LE VOY a recetar una comida nutritiva y diez horas seguidas de sueño. Y en ese orden.
El buen doctor Epstein lanzó a Xanthe una seria mirada que la hizo sentirse como cuando tenía cuatro años y su niñera le regañaba por negarse a echarse la siesta.
–Tiene la tensión alta y el hecho de no haber comido ni dormido en varios días es el motivo de este incidente. El estrés no es bueno, señora Carmichael –añadió el médico.
Cómo si ella no lo supiera, teniendo ahí delante la causa de su estrés.
No le hacía ningún favor que Dane supiera que no había dormido bien ni había comido desde el miércoles por la mañana.
Era la primera vez en su vida que se había desmayado. Bueno, la segunda, desde…
No, no quería pensar en eso.
Recordar esos días le había hecho perder mucho terreno. Lo único bueno de su desmayo era que había ocurrido antes de tener que confesarle a Dane las circunstancias de su aborto.
Al volver en sí, se había encontrado con que tenía la cabeza apoyada en el sólido hombro de él. A la inevitable oleada de deseo le había seguido la recuperación del sentido común.
Estaba ahí para poner punto final a su relación con Dane, no para revivir el pasado. No ganaría nada dándole explicaciones a Dane sobre el aborto, a excepción de volver a adoptar el papel de solitaria e insegura chica necesitada de que un hombre la protegiera.
Quizá así había sido en el pasado. La brutalidad con la que su padre había evitado que volviera a ver a Dane les había impedido a ambos terminar su relación amigablemente. Después, su padre había acabado de estropearlo todo al contratar a su amigo Augustus Greaves para que se encargara del divorcio.
Pero su padre ya estaba muerto. Y ella ahora veía que, aunque equivocadamente, su padre había actuado del modo que le había parecido adecuado para proteger los intereses de su hija. Y la verdad era que sí le había hecho un favor.
Lo más probable era que hubiera vuelto con Dane y que hubiese intentado salvar su matrimonio, que había sido un error desde el principio.
No, no iba a ganar nada contándole a Dane la verdad diez años después del hecho.
La actitud dominante y protectora de él le había resultado muy romántica aquel verano. Le había parecido que eso demostraba que Dane la amaba. Sin embargo, lo único que demostraba era que Dane, igual que su padre, la había considerado inferior.
Ahora era una mujer profesional y pragmática. El melodramático desmayo se debía a la falta de alimento y al agotamiento, nada más. Por suerte, no era tan tonta como para pensar que le faltaba el amor para sentirse realizada. Se sentía realizada.
Quizá aún sintiera un poco de pena al pensar en el joven que había ido a buscarla a casa de su padre y a quien habían echado de allí sin contemplaciones. Pero el hecho de que Dane hubiera pensado lo peor de ella solo demostraba que no la había comprendido nunca.
–Le agradezco el consejo, doctor –respondió Xanthe mientras el médico metía su instrumental en el maletín–. Comeré algo en el aeropuerto y dormiré en el avión.
Xanthe se miró el reloj, se levantó, le dio un vahído y tuvo que agarrarse al sofá.
–¿Va a tomar un avión esta noche? –el médico frunció el ceño.
–Sí, a las siete –respondió ella. Solo disponía de una hora para llegar al aeropuerto–. Así que será mejor que me ponga en marcha ya.
La expresión del médico se tornó paternalista.
–No le aconsejo que lo haga. Necesita recuperarse. Acaba de sufrir un ataque de ansiedad.
–¿Un… qué? –dijo ella alzando la voz, excesivamente consciente de la presencia de Dane–. No ha sido un ataque de ansiedad, solo estaba un poco mareada.
–El señor Redmond me ha explicado que, muy agitada emocionalmente, se ha desmayado y ha permanecido sin recuperar el conocimiento algo más de un minuto. Eso es algo más que un vahído.
–Bien. Bueno, gracias por su opinión, doctor –le daba exactamente igual lo que el señor Redmond hubiera dicho al respecto.
–De nada, señora Carmichael.
Esperó a que Dane acompañara al doctor Epstein al ascensor, echaba humo. El problema era que tendría que esperar a que el médico bajara en el ascensor y aguardar a que el aparato volviera a subir para salir de allí. Lo que significaba que tendría que pasar unos minutos a solas con Dane en aquel palaciego ático.
No quería hablar del pasado ni de su supuesto ataque de ansiedad ni de nada.
A pesar de haber llevado la contraria al doctor Epstein, no se encontraba bien. Los últimos días habían sido muy estresantes, más de lo que quería admitir. Y la discusión con Dane en su despacho la había estresado más aún.
Pero estar a solas con él en su casa era peor.
Se puso la chaqueta que se había quitado para que el médico le tomara la tensión. Era hora de marcharse con la mayor dignidad posible.
–¿Dónde está mi cartera? –preguntó Xanthe alzando la voz más de lo que le habría gustado mientras Dane se le acercaba.
–En mi despacho.
Dane se apoyó en la barandilla de una escalera que subía a un entresuelo y se cruzó de brazos. Aunque parecía relajado, ella no se dejó engañar.
–No he podido subirla porque como te estaba sujetando a ti no me quedaban manos para agarrarla.
–La recogeré ahora, de camino a la salida –ignorando el comentario, Xanthe se encaminó hacia el ascensor.
Dane descruzó los brazos y se interpuso en su camino.
–Eso no es lo que te ha ordenado el médico.
–Ese no es mi médico –declaró ella, distraída por los pectorales que se adivinaban debajo de la camisa blanca de algodón–. Y no me someto a las órdenes de nadie.
Mientras los sensuales labios de Dane se endurecían, ella clavó los ojos en el hoyuelo de su barbilla.
Se mordió la lengua al sentir un súbito deseo de lamerle ese hoyuelo.
¿Qué demonios le pasaba?
Intentó esquivarle, pero él volvió a interrumpirle el paso y la hizo retroceder hasta dar con la espalda en la pared.
–Apártate de mi camino.
–Tranquila, Red.
Le vio preocupado, el pulso se le aceleró al oír el viejo mote.
–No voy a tranquilizarme, tengo que darme prisa para no perder el avión –su voz le sonó estridente, volvía a sentirse mareada. Si volvía a desmayarse perdería su dignidad por completo.
–Estás temblando.
–No estoy temblando.
Claro que temblaba. Dane estaba demasiado cerca, la tenía arrinconada, la envolvía con su aroma sensual. A pesar de no tocarla, le sentía en todo el cuerpo: en los pechos y en la entrepierna, que parecía a punto de entrar en combustión instantánea. Fundamentalmente, su cuerpo reaccionaba así siempre que Dane se encontraba en un radio de quince kilómetros.
–A menos que tengas un helicóptero a mano, ya has perdido el vuelo –observó él en tono razonable–. El tráfico está fatal a esta hora. Ni en sueños llegarías al aeropuerto JFK en una hora o menos.
–En ese caso, iré al aeropuerto y esperaré al siguiente vuelo.
–¿Por qué no te quedas aquí y tomas un vuelo mañana, como Epstein ha sugerido?
«¿Con él? ¿En su apartamento? ¿Los dos solos? ¿Se había vuelto loco?».
–No, gracias.
Volvió a intentar zafarse de él, pero Dane le puso la mano sobre un codo y una corriente eléctrica le subió por el brazo.
Xanthe se soltó de él.
–¿Y si te pido disculpas? –dijo Dane, sorprendiéndola.
–¿Por qué?
–Por gritarte en el despacho por algo que ya no tiene importancia.
–No tienes que disculparte por decir lo que piensas. No obstante, si insistes, creo que yo también debo disculparme –contestó Xanthe–. Tienes razón, debería haber consultado contigo lo del… lo del aborto.
La mentira le supo amarga, pero era la única forma de que ambos se vieran libres de aquellos sueños estúpidos.
–No, Red, no tienes que pedirme disculpas por eso.
Dane se pasó una mano por el pelo con expresión de frustración.
–Entiendo por qué lo hiciste –continuó él–. Eras demasiado joven para ser madre, no estabas preparada. Y yo habría sido un desastre como padre.
Dane acababa de decirle que estaba de acuerdo con ella. Asunto cerrado. Pero lo que debiera haberle sabido a victoria le supo muy amargo.
Sí había estado preparada para ser madre. ¿Cómo podía Dane dudar de eso? ¿Acaso no había sabido lo mucho que ella había querido tener ese hijo? ¿Y por qué creía que habría sido un desastre como padre? ¿Tenía eso que ver con la infancia de la que nunca había querido hablar?
«Vamos, deja de soñar, no puedes seguir creyendo que ese cuento de hadas todavía sea posible».
La estúpida idea de que podía hacerle superar los traumas de la infancia había sido producto del profundo romanticismo de una adolescente. El cuento de hadas era parte de su pasado.
–Me gustaría acabar amistosamente –dijo ella por fin, decidida a firmar la paz.
–Bien, pero tienes que quedarte esta noche. Me has dado un susto de muerte y sigues teniendo aspecto de que una ráfaga de viento te podría tirar al suelo.
Sintió un hormigueo en el vientre.
–Me siento culpable de lo que te ha pasado –insistió Dane.
–Ya te lo he dicho, estoy bien. Además, no eres responsable de mí.
–¿No? –dijo Dane–. No olvides que hasta que no firme esos papeles sigues siendo mi esposa.
Era una tontería, pero esa tontería la hizo temblar… de placer.
–No seas ridículo, Dane. Llevamos diez años sin estar casados de verdad. Estamos hablando de un pequeño error burocrático del que no te habrías enterado si yo no hubiera venido aquí hoy.
–Ah, a propósito de eso… –Dane le colocó una hebra de cabello detrás de la oreja–. ¿Por qué te has tomado la molestia de venir a Nueva York cuando podías haber hecho que tus abogados se encargaran del asunto?
Era una pregunta pertinente para la que no tenía una respuesta sensata.
La yema del dedo de Dane le rozó la garganta, causándole una multitud de sensaciones que se agolparon en sus pechos.
Debería hacerle parar. Tenía que marcharse de allí. Pero algo profundo y primitivo la tenía inmovilizada.
–¿Sabes qué pienso? –dijo Dane con voz ronca.
Xanthe sacudió la cabeza. Pero sí lo sabía, aunque no quería saberlo.
–Creo que me has echado de menos.
–No digas tonterías. Hacía años que no pensaba en ti –mintió ella en un susurro nada convincente.
Dane ladeó los labios. Esa sonrisa descarada fue una invitación a pecar a la que ella jamás había podido resistirse.
–¿Te acuerdas de lo bien que lo pasábamos juntos? Porque yo sí.
–No –volvió a mentir Xanthe.
Se le hizo un nudo en la garganta cuando Dane le describió un círculo alrededor de uno de sus pezones con el pulgar. Fue una caricia posesiva, descarada, eléctrica.
El pezón se le endureció.
Debía interrumpirle. Dane no tenía derecho a hacer lo que estaba haciendo. Pero las palabras se negaban a salir de sus labios.
Dane bajó la cabeza mientras le acariciaba el borde de encaje del sujetador con el pulgar. Le acarició la comisura de la boca con los labios, olía a café y a menta.
–No se te da bien mentir, Red.
Xanthe no podía respirar. No podía pensar. Y, por supuesto, no podía hablar.
Casi perdió el sentido cuando él le bajó una de las copas del sujetador y sopló sobre el erguido pezón.
–Oh…
Los músculos de los muslos se le disolvieron cuando Dane le chupó la tierna cresta para después mordisqueársela. Tembló cuando su cadera entró en contacto con el impresionante bulto de la bragueta de Dane. Se frotó contra él como una gata, desesperada por aliviar la exquisita agonía.
Dane le agarró la cabeza y plantó los labios sobre los suyos. Ella, instintivamente, abrió la boca y permitió que la lengua de Dane la condujera por oscuros y tortuosos caminos.
Le agarró por la camisa y tiró de él hacia sí, absorbiendo la fuerza de esos músculos contra sus pechos.
Su sexo se hizo pesado y dolorosamente sensible. Húmedo.
«¿Cómo es posible que siga deseándole tanto?».
Entrelazó la lengua con la de él como respuesta a lo que ambos querían.
Dane la besó como en el pasado, con maestría, con pequeños mordiscos, lamiéndola, devorándola…
La barba incipiente de un día le arañó la barbilla. Esas manos grandes le acariciaron los muslos mientras le subía la falta hasta la cintura.
La excitación la hizo olvidarse de todo lo que no fuera él, su presencia, su sonido, su aroma.
Dane la alzó posesivamente, tomando el control, de la forma en que a ella siempre le había gustado.
–Pon las piernas alrededor de mi cintura.
Xanthe, agarrándole los hombros, le obedeció sin rechistar. El corazón parecía querer salírsele del pecho mientras sus lenguas bailaban apasionadamente.
Con la espalda contra la pared, sintió la fuerza de la bragueta de él pegada a su sexo, a su anhelante clítoris.
Sujetándola con un brazo, tiró de sus bragas. Se las rasgó para acariciarla con el pulgar. Ella gimió junto a la boca de Dane.
–Sigues deseándome, Red.
Dane continuó acariciándole el sexo, el hinchado clítoris. La hizo enloquecer, la llevó al borde del orgasmo…
–Por favor, Dane… –gimió ella.
Dane era el único hombre que sabía lo que necesitaba, el único.
De repente, Dane retiró los dedos de los húmedos pliegues y le puso la mano sobre la cadera, abandonándola justo antes del éxtasis.
Xanthe jadeó. Se revolvió. ¿Por qué le había negado lo que necesitaba?
–No pares.
Dane le besó la garganta, su respiración era tan trabajosa como la de ella.
–Tenía que hacerlo.
–¿Por qué?
–No voy a poseerte sin un preservativo.
El deseo, como una neblina, comenzó a desvanecerse según asimilaba el terrible significado de esas palabras.
«¿En serio le has pedido que te hiciera el amor? ¿Sin preservativos?».
Rápidamente, se metió el pecho en la copa del sujetador.
Tenía que marcharse de allí. Al demonio con los papeles del divorcio, ya se encargaría de eso en otro momento. Su salud mental era más importante que la empresa Carmichael’s.