Capítulo 7

 

CÓMO ERA posible?, se preguntaba Apollo sentado en la cubierta, bebiendo vodka de una botella, el pelo negro flotando con el viento, sus ojos verdes brillantes. ¿Cómo era posible que hubiera terminado con una mujer que había sufrido abusos de niña y cuya actitud hacia el sexo había sido retorcida por experiencias tan desagradables?

Y él lo había estropeado aún más. No solo le había hecho daño físicamente, además le había gritado. Después de beberse media botella, Apollo caminó descalzo por la cubierta. Su mujer era virgen y él había actuado como un idiota. ¿Por qué? Porque era un imbécil arrogante, orgulloso de su experiencia…

¿Por qué no lo admitía? Todo se había estropeado porque Pixie no confiaba en él lo suficiente como para contarle la verdad. ¿Y cómo podía recriminárselo cuando él nunca le había contado a nadie su propia experiencia? También él entendía la vergüenza, las dudas, la inseguridad y el sentimiento de culpa, pero solo en ese momento entendía que Pixie había sido una víctima, como él.

Y merecía algo mejor, mucho mejor de lo que le había ofrecido. La había tratado como si fuera una de sus conquistas; una de esas mujeres expertas que solo querían pasarlo bien dentro y fuera de la cama, esperando poder sacarle el mayor rendimiento posible. Y no le importaba porque de ese modo ejercía un control total sobre la relación. Pero no podía controlar a Pixie y eso lo turbaba. Él era un hombre inteligente, frío y lógico y, sin embargo, en lugar de mostrarse encantado porque su mujer nunca hubiera estado con otro hombre, le había gritado…

Pero estaba encantado porque algo en Pixie despertaba un deseo posesivo en él que no había experimentado nunca. Además, había tenido el coraje de contarle algo tan personal y estaba en deuda con ella, ¿no?

Haciendo eses, Apollo se dirigió al camarote, pero tropezó con la ropa que Pixie había dejado en el suelo, frente a la puerta. El estruendo y su grito de sorpresa interrumpieron los pensamientos de Pixie, que encendió la lámpara de la mesilla y se quedó asombrada al verlo en el suelo.

–¿Qué te ha pasado?

–Que estoy borracho –respondió él.

–Después de una noche tan horrible, lo entiendo.

–No seas tan amable –dijo Apollo, pasándose una mano por el cabello despeinado–. Yo no lo he sido.

En sus ojos verdes había un brillo temerario que la ponía nerviosa. Sobrio era difícil de manejar, borracho podría ser más de lo que ella podía controlar.

–Nunca había estado con una virgen –le confió Apollo entonces–. Quería que todo fuese perfecto y cuando se estropeó me puse furioso. Es mi ego, mi orgullo, nada que ver contigo. He sido un… –Apollo masculló una palabrota.

–Más o menos –dijo ella, más alegre después de esa admisión y pensando que incluso borracho era el hombre más guapo que había visto en toda su vida.

–Mi segunda madrastra me pegaba con un cinturón hasta hacerme sangre –le confió Apollo entonces.

Pixie tragó saliva.

–¿Cuántos años tenías?

–Seis. La odiaba.

–No me sorprende. ¿Y qué hizo tu padre?

–Se divorció de ella. Estaba muy sorprendido, pero la verdad es que era un poco ingenuo sobre lo crueles que pueden ser las mujeres –respondió Apollo mientras tomaba un trago de la botella que aún llevaba en la mano–. No entendía que yo era el gran problema en sus matrimonios.

–¿Por qué?

Pixie se preguntaba si debería quitarle la botella o, sencillamente, cerrar los ojos. Apollo no parecía él mismo y tal vez la odiaría a la mañana siguiente por haberlo visto tan vulnerable.

–Cuando una mujer se casa con un hombre rico quiere que su hijo sea el heredero, pero yo estaba allí y era el primogénito.

–A juzgar por la paliza que te dio tu madrastra, tu padre no cuidaba de ti demasiado bien.

Apollo cerró los ojos, las largas pestañas casi rozando sus pómulos.

–Se casó con mi tercera madrastra cuando yo tenía once años. Era una mujer guapísima, escandinava, y la única que parecía tener genuino interés por mí. Yo estaba hambriento de afecto maternal y ella iba a buscarme al colegio, me ayudaba con los deberes y esas cosas. Mi padre estaba encantado y la animaba a seguir haciéndolo –terminó, haciendo una mueca.

–¿Entonces? –preguntó Pixie, sabiendo por su tensa expresión que no todo había sido tan agradable.

–Básicamente estaba preparándome para el sexo. Le gustaban los chicos adolescentes…

–¡Pero tenías once años! –exclamó ella, horrorizada–. Imagino que no serías capaz…

–Cuando por fin me llevó a la cama tenía trece años y la relación duró dos años más. Me llevaba a hoteles… era algo sórdido y terrible y yo sabía que estaba traicionando a mi padre, pero era mi primer amor y era tan tonto como para adorar el suelo que pisaba. Era su mascota –terminó Apollo, con gesto asqueado.

Pixie saltó de la cama y corrió a su lado.

–Lo siento mucho. Debió ser terrible.

–Tenía quince cuando mi padre se enteró.

–Una mujer perversa se aprovechó de ti….

–Y ni siquiera era el único–la interrumpió él–. Había estado haciendo lo mismo con el hijo de un pescador local. Fue su padre quien se lo contó al mío.

Pixie lo envolvió en sus brazos.

–Solo eras un niño. No podías hacer nada.

–Pero yo sabía que estaba haciendo mal al acostarme con la mujer de mi padre. No merecía que me perdonase, pero me perdonó.

–Porque te quería y sabía que su mujer estaba aprovechándose de ti –argumentó Pixie–. Siento mucho haberte llamado mujeriego. Tuviste una adolescencia terrible y, por supuesto, eso te afectó.

Apollo alargó una mano para acariciar su pelo.

–Nunca se lo había contado a nadie, pero tú me has abierto tu corazón… y ahora creo que necesito irme a la cama. No quiero quedarme dormido en el suelo, koukla mou.

Pixie le quitó la botella de la mano y, tambaleándose ligeramente, Apollo cayó en la cama y se quedó dormido de inmediato. Ella lo observó en la penumbra, pensando en lo equivocada que había estado sobre él, aunque después de lo que le había revelado le parecía más complejo que nunca. El hombre con el que había llegado a un acuerdo para casarse y tener un hijo la fascinaba, tuvo que reconocer mientras apartaba el pelo de su frente con el corazón encogido.

Un cosquilleo la despertó al amanecer. Seguía siendo algo nuevo para ella, pero supo de inmediato que era Apollo acariciándola. Sus pezones eran como duros capullos y el sitio donde jugaba con sus astutos dedos estaba bochornosamente sensible y húmedo.

–¿Estás despierta? –susurró él.

–Sí –consiguió decir Pixie, levantando las caderas.

Apollo se colocó sobre ella, todo músculo y feroz control. Con los ojos brillantes, el rostro tenso y esa sombra de barba era más irresistible que nunca. Temiendo ser demasiado estrecha para él, tuvo que hacer un esfuerzo para no contraer los músculos, pero Apollo se movía despacio, dolorosamente despacio, ensanchándola poco a poco con su rígido miembro y despertando en ella una reacción de inesperado placer ante la asombrosa fricción. Cuando empujó con fuerza hacia delante, una oleada de emoción la envolvió y dejó caer la cabeza hacia atrás, abriendo los ojos de par en par.

–No quería que te pusieras nerviosa otra vez –admitió él–. Esto no es un castigo.

–Nada de… castigo –musitó ella sin voz, apretándose contra su cuerpo.

–Solo sexo –dijo Apollo.

Si ella tuviese aliento para discutir lo habría hecho, pero no podía respirar. Estaba dentro de ella y sobre ella y nada le había gustado más en toda su vida. Apollo esbozó una sonrisa cargada de masculina satisfacción y, por una vez, no le importó.

Levantó sus piernas para colocarlas sobre sus hombros y la embistió profundamente, provocando una oleada de placer que la hizo gritar. El deseo era incontenible, intenso, hasta que algo parecido a una explosión detonó dentro de ella y sintió que salía volando.

Apollo dejó escapar un gruñido de gozo sobre su pelo y Pixie intentó abrazarlo. Era algo automático, instintivo… y fue una sorpresa cuando él se apartó, poniendo espacio entre ellos con gesto sombrío.

–No puedo hacer eso –se disculpó, su hermosa boca momentáneamente rígida de tensión.

Pixie intentó disimular su decepción porque de verdad lo entendía después de lo que le había contado por la noche. Apollo era un niño necesitado de afecto materno que había sido engañado por una mujer para ganarse su confianza.

Tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas, luchando contra el deseo de abrazarlo. Era el único hombre que había tenido tanto poder sobre ella y eso la asustaba. A veces sentía ganas de darle una patada, otras quería abrazarlo, aunque sabía que él no querría eso, que no podría soportarlo. Cuando la hacía perder el control de su cuerpo, de algún modo también tocaba sus emociones y sabía que eso era peligroso.

Apollo, acostumbrado a sentirse cómodo en cualquier situación, se sentía inquieto. Él no solía beber en exceso y cuando lo hacía siempre era capaz de controlar su lengua, pero de forma inexplicable esa noche había perdido el control y le había contado sus más oscuros secretos. Las tristes experiencias de Pixie habían reavivado unos recuerdos que había suprimido durante años y eso lo había desestabilizado, pero no le gustaban sus propias debilidades. No le gustaba nada esa sensación de mostrarse expuesto y vulnerable porque le recordaba lo indefenso que había sido de niño. Y, por esa razón, se alegraba de tener una distracción disponible.

–Tengo algo para ti –le dijo, abriendo un cajón de la mesilla para sacar una cajita que había guardado unos días antes. Él siempre pensaba en todo y estaba preparado para cualquier eventualidad. Además, Pixie merecía ese regalo mucho más que cualquiera de las mujeres con las que había compartido cama.

La noche de bodas había sido desastrosa, con él borracho y contándole sus penas como si fuera un crío. Pero después de eso, aunque sabía que temía la consumación, ella le había entregado su confianza y eso era algo que no tenía precio.

Sorprendida, Pixie abrió la caja con mucho cuidado y tragó saliva al descubrir una preciosa pulsera de diamantes.

–¿Es para mí?

–Mi regalo de boda –anunció Apollo mientras saltaba de la cama para dirigirse a la ducha, convencido de que había hecho todo lo posible por mostrarse considerado y decente.

–Es preciosa… y supongo que necesito joyas para parecer la esposa de un millonario –murmuró Pixie, insegura–. Pero no es el mejor momento para darme un regalo.

Él la miró con gesto de incredulidad.

–¿Por qué?

Desnudo y bronceado como un dios griego, era sin la menor duda el hombre más impresionante que había visto nunca, pero la confundía y la hería una y otra vez, pensó Pixie.

–No soy una fulana a la que tengas que pagar por una noche.

–Nunca he estado con una profesional –replicó él, con tono helado–. Te he ofrecido un regalo y «gracias» hubiera sido la respuesta apropiada.

–Es que esto me hace sentir… –empezó a decir Pixie, intentando poner en palabras algo que no entendía ella misma.

–Tenemos un acuerdo –le recordó Apollo–. Piensa en ello como un negocio, así de simple.

–No puedo pensar en mi cuerpo como un negocio. No sé en qué me convertiría eso –replicó ella, sintiéndose absurdamente infeliz–. Necesito más respeto del que tú me ofreces si vamos a estar juntos durante meses. No creo que sea mucho pedir. No pareces capaz de abrazarme después del sexo… pero no voy a pegarme a ti, no te preocupes. No voy a enamorarme de ti o de las cosas que puedas comprarme. Sé que este matrimonio no es real.

En ese momento sonó un gemido por debajo de la cama.

–Calla, perro –le ordenó Apollo, frustrado–. Te han dado un paseo, te han dado comida y agua. No te metas en esto, ella puede arreglárselas sola.

Pixie dejó escapar un suspiro.

–¿No podríamos intentar ser amigos? Si no podemos ser otra cosa porque te sientes amenazado…

Apollo echó hacia atrás la arrogante cabeza, sus ojos verdes brillantes como esmeraldas.

–Tú no me haces sentir amenazado.

Pixie dejó escapar un suspiro.

–No me castigues porque anoche hablaste demasiado.

Y allí estaba lo que no podía soportar de Pixie: que veía lo que había en su corazón y era la experiencia más incómoda que había tenido que soportar en muchos años.

Sin decir una palabra, Apollo se metió en la ducha y se negó a seguir pensando; un truco que había aprendido de niño para mantener cierto control sobre su vida. Se mantuvo erguido y tenso hasta que los chorros de agua se llevaron la frustración y la angustia.

Conteniendo un gemido, Pixie volvió a la cama y no protestó cuando Hector saltó para tumbarse a su lado. Con un poco de suerte, Apollo pensaría que estaba dormida, pero en realidad estaba contando cosas positivas, una costumbre que tenía desde la niñez para hacer que los días grises fuesen más alegres.

Número uno, se habían acostado juntos y había sido… asombroso. Número dos, Apollo era un hombre herido, pero al menos le había contado por qué, aunque lo lamentase. Número tres, parecía querer que su matrimonio funcionase, pero no sabía cómo hacerlo. Las mujeres que saltaban de alegría al recibir un regalo por una noche de sexo no educaban a un hombre sobre los sentimientos femeninos o sobre cómo hacer que una mujer se sintiera respetada y segura.

¿Esperaba demasiado de él?, se preguntó. Aquel era, supuestamente, un simple acuerdo y tal vez estaba siendo poco razonable.

 

 

Pixie desayunó sola sobre la pulida cubierta, con Hector a sus pies, mientras Apollo trabajaba en su despacho. La había llamado por teléfono, sí, por teléfono, para decirle que tenía mucho trabajo, como si estuviera arrepentido de todo lo que le había contado por la noche. Cuando su móvil sonó de nuevo Pixie respondió a toda prisa, pensando que querría decirle algo más, pero era su amiga Holly.

–¡Vito y yo iremos al Circe esta tarde! –exclamó Holly, emocionada–. ¿Qué te parece?

Pixie puso los ojos en blanco.

–Cuantos más, mejor –bromeó, tontamente dolida al saber que Apollo los había invitado para crear una barrera entre ellos un día después de su boda.

¿De verdad era tan insoportable? Suspirando, se llevó una mano al abdomen, rezando para quedar embarazada lo antes posible. Cuanto antes escapasen de aquella situación, mejor para los dos. Si no vivían juntos ni compartían cama todo sería más fácil, razonó, preguntándose por qué tenía el corazón tan pesado.

–Iremos a una discoteca en Corfú –le contó Holly–. Bueno, qué tonta, imagino que ya lo sabes.

–No, no lo sabía –murmuró Pixie.

 

 

–Prometo no hacer preguntas indiscretas –empezó a decir Holly unas horas después, mientras se sentaba en la cama del camarote–. Pero no pareces feliz y Apollo no nos habría invitado si lo fueras. ¿Puedo preguntar eso al menos?

Pixie hizo una mueca.

–No. Lo siento.

–Pero pareces tan apegada a él… y lo raro es que Apollo también parece apegado.

–No, de eso nada –dijo Pixie, absolutamente convencida.

–Le ha dicho a Vito que nos ha invitado porque pensó que te haría ilusión y Apollo nunca hace el menor esfuerzo por una mujer.

Nada convencida, Pixie se encogió de hombros mientras Holly acariciaba a Hector y Angelo exploraba la habitación con la vana esperanza de encontrar algo con lo que jugar. Inclinándose, tomó a su ahijado en brazos, mirando la adorable carita del pequeño.

–¿Qué vas a ponerte esta noche?

Aliviada por el cambio de tema, Pixie le mostró el vestido.

–Dios mío, voy a parecer anticuada a tu lado. ¿A qué hora piensas ir a la peluquería?

–Voy a peinarme yo misma –respondió ella, sorprendida.

–¿Tienes un salón de belleza a bordo y sigues peinándote tú misma?

–¿Hay un salón de belleza en el Circe?

Mientras hablaban sobre las imperfecciones de Apollo como marido y anfitrión, las dos mujeres se dedicaron a explorar el yate y pasarlo bien.

Horas después tuvo lugar una cena en la que Apollo parecía ignorar a su esposa y Pixie decidió hacer lo propio, charlando con su amiga, a la que tanto echaba de menos. Después, salieron a cubierta para subir a la lancha que los llevaría a la isla de Corfú.

Apollo la estudiaba con expresión consternada.

–No me gusta ese vestido –le dijo.

Haciendo una mueca, Vito tomó a Holly del brazo para alejarse un poco y Pixie se encogió de hombros. Llevaba un corpiño ajustado de color cereza, una falda lápiz negra y unos zapatos de tacón altísimo. Era un atuendo joven y moderno y le daba igual lo que Apollo pensara.

–No puedes dictar qué debo ponerme. Además, ¿cuál es el problema?

Él apretó los dientes.

–Que enseñas demasiado.

–Has salido con mujeres que no se molestaban en ponerse ropa interior.

–Tú eres diferente, eres mi mujer –insistió él–. Y no quiero que otros hombres miren a mi mujer.

–Pues lo siento –replicó Pixie con un combativo brillo en los ojos–. Tú eres un neandertal con traje de chaqueta.

–Si no tuviéramos invitados no te dejaría bajar del barco –replicó él.

Menudo hipócrita, pensó ella. Apollo era famoso por salir con mujeres que parecían haberse dejado la mitad del vestido en casa.

Un par de horas después, en la sala VIP de la discoteca, Pixie empezaba a echar humo. Apollo estaba rodeado de mujeres con las que bromeaba como si ella no estuviera allí.

–Siento mucho haberte metido en esto, Holly –se disculpó.

–No debería decirlo, pero portarse mal es el pasatiempo favorito de Apollo.

Pixie echó la cabeza hacia atrás, la rubia melena bailando alrededor de sus hombros.

–Yo también puedo portarme mal –murmuró.

Su amiga hizo una mueca.

–Provocarlo no es la mejor manera de lidiar con Apollo.

Pixie, sin embargo, estaba harta de ser amable y sensata. Desde su llegada a la discoteca Apollo había estado flirteando con otras mujeres, invitándolas a champán y dejando que babeasen por él. La trataba como si fuera invisible y no estaba dispuesta a permitirlo. Además, había descubierto por qué no hacía el menor esfuerzo con ella. Por lo que sabía, Apollo nunca había tenido que hacer el menor esfuerzo. Era guapo y rico, y actuar como un niño mimado en una tienda de caramelos, eligiendo el que más le gustaba, era lo normal para él.

Pixie se apoyó en la barandilla para mirar a la gente que bailaba en la pista, haciendo una mueca al escuchar risas desde la mesa. Le gustaría tirarle un cubo de hielo sobre la cabeza y luego ir dándole patadas hasta el Circe. Había sugerido que fueran amigos y esa era la respuesta que recibía. ¿Y por qué le importaba? Lo miró de nuevo por el rabillo del ojo y cuando vio a una mujer pasando los dedos por su torso tuvo que apretar los dientes de rabia.

–¿Quieres bailar? –escuchó una voz con leve acento tras ella.

Pixie se dio la vuelta y sonrió al encontrarse con un atractivo joven de pelo negro, ojos muy oscuros y aspecto árabe. Vito la había invitado a bailar y le había dicho que no porque sabía que se lo pedía por pena. Y también le había dicho que no a Holly, pero un extraño era un aceptable sustituto para un marido que la ignoraba mientras, al mismo tiempo, se portaba de manera indecente.

–Sí, gracias –respondió, notando que los guardaespaldas que los habían acompañado a la discoteca se levantaban con gesto alarmado. Decidida, sonrió para hacerles saber que estaba bien y no necesitaba ser rescatada.

–Soy Saeed –se presentó su acompañante.

–Yo me llamo Pixie –anunció ella alegremente, precediéndolo por la escalera y notando que los dos guardaespaldas de Apollo tomaban posiciones al borde de la pista de baile junto a otros dos hombres altos y fornidos.

 

 

–¿Dónde está Pixie? –preguntó Apollo abruptamente.

–Bailando –anunció Holly con cierta satisfacción.

–¿Con otro hombre? –exclamó él mientras se levantaba de un salto.

Vito se levantó también para acompañar a su amigo a la pista de baile.

–No puedes pegarle, tiene estatus diplomático –le advirtió al ver al hombre con el que bailaba.

Apollo masculló una palabrota en cuatro idiomas diferentes cuando, por fin, vio a su mujer bailando con un extraño. El hombre agarraba sus caderas, intentando apretarla contra él y, experimentando una furia ciega, iba a dirigirse hacia ellos cuando Vito lo tomó del brazo.

–Es un príncipe árabe, no provoques un escándalo –le advirtió su amigo.

Apollo apretó los puños, furioso. ¿A qué demonios estaba jugando Pixie? Era su mujer y no pensaba dejar que otro hombre la tocase. Él nunca perdía los nervios, pero allí estaba, a punto de estallar porque no era el único que se había fijado en la ajustada falda o en ese top que destacaba la curva de sus pechos.

Airado como nunca, Apollo se colocó detrás de ella, la tomó en brazos y la cargó sobre su hombro.

–Es mi mujer –le dijo al sorprendido príncipe, que era del mismo tamaño que Pixie con tacones. Y con ese claro anuncio de su derecho a interferir, Apollo se dirigió a la salida.

Pixie tardó unos segundos en darse cuenta de lo que estaba pasando, pero en cuanto reconoció el aroma de Apollo empezó a golpear su espalda con los puños.

–¿Qué demonios estás haciendo? ¡Suéltame ahora mismo!

Mientras los guardaespaldas intentaban no mirar o fingir que no miraban, Apollo empujó a su mujer al interior de la limusina para volver al puerto. Pero, como una gata, Pixie se lanzó sobre la puerta.

–¡Quiero volver con Vito y Holly!

Apollo dejó escapar un largo suspiro.

–Volvemos al yate. Y si es así como piensas portarte cada vez que salgamos juntos, no volveremos a salir.

–No tengo que ir contigo a ningún sitio –replicó ella, intentando abrir la puerta de la limusina–. ¡Déjame salir!

–No –dijo Apollo, un poco más calmado al tenerla a su lado de nuevo, donde debía estar–. No deberías haber dejado que te tocase.

–¿Lo dices en serio? –exclamó Pixie–. ¡Tú has tenido mujeres tocándote toda la noche!

Apollo la fulminó con la mirada.

–¿Se puede saber qué te pasa?

–Lo que me pasa es que no estoy dispuesta a dejar que me manipules –respondió ella–. Todo lo que tú puedas hacer también yo puedo hacerlo y lo haré. Me lanzaré sobre cualquier hombre si eso te molesta… te odio, Apollo. ¡Te odio!

Apollo la observó alejarse hacia la lancha como un guerrero en miniatura y sentarse tan lejos de él como era posible. El matrimonio prometía ser mucho más difícil de lo que había pensado, tuvo que admitir, aún sorprendido por los sentimientos posesivos que lo habían asaltado cuando vio al príncipe poner sus manos sobre ella. ¿Cómo se atrevía?

Unos minutos después, Pixie se quitó los zapatos para subir al yate.

–Hemos abandonado a nuestros invitados –le recordó–. Menudos anfitriones.

–Si crees que Holly y Vito quieren encontrarse en medio de una discusión marital, estás loca. Imagino que no volverán hasta el amanecer –dijo Apollo, con los dientes apretados.