. Dudaba de que pudiera darle la razón en eso también.