Epílogo

 

CLAUDETTE balbuceó.

–Chica lista –la aduló Nathaniel en voz baja, frotando su nariz contra la de la pequeña.

La niña siguió balbuceando y le dedicó una sonrisa desdentada.

–Ahora tienes que volver a dormirte. Mamá tiene que descansar.

Hubo más balbuceos.

Nathaniel revisó el pañal y dio gracias a Dios por que no se lo hubiera ensuciado en su guardia. Conocía a Aliana –que se había presentado de buenas a primeras en su casa anunciando que había dimitido de Monte Cleure– y a Clotilde, y las dos se habían nombrado a sí mismas «niñera», con lo cual habrían discutido por ver quién se lo cambiaba. Pero la noche era un momento íntimo, un tiempo solo para él, Catalina y su hija.

Dejó a Claudette en la cuna, revisó el intercomunicador y salió de la habitación.

Al volver a meterse en la cama en la habitación de al lado, le llegaron más balbuceos a través del monitor, un sonido feliz que nunca se cansaría de escuchar.

Catalina se dio la vuelta y le pasó una mano por la mejilla.

–Feliz Navidad, amor mío.

–Feliz Navidad, mon papillon.

Y por primera vez en casi treinta años, Nathaniel supo que aquella iba a ser una Navidad feliz.

Nevaba sobre la ciudad de Nueva York, lo que haría las delicias de los niños al despertar. Y las suyas.

La nieve ya no evocaba los crueles recuerdos de todo lo que había perdido. Su pasado era ahora un contraste para todo lo que había ganado. Su esposa, su hija, su familia.

La noche anterior, el rey se había presentado acompañado por una corte de sirvientes preguntando si podía conocer a su nieta.

Sabiendo que no podía tocarlos estando allí, pero manteniendo una saludable cantidad de medidas de seguridad por si acaso, lo dejaron entrar y vieron cómo Claudette le derretía el corazón. Bueno, solo se lo descongelaba un poco.

–¿Quieres ahora tu regalo? –le preguntó a su esposa, acurrucándose contra su cuello.

–¿Es grande?

Nathaniel pegó su erección al muslo de Catalina.

–Enorme.

Y ella lo abrazó entre risas.

Sí. Estaba siendo una Navidad verdaderamente feliz.