Capítulo 12

 

AHÍ, EN el horizonte. Tiene que ser ese –dijo Xanthe señalando un velero.

El piloto del velero que había contratado aquella tarde en la isla Ireland, las Bermudas, asintió.

Xanthe se echó hacia atrás unas hebras de pelo que se le habían escapado del moño. La adrenalina le corría por las venas y los nervios se le habían agarrado al estómago.

El barco aumentó la velocidad y ella se agarró a la barandilla. El agua del mar le salpicó el rostro, pero no la refrescó tanto como habría deseado.

La loca persecución para encontrarse con Dane llegaba a su punto final después de dos horas de vuelo, una noche sin dormir en un hotel del aeropuerto de San Jorge buscando en Internet los lugares en los que Dane podía haber estado con su barco y tres horas de taxi por las Bermudas para localizarle.

El embarcadero Royal Naval había sido el último de su lista. Al llegar, por fin, había descubierto que Dane había estado allí y que acababa de salir a navegar, lo que la llenó de angustia y alivio simultáneamente.

Se aferró a la barandilla mientras el barco se acercaba al velero de Dane.

Al menos, su frenética llamada telefónica a Londres a las cuatro de la madrugada le había confirmado que Dane no había iniciado ninguna demanda contra ella. Quizá estuviera a tiempo de hacerle entrar en razón.

Los brillantes soportes de acero, la cubierta de teca y el reflejo de las aguas esmeralda en la fibra de vidrio del velero le conferían un aspecto magnífico.

Le dio un vuelco el corazón al ver el nombre de la embarcación: La Bruja del Mar.

Así la había llamado en broma.

«Me tienes hechizado, me tienes embrujado, Red… Eres como una bruja del mar».

Unas gotas de sudor perlaron su frente al ver a Dane cerca de la proa. Y justo en ese momento él volvió la cabeza, justo cuando el piloto pegó el barco al velero de Dane y anunció su llegada.

Xanthe se echó la cartera al hombro. Disponía de poco tiempo. Tenía que subir a bordo del velero antes de que Dane se lo impidiera y de que el capitán de su barco se diera cuenta de que la historia que le había contado, que era una invitada que había llegado tarde, era mentira.

Agarrando una cuerda, subió al barco de Dane, se quitó el chaleco salvavidas y lo tiró al barco en el que había llegado.

–¡Ya puede marcharse! –le gritó al capitán.

El capitán miró a Dane, que había dejado lo que estaba haciendo y se estaba acercando a ella.

–Le llamaré dentro de unos veinte minutos –gritó Xanthe al piloto–. Y le pagaré el doble si se va y nos deja.

Dane no la quería allí, lo que significaba que tendría que escucharla. ¿O no?

–Como diga, señora –el motor del otro barco rugió y comenzó a alejarse.

–¿Adónde va? –preguntó Dane.

–Vuelve al puerto y volverá a recogerme tan pronto como le llame.

Dane parecía furioso.

–Bájate de mi barco ahora mismo.

–No –Xanthe alzó la barbilla–. No voy a marcharme hasta que no firmes los papeles –dejó la cartera a los pies de él–. Me han enviado una copia.

«No tienes ni idea de con quién te la estás jugando».

–¿Qué te hace pensar que no te voy a tirar por la borda?

–Inténtalo.

 

 

Dane reprimió los insultos que se le ocurrieron en ese momento. Un súbito deseo se agolpó en su entrepierna como si fuera nitrógeno líquido.

No tenía palabras para calificar su sorpresa. Quizá no estuviera tan asombrado como al verla entrar en su despacho en Nueva York, pero casi.

Xanthe era la única mujer, aparte de su madre, que había conseguido hacerle daño. Y aunque sabía que ya no podía seguir haciéndoselo, no quería poner a prueba su capacidad de resistencia. Sobre todo, durante unas vacaciones que llevaba planeando desde hacía meses. Incluso años.

Pero ahora que la tenía delante, con ese abundante cabello rojizo revuelto y esos ojos felinos con un brillo desafiante, no pudo contener la subida de adrenalina.

¿Cuánto tiempo hacía que una mujer no le desafiaba ni le excitaba tanto? Xanthe era la única. Pero la chica con la que se había casado era solo una sombra de la mujer en la que se había convertido.

Siempre habían sido compatibles sexualmente, pero apenas había vislumbrado el genio y temperamento de ella diez años atrás, solo en muy pocas ocasiones.

Dane cruzó los brazos, se encogió de hombros y se dirigió hacia la popa.

No era gran cosa que Xanthe tuviera más valor del que se había imaginado. A ver cuánto aguantaba al descubrir que él no estaba dispuesto a seguirle el juego.

Agachando la cabeza para pasar por debajo de la vela mayor, se puso a desatar la cuerda que había sujetado a la cadena del ancla y después pulsó el botón que activaba el torno del velero.

–¿Qué haces? –gritó ella con horror, siguiéndole.

–Levantar el ancla –respondió Dane, a pesar de ser obvio lo que estaba haciendo–. Dispones de dos minutos para llamar a tu capitán antes de que lleve el barco mar adentro.

–No voy a bajarme de tu barco hasta que no firmes los papeles.

Dane se dio la vuelta y ella se chocó contra su pecho. A trompicones, Xanthe dio unos pasos atrás y acabó sentada en uno de los bancos del velero. Tenía las mejillas encendidas y una cautivadora mirada, mezcla de susto y deseo.

Al instante, sintió una incipiente erección.

–No voy a firmar nada.

Dane agarró la rueda de timón y la giró hasta posicionar el barco para continuar su viaje.

–Es un viaje de cuatro días a las Bahamas, es ahí adonde me dirijo. Y no hay ningún sitio para hacer escala. Si quieres pasar cuatro días en el barco conmigo, adelante. O eso o te tiras por la borda y vas al embarcadero nadando. Eres buena nadadora, llegarías al atardecer.

Estuvo a punto de echarse a reír al ver la cómica expresión de enfado de ella, pero recordó a tiempo el motivo por el que Xanthe estaba allí. Había ido para proteger la empresa de un hombre que le había tratado como si fuera basura.

–No voy a moverme hasta que no firmes los papeles. Si crees que me asusta pasar cuatro días contigo en un velero, te equivocas.

De nuevo, el espíritu luchador de ella le excitó.

La vela mayor se tensó y el velero tomó velocidad.

Xanthe se agarró a la barandilla y la fugaz expresión de pánico de su rostro compensó el deseo que se estaba apoderando de él mientras el velero incrementaba la velocidad.

–Bueno, si tú lo dices… Aunque quizá deberías estar asustada –respondió Dane, no tan enfadado como debiera de que Xanthe estuviera allí.

 

 

Xanthe estaba agotada y con los nervios a flor de piel. Tragó saliva mientras veía la costa cada vez más lejos. Había ido allí para hablar con él, para hacerle entrar en razón. Y debía conseguirlo aunque para ello tuviera que darle con un martillo en la cabeza.

–Te pido disculpas por no haberte dicho lo del testamento de mi padre. Debería haber sido sincera contigo desde el momento en que me enteré de que no me habías abandonado cuando tuve el aborto, tal y como mi padre me hizo creer.

Dane se puso las gafas de sol con expresión impasible mientras manejaba la rueda del timón, sin darle ninguna indicación de cómo se estaba tomando sus disculpas.

Le estaba contestando con su silencio, igual que había hecho años atrás, lo que la enfureció aún más.

Xanthe respiró hondo, llenándose los pulmones del fresco aire del mar. Qué tonta había sido al no darse cuenta de la facilidad con la que Dane le había mermado la confianza en sí misma negándose a hablar con ella.

«Pero ya no», se dijo a sí misma mordiéndose los labios.

Ahora ya no era una chiquilla necesitada de afecto. Y no iba a bajarse de ese barco hasta no conseguir lo que se había propuesto: la firma de Dane en los papeles del divorcio.

Desvió la mirada hacia la isla Ireland, las Bermudas, y vio que ya no era más que una neblina en un horizonte salpicado de algún que otro gigantesco barco crucero.

Tomó aire y lo soltó despacio. El plan había sido conseguir la firma de Dane, no acabar a solas con él en un velero durante cuatro días.

Al pensar en ello, sintió pálpitos en la entrepierna. De una cosa estaba segura: no debía permitirle saber el poder que sexualmente seguía teniendo sobre ella.

–Yo no quiero estar aquí y tú no quieres tenerme aquí. En ese caso, ¿por qué no acabamos con esta farsa? De esa manera no tendremos que volver a vernos nunca más.

Dane volvió la cabeza hacia ella. Por fin parecía prestarle atención.

–A mí nadie me da órdenes, princesa.

–Bien. En ese caso, si te niegas a ser razonable, supongo que no te va a quedar más remedio que aguantarme.

Xanthe se dirigió al interior del velero. Necesitaba calmarse y pensar.

Dentro, en la zona de estar, el aire fresco fue como un bálsamo para su piel recalentada. Sin embargo, al pasear la mirada por el espacio que Dane y ella iban a compartir durante cuatro días, se le hizo un nudo en el estómago.

El velero parecía enorme por fuera, pero Dane lo había diseñado pensando sobre todo en la velocidad que el barco podía alcanzar. Aunque el salón estaba lujosamente amueblado y contaba con un sofá, una mesa, estanterías repletas de mapas y libros, otra mesa de trabajo y una cocina muy bien equipada, el espacio era mucho más reducido de lo que había supuesto.

Dane medía un metro noventa y tenía unas espaldas enormes. ¿Cómo iban a compartir ese espacio y al mismo tiempo evitar chocarse constantemente?

Fue entonces cuando vio una puerta al fondo que estaba entreabierta. Era la cabina del dueño y tenía una cama de madera de caoba que ocupaba casi todo el espacio, la cama estaba cubierta por una colcha azul marino.

El pánico se le agarró a la garganta, sin mencionar otras partes de su anatomía.

Pero Dane pasaría la mayor parte del tiempo en cubierta, no ahí, razonó Xanthe. Ningún navegante, yendo solo, pasaba más de veinte minutos alejado del timón; debía vigilar y estar atento a la presencia de otros barcos y demás peligros que el mar pudiera presentar. Y ella no tenía intención de ofrecerse a echarle una mano, porque estaba allí en contra de su voluntad.

Dejó la cartera, se acercó a la zona de cocina y abrió el frigorífico. Lo encontró con toda la comida que se le podría antojar si estuviera pasando unas vacaciones con gastos pagados en un velero de cinco estrellas.

Dane la había acusado de ser una princesa, se merecía que ella representara ese papel. Y no importaba que el espacio fuera reducido, contaba con todas las comodidades que ella pudiera necesitar mientras estaba a bordo de la embarcación, hasta que lograra hacer entrar en razón a Dane. Con él en cubierta, el interior del velero sería su santuario.

Después de localizar otra cama con su propio cuarto de baño, se acicaló y guardó la cartera. Cuando volvió a la zona de cocina, abrió una de las botellas de champán del frigorífico, se sirvió una copa y se preparó una comida digna de una princesa con aquellos ingredientes de lujo.

Sin embargo, al empezar a comer, notó que no había logrado calmarse.

¿Cómo iba a doblegar a un hombre que se negaba a obedecer ninguna regla que no fueran las suyas? Un hombre cuya proximidad la hacía derretirse.

 

 

Dane sujetó con fuerza la rueda del timón, recorrió con la mirada la superficie del agua y notó que no había ninguna embarcación a la vista. Giró a estribor y la vela golpeó el mástil; después, tras tensarse, aprovechó la fuerza del viento y el velero tomó más velocidad.

Se sintió extasiado mientras el sol le acariciaba el rostro y el agua del mar le salpicaba la piel.

Próxima parada, las Bahamas.

¿Por qué había tardado tanto en echarse a la mar?

Entonces, su mirada se desvió hacia el interior del barco. Xanthe se había encerrado allí hacía ya dos horas.

Se le aceleraron los latidos del corazón. Que Xanthe hubiera decidido encerrarse confirmaba lo que él ya sabía: ella también había sentido ese loco deseo nada más poner los pies a bordo. El hecho de ser el único de los dos dispuesto a admitirlo le daba ventaja.

Xanthe cometía un gran error si creía que iba a poder evitarle en un barco de dieciséis metros de eslora, aunque se pasara ahí dentro todo el viaje.

Cuando por fin el sol desapareció por el horizonte, Dane puso el piloto automático y bajó al interior del velero. Encontró el salón vacío y la puerta de la cama extra firmemente cerrada. Pero no pudo evitar notar el aroma a flores que le había envuelto dos noches atrás.

Se frotó la mandíbula, llevaba dos días sin afeitarse. Se imaginó las uñas de ella por su piel…

Dane sacudió la cabeza y agarró una cerveza del frigorífico; entonces, fue a su cabina y tomó una manta y el despertador, necesitaba mantener la vigilancia durante la noche.

Pero al dirigirse de nuevo a cubierta, listo para dormir en la cabina del timón, vio un plato con comida en la zona de cocina. Al lado del plato había una botella de champán y una nota.

 

Para Dane, de su exesposa.

No te preocupes, la princesa no te ha envenenado la comida… ¡Todavía!

 

Dane lanzó una queda carcajada.

–Pequeña bruja.

Al instante, le asaltaron los recuerdos de todas aquellas comidas esperándole en la habitación del motel a la vuelta de un día más de buscar trabajo sin éxito. Y su sonrisa se desvaneció. De repente, volvió a ver esos ojos verde azulados brillantes de entusiasmo por el embarazo, volvió a oír la animada charla de ella acompañándole mientras él engullía en silencio la comida que ella le había preparado.

Dane reconoció que había estado demasiado asustado para decirle a Xanthe la verdad. Volvió a sentir ese agonizante temor, el miedo a otro día de no encontrar trabajo, el miedo a no poder pagar la habitación del motel, el terror de no poder costear los gastos médicos de Xanthe ni hacerse cargo de ella y de su hijo.

Dane metió la cerveza en el frigorífico y echó un trago de champán de la botella.

«Contrólate, Redmond».

Ese chico ya no existía. Él ya no tenía que demostrar nada a nadie. Había trabajado como un esclavo, había estudiado y había conseguido diplomarse en arquitectura marítima y había levantado una empresa millonaria, además de ganar la Copa de América dos veces con sus diseños.

Le sobraba el dinero, no tenía por qué seguir atormentado por el pasado.

Sentado en cubierta, comió lo que Xanthe le había dejado en el plato y miró las estrellas.

Ya no necesitaba el amor de Xanthe, pero su cuerpo era otra cosa. Porque tanto si a Xanthe le gustaba como si no, la atracción mutua era innegable.