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Algo pasa con Daren
de Mayeda Laurens
Dos años antes
El avión con destino a Marrakech, a más de 834 kilómetros por hora, no era tan rápido como para dejar sus pensamientos atrás. Desde que tomó la decisión de poner tierra de por medio entre ella y sus problemas, el peso de su corazón se había aligerado un poco, pero aún le costaba ignorar esa presión en el pecho que le impedía respirar con normalidad.
Recordando que las playas de Marruecos eran conocidas como auténticos paraísos para los amantes del surf, se convenció de que un paisaje como aquel, en el que no abundaba el turismo romántico, sería el lugar ideal para perderse durante los siguientes días. Por eso decidió marcharse sin informar a nadie de sus intenciones.
Necesitaba reflexionar sobre su futuro, pero, sobre todo, ansiaba entender qué le ocurría, deshacer el nudo de sentimientos que la separación de Pau le producía, identificarlos y asumirlos. Tenía el convencimiento de que solo así podría volver a ser ella.
Mientras cruzaba el cielo, concluyó que en cierto modo había perdido el tiempo con él, porque desde el principio algo le decía que una relación basada en visitas de fin de semana estaba abocada al fracaso. Y, a pesar de todo, hubo momentos en los que pensaba que su vida sentimental era perfecta. Creyó que él era el definitivo.
Debería haberlo visto llegar…
***
Al cruzar las puertas de salida del aeropuerto se topó con un empleado del hotel que mostraba un cartel con su nombre. Decidida a emprender el tramo final que la separaba de su destino vacacional, avanzó hacia él.
Siempre había querido visitar Essaouira, pero jamás pensó que lo haría en esas condiciones: sola, dolida por la forma en la que había terminado su relación y buscando sanar sus heridas.
Así que allí estaba, camino de unas vacaciones improvisadas, reservadas en el último minuto y sin la más remota idea de lo que los siguientes días le iban a deparar.
Todas sus preguntas desaparecieron al detenerse frente a un Volkswagen Touareg negro brillante y ver al chófer abrir la puerta trasera para que se acomodara. El acabado en cuero bicolor de los asientos deportivos, el amplio espacio interior, las molduras de entrada de acero cromado y hasta la mesa plegable que se adhería al respaldo de los asientos delanteros le pedían a gritos que entrara y disfrutara de ellos durante el viaje.
Mostrando la primera sonrisa desde que se embarcase en aquella aventura, Elisa se introdujo en él y, casi con devoción, se ajustó el cinturón de seguridad, pasando la mano después por la tapicería, sintiendo el lujo que el coche le brindaba. Creyendo que quizá aquello era una señal, se permitió soñar con un futuro algo más prometedor.
El conductor, tras preguntarle en un precario castellano si estaba cómoda, le sugirió beber algo para combatir el calor que, a finales de ese mes de marzo, asolaba el país africano. Elisa se apiadó de él y en francés le pidió una botella de agua. Con una gran sonrisa de agradecimiento, el joven se apresuró a mostrarle el compartimento destinado a mantener las bebidas frías. Después, ocupó su lugar al volante y, con una suave conducción, salió a la carretera.
Encantada con la manera en que sus vacaciones habían comenzado, recostó la cabeza en el cristal de la ventanilla. La certeza de que su suerte empezaba a cambiar ahuyentó parte de su tristeza y, sin darse cuenta, se sumió en un profundo sueño.
***
—Madame…
Una suave voz trataba de hacerse notar en su cerebro.
—Madame… Nous sommes à l’hôtel.
Al momento se despertó y recordó de golpe dónde se encontraba. El simpático conductor le hablaba desde el asiento delantero, mirándola por el espejo retrovisor. Cuando este comprobó que obtenía toda su atención, se apresuró a bajar del coche y abrirle la puerta.
Mientras descendía, Elisa observó la fabulosa entrada construida en mármol y cristal, custodiada por dos enormes palmeras y rodeada de abundante vegetación, que le daba la bienvenida. Las puertas se abrieron y un hombre vestido con el traje típico local, en tonos dorados y blancos, se acercó para ofrecerle una pequeña toalla húmeda con la que paliar el bochorno que la recibió en cuanto puso un pie fuera del coche. Sin dejar de sonreír, llamó a un tercero que recogió su maleta y la precedió al interior.
Unos minutos después, se encontraba en su habitación, en la primera planta. Tras ofrecer unas monedas a la joven que la acompañó hasta allí, se despidió de ella y estudió con detenimiento el lugar donde se alojaría los siguientes días.
Las fotos que había visto en internet no hacían justicia al esplendor del cuarto. Más de cuarenta metros cuadrados de estancia se abrían frente a ella mostrando una maravillosa cama King size cubierta por un mullido edredón blanco y una gran cantidad de cojines en vivos colores de distintas formas y tamaños. Maravillosas lámparas colgadas estratégicamente del alto techo proyectaban una mágica luz otorgando a la estancia una calidez digna de un pasaje de Las mil y una noches.
Llamó su atención la inmensa bañera situada en medio de la habitación, aislada del resto de elementos del cuarto baño, en el otro extremo de la sala. La tina, forrada en baldosines de un profundo azul índigo al más puro estilo árabe, estaba colocada de tal forma que desde ella se podía disfrutar de las vistas que el amplio ventanal ubicado al fondo del cuarto ofrecía. Con sorpresa, Elisa se acercó a él y descubrió que se trataba de una puerta corredera que daba paso a una terraza chill out cubierta, donde un par de sillones y una chaise longue rodeaban una mesa de mimbre con cubierta de cristal. Varios focos adosados a la tarima sobre la que descansaba el conjunto completaban la decoración. Ante ella, el verde del césped aparecía como una extensión de lo que serían sus dominios durante los siguientes días.
Sin poder evitarlo, caminó sobre él hasta el final, marcado por un muro de seto que se abría en un punto concreto mostrando el inicio de unas escaleras que descendían hasta el inmenso campo de golf que rodeaba el hotel. Descubrió que esa parte de hierba era común al resto de habitaciones que ocupaban la primera planta del hotel. Al mirar al fondo, el azul del océano Atlántico ocupó toda su visión. Inspirando profundamente atrapó los matices de agua salada que la brisa le trajo y trató de llenar sus pulmones con ellos. Tras un par de minutos más disfrutando de esa sensación, notó que el viento soplaba con algo más de fuerza y un poco más frío, quizá. Se dio la vuelta para refugiarse en su cuarto.
Cuando ya casi había alcanzado la terraza, un movimiento a su izquierda le hizo detener sus pasos. De pie, al lado de una de las butacas de la estancia colindante, un hombre la observaba con descaro. Descalzo, vestido con un pantalón de traje negro, llevaba una camisa blanca abierta por completo y ocultaba las manos en los bolsillos del pantalón, en actitud relajada. Apenas los separaban unos metros y Elisa distinguió con claridad la intensa mirada que le dirigía. Cuando aquel extraño fue consciente del momento justo en el que ella tembló bajo su escrutinio, inspiró hondo haciendo que su torso incrementase su tamaño y, muy despacio, se dio la vuelta y desapareció en el interior de su habitación.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Elisa... La brisa marina nada había tenido que ver.
Con los nervios a flor de piel, decidió comenzar sus vacaciones con un relajante baño de espuma, prescindiendo de las vistas, eso sí, y quizá queriendo interponer una barrera más entre ella y el hombre que dormía a tan solo una pared de distancia, por lo que corrió el pesado cortinaje que la aislaba del mundo exterior.
Mientras abría el grifo de la bañera y dejaba correr el agua, unos tímidos golpes sonaron en su puerta. Dos empleados del hotel le traían su equipaje y una botella de champán. Mientras uno de ellos dejaba su maleta a los pies de la cama, el otro colocó la bebida en una cubitera y, sin apenas hacer ruido, abandonaron la habitación.
Mucho tiempo después, Elisa salía de la bañera procurando mantener el equilibrio. Durante el baño había dado cuenta de casi la mitad de la bebida, recordándose que estaba de vacaciones en África, a kilómetros de su casa, disfrutando de los servicios de un lujoso hotel mientras sentía que las burbujas montaban una fiesta en su cabeza. ¿Qué más podía pedir para comenzar su sanación? Sintiendo que las rodillas le fallaban, se arrojó en la cama y se quedó dormida casi al instante, hasta que, un buen rato después, un ligero temblor sacudió su cuerpo. Lo justo para obligarla a despertarse de golpe y ser consciente de que se había abandonado al sueño.
Se puso en pie, trató de darse algo de calor frotando sus brazos con las manos y buscó su teléfono móvil. Su estómago profirió en ese momento un quejido demasiado vehemente para ser ignorado. Al ver que era la hora de cenar, deshizo la maleta y después se vistió con unos vaqueros blancos, una camiseta de manga larga en color ocre y unas sandalias de dedo en tonos tierra. Tras aplicarse un poco de crema hidratante en el rostro y cepillarse el cabello, desechó la idea del bolso. Al fin y al cabo, disfrutaba del servicio de todo incluido. Guardó la tarjeta de la habitación en un bolsillo del pantalón y se encaminó al restaurante.
Un agradable aroma inundó sus fosas nasales y su sensación de hambre aumentó un poco más. Al entrar, una mujer menuda de impresionantes ojos negros le pidió el número de la habitación y, tras marcarlo en un listín, la guio hasta una mesa libre, situada en una esquina del local, alejada por completo de la puerta de entrada, como si hubiera intuido que en ese momento ella necesitaba intimidad.
En lugar de utilizar la silla de diseño ubicada a un lado de la mesa, se acomodó en el blanco sofá del extremo opuesto, desde donde tendría una vista completa de la sala. Al segundo, un camarero se acercó a ella con una carta. Tras echarle un rápido vistazo, Elisa decidió dejarse aconsejar. La música ambiental que amenizaba el momento y el vino tinto con el que acompañó su cena permitieron que se relajara y se apoyara en el respaldo del sofá, observando a las familias, parejas y, quizá, amigos que ocupaban el restaurante, sin dejar de admirar la buena mano del decorador, que había conseguido fusionar el minimalismo y la modernidad de los muebles con distintos elementos árabes, jugando con las luces y los brillos, creando el ambiente ideal de lujo y sofisticación que el resort anunciaba en su página web.
Sus ojos se detuvieron en una mesa al fondo del restaurante, justo en la esquina opuesta a la suya. Desde su posición, y debido a la suave iluminación, que en ese momento era más tenue, no pudo apreciar las facciones de uno de los comensales que la ocupaban, pero una incómoda sensación de reconocimiento se instaló en ella. Mientras saboreaba el vino dulce que le ofrecieron con el postre, trató de distinguir sus rasgos entre las sombras sin conseguirlo. Cuando se dio por vencida, apuró su copa y se levantó para volver a su habitación. Se encaminó a la salida, agradeciendo con una sonrisa el servicio al personal, pero justo antes de abandonar el restaurante miró de nuevo hacia la mesa en penumbras. No supo por qué pero la desilusión se alojó en ella al descubrirla vacía.